30.11.05

Mapa


Un lector bernardino me pasó el otro día la dirección de una página de la que quiero hacer publicidad. Por alguna razón de entre líneas descubrió mi amor a lo mínimo, al conocimiento infinitesimal, a esa escala variable que igual te permite ver el mundo como un dios que como un ratón. Es la Biblioteca Perry–Castañeda, una maravillosa colección de mapas de todos los tiempos y lugares que se multiplica ad infinitum a través de enlaces a otras páginas especializadas en cartografía.
Si con el satélite podía verle la piel a la tierra como se la vería un pájaro, con esta otra página puedo verlo como lo habría hecho un escolar de principios de siglo XX, una tarde de invierno, junto al fuego bajo. De hecho, al entrar en el Atlas de Shepherd, de 1911, el libro con el que todos hubiéramos querido ser niños, y ver aquellos mapas de tipografía primorosa, líneas de mano alzada y los colores que luego haría célebres Tintín, me arrojé al vicio de ir acariciando con la yema del dedo los caminos que llevan al desierto, las líneas divisorias de las guerras, las flechas de las batallas, las rutas de los ánsares y de la gripe, de los vientos y de los aviones, los tentáculos de las estribaciones y los filamentos de los ríos, y encontrarme siempre nombres nuevos, palabras puras, meros y hermosos nombres propios de aldeas, fuentes, peñas, tumbas y regatos.
Metería la página de Perry Castañeda en el arcón donde guardo mis mejores mapas: la colección del Instituto Geográfico Nacional, con la que siempre he deseado empapelar un dormitorio, que tiene un nombre para cada veinte metros de tierra real, o con el valiosísimo Barrington, con noventa y nueve mapas de la antigüedad grecolatina, o con los mapas de islas que uno dibujaba de pequeño, y que nunca parecían una isla porque siempre había en ellos algo de patata. Cuando viaje a ver esos lugares, pensaba entonces, me sentaré sobre una huella de mi dedo, y buscaré las fuentes de memoria, sobre un cañamazo invisible, hasta que se active en mi cerebro algún instinto raro que me permita barruntarlas.

Limbo


Es una lástima que ya no exista el limbo, ese lejano país. Se conoce que una comisión de graves teólogos ha dictaminado que se trata de una especulación tridentina sin fundamento. Me hubiera gustado estar en la rueda de prensa donde lo anunciaron: “Buenos días. El limbo no existe. Adiós.” En las tertulias teológicas que yo frecuento se comenta mucho estos días, no obstante, que lo del limbo es una buena señal, porque siempre lo ponen los más retrógrados y lo quitan los más progresistas.
Yo prefiero que lo dejen, precisamente por la misma razón por la que lo quieren quitar: porque lo consideran un pintoresco invento pagano de peligrosas raíces epicúreas. En el limbo uno no siente ni padece, está lejos de Dios pero no le duelen las articulaciones. No hay nada por lo que atormentarse, ni recuerdo que te perturbe ni deseo que te martirice. No es, desde luego, esa luminosidad abstracta del paraíso, que, por lo menos en la Divina Comedia, resulta bastante más sosa que la gusanera del infierno. Pero tampoco es el purgatorio porque allí nadie purga nada, nadie salda deudas ni le escuecen los fracasos. La gente está tan a gusto sin que le duela nada que practica unos modales exquisitos, su refinada educación levanta muros de amabilidad infranqueables, nadie sabe nada de nadie y no se conciben los abusos de confianza ni los arrebatos de sangre. En el limbo la gente no bosteza porque, por no dolerle, ni siquiera le duele el tiempo.
El limbo viene a ser que te dejen en paz, “la vida que no sabe engañar”, dice Virgilio en sus Geórgicas. De pequeño, cuando algún maestro te reprendía porque estabas en el limbo, daba la sensación de que le molestase que te lo estuvieras pasando bien dentro de ti mismo, de que exigiera estar vivo del todo para gozarlo todo y sufrirlo todo. El limbo, definitivamente, no era el sitio donde iban los niños sin bautizar, sino adonde no nos dejaban ir a los niños ya bautizados. Yo siempre me lo imaginaba en el campo, pero no por Virgilio, no todavía, sino porque aquí al limbo de los vivos lo llamaban estar en la higuera, con desprecio, como si fuese algo malo.

22.11.05

Documentación

Estaba leyendo un artículo sobre lo que ha quedado del franquismo en la sociedad española cuando escuché por la radio las declaraciones de un político: “¡España está gobernada por una tropa de indocumentados!”, dijo. No escuchaba esa expresión desde la infancia, quizá desde aquel día en que los niños, en vez de ir a la escuela, estuvimos contemplando en la televisión un cadáver con tapones de algodón en la nariz.
Qué expresión tan añeja. En un país acuartelado, la palabra tropa incluía un matiz despectivo, como de muchachos larguiruchos a los que les viene pequeño el uniforme, reclutas mal vestidos de los que se contaban esas anécdotas siniestras de la mili. Los señores mayores, cuando nos veían a los niños por la calle, decían “¡vaya tropa!”, como si fuésemos indisciplinados pero ingenuos, torpes pero sin mala intención.
La palabra indocumentado también se utilizaba mucho. El indocumentado podía ser el que no portaba documentos, pero entonces, como ahora, cuando alguien no tenía un documento en regla se decía que le faltaban los papeles. El indocumentado era otro. El indocumentado era el don nadie, el que carecía de raigambre, de apellidos, el que no tenía recomendación, el que no mandaba, alguien de extracción humilde, como se decía entonces, o no afín a la gente de orden; alguien que, en el mejor de los casos, sería un pobre diablo, un pelagatos, y en el peor podría ser incluso gente de mal vivir, aunque esto último todo el mundo se esforzaba en no aparentarlo por si acaso. Pero al indocumentado ni siquiera se le concedía el rango de individuo sospechoso, sino de simple cantamañanas que por mucho que se esforzara jamás gozaría de suficiente prestigio.
Los hombres, en los toros, se insultaban con esa palabra: “¡Es usted un indocumentado!”, y con eso no se quería decir exactamente que no supiese de toros, sino que no era quién para opinar. La gente, para insultarse, se llamaba de usted. Un indocumentado podía ir por la calle y tropezarse con un documentado que, si no se le cedía el paso, siempre echaba mano de los mismos improperios: “No sabe usted con quién está hablando”, solía decir.

19.11.05

Mentira


Hay un momento en la última película de Woody Allen, Match Point, en que uno tiene la sensación de que la pantalla se mueve, de que está presenciando una colisión estética como presenciaría un movimiento de tierras. De pronto las conversaciones de café tienen la dicción de una tragedia clásica; los personajes en cuyo punto de vista nos habíamos instalado se vuelven pobres muñecos capaces de cualquier bajeza, y aquellos de los que nos protegíamos se revelan como los únicos sensatos.
Todo sucede en torno a una escena que me dejó clavado. Un personaje acusa a otro de mentiroso. Lo acusa como se puede acusar a alguien del mayor crimen jamás imaginable, con esa desesperación que da gritar un delito gravísimo al que nadie concede mayor importancia. La palabra mentiroso se acaba en sí misma; por más que el ofendido se desgañite, nadie va por ello a la cárcel. En cierto modo, y si reducimos los argumentos con el debido cinismo, la mentira es un recurso válido, legal, si no está tipificado como lo contrario. De ahí que las discusiones de amor sean tan dramáticas, porque los crímenes de que los amantes se acusan no están recogidos en ningún código penal.
El personaje perjudicado grita, bracea, le lanza puñetazos al otro personaje, mucho más fuerte que él, que no reacciona porque en el fondo no le está haciendo ningún daño. Se limita a dejarlo que se desahogue. Entonces sientes piedad por el agresor, un personaje nervioso, en cuyo disgusto tremendo se han disuelto las fuerzas, la capacidad de castigar. Da la impresión de que el mentiroso está pagando sus culpas a precio de saldo, y él lo sabe. Y da la impresión de que el personaje ofendido es un ser incapaz de hacer daño, un ser civilizado que no concibe de ninguna manera el crimen, y que por lo tanto da la importancia debida a otros crímenes que no van más allá de la palabra. Es, de pronto, el héroe. Así que sueltas un héroe y te agarras al otro, como soltarías a Raskolnikov, el personaje de Crimen y castigo, si no tuviese fuerzas para encontrar su salvación.

17.11.05

Peine


Hace unos meses, a principios de curso, una señora dio una rueda de prensa para quejarse de que sus hijos no tuviesen plaza en el colegio Las Viñas, creo recordar, y sí la hubieran conseguido "esos que vienen de fuera". Me llamó la atención la descarnada sinceridad de la señora, nada habitual en la derecha española, pero preferí no glosar entonces sus palabras a la espera de que, como se suele decir, saliera el peine.
Pues bien, ya ha salido el peine. Y el peine, lleno de pelánganos casposos, es que la Iglesia católica exige que el Estado financie sus colegios privados con dinero público pero que les reserve el derecho de admisión. A éste lo quiero, a éste no lo quiero. ¿Deseaban los señores alguna cosita más? Es lo que, abundando en expresiones populares, se llama ser chico bien de casa mal, o presumir de tacón y pisar con el contrafuerte.
Motivos para exigir no tienen muchos, ciertamente. Leo en un periódico herético que en el año 2002 no llegó a un 35% el número de contribuyentes que querían dar su dinero a la Iglesia. Leo que en Alemania, mucho más prácticos, el que recibe el bautismo debe pagar la financiación eclesiástica, o de lo contrario pedir la apostasía. El resultado es que la Iglesia alemana está más saneada que la española, y ningún ciudadano paga creencias ajenas ni privilegios de casta. Y en Alemania se puede ser cristiano. Por poderse, en Alemania se puede hasta llegar a Papa.
Con todo, una vez que ya tenemos el peine, que ya se ha visto el pelo de la dehesa, quizá se pudiese discutir de educación. De cuáles son los recursos necesarios y la gestión más eficaz, y de cómo se trata de educar individuos, no capillas ni bolsas de marginación, y de cómo se cumplen las leyes. Y después de toda esa importante discusión que siempre andan tapando con la asignatura de marras, se podría también reflexionar sobre la exhibición moral que está dando la parte más estridente de la Iglesia católica y de su rapidez de reflejos ante la incorporación de ciudadanos extranjeros. Su instinto de protección, que es lo primero que salió en la foto, y lo que más se tardará en borrar.

9.11.05

Dandy



Leo ayer en el Diario que Umbral acudió “con la plana mayor del PP” a presentar el último premio Planeta, dios mío, y que aprovechó la circunstancias para darle otro palo a la ganadora. Los métodos modernos de promoción son terribles: un miembro del jurado dice que la novela es muy vulgar y su mentor que no tiene estilo. Ah, viejo Umbral, igual esperaban que babease unos cuantos piropos de anciano que acepta honores prepóstumos. Se sumó a Marsé, que es una forma de reivindicación baudeleriana, dar la nota siempre, como sea, hasta el final, y de paso arrojó a la ganadora a los caballos, por segunda vez en quince días. Quien no ha leído a Umbral en sus buenos tiempos no sabe interpretar en clave lírica estos bajonazos. Lo que no sé es cómo se sentiría ella.
Pero Lara, el editor, lo conoce bien. Aquel libro sobre el cadáver de Cela se vendió estupendamente. Y a Marsé también. Yo sospecho que la estrategia de mercadotecnia pasaba por ahí. Barrunto que se trataba de premiar un libro y anunciar a los cuatro vientos que es muy malo. Ponerle un título defectuoso, Pasiones romanas (si pronuncias todas las sílabas parece que estés borracho) y repetir unos cuantos tópicos que indican la catadura literaria del producto. Es, en el ámbito editorial, lo mismo que los invitados al acto practican en el político: no disfrazar los mensajes con razones, ofrecer vulgaridad, en la certeza de que hay una mayoría estadística de clientes que no necesitan más. Asistimos a declaraciones disparatadas porque siempre hay ignorantes que se las tragan, y el truco del “compre esto, que es muy malo” se enseña en las academias.
Ese libro se venderá mucho porque la gente ya sabe lo que va a leer. Otros lo comprarán para solidarizarse con la ganadora, la pobre. Otros porque a Umbral o a Marsé no les ha gustado, para que se fastidien. Pero también es verdad que sin esos invitados de lujo, el día del premio y ayer en la presentación, este libro tenía pinta de no llegar a Navidad en buenas condiciones para el consumo. Lo que me extraña es que la ganadora, la pobre, no conociese a Umbral, no esperase de él un último, altivo ramalazo de cinismo, entre las cenizas de su voz.

6.11.05

Gasolina


Domingo. La poesía de Villepin no ha solucionado nada. Sarkozy, el que echó la gasolina marca 'recaille' sobre las primeras algaradas, va ganando en las encuestas. Nadie sabe de qué demonios habló Villepin con aquella delegación de jóvenes de entre 18 y 25 años que ayer nos hizo confundirnos. Se habla, como si hubiese que apaciguar las conciencias de quienes desean un estado de excepción, de bandas organizadas, de terrorismo islamista, de delincuencia común. La gente tiene que saber que no es una protesta de gente normal sino de criminales sin escrúpulos, y pasar por alto cuál es la razón concreta que conduce a todas esas ramas del mal.
Entre estas razones, hay una que me llama la atención. Son declaraciones de un profesor de secundaria que trabaja en la zona de los disturbios. Cuenta que los vándalos queman coches porque es más bonito, y que “los daños colaterales no entran dentro de su campo de visión, es como si jugasen a la Playstation”. Pero eso tampoco nos ayuda mucho, porque, aunque sí entrasen en su campo de visión, aunque sí fuesen conscientes del daño que infligen a otros, la convicción de que no tienen nada que perder, mucho más antigua y universal, habría hecho el mismo efecto.
Quienes trabajan con adolescentes saben distinguir la mirada del muchacho que ya no tiene que dar cuentas a nadie, ni siquiera a sí mismo. Toda educación, en efecto, es coacción, es ilusión y es amenaza, es pasión pero también temor. Nuestros códigos de conducta se arraigan en el instinto, pero es necesario cultivarlos. Cuando se desarraigan, cuando ya nada importa, cuando la ilusión es nula y la pasión inútil, esa mirada es entonces repelente del temor, impermeable a las amenazas. Es en ese momento cuando enchufan la Playstation, pero también cuando están más informados.
De todas formas, el fenómeno tampoco es nuevo. Son métodos sencillos y devastadores, muy de moda últimamente, como sencillo y devastador es fomentar la sociedad de castas, es decir, aquella en la que no existe la más mínima posibilidad de cambiar de clase social.

5.11.05

Hemorragia


Recuerdo a Dominique de Villepin en la asamblea del Consejo de Seguridad en la que se intentaba frenar el delirio de Bush. Los discursos de Villepin, un hombre alto, delgado y con la nariz de punta, melenas ilustradas y frente de poeta, eran hermosas piezas de oratoria, por más que supiésemos quién era, a qué sector pertenecía. Pero ya estamos acostumbrados a no votar a nuestro candidato sino al contrario del que detestamos, del que no queremos de ningún modo.
Aun así, y comparados con los entecos discursos de nuestra ministra, una diplomática que no sabe hablar, las palabras de Villepin sonaban a música celestial. Igual que cuando, tiempo después, llamó al asunto de Melilla una hemorragia, en feliz metáfora que lo resumía todo, y que planteaba la cuestión crucial, la de si somos capaces de reducirla o tan sólo de fregar la sangre del suelo y esperar a que se callen los heridos.
Ahora Villepin trata de enfrentarse con palabras a una de las más sangrantes contradicciones morales de Occidente: llamamos terroristas a quienes emplean medios violentos en sus protestas, pero, si utilizan métodos civilizados, no les hacemos ni puto caso. Consideramos una rendición intolerable dialogar con los violentos, pero nos reímos de los pacíficos, los ignoramos.
Escribo estas líneas en sábado. Las protestas de Francia no se han cobrado aún ninguna víctima. La violencia se ha cebado en los enseres, los transportes y los inmuebles, en una especie de catarsis que se agrede a sí misma. Sarkozy enseñó el plumero llamándolos gentuza. Villepin trató de ganar tiempo con palabras, pero ni declaró el estado de sitio, como pedían los ultras, ni se agarró al ciego argumento de no tratar con quien se hace oír. Más allá de su carrera presidencial, Villepin se juega sus credenciales de poeta, y el extraordinario precedente que enseñe de una vez a la derecha europea que a bofetadas no se mantiene callada a la gente a la que previamente has condenado a la miseria. Las hemorragias internas no se friegan con lejía.

3.11.05

Gota 2


Todos los días paso por delante de una estatua de Escriche que lleva tiempo estropeada. Está en un parque del Ensanche, detrás de las piscinas, donde el antiguo meadero de los perros. Es una mujer desnuda, sentada, que eleva por encima de su cabeza un botijo vuelto del revés por cuyo pitorro cae una gota de agua, o bien un lienzo mojado cuyas últimas gotas escurre la mujer sobre sus labios. La mujer apura el botijo –o el paño– y su actitud es de esperanza en que hasta la última gota pueda saciar toda su sed, con la misma determinación con que se ducharía bajo un chorro inagotable.
La mujer es muy atractiva. Su busto es de sirena, pero sus piernas son de madre. Muslos gruesos, ásperos y descuidados, las manos en ofrenda pagana y los pies que apoyan para descansar de las durezas. Pero la imagen no puede estar más viva. Esa última gota es eterna, y ha caído durante meses en la boca de hierro de la estatua. Un reguero de óxido va corroyéndola como un regato de podredumbre que le pasa por la barbilla y por el cuello, que se ensancha entre los pechos y se encharca en un vientre cansado. Los estragos de la gota parecen una carcoma, una fruta podrida, pero hay también algo agradable y otoñal en aquel vivero de organismos devoradores, y es, desde luego, un canto a la persistencia.
Es inevitable la sensación de que las gotas acabarán por taladrar la estatua, la abrirán en canal y dejarán al aire sus entrañas de metralla. Pero eso le añade belleza, porque le añade tiempo. Muchas veces, cuando paseo a su lado, pienso en quién durará más, si ella o yo. Alguien debió de pensar lo mismo y le cortó el agua, quizá para que el orín no fuese a más. Pero en ese gesto de buena intención o de simple desidia no ha hecho más que matarla. Esa estatua, mientras no siga cayendo el agua, será solo un recuerdo de sí misma. Mientras no se siga lentamente destruyendo, no estará viva. El monumento está dedicado a los donantes de sangre. Aunque sólo sea por eso, el Ayuntamiento debería arreglar ese grifo. En invierno, con los hielos, todavía es más hermosa.
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