27.11.06

Cartuja 2



Nadie habla (claro) ni sugiere ni da a entender ni manifiesta que sea un sacrificio estar en la cartuja, pero tampoco que sea una forma privilegiada de vivir. Esa idea de “estar de espaldas al mundo”, que todos, en mayor o menor medida, hemos albergado alguna vez, como si los monjes representasen una comedia de falsos martirios, desaparece como por ensalmo, nunca mejor dicho, cuando ves El gran silencio.
Es una opción, desde luego, y sus virtudes (no creo que sea exacto llamarlo ventajas) son perfectamente aplicables a cualquiera de nosotros. Excepto aquellas personas cuyas cargas sociales y familiares les impiden concebir más aventuras que, si acaso, quedarse de rodríguez durante el verano, el resto podría, sin salir de casa, abrazar la vida cartujana.
Para percibir el tiempo hay que prescindir del horario, y en la película las indicaciones temporales son irrelevantes. No se nos da ninguna explicación, y me parece muy bien. Todo es un continuum en el que sólo cambian las estaciones, si bien es verdad que la vida cartujana se basa en un
horario muy particular. Se levantan a las once y media de la noche y se ponen a rezar a oscuras hasta las tres de la mañana; después se vuelven a acostar en un jergón de paja dura y allí reposan su cuerpo hasta las siete de la mañana; no desayunan, y desde esa hora se dedican a rezar y a estudiar hasta que deciden alimentarse o vuelven a la iglesia para seguir rezando.
Esto lo podríamos llevar cualquiera, e incluso en condiciones más extremas que las de los cartujos, pues en este mundo nuestro se concibe el silencio como hermano de la soledad, y esta como ausencia traumática de los otros. No es así, no debe ser así. Pocas parejas de novios dan más sensación de amor que las que pasan el tiempo sin decirse nada, leyendo sendos libros, mirando un paisaje lineal o disfrutando de las llamas de la estufa. El habla debería limitarse a las cuestiones de intendencia, o bien a los diálogos activos, esos en los que uno habla por corresponder, pero en los que proporciona siempre más placer estar callado y escuchar al otro. El habla es, sin embargo, una de las pocas actituces morales que nos quedan, como si callar diese mal fario. Recuerdo, de niño, el drama por el que tuvo que pasar un familiar lejano mío, por la sencilla razón de que su hijo, un chico joven pero, en todo caso, mayor de edad, había dejado de hablar. No hubiese sido tan preocupante que dijera tonterías o que fuese lo que se dice un bocas, aun en el caso de que su incontinencia verbal le hubiese puesto en algún embarazoso disparadero.
Pues bien, no sólo no pasa nada por estar callado sino que el silencio invita al dominio de los ruidos. Cuando uno camina por el monte, sobre todo si no tiene costumbre, lo único que escucha es a sí mismo, su jadeo perruno, su desbocado corazón, el frufrú de la siempre excesiva ropa, el monótono sonar entre las piedras de los pesados botos de goretex, amén de un acaloro general que baja el volumen de los sonidos de la naturaleza más allá de lo audible. El silencio sirve no sólo para que no hablemos, sino para acallar nuestro cuerpo. Estar en silencio no es lo mismo que estar callado. El silencio exige una cierta conciencia de silencio: no respirar ruidosamente, no hacer sonar apenas las pisadas; vivir, en fin, en un estado prelevitativo, como esas personas delgadas que caminan elevando mucho los talones.
O sea: vivir con cuidado. Hay una escena en la película muy ilustrativa para este particular. Un monje toma notas (en español) de algún libro sagrado. A pesar de que no son más que las notas de un estudiante, están escritas en papel pautado, la caligrafía es amorosa y cada rabo de cada letra sale con una curvatura cuya estética se adapta muy bien a esa vieja aspiración de Tàpies, el trazo suficiente, la pincelada única capaz ella sola de describir el mundo, al menos, en este caso, el mundo pequeño e infinito, el mundo infinitesimal de los cartujos.



26.11.06

Cartuja




Cuando el visitante del museo científico accede a la cámara de silencio, primero siente una presión en los oídos que en realidad es el eco de los ruidos que ha dejado al entrar. Pronto, cuando el equilibrio se acostumbra, se da cuenta con una mezcla de sobrecogimiento y estupefacción de que el silencio absoluto no existe porque siguen sonando los latidos de su propio corazón, tan perceptibles como si estuviera escuchándolos con el fonendoscopio.
El silencio verdadero es eso, la soledad junto a tu corazón, y la forma más civilizada de acceder al silencio sin perder ni la compañía de los otros ni la propia soledad es la vida en un monasterio de cartujos. Tenía unas ganas tremendas de ver El gran silencio, la película sobre la vida en la cartuja. La Scala Paradisi de fray Guigo es uno de mis textos de cabecera en materia espiritual. He aprendido de ellos que la palabra dicha no tiene valor cuando no es más que ruido, y que el silencio fermenta las voces, ahoga los exabruptos, matiza las apreciaciones y elimina lo superfluo y lo engañoso.
En el rato en que, una vez a la semana, los cartujos salen a dar un paseo y les es permitido decir unas palabras, esas palabras, por lógica, deben ser pura esencia espiritual. En la película, sin embargo, en los dos esparcimientos que aparecen no encontramos discusiones profundas sino bromas de monje, que siempre son más afiladas de lo que uno esperaría. En una, hablando sobre la necesidad o no de lavarse las manos antes de entrar los domingos al refectorio, a la única comida en común, un monje comenta que en otras cartujas no lo hacen, y otro le contesta:
–Yo creo que es muy útil. Lo malo es que siempre se me olvida manchármelas.
La otra escena de recreación tiene lugar en un nevero. Los novicios se deslizan por la nieve, practican el snow–board con sandalias. Los monjes viejos los animan y se ríen con las caídas y jalean a los que mantuvieron el equilibrio hasta el final. Después se vuelven al convento.
Del mismo modo que es necesario mirar largas horas un árbol para entender el misterio de las hojas, percibir su existencia y sentirse parte de ellas, acompañado por ellas, así también es necesario callar y repetir los movimientos para desatascar un poco los sentidos, para licuar ese tapón de cera de abeja venenosa que llevamos tan metido y escuchar el corazón de la cartuja, que es de madera. Eso la película lo saca muy bien. En medio del silencio nevado los monjes viven en compañía de sus crujidos. Cruje el suelo de tablas bajo las pisadas. Cruje el jergón del catre cuando se tumban. Cruje la rústica silla cuando se sientan a leer severos tratados de teología. Crujen los leños y crepitan en la estufa de hierro. Crujen los bancos del coro, y los reclinatorios y los atriles donde posan los grandes volúmenes de canto. Crujen las vigas bajo el peso de la nieve y la mesa de estudio bajo el peso de los codos. La madera nos dice que todo es gravedad. Los monjes se comunican por sus huellas, por el ritmo de sus pasos. Deslizan sus inquietudes cuando cambian de postura, su cansancio cuando hacen sonar el reclinatorio a un ritmo distinto, igual que un corazón se acelera en secreto cuando recordamos un episodio de azoramiento, o nos vuelve a visitar una pasión.
En cierto sentido, el ruido que preparan los despenseros con los carros cuando van repartiendo el avituallamiento por las celdas, o el ruido (típicamente cristiano, no sé por qué) que parte el silencio absoluto con expectoraciones quejumbrosas, ese poco cuidado hacia los ruidos del cuerpo que despliegan quienes sienten absoluta familiaridad cuando se navegan por un templo; todos esos ruidos evitables, en fin, que no proceden del peso sino de los movimientos de los hombres, resultan incluso molestos, disipadores, y eso por no hablar del escándalo que organiza un lego para llamar a los gatos, un follón de susurros y bisbiseos que en el cine donde yo estaba viendo la película despertó a media sala.
Nadie habla (claro) ni sugiere ni da a entender ni manifiesta que sea un sacrificio estar en la cartuja, pero tampoco que sea una forma privilegiada de vivir. Esa idea de “estar de espaldas al mundo”, que todos, en mayor o menor medida, hemos albergado alguna vez, como si los monjes representasen una comedia de falsos martirios, desaparece como por ensalmo, nunca mejor dicho, cuando ves El gran silencio.
Es una opción, desde luego, y sus virtudes (no creo que sea exacto llamarlo ventajas) son perfectamente aplicables a cualquiera de nosotros. Excepto aquellas personas cuyas cargas sociales y familiares les impiden concebir más aventuras que, si acaso, quedarse de rodríguez durante el verano, el resto podría, sin salir de casa, abrazar la vida cartujana.
Para percibir el tiempo hay que prescindir del horario, y en la película las indicaciones temporales son irrelevantes. No se nos da ninguna explicación, y me parece muy bien. Todo es un continuum en el que sólo cambian las estaciones, si bien es verdad que la vida cartujana se basa en un horario muy particular. Se levantan a las once y media de la noche y se ponen a rezar a oscuras hasta las tres de la mañana; después se vuelven a acostar en un jergón de paja dura y allí reposan su cuerpo hasta las siete de la mañana; no desayunan, y desde esa hora se dedican a rezar y a estudiar hasta que deciden alimentarse o vuelven a la iglesia para seguir rezando.
Esto lo podríamos llevar cualquiera, e incluso en condiciones más extremas que las de los cartujos, pues en este mundo nuestro se concibe el silencio como hermano de la soledad, y esta como ausencia traumática de los otros. No es así, no debe ser así. Pocas parejas de novios dan más sensación de amor que las que pasan el tiempo sin decirse nada, leyendo sendos libros, mirando un paisaje lineal o disfrutando de las llamas de la estufa. El habla debería limitarse a las cuestiones de intendencia, o bien a los diálogos activos, esos en los que uno habla por corresponder, pero en los que proporciona siempre más placer estar callado y escuchar al otro. El habla es, sin embargo, una de las pocas actituces morales que nos quedan, como si callar diese mal fario. Recuerdo, de niño, el drama por el que tuvo que pasar un familiar lejano mío, por la sencilla razón de que su hijo, un chico joven pero, en todo caso, mayor de edad, había dejado de hablar. No hubiese sido tan preocupante que dijera tonterías o que fuese lo que se dice un bocas, aun en el caso de que su incontinencia verbal le hubiese puesto en algún embarazoso disparadero.
Pues bien, no sólo no pasa nada por estar callado sino que el silencio invita al dominio de los ruidos. Cuando uno camina por el monte, sobre todo si no tiene costumbre, lo único que escucha es a sí mismo, su jadeo perruno, su desbocado corazón, el frufrú de la siempre excesiva ropa, el monótono sonar entre las piedras de los pesados botos de goretex, amén de un acaloro general que baja el volumen de los sonidos de la naturaleza más allá de lo audible. El silencio sirve no sólo para que no hablemos, sino para acallar nuestro cuerpo. Estar en silencio no es lo mismo que estar callado. El silencio exige una cierta conciencia de silencio: no respirar ruidosamente, no hacer sonar apenas las pisadas; vivir, en fin, en un estado prelevitativo, como esas personas delgadas que caminan elevando mucho los talones.
O sea: vivir con cuidado. Hay una escena en la película muy ilustrativa para este particular. Un monje toma notas (en español) de algún libro sagrado. A pesar de que no son más que las notas de un estudiante, están escritas en papel pautado, la caligrafía es amorosa y cada rabo de cada letra sale con una curvatura cuya estética se adapta muy bien a esa vieja aspiración de Tàpies, el trazo suficiente, la pincelada única capaz ella sola de describir el mundo, al menos, en este caso, el mundo pequeño e infinito, el mundo infinitesimal de los cartujos.

20.11.06

Probatura


He empezado, un poco a la buena de Dios, a escribir el argumento del próximo folletín de verano, que, de momento, se llama Una flor de hierro. Cuelgo aquí la primera pellada de barro informe que me ha salido.


1. La casa de cristal

El marquesito se llamaba Leopoldo, don Leopoldo de Posos, el marqués de Posos, el marquesito. Acababa de cumplir los treinta y ya nadie le apeaba el don, y lo de marquesito no era porque fuese joven sino porque era el hijo de la marquesa, y además soltero, es decir, en situación de prolongar la infancia y fundirla en una ociosa imagen de rentista, de niño perdis con espolones. La gente siempre se había deshecho en lenguas con el marquesito, pero también cundía en torno a él una cierta simpatía servicial, una especie de agradecimiento patrio por el hecho de que el marquesito jamás, salvo cuando se fue a estudiar, se hubiera marchado de la provincia. No era lo normal. Los jóvenes modernistas como él eran aves de pluma voladora. Todo les venía pequeño y se instalaban en algún palacete de Valencia, o de Barcelona, y muy de vez en cuando, poco menos que para recoger los diezmos, nada más, volvían a la ciudad y pasaban unos días muy aparatosos, llenos de reverencias y actos públicos, para volverse a marchar con los primeros fríos y dejar la casa como un mausoleo abandonado. En el mismo Teruel había varias casas así, terratenientes que no se dignaban siquiera compartir el aire del que vivían. Esto la gente lo llevaba mal. De fuera vendrán..., comentaban a la mínima.
Así que el caso de los marqueses de Posos, de la marquesa sobre todo, que necesitaba para ella sola y para su servidumbre casi todo el palacio de la calle de San Miguel, era muy apreciado entre la ciudadanía. La marquesa no era ruin, sorprendentemente, pero aunque lo hubiera sido siempre habría estado a su favor el hecho de vivir en la ciudad. Siempre la habrían perdonado por ser como de casa, tan campechana ella paseando por la carretera de Cuenca con sus criadas. Y algo parecido sucedía con el cabraloca del marquesito.
La marquesa, doña Dolores, se lo dejó bastante claro cuando Leopoldo terminó sus estudios de abogado. “Muy bien”, le dijo, “ya te han regalado el título y, como no creo que lleves intención de trabajar jamás –y menos mal, por otra parte–, lo único que te pido, hijo mío, es que vivas con discreción”. El marquesito dijo que sí. “Sí, mamá, no te preocupes por eso; tú a mí hazme el favor de no preocuparte por mí, y yo no te daré ningún escándalo, te lo prometo”.
El marquesito casi cumple su promesa. El marquesito era un hombre de palabra, pero la vida se interpone. Como él mismo solía repetir en momentos de especial decadentismo, la vida es una breve primavera. Debió añadir, al decirlo, que nunca sabes cuándo estallarán los truenos, cuando vendrá la tormenta; cuando, sin esperarlo, sin darnos tiempo a cobijarnos, nos anegará la lluvia.
Pero en aquel momento, en 1906, nadie lo habría dicho. Como esos mozos juerguistas que de la noche a la mañana se recogen y sientan la cabeza, y en pocas semanas su imagen, sus movimientos incluso, ya no son los de un gaire bebedor sino los de un padre de familia, así el marquesito, en cuestión de días, adoptó el aire grave de un señor: se encargaba trajes negros, usaba bastón, capa española y bombín de paño, y cualquiera hubiese dicho que era esa la imagen que cultivaría durante los siguientes cuarenta años, hasta que fuera rematadamente viejo.
En la cabeza del marquesito estaba el alternar la imagen que deseaba su madre con algunas escapadas en las que hartarse de vino y rosas. Y así lo hizo, los primeros años. El señor severo que daba prestigio en los entierros se convertía en un pimpollo con las puntas del bigote retorcido que se pintaba los ojos y se perdía en francachelas de poetas. Su imagen pálida, su semblante adusto, esa forma digna de ir al lado de su madre, sujetándola del bracete, esa manera tan seria de intervenir en las conversaciones, todos esos achaques de solterón eran perfectos para las reuniones vespertinas de la marquesa y para el complejo entramado de actos piadosos con que la señora rellenaba su vejez. La marquesa era madrina de casi todas las cofradías de Semana Santa, ella en persona se encargaba de diseñar los mantos de flores de la Virgen. Bueno, ella no. El que lo hacía era el marquesito, pero su faceta de florista era una de las que su madre le había pedido que no sacase a pasear. A cambio, una vez al año, el marquesito podía asomarse al balcón de los Ferranes, solícitos amigos suyos, y ver una procesión de Viernes Santo que en realidad era un desfile con sus diseños florales, como aquel que asiste a una pasarela de moda de esas que un par de veces al año el marquesito veía en París.
Lo de las flores era un secreto. A tres o cuatro leguas de la capital, según se remonta el Guadalaviar, en una de aquellas vegas que bajan del páramo hasta el río, Leopoldo cuidaba sus flores en una masía fluvial que él había convertido en invernadero. En los últimos tiempos, entre que su madre andaba un poco renqueante y que su pasión botánica lo absorbía, Leopoldo apenas iba perezosamente a Zaragoza, pero las grandes juergas valencianas iban distanciándose en el tiempo. Ahora ya se estaban pasando los fríos y en el invernadero había que trabajar a destajo. El marquesito empleaba a estudiantes pobres de los Hermanos de la Salle, venidos de los pueblos, a los que durante casi todo el invierno metía en la biblioteca para que estudiasen junto a la estufa.
Todos lo llamaron siempre el invernadero, empezando por la marquesa, a la que le horrorizaba una casa que en verano pudiera estar infestada de mosquitos y que en invierno sólo fuese frecuentada por labradores. Era una de esas casas con forma de gallina clueca que pueblan las masadas de los pueblos, pero estaba cubierta de octubre a mayo por una cristalera que daba la vuelta a las cuatro fachadas. Durante los meses de invierno sólo se veía desde el camino que bordea el río una cristalera de reflejos plateados entre la maraña de las ramas de los sauces, que cuando echaban hoja la emboscaban y ya no se veía nada.
Al principio Leopoldo sólo iba para recoger las flores. En la parte más baja de la finca, al nivel del río, había sustituido las antiguas plantaciones de pipirigallo por hileras de dalias y de crisantemos, y los huertos que bañan en terrazas las acequias se poblaron de clavelinas. Hubo una época en Teruel, a principios del siglo XX, en que a todos los muertos se les echaba en la fosa un ramo de flores de Leopoldo, cuya oscura silueta figuró en la cabecera de la mayoría de los entierros.
La jardinería no era solo un pasatiempo. Poco a poco, casi sin darse cuenta, un libro ahora, unas zapatillas de paño después, Leopoldo fue trasladando al invernadero las habitaciones que ocupaba en el palacio. Una tarde, como tenía por costumbre, mientras tomaban el té desde los balconcitos que daban a la plaza de la Bombardera, Leopoldo anunció a su madre que se iba de viaje. La madre nunca ponía el menor inconveniente. “Sí, hijo, sí”, le decía, “sal y desfógate un poco, y no te olvides de traerme unas botellas de agua de Vichy”. Esa vez, sin embargo, en vez de alojarse en el pisito del paseo de Colón, o en su apartamento del Park Güell, Leopoldo se marchó al invernadero y allí pasó, protegido por la enorme cristalera que brillaba entre las ramas de los sauces, un par de semanas en las que gozó de la felicidad morbosa del silencio y del cuidado constante de las flores. Ayudaba a sus ayudantes en sus deberes, un chico de Alfambra, Luisín, y otro de Fuentescalientes, Isidoro, pasaba revista minuciosa de las flores o se sentaba en el sillón de orejas frente al fuego bajo, a leer un tratado de Celestino Mutis.
Y pensaba. La situación le hacía gracia. “Parezco un Tiberio”, bromeaba junto a un rododendro, pero lo más gracioso era que aquellos dos muchachos, a su edad y con sus circunstancias, habrían estado al servicio de cualquier otra familia pudiente, y desde luego no los habrían empleado en ponerlos a estudiar. Y sin embargo, como tantas otras cosas, había que ayudarlos en secreto. ¡Un solterón con dos muchachos, y allí en el huerto! El escándalo que se imaginaba le hacía reír de emoción a Leopoldo, pero la promesa de no afligir a su madre y un cierto olfato para la prudencia que había heredado de su padre lo convencieron de llevar siempre consigo a un criado de la casa, alguien de la absoluta confianza de su señora madre, el más viejo y leal de los criados, Fermín, un anciano fibroso que escardaba los gladiolos con la mano.
Estas medidas de protección ante el escándalo sólo lo abandonaban en la más absoluta soledad, lo que sintió aquella tarde que los muchachos ya se habían ido a sus pueblos y Fermín estaba en un entierro humilde, representando a la familia, y él se marchó al invernadero y las horas iban más despacio y más deprisa, lo primero porque pudo disfrutar todo el tiempo de sí mismo y su silencio y lo segundo porque al terminar aquellas dos semanas se sintió mucho más joven, menos cínico, con más ganas de vivir.
Nada más volver a casa, como si viniera del extranjero, entró frotándose las manos al gabinete de su madre, dispuesto a contarle bellas mentiras y a proponerle proyectos interesantes.
–Se me ha ocurrido que no estamos dejando en la ciudad, aparte de este palacio, ninguna huella arquitectónica, mamá.
–¿Ah, sí? Pero querido, ¿y quién te piensas que pagó el panteón?
–No seas tan estricta, mamá. Yo pensaba en algo un poco más visible.
–Una estatua de tu padre, ni lo sueñes.
–¿No? ¿Y por qué no? Una estatua tipo Castelar. O bien tipo Flaubert. ¿No te parecería mejor así? Papá fue un prohombre de la ciudad. A los prohombres se les hacen estatuas de bronce con barriga y bigotes largos. Papá gastaba bigotes de moco, mamá.
La madre fingía enfados de madre, y el hijo se sentaba en el brazo de su sillón, mientras probaba las tortas finas.
–No te rías de tu padre. ¿De dónde has sacado esas tonterías?
–No te enfades, mamá. Yo estaba pensando en algo mejor. ¿Qué te parece un asilo para ancianitos desamparados?
–Carísimo.
–¿Y no te haría ilusión, mamá?
–Llama a Josefina y dile que me caliente la tetera, que está helada. No sé yo dónde querrás ir a parar, hijo mío.
Leopoldo tiró de la campanilla.
–¿Y una iglesia?
–¿Otra?
–Mamá, si te refieres al mausoleo, nadie se va a acordar jamás del dinero que pusiste.
–¿Y se puede saber por qué una iglesia? ¿No te parecen pocas, que nos pasamos la vida en ellas?
–Esto va a ser la fe, mamá. Esto va a ser que me he caído del caballo.
–Yo no sé si tú te habrás caído del caballo, Leopoldo, pero yo, del guindo, hace mucho ya que me he caído. Así que tú verás lo que haces, pero las facturas las voy a seguir firmando yo.
–¡En qué concepto me tiene, señora marquesa!
–No me vengas con pamplinas. Si no sujeto a tu padre, nos deja en la puta calle. Así que como para ponerle estatuas.
Leopoldo dio por cumplimentado el protocolo y se puso manos a la obra. Hacía tiempo que pensaba en un arquitecto catalán que vivió durante algunos años en Teruel pero tuvo que volverse a Cataluña y ahora trabajaba, según sus últimas noticias, para el ayuntamiento de Tortosa. Este arquitecto, Pau Monguió, había traído un aire nuevo a la ciudad. Sólo había estado tres años en Teruel, entre 1899 y 1902, pero en ese tiempo participó en la reconstrucción del convento de los Franciscanos y construyó el panteón del Capítulo Eclesiástico, aparte del nuevo Depósito de Cadáveres, todo ello en un estilo muy moderno.
Leopoldo lo conoció en la Sociedad Económica Turolense de Amigos del País, donde pronto Monguió había sido nombrado presidente de la Sección de Instrucción y Bellas Artes. Leopoldo pensaba en él como el artista al que se podía dejar suelto para que desarrollase lo que no había tenido la oportunidad de crear en un mundo tan saturado de genios como el de Barcelona. Pensaba en él para el invernadero, para levantar una hermosa villa floral, una villa como la de Adriano, mejor que Tiberio. La llamaría, eso lo supo desde el principio, La Villa de Pomona.
Pero Leopoldo era todavía un estudiante que escribía versos en los libros de derecho mercantil. Entonces era sólo una ilusión modernista, y su padre, que aún vivía, nunca quiso saber nada de arte. Pero ahora era él. Y él quería decorar el invernadero. Había que averiguar qué había sido de Monguió, que salió a escape de la ciudad, víctima de un turbio asunto que Leopoldo no vivió y que ahora no le importaba en absoluto. Puesto que no había sido posible una revolución moral, por lo menos iba a darse el gusto de una revolución estética, aunque tuviera que vestirse de negro para siempre.

19.11.06

Partenón


¿Debería el British Museum restituir a Grecia las esculturas del Partenón que el embajador lord Elgin se llevó a Inglaterra a principios del siglo XIX? Naturalmente que no, y el día que lo haga me parecerá un signo de decadencia irreversible, un expolio que nuestra propia cultura perpetrará contra sí misma.
Si la cultura europea, la que nació en la antigua Grecia, ha sobrevivido no es gracias a los griegos, y cuando digo los griegos me refiero a la gente que ha vivido en esa tierra tan convulsa, frontera caliente durante siglos entre lo que ahora consideramos Europa y el imperio Otomano. Si uno mira la lista de revoluciones, guerras civiles, pronunciamientos y algaradas que tuvieron lugar en Grecia después de que lord Elgin se llevara las esculturas, a uno le alivia que se las llevase, sin necesidad de recordar que la democracia fue restituida en Grecia gracias a los ingleses, no a los antiguos griegos.
“Pero es que ahora Grecia ya es un país democrático y tal y cual”. Muy bien, ¿y qué? Yo no leo a los antiguos griegos gracias a los modernos griegos sino a los anglosajones, a su maravillosa Bibliotheca Loeb, a las inmejorables ediciones de Oxford, al grandioso diccionario de Liddell y Scott, a los eruditos comentarios de Walbank. Grecia tiene, desde siempre (desde entonces también, que tampoco era una malva) la mala suerte de estar en unas coordenadas geográficas inquietantes. Lo mismo le sucede a España. Somos países de sutura, culturas acaloradas. Y eso, tarde o temprano, se acaba filtrando. Los ingleses ven cómo el alcalde de Segovia autoriza tapar el Acueducto con una mole de cemento, o el de Toledo cómo firma una urbanización de acosados para tapar las vistas del Greco, y piensan que, si tuviesen un partenón español, tampoco lo devolverían. Empiezas votando a un alcalde sin escrúpulos y acabas como los budas de Bamiyán.
En la historia moderna de Europa hay tres países que se han ocupado como es debido de mantener el legado griego: son Inglaterra, Alemania y Francia, o, dicho en metonimia, Oxford, Teubner y Budé. Para mí Grecia no es lo que hay en Grecia, sino lo que leo en los libros ingleses y veo en los museos de Inglaterra. Grecia no tiene por qué estar en un país que ya tiene bastante con conservar lo que no se perdió del todo. Grecia está en un busto de escayola que tengo en mi estudio. Un busto inglés, por supuesto.

P.S.: Una información completa y algo más seria de la discusión la encontrarás en
esta página de la BBC.

18.11.06

Iluminación


No recuerdo bien ahora si fue Turgueniev de quien Flaubert dijo que no le gustaba porque “se repite y filosofa”. Eso fue antes de que la novela terminara por absorber a los otros géneros igual que ahora una multinacional absorbe pequeñas empresas en quiebra. Flaubert ya no conoció el prestigio de la novela/poema, la novela/teatro, la novela/ensayo, la novela/cuento estirado, y mucho menos ese género de la novela/memoria que tanta basura inorgánica genera en España.
Ni repetirse ni filosofar es malo, pero entiendo a Flaubert. Estos días estoy leyendo La fortuna de Matilda Turpin, el Planeta de Pombo, que es exactamente eso, un libro de cuatrocientas páginas lleno de repeticiones y filosofías. Pombo se está unamunizando. Lleva dos o tres novelas en las que ya no le interesan los objetos, nombrar las cosas, describir las escenas, narrar los acontecimienos. Los acontecimientos ya son sólo un salón ibseniano poblado por fantasmas de otras novelas y un narrador al que se le nota cómo ha ido escribiendo la novela, qué día ha escrito qué párrafo, qué estaba leyendo entonces, qué tiempo hacía, que comió para almorzar.
Todo esto, en principio, no importa porque uno es fan de Pombo y porque también puede mirarse de otro modo: muy potente debe ser un estilo para que no necesite nada más, que es, por otra parte, lo que siempre deseó Flaubert, que fuera el estilo el que llevara en andas la novela, que la narración fuera un ente semoviente, vivo por sí mismo, sin necesidad de trucos narrativos, absolutamente libre.
Pero esto, el estilo, es algo que Pombo consiguió hace muchos años. De la casi inverosímil potencia narrativa de El metro de platino iridiado a esta novela de ahora han pasado más de quince años. Leo aquella novela, la abro por cualquier página, y no es sólo el estilo, es el reconocible mundo el que me anega, como si hubiese accedido de nuevo a visitar a unas personas con las que conviví algún tiempo y a las que visito de vez en cuando. El paseo de Rosales sólo cobra encarnadura real en mi memoria cuando veo pasear por él a María, la heroína de El metro. Y cuando paseo por el paseo casi siento la melancolía de quien pisa barrios donde ya son otros los que los disfrutan.
Pero en esta novela no hay calles, no hay muebles más que meramente nombrados, no hay gestos ni olores, no hay largas escenas llenas de detalles que enhebrados en su impresionante prosa creaban el mundo, lo hacían vivir. Ahora hay, sobre todo, íes. Es increíble la cantidad de íes que utiliza Pombo. Es imposible que ningún otro escritor haya utilizado tantas en el mismo número de páginas. Íes y aes, pero sobre todo íes. Las imágenes rilkeanas exaltadas, las del Protocolo para la rehabilitación del firmamento, que se desplegaba deslumbrante porque los versos no cabían en el libro, de tan exaltativos. Esto da un color amarillo claro, un amarillo sol con fogonazos de luz pura, una cortina de rayos marianos detrás de la que pululan máscaras de personajes ya conocidos. Uno ya los saluda con afecto. ¡Hombre, Gonzalito!, dice cuando aparece Fernandín, aunque también pudiera decir ¡hombre, Quirós!, u ¡hombre, Esteban!, o algún otro. Y lo mismo pasa con las heroínas. María despedazada deja sus mitades esparcidas entre varias mujeres. Las dos protagonistas de esta novela son ella desguazada. Se ha muerto (pero está muy presente) la parte heroica, Matilda, pero todavía vive su bondad sencilla, Emilia. Es como si hubiera vuelto a barajar a sus personajes de siempre para ir jugando solitarios por las mañanas. Cada solitario, un capítulo, a ver qué dicen estos, a ver qué piensan estos, en una melopea interpretativa que deja en manos del azar la brillantez narrativa, porque la otra, la estilística, a pesar de una lamentable corrección de pruebas, sigue tan esplendorosa y firme como siempre. Pombo ha escrito lo que le ha salido. Se ha repetido, ha filosofado, y ha ganado un pastón. El libro lo acabaré porque ya no es nada frecuente leer un libro nuevo entero tan bien escrito, y porque sigo siendo fan, pero me gustaba más el Pombo austeniano, el Pombo de mesa camilla. La velocidad iluminada de su prosa lo ha contagiado de unamunismo, los personajes empiezan a sufrir una taxidermia filosófica que les saca el alma pero les deja la figura como deshinchada, como sin vida.

16.11.06

Invierno


Este año el invierno ha llegado al mismo tiempo que la navidad, a mediados de noviembre. Juan Carlos Navarro tiró esta foto la semana pasada en una umbría que hay al lado de su casa. Fue la primera rosada en condiciones, el primer día de hielo. Me gusta el color hidrógeno de las hojas arrugadas y esos cilios como esporas. Las hojas de esta dulcámara son de por sí arrugadas: al lado de la baya sin escarcha se ve bien el haz verde higuera de una hoja todavía viva; el resto, sin embargo, ha entrado en ausencia fósil de color. Si no fuese por las bayas, diría que es una de esas fotos de colores matados que tanto me gustan.
Sería demasiado fácil cantar a la vida colorada de las bayas. Pero no, a mí lo que me gusta son las hojas acartonadas, esos tallos como patas de saltamontes puestas a desinfectar. Me gusta lo que hay de muerte en el invierno, de congelación del tiempo. En esta ciudad el invierno es muy largo y eso siempre me ha dado cierta sensación de tranquilidad. Es la única época del año en la que la belleza no depende de algo que se termina y te obliga a esas contemplaciones del crepúsculo tan estresantes, breves para lo que quisieras disfrutarlas y largas para lo que estás dispuesto a soportar. En primavera no doy abasto con los brotes, con las hojas tiernas y peludas que me obligan a admirarlas y me hacen desear que los árboles estén cuajados, el regreso de la sombra. El verano es pesado, veloz y maloliente. Todo se agosta en seguida y la gente no deja de hacer tonterías porque sufre la obligación moral de gozar, de ir a muchos sitios y de sudar mucho. Pero nadie nunca es tan feliz como el verano le sugiere. Y el otoño, en fin, es el colmo de la velocidad. Nada está igual que el día anterior, así que todo hay que mirarlo por última vez, con esa buena voluntad impuesta de quien abandona los objetos de la infancia, o los lugares a los que no piensa volver. De no ser por los crisantemos, que se pasan el buen tiempo con hojas invernales y sus flores duran unos cuantos días de silencio, salir al jardín sería insoportable.
Pero en invierno todas estas memeces poéticas no tienen mayor sentido. La gente y las moscas desaparecen, en los caminos hay menos pisadas. La inmovilidad del frío es propicia para los trabajos lentos, para las investigaciones inútiles, y uno respira porque durante una época muy dilatada nadie te pedirá ser tan lozano como las bayas, y nadie se asombrará porque se te haya helado la sonrisa. En invierno, antiguamente, no se hacía la guerra.

14.11.06

Historia


Diario de Teruel, 16/11/2006

Todavía en tiempos de la reina Leonor, el país se convirtió en una red de leyes bizantinas de las que sólo se podía salir estando quieto y callado. Fue un proceso que había arrancado en décadas anteriores, cuando se instaló en los sucesivos gobiernos y en la ciudadanía en general el axioma de que está permitido todo lo que no está prohibido. La gente había perdido la capacidad de abstracción y no entendía vaguedades difusas como daño ambiental o violencia física, y era necesario especificar los delitos con una concisión tan extrema que hubo que poner en manos de los ordenadores la fabricación de leyes que atajasen los miles de delitos, hasta entonces sólo conductas inmorales, que afloraban debajo de cualquier ladrillo.
El Código Civil llegó a ser un valiosísimo manual de antropología, pues a las leyes sobre lo que no debe hacerse se sumaron las que estipulaban lo que había que hacer. Así, los repertorios legislativos empezaron a registrar artículos que imponían a los padres la obligación de dar a sus hijos de desayunar, y estos debían llevar a clase un manual en el que se enumeraban y describían todos los comportamientos punibles. El ordenador debía crear leyes que distinguiesen con claridad el delito de tirarle un teléfono a la cabeza al profesor del delito de partir a una niña la pierna por tres sitios, porque los padres pagaban por ley abogados expertos en lexicografía que buscaban las cosquillas a las acusaciones, recurrían las decisiones y las dejaban pudrirse cuando, años después, llegaba una sentencia firme tan devaluada que ya no servía más que de tarjeta postal.
Hubo que prohibir a los obreros que saliesen en procesión para defender los chanchullos de sus patronos, y que obligar a los cardenales a que no encubriesen pederastas. Tuvieron que regular las licencias para jugar al golf e imponer severos impuestos sobre cada brizna de césped, pero la metástasis era tal que pronto salieron miles de especies de césped no regulado, miles de objetos no identificados con los que agredir, miles de maneras de encubrir las perversiones o de destrozar el patrimonio natural. La ley, empero, estaba luchando sin saberlo contra sí misma. Su incapacidad absoluta para resumir y, por lo tanto, para cualquier forma de moral, de ley no escrita, generaba una regulación tan desproporcionada que terminó por protegerse casi de cualquier movimiento de sus legislados. Como a Funes el Memorioso, la pérdida de la abstracción le llevó al silencio, al hundimiento y, en este caso, a la dinastía de los Poceros.

5.11.06

Cabecero


Diario de Teruel, 9/11/2006

No hay muchos árboles que sean más hermosos desnudos que con hojas. Las hayas, por ejemplo, ocupan en nuestro imaginario el sitio de las ramas dactilares, de los bosques con ojos. La selva de Irati es tan espectacular cuando las hojas cambian de color como cuando ya están todas en el suelo. A las hayas tentaculares de los cuentos siguen castaños desdibujados en una niebla de ramones grises, con esa rugosidad blanquecina de las cortezas que les aporta un aire casi místico de fragilidad.
También estarían entre los más hermosos los álamos desnudos, sus flamas frías, sus porte gótico esquemático, de no haber sido por el prestigio machadiano de los álamos dorados. Sin embargo, la familia de los chopos, desnuda, es mucho más impresionante si se trata de árboles trasmochos, de chopos cabeceros, como muy oportunamente nos recuerda Chabier de Jaime Lorén, una autoridad en la materia.
En otras zonas más conscientes de sus encantos, el árbol trasmocho es una institución de la naturaleza civilizada, y no me refiero a los mondadores de plátanos, tan castellanos, sino a los trasmochos del País Vasco y de Navarra, protegidos como un dolmen que estuviera vivo. Lorén no desaprovecha las oportunidades de recordarnos que en Teruel viven importantes bosques de cabeceros que se están abandonando por la falta de uso y por la ignorancia correspondiente. Es decir, lo que un padre cuida porque le interesa (madera para las vigas y para las judías, para los cestos y para carbón), el hijo lo abandona porque no lo necesita, salvo que su recuerdo empiece a serle rentable, claro.
El cabecero es, además, un símbolo muy rico. Es brutalmente podado pero vive más que los que no se podan. No crece mucho pero genera troncos mucho más robustos. No está pensado para el disfrute (los hombres lo escamondan y las cabras lo ramonean) pero esos viejos muñones erizados de ramas tiernas consiguen un dramatismo como de labradores viejos, cargados de hombros, las falanges nudosas, la tez labrada, el pelo tieso. En cualquier caso, nos impresiona como versión pequeña de un árbol gigantesco, o como versión gigante de un arbusto pequeño. Su tamaño está humanizado, pero al mismo tiempo choca con las proporciones que acostumbramos a ver. En ese desajuste creo yo que se ve su aspecto de culto basto y pagano, su imponente condición estética.


1.11.06

Scoop


Me hacen gracia los comentarios refunfuñones de los críticos cuando todos los años por estas fechas juzgan la nueva película de Woody Allen. Todos dicen abiertamente o sugieren ladinamente, según lo sinceros o lo zorros que sean, que Allen se copia a sí mismo y que la película no es tan buena como otra del año 74, del 87 o del 92, igual que un catador de vinos tragaría sonriendo para adentro, con la relajante suficiencia del a mí no me la pegas. Si supiesen entender su propia actitud de críticos enólogos no serían tan perdonavidas.
Anoche, mientras empezaba la película, eché un vistazo a la filmografía que venía detallada en el prospecto. Desde 1966 hasta 2006, es decir, en cuarenta años, ha escrito, dirigido y muchas veces interpretado treinta y siete películas. Eso quiere decir, sobre todo, que ha sabido zafarse de las grandes y dilatadas producciones, no sólo de la industria comestible sino de las epopeyas de verdad. Su carrera es más a lo largo que a lo ancho, y aun así abundan las obras maestras. Estos críticos borrachos de grandeza pasan por alto la increíble labor de estilización que cada año atornilla todavía más la transparencia de sus películas. Cada vez están más despojadas, igual que el mago que Woody Allen interpreta en la película manosea trucos viejos y el público ríe con su condición de previsibles, pero siempre termina su actuación con un número inexplicable, igual de sencillo que los demás, igual de perfectamente ejecutado, pero nuevo, limpio, recién nacido.
Los años en que las películas no son tan maravillosas, a uno le queda la limpieza de la narración, la sabia disposición de los elementos, la gracia fresca de los chistes viejos, o la desternillante de los nuevos; eso que, en resumen, podríamos llamar destreza. A mucho cine contemporáneo (y a casi todo el español) le sobran kilos de ambición y de ortodoxia cinéfila. Uno tiene la sensación de que las películas, más que filmadas, están manipuladas, y que siempre hay varias personas calculando los detalles, vigilando para que no se escape el conocimiento ni se cuele la inspiración. A Woody Allen, sin embargo, me lo imagino trazando cuatro rayas, zas zas, dejando que sea su experiencia y su talento los que las vayan dirigiendo, es decir, sin intervenir demasiado en lo que naturalmente su genio produce. En ese sentido, estoy seguro de que Allen ve sus películas en una posición parecida a la del espectador: a ver qué ha salido este año. Lejos de entender esto, los críticos beodos de enciclopedismo le acusan de trabajar poco las películas, cuando es esa su mayor virtud, porque hay algo en el arte que excede al control del artista, algo sublime que, si sale, sólo puede salir así, rápidamente, casi sin enterarse. Si no hay sublimidad, queda la maestría, que siempre añadirá detalles antológicos a su larga obra.
De Scoop me quedo con esa creciente sensación de teatralidad que llevo viviendo estos últimos años con sus películas. A pesar de que todo el mundo habla por los codos, sus palabras están al servicio del momento en el que son pronunciadas. Me ponen del hígado los guionistas fabricantes de diálogos que sólo sirven para cuadrar la escena. Eso que nos creemos que es la mímesis, el hecho de que lo importante, para serlo, debe estar arropado por lo secundario, Woody Allen lo interpreta a su manera, pero en su libertad recupera un clasicismo cristalino. Todo es igual de importante e igual de secundario, todo se basta por sí mismo y todo funciona para el todo. Un ligue con todos sus pasos de baile nupcial le cuesta contarlo un minuto, la escena se nos dice con gracia y no hay ni asomo de precipitación, la velocidad es perfecta, nunca echamos nada de menos, el ritmo lo compone una sucesión de agradables sorpresas. Las situaciones previsibles hacen que gocemos más de ellas, nos encanta que vuelvan a aparecer los personajes, esperamos a ver cómo resuelve el final que deliberadamente ya nos ha contado, igual que los verdaderos cuentistas cuentan primero lo que van a contar, pero siempre emboban cuando vuelven a contarlo y siempre, siempre hay algo muy hermoso que se guardaban para el final.
Nos imaginamos que el periodista muerto aparecerá donde aparece, pero ninguno nos pensábamos que seguiría muerto, que es, por otra parte, lo más lógico. Esa sorpresa, ese llevarnos a prever lo irreal pero encantarnos todavía más con lo real, también sucede con la película entera. Dejo a quien lea esto que vea cómo.

Iranzo


Diario de Teruel, 2/11/2006
José Miguel Iranzo acaba de firmar un magnífico documental sobre su tocayo, José Iranzo, el Pastor de Andorra, que a los noventa años ha grabado un disco al cuidado de Joaquín Carbonell y mantiene la misma portentosa voz para cantar las jotas que para contar su vida. A los que no escuchamos jotas todos los días, la figura del pastor Iranzo nos suena, además de a la Palomica, al cantador asilvestrado al que se enseña por el mundo como si su voz fuera una rareza etnográfica, con la misma sospechosa condescendencia con que al mismísimo Camarón lo llamaban salvaje. Cuando los progres de entonces (Labordeta uno de ellos) lo escuchaban cantar, se creían exploradores de vanguardias escondidas en la tierra de labor, y les hacía gracia que el pastor les explicara que es así como cantan los pastores cuando están en una cueva y juegan con las reverberaciones; pero yo creo que no lo terminaban de entender.
Todo esto sería poco si el otro Iranzo, el de la cámara, sólo nos hubiera enseñado al jotero que dejaba la masada para irse de gira por Europa y rechazaba contratos en Cuba porque le estaban pariendo las ovejas. Iranzo nos enseña mucho más; literalmente, nos lo muestra, con la misma transparencia de los ojos del Pastor cuando comenta las ventajas de viajar o nos dice que el origen de la mala salud son los disgustos, y que él nunca ha pleiteado con nadie, y menos con su mujer, su querida Pascuala, a quien dedica una estremecedora, bellísima declaración de amor. No cometeré la torpeza de transcribirla de memoria, pero se me ha quedado grabada como me impresionan las personas que son serenos testigos de sus sentimientos, los contemplan, los escuchan y los siguen, pero no se los inventan ni los usan nunca para torturarse ellos ni para torturar a los demás.
Sería una verdadera lástima que sólo los joteros acudiesen a esta estupenda obra de arte de los dos iranzos. El pastor Iranzo no sólo tenía voz para cantar, sino sobre todo para hablar. Su perfección narrativa es a la literatura oral lo que sus jotas a la música popular, porque no sólo es una forma entretenidísima de contar las cosas sino también una forma natural de verlas, de gozar del entusiasmo de estar vivo y ser inmune a los manejos políticos y a las sofisticaciones culturalistas. El pastor cuida el ganado sobre el fondo de las chimeneas de la térmica de Andorra, y canta la palomica. El otro Iranzo, el de la cámara, lo sabe mirar.
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