26.7.08

OTOÑO RUSO, XVIII


Capítulo décimo octavo
Últimos días del parque

Esta mañana Matilde no ha ido al Espresso a reunirse con sus amigas y tomar un cortado descafeinado de máquina. Hoy no se siente con fuerzas para la tertulia. Hoy Matilde no quiere saber nada de la crisis económica ni de los atentados contra la libertad religiosa. No tiene ganas de que le pregunten por su tía, ni de que Remedios le dé la paliza con que Julia está muy rara y su hija Laurita lo está pasando fatal. El único encargo que tiene esta mañana es recoger el teléfono que le han comprado a Laurita para su cumpleaños. Esta tarde irán a celebrarlo a la hípica, y Julia no ha sido capaz en toda la semana de comprarle un regalo. “No tengo ganas de comprarle nada, mamá”, fue lo único que pudo sacarle. Así que Matilde tuvo que pensar por ella y mirar tiendas y al final pensó que lo único que le puede gustar a Laurita es un teléfono móvil.
Ha estado lloviendo toda la noche. Quedan charcos en las calles. El cielo está cubierto y apretado, en cualquier momento puede volver la lluvia. Matilde ha estrenado la gabardina que se compró en Ferrán, azul oscura acharolada, muy bonita, y camina con las manos en los bolsillos. Las calles están llenas de reflejos de los edificios. Los coches al pasar salpican, el sonido de las ruedas le recuerda los sábados de cuando ella era como Julia, cuando iba con Virginia a la biblioteca, a buscar algo en una enciclopedia, pero rápidamente lo dejaban y se iban a la zona y se pasaban las horas muertas sentadas en la acera de un callejón de la Zona, viendo pasar los chicos. Ahora, piensa Matilde, a la Zona ya no van más que extranjeros. A Julia le tiene dicho que no vaya por la zona. Matilde previene a su hija de los callejones escondidos que pisaba ella. Le gustan a Matilde estas mañanas húmedas y laborables, el cielo color plata que asoma cuando cruzas el viaducto pisando la reja del desagüe.
Estaba nublado también el día que pasó por el viaducto viejo con el autobús y un hombre acababa de tirarse, y habían tapado el cadáver con unos cartones y al lado vio un zapato vacío. Desde entonces tiene vértigo. Cuando pasa por el viaducto deja incluso de pensar. No soporta el vacío. La tienda de teléfonos está en la calle de la Amargura, enfrente de La Gramola. Matilde podría ir por donde siempre, por la plaza San Juan y luego la calle amplia con todo el mundo conocido, pero prefiere cruzar las losas grises de la Glorieta, vacía cuando hay sol y cuando hay lluvia, y atravesar la calle de las Murallas. Se imagina que cualquier día va a ver salir a Bernardo del portal de su tía, o se lo va a encontrar hablando en el patio con Tatiana, como los mozos viejos que rondaban a las criadas.
Pero hay algo más profundo. A lo mejor si se lo hubiese encontrado tirándosela su sensación no sería tan desagradable. Entonces todo habría sido una tragedia y las tragedias se acaban, pero este continuo sospechar que no te quieren, este cielo negro abrumador de que te tomen por un mueble, eso la está matando. No puede hablar claro con Bernardo. Nunca jamás en su vida ha hablado claro con Bernardo. Se han dicho millones de cosas pero todas eran cuestiones de intendencia, y de vez en cuando, cuando hay que comprar un coche, cuando hay que escoger las vacaciones, hablan ritualmente, rutinariamente, y Bernardo dice que sí a todo y nunca sonríe. Matilde se imagina a Bernardo sonriendo como un amante servil a la criada rusa. Ella se querría subir escaleras arriba. “¡Pero Bernardo, esto es muy difícil!”, le diría, ruborizada, con más miedo a perder el trabajo que a desesperar al amante. O algo parecido.
Matilde entra en la tienda de teléfonos. Iban a comprarle un áifon pero ya lo tiene. Hay que gastarse trescientos euros como sea. Esto es como las bodas. Hace dos meses Laurita le compró a Julia un reloj de trescientos euros. Es como si la familia entera se regalase algo, o se devolviese un regalo a través de las niñas malcriadas. Julia no se ha puesto nunca ese reloj, y eso a Matilde no le parece mal. Pero tiene demasiados líos en su vida como para ahora ponerse a mal con la madre de Laurita, que la ve todas las mañanas en el Espresso. La chica de la tienda ya le tenía preparado el teléfono envuelto en papel de regalo. Matilde no se ha parado a mirarlo siquiera. “Es más moderno que el áifon”, ha dicho la chica, y con eso ha bastado.
Matilde sale de la tienda pero no vuelve a pasar por delante del portal de su tía, todavía no, quizá más adelante, cuando tenga que irse pronto porque viene Bernardo a comer. Ni tampoco sube a la calle de San Juan a encontrarse con alguna de las amigas que no ha querido ver en el Espresso. Matilde da un rodeo por la calle de Nueva y baja tratando de no resbalarse. Hay algo en la ciudad, un estado de ánimo que la invita a irse por la Ronda o por el Óvalo, pero no por el centro, del mismo modo que hay días en que le gusta caminar sin rumbo por las callejuelas de la Judería, y pisar, como cuando era pequeña, sitios por donde no va nadie, lugares viejos que pudieron ser pisados por los muertos. En estos días de lluvia Matilde tiene la sensación de que las cosas están más cerca, de que todo puede recordarse sin dificultad. Algo de su alma corretea por detrás del edificio de Correos, y se acerca al convento y pide por el torno una peseta de obleas. Algo muy dulce y cercano en la puerta de la iglesia del Salvador, en domingos de calcetines altos, en tardes azules anegadas del olor a café recién tostado. A Matilde le preocupa pasarse la vida como quien se busca en un álbum de fotos. Los nuevos edificios no le dicen nada. Daría igual que pasase por la calle de San Juan porque no conoce a nadie. Cree que lo están destrozando todo, que van borrándole la memoria por detrás como con una escoba, y esa sensación es aplicable a lo que está pasando con su vida. Su importancia en este mundo se está borrando como un cartel barato en un día de lluvia.
Matilde cruza otra vez la glorieta. Le parece un aparcamiento inhóspito. ¿Adónde juegan ahora al escondite?, ¿dónde están las sombras?, ¿dónde está esa vez que Remedios estaba hablando con Manolín Beltrán y todos creyeron que se habían dado un beso? Y Manolín Beltrán es su marido y todo se escribió entonces entre aquellas yedras, y ya nada relevante volvió a pasar. Bueno, sí, que Laurita, su hija, está muy disgustada.
¿Pero qué tenía que pasar? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Que criase una hija y luego su marido, cuando estuviese cansado de Benito Pérez Galdós, se buscase otra? Matilde y Bernardo se conocieron tarde. Bernardo ya había sacado las oposiciones y lo habían destinado al Instituto Geográfico Nacional. Se conocían de siempre, pero nunca se habían fijado el uno en el otro. Quizá, piensa Matilde, sea eso. Quizá una extranjera es eso, la llamada de lo imprevisible, la mujer que te gusta nada más verla, no veinte años después. ¿La hará reír? ¿Le hará bromas y se esforzará en que la otra enseñe sus dientes de caballo?
Matilde cruza de nuevo el viaducto por el centro. Va mirando la reja del desagüe para no tener que saludar a nadie. No puede soportar pararse a hablar encima de un puente. No se fía de sí misma ni del mundo. Prefiere caminar por las calles umbrías que hay después de la fuente Torán. Es como si necesitara visitar una vez más los lugares en los que fue feliz. A la altura de los Padres Paúles, sin embargo, ve venir a Virginia. No tiene ganas de hablar, pero Virginia es Virginia.
-Ahora iba al Espresso, a ver si estabais –dice Matilde.
Virginia la mira con ojos tristes. Un coche pasa junto a ellas, casi las salpica.
-¿Se puede saber qué te pasa, Matilde?
Entonces Matilde se emociona y no puede evitarlo porque Virginia está también muy triste y las dos se echan a llorar como dos tontas en mitad de la calle, así que Virginia, que tiene más presencia de ánimo, la coge del brazo y se dan la vuelta para caminar hasta un lugar más recogido donde puedan hablar.
Hasta que no a llegan a los jardincillos de Fernando Hue no puede decirse que empiecen a hablar. Allí es un sitio más tranquilo. Para Virginia es como si las cosas importantes tuvieran que discutirse paseando por sitios bonitos. De hecho por allí sólo van novios, o paseantes sin destino fijo.
-Es por tu tía, ¿verdad? –dice Virginia-. Yo, hija, te admiro. Yo sé lo que es tener una tía como la tuya y que se parta una pierna.
-Qué más da. Tampoco hago nada por ella. Voy a verla y me siento en una silla.
Virginia y Matilde caminan bajo las yedras, una pérgola de ladrillo rojo que desemboca en una placeta circular de altos cipreses. A la izquierda, bordeando la hilera de casitas bajas, pasan bajo los rosales trepadores, rosas de púas y hojas fuertes que han oscurecido, como si hubiesen perdido el brillo, a pesar de que todavía cuelgan gotas en las puntas.
-No. No es mi tía. Es todo, Virginia, es todo. Me siento mal.
-Mujer, todas pasamos épocas. Qué pasa, ¿te has disgustado con Bernardo?
-No, no. Con Bernardo estoy bien. Tiene mucha paciencia conmigo. Otro se buscaría alguien más alegre, pero Bernardo no.
-Él tampoco es la alegría de la huerta, Matilde.
-No, pero bueno…
Por el pasillo de tierra mojada llegan hasta una casa de espacios cúbicos y barandillas de tubos de hierro que en vez de tejado tiene algo parecido al puente de un barco. Es cómo un viejo barco de recreo atracado en un puerto vacío.
-Entonces es que estás preocupada con Julia –insiste Virginia.
-¿Con Julia? ¿Por qué iba a estar preocupada por Julia?
-Pues porque Remedios nos ha estado contando ahora mismo que casi ni se hablan ella y Laurita, y que Laurita que si no va Julia pues que ya no le alimenta el cumpleaños.
-Qué tontería. Pues claro que va a ir. Vengo yo ahora mismo de recoger el regalo, ya lo creo que va a ir.
Pronto llegan al mirador de la vega. De pequeñas, cuando se asomaban a la barbacana, jugaban a mirar los agujeros de las bombas. De la muela que flanquea el otro margen de la vega tiraban bombas que, se decía, quedaron incrustadas. Quizá sigan envueltas en el barranco que baja hasta el río, bajo los pinos sucios y las bolsas de basura. Virginia suspira.
-Remedios también ha estado contando que si Julia tenía un noviete o no sé qué. Te lo cuento porque mañana Remedios dirá que no ha dicho nada, que tú dices que es muy buena chica pero es más falsa que falsa. ¿Tú ya lo sabías?
A Matilde le sudan las manos dentro del bolsillo de la gabardina azul. No sabe mentir, pero con Virginia tiene más confianza.
-Sí, bueno, un noviete. Tontean. Bah, cosas de críos.
-¡Y te parece bien, a que sí! –dice Viriginia.
-Pues claro, Virginia, claro que me parece bien. Tiene dieciséis años, ¿cómo no me va a parecer bien?
-Eso es lo que yo le he dicho a María Dolores, que se me ha enfadado un poco y todo. Le he dicho digo mira, María Dolores, eso es lo más normal del mundo, lo que hemos hecho todas. Y aún he estado a punto de decirle: que tú tuvieses tu primer novio a los cuarenta no quiere decir que todas tengan que hacer lo mismo. Se lo iba a haber dicho pero me he resistido.
No hay nadie que pueda oírles pero tampoco hay sombras que las protejan, así que, casi sin darse cuenta, dan media vuelta y vuelven al camino de tierra. A su izquierda, antes de pasar de nuevo por las pérgolas, Matilde vuelve a mirar las casas de la calle Hue. Allí vivía cuando eran pequeñas Mariló, en esos ventanales curvos tan modernos, y correteaban por el césped y se subían al ailanto, que entonces era un árbol pequeño y ahora es la sombra de la casa entera. A saber dónde estará Mariló. Virginia se siente satisfecha de haber defendido a su amiga en el Espresso.
-Y aún le he dicho digo ¿y qué mas tiene que sea inmigrante? ¡Chica, mira la Ana Obregón, los inmigrantes que se cepilla!
Matilde se queda helada, pero trata de reír. Otra vez la dichosa palabra. ¿Es que los inmigrantes sólo existen para ella? Matilde intenta también llamar a Virginia bruta en broma, desviar un poco la conversación, pero ahora mismo no controlaría bien la rabia ni las lágrimas. El césped está mojado. A pesar de ello una pareja de adolescentes están sentados en el suelo y se miran. La chica está como aterida, como intimidada por las nubes, y en todo caso la conversación no es muy apasionada. La chica tiene la cabeza baja, el cabello le tapa la cara, y el chico, con el pelo corto y rubio, está como rogándole, pero tampoco insiste demasiado. A Matilde le parece que el chico es inmigrante. De pronto Teruel entero, su vida entera está llena de extranjeros. Matilde disimula.
-A mí con que me siga sacando buenas notas, yo…
-No digas eso, mujer. Pues entonces será por Bernardo.
-¡Ya te he dicho que no, Virginia, que con Bernardo me va fenomenal! ¿Qué más quieres que te diga?
Virginia se para junto a los cipreses de la replaceta.
-Perdóname, Matilde, pero es que yo te veo a ti sin ilusión. Tú dirás que no pero yo a ti sí te he visto enamorada. Y eso es una cosa que se nota hasta cuanto te saludas por la calle. Y llevas una temporada, rica… Bueno, llevamos, porque yo también…
Virginia está un poco nerviosa. Matilde no sabe si son nervios de que es muy simplona y quiere ayudar o de qué son esos nervios de Virginia junto al ciprés mojado.
-Matilde –dice, muy seria-. Yo creo que no estoy enamorada de Paco.
-Virginia, no digas tonterías. Tenemos la vida hecha. ¿Tú crees que María Dolores está enamorada de su marido?
-María Dolores está enamorada de Federico Jiménez Losantos.
-¿O Remedios? ¿O…? Es distinto, Virginia, la vida cambia. No siempre es primavera.
-Ya lo sé, Matilde, pero yo es que estoy hecha un lío. Margarita, la que venía con nosotras a las Teresianas, ¿te acuerdas de ella?, pues mira, Margarita era novia de Cristóbal desde que eran unos críos y ahora se han separado porque estaban hasta los huevos el uno del otro. No discutían ni nada pero estaban hasta los huevos. Y ahora los ves más frescos que una rosa. Y yo de Paco estoy hasta los huevos.
-Parece mentira, Virginia, como tú eres de católica. ¿Me estás diciendo que…?
-No, Matilde. Yo te estoy diciendo que a veces tendremos que pensar si nos gusta o no nos gusta nuestra vida. Porque Paco y Bernardo van a ser los que son toda la vida, y yo ando un poco floja, pero tú estás siempre hecha una macarena.
Para volver al punto de partida, a la pérgola de yedras viejas, pasan junto a un chalet blanco más discreto, que ahora está en manos privadas pero al principio fue una clínica de maternidad. Allí nació Matilde, y allí le quitaron las anginas. Aún recuerda el griterío del colegio que tenía enfrente y las tenazas que le entraban en la boca. Estaba tan asustada que no podía ni llorar. Durante muchos años no se acordó de aquello. Ahora recuerda mejor esas tenazas que cuando era joven, recuerda mejor los gritos de los niños y el olor del aligustre que asomaba por las verjas.
-¿Sabes qué te digo, Virginia? Que tienes más razón que un santo. Acabo de tomar una decisión.
-¡Mujer, tampoco es para que te precipites!
-No, no me precipito. Ya está tomada la decisión.
Matilde mira a Virginia. Nunca podrá no tener cariño por ella. La quiere en la mañana nublada y le agradece que le diga tonterías. Es su amiga y la quiere. En la barbacana no había bombas, si te asomas a la barandilla del viaducto no te va a dar ningún ataque ni te vas a tirar al vacío. Así que Matilde coge aire y lo suelta:
-Virginia: me voy a poner a trabajar.
Para Virginia es un alivio. Ya empezaban a temblarle las piernas. Siempre ha hecho caso de Matilde porque Matilde es más lista y responsable. Y, pasado el susto, florece la imaginación.
-Pues mira, Matilde, yo eso también lo pienso mucho últimamente. A mí me gustaría una tienda. Montamos una tienda de ropa y cuando nos asentemos un poco en el negocio los mandamos a los dos marianos a tomar por culo.
-Ay, Virginia, no me hagas reír. Pues no sé. Primero es decidirlo. Luego ya veremos. Bueno, podría ser una tienda de ropa. O una tienda de fotografía.
-Mejor de ropa, dónde vas a parar. Ya verás cuando se lo diga a Paco, la cara que pone. Modas Virma. O Mavir, como quieras, pero yo creo que Virma queda mejor.
-Sí, Virma, como la de los Picapiedra.
-¡Sí! ¿Ves como ya te ríes un poco? Anda, ven, tonta, más que tonta… Que nos vamos a hacer ricas con las modas Virma. Yo me pienso hacer los labios.
-Pero si ya te los has hecho, Virginia. Vas a parecer el Pato Dónald.
-No, no me refiero a esos labios.
-¡Virginia!
Virginia, que es un poco más alta, le pasa la mano a Matilde por la espalda y la abraza. Es un abrazo de consuelo. Es el abrazo que se les da a los que han perdido algo, a los que han dejado de llorar, a los que acaban de desahogarse. Las dos echan un último vistazo al parque antes de seguir hacia la fuente de Torán. Siempre han paseado mucho por allí pero sólo ahora se paran a mirarlo detenidamente. Desde que se enteraron de que van a cortar los árboles y llenarlo de cemento y de luces estridentes, las dos suelen mirarlo como se mira a un pariente anciano al que quizá ya no vayas a volver a ver.

25.7.08

РУССКАЯ ОСЕНЬ

Ilustraciones de Juan Carlos Navarro para Otoño ruso
















24.7.08

OTOÑO RUSO, XVII


Capítulo décimo séptimo
Huevos Los Amantes

Mijaíl Denísovich Breshkovski está empujando un carretillo lleno de cadáveres de gallina ponedora por la cuesta que lleva desde la nave de los huevos hasta el comedero de los buitres. Es un caminacho de polvo blanco y cagarrutas de oveja que bordea un terraplén. En los últimos días Mijaíl ha conseguido darle la vuelta a la situación. Después de las primeras horas de angustia, tomó la decisión de seguir con el empleo bucólico de las gallinas pero no decirle a Tatiana que también incluía el sórdido negocio de los huevos. Piensa que ya ha causado bastantes problemas. Pronto el trabajo en la nave perdió crudeza, Mijaíl Denísovich se acostumbró al olor, y por otra parte necesita constante trabajo físico para mitigar esos momentos de pérdida del equilibrio, cuando no sabe dónde está ni si está vivo o ya se ha muerto, cuando se para el mundo y Mijaíl ve los campos pardos y los álamos medio desnudos y no es capaz de entender cómo ha llegado hasta aquí.
Esta mañana se ha dado una buena paliza. Quería dejar los huevos recogidos antes de las tres para comer con su familia. Hoy es el día libre de Tatiana, así que, aunque sea con un poco de antelación, han decidido celebrar juntos el cumpleaños de Kolia. El resto de la semana es casi imposible que coincidan para comer.
Mijaíl deja los cadáveres en el comedero y vuelve sobre sus pasos con el carretillo. A lo lejos ve que junto a la furgoneta de reparto está también el Cayenne del jefe. Distingue también un bulto negro y una mancha blanca. Cuando se acerca se da cuenta de que el jefe ha empezado a pintar de blanco la nave.
-Ah, ya estás aquí –dice el jefe, y deja la brocha en un cubo de pintura blanca. Ha pintado una franja de un metro de alta y medio metro de ancha. Lo ha hecho con mucho cuidado pero aun así se ha puesto las manos perdidas de pintura. Mientras brama y restriega la mano con el cemento de los bloques, con la otra saca un papel del bolsillo del tabardo.
-5000 huevos, Puçol.
-¿Mañana?
-No, no, uy, mañana. Hoy, hoy, mañico, hoy, que los necesitan para una tortilla gigante…¡Tor-ti-lla-gi-gan-te! Cuando hagas la faena…
El jefe se acompaña de gestos pero hay ciertas palabras que Mijaíl entiende casi sin querer.
-Ya faena. Ya todo.
-¿A ver?
El jefe se mete a inspeccionar las jaulas. Mijaíl empieza a cargar los huevos a la camioneta. Usan la misma para las gallinas que para los huevos, así que antes tiene que desmontar unas cuantas jaulas para que quepan los envases. Ya ha dejado en el suelo las primeras cuando sale el jefe.
-¡Chico, qué recogidico lo tienes todo! Espera, espera. Eso luego. Eso déjalo. Ven, ven.
Mijaíl lo acompaña hasta donde están los cubos de pintura.
-¡An-tes-pin-ta-es-to! –grita, y le da la brocha ya mojada y señala con el dedo en el aire un rectángulo que se corresponde a las cuatro paredes de la nave.
-¿Hoy?
-Uy, joder, hoy, hoy. Si esto lo acabas en un voleo, templao –dice, y se encamina al Cayenne. Cuando ya ha abierto la puerta y tiene una pierna metida en el coche, le grita:
-¡Cin-co-mil! ¡Pu-çol!
El coche del jefe desaparece y Mijaíl observa cómo gotea la brocha encima de los hierbajos. Luego escribe, en trazos grandes, el número 5000. Está solo Mijaíl. En la gran batalla de Kursk se construyeron 5000 kilómetros de trincheras. La gloria de aquella victoria sirvió para bautizar un submarino que se hundió sin que nadie pudiera hacer nada para rescatarlo. Mijaíl dibuja otro 5000, más pequeño, a su lado. Cinco mil son los kilómetros que hay entre Moscú e Irkutsk, el camino que recorrió Mijaíl para reunirse con Tatiana. La vida se puede condensar en cualquier número, pero ese cinco gallináceo y esos tres ceros obsesivos y regodeantes le producen una extraña sensación de placer. Cada vez que encuentra un nuevo cinco mil corre a escribirlo en las paredes de la nave. Cinco mil cintas rojas ataron en los abedules para las fiestas de la primavera. Cinco mil rublos le ha costado volver a darse de alta como autónomo.
Lo que empezó siendo una broma se convierte casi en una necesidad neurótica como las de quienes no pueden tocar una pared sin tocar también la opuesta. Conforme la fachada se va llenando de cincos y de ceros Mijaíl entra en un estado de nerviosismo que necesita vaciar con brochazos como bofetadas en ese cinco mil que lo persigue. Es necesario conjurar el número cinco mil, se dice Mijaíl, pintarlo cinco mil veces para que deje de perseguirlo. Al mismo tiempo que lo excita lo relaja, como las máquinas tragaperras.
Pero pronto se siente desfallecer. El tufo de los gases que desprende la buitrera o los que despiden las gallinas moribundas han podido afectar a Mijaíl. Incluso el tufo que desprende la pintura, quién sabe. El caso es que pronto necesita terminar de pintar con números la pared entera, pero eso no significa sino que no se quedará tranquilo hasta que no pinte las otras tres. Ojalá siempre que se ha sentido tan mal hubiera tenido una pared tan grande para pintar. Pronto su actitud es la de esos dementes que se dedican con extrema seriedad y pulcritud a una tarea sin sentido. Dentro de la lógica de la pintura, el viaje de forrar la nave con numerajos es un acto casi místico. Mijaíl tiene una manera muy artística de descargar su agresividad. Lástima que no se entere nadie.
Termina hecho polvo. La bruma de ira se disipa y queda la evidencia de haber perdido otro trabajo, a menos que lo pinte otra vez todo de blanco. La lucidez lo golpea con la misma saña con que hace unos minutos lo golpeaba la demencia. ¿Es este el regalo que vas a hacerle a tu hijo?, se dice. Hace frío. Mijaíl vuelve a meterse en el gallinero. Desde que está él la nave no es tan deprimente. Incluso hay una fila de gallinas afortunadas que salen por turnos a corretear un poco por el pasillo. Mijaíl saca todos los días la gallinaza y ha empezado a instalar unas chapas entre las jaulas para que no se ensucien.
Hay personas que necesitan una redención, un sacrificio. Hay seres que nacieron con un tumor de culpabilidad en el cerebro que no se les irá en la vida. Y casi todos buscan liberarse de la culpa de un modo que no les permita pensar ni sufrir. Ha habido días buenos en este trabajo sucio, precisamente aquellos en que la cadencia del trabajo, el latir del día era suficiente para no pensar. Otros días no hay paseo de gallinas ni limpieza de chapas. Otros días merodea por el tumor un moscón que tarde o temprano pica y entonces los fantasmas se revuelven en sus tumbas y la punción en las vísceras de los celos lo deja para el arrastre.
Hoy, por ejemplo, Tatiana tiene día libre pero, mira por donde, tenía que ir a Teruel. Hoy era el día de estar con su marido, aunque tampoco puede reprocharle que prefiera divertirse a tirar gallinas muertas a la basura. Hoy tenía que bajar a Teruel con el viejo Rodión por el dichoso asunto de la nacionalidad. Una declaración jurada. Qué mentira. Qué asombrosa mentira. Fingen que no quieren ser rusos, desheredados como él en el purgatorio de los huevos. Mijaíl está harto de la nacionalidad y de ese tipo, ese tal Bernardo, Bernardo por aquí, Bernardo por allá. Que si me he encontrado a Bernardo cazando, que si Bernardo me ha invitado a comer langostinos, que si mira qué trabajo te ha buscado Bernardo. No está mal. Para un perito agrónomo titulado en Irkutsk que soñaba con refundar el arte nihilista no está nada mal, desde luego.
Es la gota de combustible que necesita Mijaíl para decidir que se vuelve a su casa. Va a dejar así la nave. No bajará a Puçol. Se va a comer con su familia y ya decidirá después.
-¡Mu bonito! –oye decir mientras trata de quitarse la pintura de las manos en un grifo. Mijaíl no sabe lo que habrá dicho el jefe pero cuando se vuelve ve que está congestionado. El jefe chilla sin parar, se acerca hasta él, lo apunta con el dedo. Es un hombre fuerte pero ya bastante mayor. Un escalofrío recorre el cuerpo de Mijaíl cuando tiene la certeza de que ese hombre no es tan fuerte como él. El jefe está tan excitado que el mismo furor dormiría sus brazos y su capacidad de cálculo. A Mijaíl le resulta casi insoportable la extrema facilidad con que podría reducirlo y clavarle un hacha en la cabeza, la naturalidad con que los acontecimientos y las previsiones se delinean en el aire.
No sabe lo que dice, pero le sorprende que haya gente con tanta seguridad en sí misma. El jefe sigue chillando y moviendo los brazos y señala los cubos de pintura y el reloj, y le enseña a Mijaíl dos dedos como dos horas de grandes. Ese hombre no sabe que si no pinta inmediatamente la nave y se va a Puçol con cinco mil huevos tiene algo más importante que perder que un trabajo. O quizá sí lo sepa. Quizá los energúmenos calculan el sentido común de sus víctimas, la necesidad, la cobardía.
Ese hombre, sin embargo, grita mucho pero tiene miedo. Cuando habla camina hacia detrás sin querer y se le amontonan las palabras y abre mucho los ojos cuando grita. Igual es que le ha gustado mi obra, piensa Mijaíl. Así es que, sin decir nada, se encamina a donde dejó los cubos de pintura y empieza a pintar en brochazos uniformes la primera pared. Siente una satisfacción morbosa, un aplomo cínico que lo protege. Los metros cuadrados de cal van a blanquear la culpa de no comer con su familia.
Aún es de día cuando Mijaíl Denísovich aparca la camioneta delante de la puerta de su casa. Desde fuera se ve la bombilla de la cocina. Tatiana está terminando de recoger la cocina. Encima del fregadero hay una fuente con setas en escabeche, un plato con pastel de centeno y una jarrita de hidromiel. Es todo lo que queda de la fiesta.
-Tengo que irme ya. He de darle la cena a la vieja –dice Tatiana, más seria que de costumbre.
-He tenido que bajar unas gallinas a Valencia –dice Mijaíl.
-Ya –dice Tatiana, que sigue recogiendo los cacharros.
-Es verdad, Tatiana Illínichna. Ese hombre no sabe de horarios.
-Le habías pedido la tarde libre.
-¡Pero cómo voy a pedirle la tarde libre, si no sé! Confiaba en que se iría a las dos, como todos los días. Pero…
-Vas lleno de pintura.
-Bueno, es que también se ha empeñado en que le ayudase a pintar un corral y…
Tatiana se quita el delantal. Lleva el traje chaqueta que se pone para los acontecimientos. Tatiana Illínichna mira al suelo de baldosas de barro mientras Mijaíl Denísovich le explica que está molido de pintar y que le duele el brazo. Tatiana ha empezado a mirar por la ventana. Al final se vuelve y lo mira con los labios muy apretados.
-¿Ya te has acabado la botella?
-¿La botella? ¿Qué botella?
-La botella de vodka.
-Tatiana, pero…, ¿pero qué dices?
-Me juraste que no abrirías la botella. El día que entramos en esta casa metí esa botella en el frigorífico y tú me juraste que no la abrirías. Esta mañana estaba, pero esta tarde, después de comer, me he ido a dar un paseo con mi padre y cuando he vuelto había desaparecido.
-Hoy he hecho muchas tonterías, Tatiana, pero esa no. Debes fiarte de mí. Mírame. Estoy sereno, completamente sereno. ¿Tengo aspecto de haberme bebido una botella de vodka?
-¿Sólo una?
-Tatiana. ¡Hace una semana que no te veo!
-¿Sólo te has manchado hoy las manos de pintura? ¿No has tenido que pintar más cosas? ¿No te has dedicado a pintar mensajes nihilistas por ahí como hacías en Irkutsk?
-Tatiana. Sólo puedo darte mi palabra de que yo no cogido esa botella. ¿Por qué no puede haber sido Kolia?
-Kolia no bebe alcohol. Lo aborrece.
-Yo tampoco bebo. Yo no he sido. ¡Tienes que creerme! ¿Qué es lo que estás buscando? No, no estás enfadada porque no haya venido a comer. Estás buscando un motivo para largarte, ¿no es eso?
-No cambies de conversación, Mijaíl Denísovich.
-No, es la misma. Es la misma razón por la que te quisiste marchar a Teruel a toda costa. La misma por la que empleas tu tiempo libre en unas historias legales absurdas. Llevo una semana enterrando gallinas y tú ahora me vienes con que no tengo derecho a defenderme.
-Da igual, Mijaíl, déjalo ya.
-¡No! ¡No puedo dejarlo! ¡He enterrado demasiadas gallinas hoy para dejarlo!
Tatiana ha cambiado su expresión. Ya no es de disgusto sino de alarma. Mijaíl se da cuenta, y trata de serenarse.
-Vamos.
-No, hoy no hace falta que me lleves.
-¿Por qué?
-Me van a llevar.
-¿Quién?
Tatiana abre mucho los ojos. Mijaíl piensa que vacila un poco al hablar, pero Mijaíl ya está encendido aun antes de que su mujer le conteste.
-Bernardo ha venido a dar de comer al perro y me bajaré con él.
Mijaíl Denísovich vuelve a sentir la misma levedad que por la mañana, como si su cuerpo fuera de corcho.
-Está bien –dice Mijaíl-. Si no me necesitas para nada, me voy.
-¿Dónde vas, Mijaíl? Kolia y mi padre van a venir pronto.
-Me voy a Puçol, a llevar cinco mil huevos –dice Mijaíl, y sale a toda prisa de la cocina sin que Tatiana pueda remansar la discusión. Cuando Tatiana sale a la puerta ya ha puesto en marcha la camioneta de Huevos Los Amantes, que lleva una gallina pintada en la puerta.
Mijaíl siente una profunda vergüenza por todo lo sucedido. Desde lo que pasó con el abrigo no levanta cabeza. ¿Cómo es posible que Tatiana sepa lo que ha estado pintando en las paredes de la nave? Se sentía seguro, protegido. ¡Fue un acto de redención! ¡Fue un sacrificio! Mijaíl ríe a carcajadas cuando encuentra de nuevo la palabra sacrificio. Los gritos al parabrisas y las carcajadas se suceden con el desorden del dolor.
Cae la tarde, del campo quedan solo los contornos. Mijaíl ve a lo lejos los potentes faros de un coche. El coche va muy lento. Es posible que sea el coche que va a recoger a Tatiana. Es posible que sea Bernardo, piensa Mijaíl. No lo ha visto nunca y todos los españoles le resultan parecidos. Se lo ha imaginado como uno de estos viejos que llevan la piel muy bronceada, pero también como un joven con aspecto de gitano.
Mijaíl aminora la marcha cuando se acerca. El jeep se detiene y un hombre con un chaquetón sale y enfoca las ruedas con una linterna. Da pasos adelante y atrás como si mirándola mucho comprendiese mejor la naturaleza del pinchazo. Desde lejos se ve que no ha cambiado una rueda en su vida, así que, cuando se hace al ánimo, abre la puerta del maletero y saca lo que es posible que sea un gato, una barra de hierro con aspecto de ballesta.
El hombre levanta la cabeza, lo deslumbran los faros de la camioneta de Huevos Los amantes. Mijaíl se acerca. El hombre habla muy deprisa en español, hasta que se percata de que Mijaíl no lo entiende. Mijaíl lo mira y sonríe. Entonces el hombre dice varias veces la palabra perro y señala el campo. Mijaíl ya conoce esa palabra, pero hace como que no entiende. El hombre, entonces, dice “guau, guau”, y vuelve a señalar el campo. Mijaíl contesta en su lengua.
-Vamos a ver qué tal es ese gato –dice, y lo coge de las manos del hombre, que lo mira como si se le hubiese aparecido un marciano.
Mijaíl Denísovich engancha el gato y en un abrir y cerrar de ojos cambia la rueda del jeep. Cuando se pone en pie lleva en la mano el gato, y sonríe. El hombre del chaquetón oscuro está nervioso, pero puede que esté nervioso porque cualquiera lo estaría. Casi cualquier español en una noche oscura de octubre que se encontrase con un hombre como él tendría miedo. El hombre se deshace en gestos de agradecimiento. Le tiende la mano sin importarle que Mijaíl las lleve llenas de pintura y de grasa. Sonríe mucho. Cualquiera diría que está temblando.
-¡Bernardo! –se oye una voz a sus espaldas. Es el viejo Rodión, que viene andando por la carretera con su alcayata y su plumífero negro. El viejo llega hasta ellos, muy contento, y coge a cada uno del brazo con una mano, como saludándolos al mismo tiempo.
-Mira, Mijaíl. Este es el hombre que me está buscando la pensión –dice el viejo.
El hombre sonríe y dice cosas pero ni Mijaíl ni el viejo lo entienden. El viejo sólo sabe decir Bernardo. Mijaíl devuelve a su dueño el gato. Anochece, ya casi no se ven las caras.
-Bueno, Rodión, yo me voy.
-¿Adónde vas a estas horas, hombre? –le pregunta el viejo.
Mijaíl Denísovich contesta en castellano.


-¡Cin-co-mil! ¡Pu-zol! –dice, mientras sube a la camioneta.

22.7.08

OTOÑO RUSO, XVI


Capítulo décimo sexto
Doméstico es del sol nuncio canoro

Kolia no ha puesto demasiado empeño en aprender castellano. Él dejaba que la lengua penetrase en su cerebro como cala la lluvia en campo. A veces, en clase, le sorprendía estar entendiendo involuntariamente algo. Su mente entonces se metía sin querer en una órbita distinta en la que giraban naves extrañas. Pero la pesada de Esther dice que tiene que aprender castellano. Todas las tardes, a las seis de la tarde, va con la bicicleta a buscarlo y luego los dos se vienen a casa de Esther, al palomar forrado de cajas de huevos donde pueden escuchar música sin molestar a nadie.
Y el caso es que Kolia lo entiende todo. Es como si ya se lo supiese, como si, más que aprenderlo, lo recordase. Esther piensa si esto no tendrá algo que ver con Platón. Y hay otra cosa que a Esther la tiene impresionada. A veces le pregunta una cosa, ¿qué has hecho esta mañana?, por ejemplo, y Kolia entonces, muy recto, muy tieso, como cuando mira en la pizarra los problemas en vez de resolverlos con el lápiz de Ikea, espera unos segundos sin mover un músculo y luego dice:
-He estado leyendo toda mañana un interesante novelo de Vladimir Voinovich.
Y Esther se muere de risa:
-¿Pero cómo es posible que conjugues los verbos tan bien y luego digas novelo, lirián, más que lirián?
-¿Qué es lirián?
Esther entonces va a decir algo pero lo único consigue es inflar los carrillos.
-A ver cómo te lo explicaría yo…
Y entonces, inevitablemente, se enredan en un juego de malentendidos que enseguida pasan al absurdo y Esther no para de reír. A Esther le duele la tripa de reír cuando está con Kolia. No es que sea muy chistoso, así, tan pálido, tan escuchimizado, pero es que claro, ¡pone esas caras cuando habla! ¡Y a todo le da la vuelta y todo acaba siendo absurdo! ¡Es más tonto…!
Diciendo chorradas se les suele pasar la tarde. Luego meriendan o escuchan música emo recostados en la cama. Lo último que ha conseguido Esther es que Kolia coja libros de texto en castellano y se ponga a curiosearlos mientras suena 30 seconds to Mars a todo volumen.
Una de estas tardes el padre de Esther golpea con los nudillos en la puerta del palomar mientras Esther trataba de explicarle a Kolia en castellano quién es don Luis de Góngora y Argote, que el lunes llevan examen. Ya han pasado un buen rato con el lascivo esposo vigilante y el doméstico es del Sol nuncio canoro.
-Esto lo entenderá su puta madre –dice Esther.
-¡Petyx! –dice Kolia.
-Pero tú que dices. Espera, que es mi padre.
Esther abre la puerta y un señor enjuto aparece y traza líneas curvas con la cabeza mientras habla.
-Mira a ver, Esther, que ha venido una amiguica tuya.
Esther se asoma por la ventana del palomar. Es Julia, que vuelve desde la puerta al jeep de Bernardo y se asoma luego a la ventanilla para darle un beso.
-¿Y esta tía de qué va? –le pregunta Esther a Kolia.
-Va aquí, ¿no? –contesta Kolia, ya más lanzado con el castellano.
Antes de que suba las escaleras Esther se vuelve a Kolia, le coge por los brazos y lo mira a los ojos.
-Y ni una jodida palabra en inglés, ¿me has oído? ¡Es que si no no vas a aprender nunca…! –dice, y afloja un poco la presión sobre los brazos.
-¿Helo? –dice Julia nada más ver el cuello de Kolia estirarse desde lo alto de la escalera.
-Hola –contesta Kolia.
Julia lleva un barbour azul, unos levis antiguos con la cintura que le llega hasta el ombligo, una sudadera rosa y unas zapatillas blancas. Va vestida de excursión campestre. Se ha recogido la melena rubia con un pañuelo bandana del mismo color que la sudadera. A Esther le recuerda un poco el retrato de su madre sentada a mujeriegas en la parte de atrás de la vespa de su padre, con gafas de sol. Julia no lleva puestas las gafas de sol porque está nublado.
Mientras recobra el resuello de la escalera, con los carrillos colorados y los dientes blanquísimos perfectos, vuelve a saludar.
-Mi padre tenía que venir a Alfambra a ver al perro y me ha traído. He pensado que a lo mejor os gustaría ir a ver el reloj. Podemos aprovechar que hay luz.
-¿Y a qué hora te recoge tu padre? –le pregunta Esther, con el mismo tono con que le habría preguntado cuándo van a volver a dar el agua.
-Cuando volvamos. Cuando se vaya a hacer de noche.
Esther se queda un poco parada. No es la pija repelente de 1º A, no tan pija como sus amigas pijas, pero poco le falta. Julia es más tipo beata, más Amo a Laura, siempre muy tapada y muy aplicada y muy callada. Lo raro no es para Esther que haya dejado de ser pija sino que nunca la había visto sonreír desde tercero de la ESO, desde aquél día que le preguntó si en su pueblo había vacas. Desde entonces Esther la odia para siempre, pero la verdad es que se ha vuelto una chica un poco triste. Mira con los ojos medio cerrados y da la sensación de que esté pasando por un trámite que no le gusta, y que ella ya es chica de universidad privada, no carne de psicología, que es lo que va a estudiar la mitad de la clase.
Y sin embargo ahora esa sonrisa fresca y esas ganas persistentes de agradar. Esther piensa que todo es por Kolia, eso ella lo tiene superclaro, pero le sorprende que no siga hablando en inglés con él, que no se adueñe del palomar ni se ría de las cajas de huevos que hay pegadas a la pared, o suelte alguna coz. Seguro que lo quiere impresionar. Esther piensa que Kolia sería un idiota si se enrollase con semejante tía.
Y Kolia está encantado. Entiende bien a Julia, quizá porque habla con pocas palabras y son todas muy fáciles. Julia lo mira y abre mucho la boca para preguntarle si le gusta el pueblo. Tiene los ojos pequeños y azules y los dientes muy grandes. Es como transparente, como un anuncio de higiene íntima, y no deja de sonreír.
-Bueno –dice Esther-, pero es que está un poco lejos.
-Ya he visto que tenéis ahí abajo las bicicletas. Yo puedo ir a por la mía, que la tengo en la casa.
Julia no sabía si decir en casa o en la casa. Hace diez años que no la pisa, desde que era una cría. No sabe si es suya o no es suya, ni tampoco quiere presumir. Entonces Kolia, muy serio, muy grave, dice:
-Puedes sentar en transportín posterior de mi bicicleta si tú quieres.
-Eso –dice Esther-, y te acompañamos a tu casa y coges la tuya.
Por toda la calle doctor López va Esther con su bicicleta de montaña y Kolia con un trasto de barra alta y guardabarros y muelles gordos debajo del sillín. Julia va sentada en los hierros del transportín, que llevan unos pulpos rojos enrollados. La bicicleta tiene aspecto de pesar un quintal, y a Julia le sorprende que no lleva frenos en el manillar. Apoya los pies en las palomillas de la rueda trasera y se agarra a la cintura de Kolia.
-Oye, Kolia, ¿y tú como frenas?
Kolia deja de dar a los pedales y la bicicleta se detiene.
-Freno pedal –dice Kolia.
-Mira que gracia. ¿Es rusa?
-No, es China. Es de amigo cubano el cual vive en Frías.
Esther impone un ritmo muy vivo y pronto llegan a la casa. Está abierta. Bernardo ha ido a pasear al perro. Pronto vuelve Julia con la bicicleta Macario all road de su padre y un casco que parece una mariquita y que mete en la mochila para no desentonar.
La ermita está muy cerca, un poco más allá de la casa de Kolia, a unos ocho kilómetros del pueblo. Los tres pedalean los mismos cuatro kilómetros que todos los días recorre Kolia para coger el autobús. La carretera va entre ramblas y majadas, campos de un rojo intensísimo dejados descansar, bancales que ocupan el terreno en lenguas curvas, algunos ya labrados y otros todavía con las cañas de la siega. A Kolia siempre le sorprende que en las lindes de los campos no haya una sola línea recta. Pero le gusta el rojo de barros menudos, su olor tan húmedo aun en medio del secano.
Kolia señala su casa cuando pasan al lado de la masía de los cirujanos, y llama a Esther.
-¿Quieres ver a Ruska?
Esther se mete a la derecha, por el camino que lleva a la masía, muy cerca de la carretera. Dejan las bicicletas apoyadas en la pared y Kolia los conduce a la parte de atrás de la casa, a la puerta del corral. Antes ha gritado unas palabras en ruso y luego ha dicho:
-Mi abuelo no está.
Kolia abre el candado del corral y los tres entran a un zoo de animales domésticos. Los conejos corren a refugiarse detrás de las alpacas y las gallinas caminan más rápidas de lo normal y ahuecan un poco las alas pero enseguida vuelven a lo suyo. Los pavos de colgante mocarro sobrellevan sus pechugas todos juntos al lado de la tolva, y detrás de una puerta rota se adivinan los ronquidos de un cerdo. Parece una granja escuela. Huele a estiércol.
-¡Tsyp, tsyp! –va cantando Kolia a las gallinas.
-¿Y eso qué es? –pregunta Julia, y señala una especie de rata que hay metida en una jaula.
-Un hurón –aclara Esther.
-Todo es mi abuelo –dice Kolia, y entra en una corte que han improvisado con ladrillos viejos debajo de la bardera.
Las chicas agachan la cabeza y siguen a Kolia. Dentro, al pie de un pequeño ventanuco, está tendida la galga rusa, que levanta un poco la cabeza y cuando ve a Kolia la vuelve a bajar. Está echada encima de una estera vieja, a Julia le llama la atención lo limpio que está todo. Kolia le acaricia los ojos y las orejas. La perra cierra los párpados, se deja querer. Después, sin volverse, coge la mano de Esther y la posa con cuidado sobre las enormes tetas de la perra.
-¿Sientes?
-Ay, sí –dice Esther, en voz muy baja, para no molestarla-, mira cómo se mueven.
-Yo también quiero –dice Julia.
La perra ha vuelto a abrir los ojos y jadea. Kolia moja la mano en el cuenco del agua y le refresca la boca. La perra lame los dedos de Kolia, y el chico acerca un poco más el cuenco para que pueda beber sin incorporarse.
-Vamos a dejarla tranquila –dice Esther. Julia todavía tiene la mano sobre la tripa de la perra. Casi no la toca. Sólo siente su calor, y un leve movimiento que la estremece y la hace sonreír. A Kolia le hace gracia que haya personas que sonríen tanto.
Muy pronto llegan a la ermita de Santa Ana, un caserío en forma de L y orientado al sur con una replaceta de cemento gris. A un lado de la explanada está el reloj analemático.
-Aquí cuando hay sol marca la hora –dice Esther.
Es una elipse poco pronunciada con los signos del zodiaco pintados en rojo encima del cemento. Los tres miran al cielo. Está cubierto de nimbos cárdenos pero aquí y allá, en los intersticios de las nubes, parece que se abren claridades, como si a lo largo de la tarde aún pudiera penetrar el sol. Así que deciden esperar sentados junto a la tapia de la ermita.
-Aquí juegan a la morra y el que pierde tiene que ir andando de rodillas para atrás –dice Esther.
-¿Y qué es eso de la morra?
-Explícaselo tú, Kolia.
-¡Sais! –dice Kolia, con el puño cerrado.
-¿De verdad que no has visto nunca jugar a la morra? ¿Ni siquiera en Vaquillas?
-No. En Vaquillas nos vamos a Menorca.
-Pues aquí nos lo pasamos de puta madre. Kolia nunca ha estado.
-Mi padre dice que antes había una peña que se llamaba Los Cosacos –dice Julia, que no está muy puesta en fiestas locales.
-¿Cosacos? –reacciona Kolia.
Los tres pasan un rato contándose cosas. Esther y Julia se cuentan cómo se veían antes de caerse bien. Esther cuenta lo de las vacas. Julia le reprocha que Esther dijera “te lo juro por Snoopy” cuando Julia le juró al de Historia que no había copiado, que se lo sabía todo de memoria. Kolia contó que su abuelo estuvo en la Guerra Civil.
-Mi abuelo dice que aquí aprendió cazar con cuchillo, para que no sonase bang bang –dice Kolia. Al decirlo sube la vista y ve que una leve cortina de luz se ha derramado entre los nubarrones. Es la mínima luz posible para que proyecte sombra, y los tres salen corriendo a situarse como gnomos móviles en el centro del reloj. La sombra de la saeta parece una higa, Kolia el dedo corazón, tieso como un palo, y las chicas, a su lado, las falanges. Incluso hacen bromas y se empujan. Pero ninguno se va.
-A ver, Kolia, qué hora es.
Kolia cierra los ojos y su mente se anega de senos y cosenos. Sus labios rezan la letanía de las ecuaciones y siente el contacto de los cuerpos de las chicas y de sus perfumes. Una derivada está a punto de salirle mal. Las incógnitas fluyen como un combustible que estuviese a punto de hacerlo levitar. Cuando encuentra la solución espera un poco más, lo que dure el rayo de sol.
-Las seis menos cuarto –dice al final, y se mira su reloj y añade:- Atrasa un poco.
-¡Hostia, las seis y cuarto!, ¡el cumpleaños de Laurita! Voy a llamar a mi padre.
Ninguno se separa. Esther nota en su brazo el cuerpo de Kolia y el barbour de Julia. Kolia está en la gloria, y Julia los siente a los dos.
-¿Papá? Oye… Oye, mira, que no voy a ir al cumpleaños de Laurita, que te vayas tú a Teruel que ya me llevará el padre de Esther.
-…
-¡Pues porque no me apetece! Paso de Laurita. Me quedo en Alfambra.
-…
-Vale, adiós…
Julia cuelga y luego dice:
-A tu padre no le importará llevarme, ¿verdad?
Entonces Kolia dice:
-Es una extraordinaria coincidencia. También yo cumpleaños.
Las chicas se alegran y se vuelven y le dan dos besos y le tiran de las orejas.
-Pues toma –dice Julia, y se saca del barbour un paquete. A los tres les parece ridícula la posición en la que están pero ninguno quiere modificarla- Es el regalo de Laurita.
-Joder, un áifon –dice Esther.
-No es un áifon. Es un LC con televisión digital terrestre. Bueno, sólo le regalamos el primer mes del contrato. Pero ella ya tiene un áifon, así que quédatelo tú.
La necesidad de ver el objeto deshace el gnomon apiñado que formaban.
-Vámonos a mi casa a celebrarlo –dice Esther.
-Yo voy a comprar merienda –dice Julia.
-No, tú mejor compra el alcohol y yo pongo la coca-cola.
-Yo tengo una botella de vodka –dice Kolia.
Los tres amigos bajan por la carretera mientras oscurece. Cuando llegan a casa de Kolia, oyen un ladrido. Detrás de la tapia está Canelo, el podenco de Bernardo. El animal gime y menea el rabo, y olisquea las hierbas que nacen al pie de la tapia. Julia todavía no sabe que ese perro es suyo. La última vez que Julia estuvo en Alfambra Canelo no había nacido.






21.7.08

OTOÑO RUSO, XV


Capítulo décimo quinto
Humo

Matilde y Bernardo están haciendo el amor. Bueno, ya han terminado. Cada cual ocupa ya su lado de la cama y los dos miran al techo. No se han cubierto con el edredón porque la calefacción de la finca está a todo meter. Sólo se oyen los rescoldos de la respiración. Matilde gira su cuerpo y apoya la cabeza sobre las costillas de Bernardo, que a su vez pasa el brazo izquierdo por debajo del cuello de Matilde. Matilde rasca con las uñas finas la pelambre del tórax de Bernardo. Bernardo acaricia la columna vertebral de Matilde.
-Cari…
Bernardo emite un sonido con la glotis medio cerrada. Matilde lo ha escuchado retumbar dentro de su pecho con el oído izquierdo. También escucha los latidos de su corazón, que aún siguen agitados, retumbantes y levemente discontinuos, como si estuvieran respirando con dificultad.
-Tenemos que hablar con Julia –dice Matilde.
Matilde ha tardado en decirlo porque aún no se había repuesto del orgasmo y porque antes de hablar quería tener bien cogido el corazón de Bernardo, percibir los cambios de intensidad, las aceleraciones y los apaciguamientos. También ha pasado su pierna derecha por encima de Bernardo, de modo que la cara interior del muslo de Matilde cubre y presiona el pene de Bernardo, todavía erecto. Primero Matilde sólo siente calor pegajoso y la silueta presionante de un cilindro, pero también espera a que los procesos de la deflacción sean perceptibles. Eso le da cierto placer añadido, como el ver cómo baja el telón después de una función teatral.
Bernardo está boca arriba y las palabras le salen como si tuviera tapada la nariz. Pasa lentamente la yema del dedo corazón por las cervicales de Matilde, hasta que se encuentra con el nacimiento del cabello, y entonces vuelve a descender.
-Qué le pasa a Julia.
-Que nos miente.
Las mentiras de Julia no provocan alteración alguna del ritmo cardiaco de Bernardo, que sigue sosegándose tras el esfuerzo. En momentos como este Bernardo se acuerda de que tiene que pasar por el médico para hacerse unos análisis, a ver qué tal lleva el colesterol. Como están desnudos y en la cama, las respuestas pueden espaciarse sin que tenga que ser porque el otro se ha quedado sin palabras.
-Matilde, le dijiste que podía venir a las doce. Todavía no son las doce.
-¡Pues sólo faltaría, que encima no viniese a la hora que le decimos! No. Es otra cosa. Ha dejado a sus amigas.
-¿Qué amigas?
“¿Es que todavía no sabes las amigas que tiene tu hija?” –está a punto de decir Matilde, y le dan ganas de incorporarse para soltárselo a la cara, pero entonces perderá la posición auricular, de modo que decide no mostrar su indignación.
-Pues sus amigas. Laurita y María Eugenia, sus amigas de toda la vida. Me lo ha dicho Remedios, la madre de Laurita.
-¿Pero no había ido precisamente hoy al cumpleaños de Laurita?
-Eso es lo que nos ha dicho. Pero allí no está. Esta tarde allí no estaba, así que tú verás, si eso es engañar o no es engañar.
-En todo caso las engañará a ellas –dice Bernardo.
-Bernardo, son sus amigas. Son las amigas de toda la vida –insiste Matilde-. No puede dejarlas así tiradas. María Eugenia dice Remedios que lleva un disgusto tremendo. Laurita un poco menos, porque a Laurita le da todo lo mismo, pero la otra pobre, tantos años…
-La María Eugenia esa es más tonta que hecha de encargo, Matilde –dice Bernardo, que se remueve un poco en el sitio para encontrar un mejor acomodo bajo el muslo de Remedios. Matilde aparta la pierna, pero no la cabeza.
-Y qué. Si a todos los tontos hubiese que dejarlos tirados…
Bernardo intenta estrechar el cuerpo de Matilde. En su posición, lo único que consigue es posar la palma de la mano a la altura del hígado de Matilde, y presionar un poco. Matilde no sabe cómo interpretar ese apretón tan cariñoso. Está un poco susceptible Matilde.
-Pero eso no es lo peor –dice Matilde.
El corazón ni se inmuta. Matilde espera que Bernardo le dé pie a seguir hablando, pero Bernardo no dice nada. Ha cerrado los ojos y no dice nada. De modo que Matilde continúa.
-Va con uno. Ha dejado a sus amigas porque va con uno.
Ese uno tampoco altera el ritmo cardíaco de su marido. A Matilde la palabra uno le habría sonado a individuo desaprensivo, un señor mayor que abusa de las niñas.
-Pues hija, si con dieciséis años para diecisiete no se echa algún noviete…
Matilde remueve un poco la cabeza para ajustar bien el fonendoscopio. Quiere saber la reacción de Bernardo cuando diga lo que viene ahora.
-Es un inmigrante.
Matilde cree percibir una palpitación algo más acelerada. Muy poco, pero algo más. El corazón de Bernardo se está poniendo interesante. Pero él también se da cuenta, y no espera a que el pericardio le juegue ninguna mala pasada.
-Ya lo sé.
Matilde se incorpora como un resorte. Ni corazón ni leches.
-¡Pero cómo que ya lo sabes! ¿Te lo ha dicho a ti?
-No, Matilde. Ni me lo ha dicho ni me lo ha dejado de decir. Me trajo un carrete de fotografías para que lo revelase, y en ellas aparecen no un chico, sino muchos chicos. Son sus compañeros de clase, y hay uno que tiene más fotos, pero es que la cámara era suya. Por cierto, que son bien chulas.
-Enséñame esas fotos.
-Ahora no, Matilde.
-Es que quiero ver una cosa.
Matilde vuelve a recostar la cabeza un poco más arriba de los ijares de Bernardo, en las costillas falsas. Ha sabido controlarse y ahora está segura de que viene la prueba definitiva, algo así como la máquina de la verdad. Bernardo no contesta nada. Su corazón, no obstante, está más agitado que antes de que Matilde se incorporase. No es que tenga taquicardia pero cualquiera notaría que se le ha desatado un poco el pulso. Entonces Matilde hace la pregunta.
-Quiero ver si es el hijo de Tatiana. En su clase hay tres o cuatro inmigrantes pero dos son moros y uno es sudamericano. Y el otro es del este. Y el otro que es del este es el hijo de Tatiana. Si fueses alguna vez a preguntar por Julia al instituto habrías podido ver las listas, que están colgadas en la puerta.
-Tendría gracia –dice Bernardo.
Matilde vuelve a levantar la cabeza. No hay ningún azoramiento en las palabras de Bernardo ni en sus vísceras. El nombre de Tatiana no lo ha puesto nervioso.
-Pues yo no le veo la gracia.
Bernardo abre los ojos, se incorpora y se apoya sobre los antebrazos.
-A qué no le ves la gracia, Matilde, a que tenga novio, a que tenga amigos o a que sus novios o sus amigos sean extranjeros.
-Oye rico, a mí no me vaciles –dice Matilde, de muy mala uva-. Tú entretente con tus pozos de Caudé y tus revistas de la guerra pero a mí nadie me va a llenar la casa de inmigrantes. Me da igual cómo te lo tomes.
Matilde ya se ha disparado. A Bernardo le sorprende este arranque, en este momento. Apoyado en los antebrazos mira el torso desnudo de Matilde y detrás la cómoda con el espejo, y reflejado en él el crucifijo que preside el tálamo, con las fotos de la boda. A Bernardo le viene la respuesta como si le repitiera la cena. Bernardo también se dispara un poco.
-¿Qué pasa –dice-, que tú también la guardas para aparearla con el Pototo ese de los huevos?
Matilde abre mucho los ojos y despliega los labios para decir algo que ni siquiera llega a pronunciar. Lo mira como si hubiera visto algo dentro de su cabeza, un tumor del sentimiento, un pájaro imposible.
-Me está engañando ella y me estás engañando tú –dice, y se pone a llorar. Con una mano se tapa los ojos y con la otra se cubre el pecho. Bernardo no puede soportar esa imagen y la abraza. Están abrazados alrededor de treinta segundos.
-Pero Matilde, ¿por qué dices eso? –dice Bernardo con los labios pegados al oído de Matilde. Le habla al mismo tiempo que la besa. Matilde se separa. Lleva los ojos brillantes, pero las lágrimas han empezado a secarse. En la penumbra iluminada solo por la luna y la farola de la Avenida América las lágrimas brillan pero no corren.
-¡Cómo es posible que te dé lo mismo saber dónde está Julia!
-No me da lo mismo, pero tampoco me pongo histérico. Está con sus amigos, y si el hijo de Tatiana es amigo suyo, pues mira, tan ricamente. Señal de que tiene menos prejuicios que nosotros.
Las yemas de los dedos de Bernardo acarician ahora las clavículas de su mujer. Matilde, con el calor que hace, tiene carne de gallina. A Bernardo le gusta recorrer una por una con el dedo las erupciones de la piel.
-Tú tampoco tienes prejuicios, ¿verdad? –dice Matilde, que desearía estar otra vez apoyada sobre el pecho de Bernardo. Bernardo nota un tufo raro en sus palabras.
Bernardo se ha vuelto y está sacando un pitillo del paquete de Ducados. Matilde no quiere que fume en la habitación, así que Bernardo saca el precinto del paquete para echar la ceniza. Cuando se gira de nuevo, dobla el almohadón y se vuelve a recostar.
-Vamos a ver, Matilde. Podemos educarla bien y darle de todo, pero a sus amigos los escoge ella. Ya se han pasado los tiempos en que esto parecía el corro de la bola y todos nos íbamos haciendo novios entre los amigos de la infancia.
-Como tú y como yo, quieres decir.
-No. Tú y yo no somos amigos de la infancia. Nos hicimos amigos de jóvenes.
-¿Y entonces qué pasa, que ya no había otra? ¿Te casaste porque te tocó conmigo en el corro de la bola?
-Pues más o menos. Igual que tú, ¿no te parece?
-O sea que si Virginia no se llega a liar con Paco te habrías liado tú, o yo con Paco, o con Martín, o tú con Esperanza, o yo con Teté. ¿Es eso lo que quieres decir?
Bernardo se levanta para buscar el cenicero porque ya ha quemado el plástico del precinto. El fuego abre un agujero en el papel que huele a rueda quemada.
-Ponte algo por lo menos, no vaya a llegar tu hija. Si es que viene…
Bernardo se pone la bata y sale a buscar un cenicero. Mientras se anuda el cinturón, dice:
-No te quejes. A nosotros nos ha ido bien. Mira Esperanza Beltrán.
-No seas cínico, Bernardo.
Bernardo regresa con el cenicero y se sienta en la cama. Está encorvado hacia delante. Parece un hombre cansado, o alguien que está en el momento justo de decir lo inevitable. Pero en ese momento suena el teléfono, que también está en el lado de Bernardo, junto al Idiota de Dostoievski. Matilde se abalanza por detrás y lo coge.
-Ay, Dios mío, algo le ha pasado... –dice mientras descuelga el teléfono y ladea la cabeza para que el auricular quepa debajo de la melena.
Bernardo había levantado la mano para cogerlo pero la deja suspendida en el aire.
-¿¡Qué ha pasado!? –dice Matilde.
-…
-Por Dios, qué susto. ¿Pero cómo llamas tan tarde, mujer?
Se produce un silencio. A Bernardo la bata le está dando calor. La habitación está a treinta grados por lo menos. El qué ha pasado de Matilde le ha alterado el pulso. Su propensión a la tragedia le va a provocar un día de estos un infarto, porque ella tampoco se vuelve para calmarlo con la mirada. Ella solo mira fijamente la base del teléfono.
-Pero…, pero… -dice Matilde, que intenta hablar varias veces pero al final, sin volver la cabeza, le da el teléfono a Bernardo-. Toma –dice Matilde-, es para ti.
Bernardo aplasta el cigarro y coge el auricular. El cordón espiral le pasa ahora a Matilde por debajo del pecho.
-¿Sí?
-…
-Hola, tía. ¿Ha ocurrido algo?
-…
Matilde pasa la cabeza por debajo del cordón y se levanta de la cama. Está poniéndose la bata de casa. Luego se gira y mira desde arriba la conversación.
-Pues no sé, dígame… -continua Bernardo.
-…
-No, no. Sólo tengo al perro –dice Bernardo, que se gira hacia Matilde y se encoge de hombros, como si no supiese a qué viene todo esto.
-…
-Pero tía, ¿y tú para qué la quieres?

Bernardo se pasa de oído el auricular porque le ha dado la impresión de que le temblaba la mano.
-…
Bernardo cuelga el teléfono y se enciende otro ducados.
-Dice que le alquile la casa, que se va a vivir a Alfambra –dice, y echa el humo. La palabra Alfambra ya salió envuelta en humo.
Matilde vuelve a derrumbarse. Se sienta en la cama, mueve la cabeza de un lado para otro, parece que está llorando.
-¡Pero cómo que a Alfambra! ¡Joder, me vais a volver loca…!
-Dice que Tatiana se ha marchado.
En el borde de la cama, Matilde balancea su cuerpo adelante y atrás. El pelo le cae sobre la cara. Bernardo calla. Es un silencio denso, sin toses ni bufidos, un denso silencio sin respiración que tarda mucho en consumirse. Bernardo está desvelado. Pero no ha preguntado nada de Tatiana. Así están alrededor de quince segundos.
Suena la llave que hurga en la puerta de entrada. Matilde da por terminada la conversación y sale del dormitorio, incluso antes que Bernardo. En la puerta, tratando de no hacer ruido, está Julia.
-¿Se puede saber de donde vienes? –le pregunta su madre.
A la luz del plafón del recibidor Julia está muy pálida, a Matilde le parece que incluso un poco tambaleante. La muchacha mira con los ojos muy abiertos y se tapa la boca con la palma de la mano, y se mete corriendo al baño. Bernardo escucha desde el pasillo las arcadas de Julia mientras vomita. Se acerca a la puerta del baño. Julia está sentada en el borde de la bañera, con la cabeza casi metida en la palangana beige.
-¿Has bebido, Julia? –le dice Matilde, cuando la muchacha recobra un poco el resuello.
Julia levanta un dedo. Entre los hilos de baba que le cuelgan de la boca se oye una vocecilla débil.
-Uno solo, ha sido un cubata nada más. Y no me he emborrachado, pero tengo el cuerpo superrevuelto.
-Un cubata de qué.
-De vodka.
Matilde se incorpora, se da la vuelta y mira a Bernardo, que trata de apaciguarla un poco con la mirada.
-Voy a calentar un poco de agua –dice Bernardo. Bernardo cree que en estos casos se suele tomar poleo.
-Déjalo –dice Matilde un minuto después, cuando no ha hecho más que posar la cazuela llena de agua en la vitrocerámica y está esperando a que le salgan las burbujas-. Dice que no quiere nada. Ya se ha metido en la cama.
Bernardo y Matilde vuelven a la habitación. Cuando van a quitarse la bata para volver a la cama se dan cuenta de que van desnudos. Matilde, antes de quitársela, se pone unas bragas, y luego saca del armario un camisón limpio y se lo enfunda. Bernardo se acuesta desnudo. Hace mucho calor. El dormitorio está lleno de humo.

19.7.08

OTOÑO RUSO, XIV


Capítulo décimo cuarto
De memoria histórica

Nada más fichar por la mañana en la oficina, Bernardo se pone el barbour y se pasa al centro. Cruza el viaducto viejo y sube una pequeña pendiente junto a la Glorieta que lo deja en la Plaza de San Juan, una plaza con soportales de estilo Regiones Devastadas donde se reúnen buena parte de las dependencias administrativas. Bernardo se toma un café y un bizcocho con mistela en la Cafetera y cruza la plaza de losas grises hasta la Subdelegación del Gobierno, que está en la fachada sur.
Allí no saben nada, pero un poco más allá, en la ala oeste, está el Juzgado, donde una chica joven, rubia, con gafas, extremadamente amable, aclara un poco las cosas a Bernardo. Es una de estas personas que cuando se embalan dando explicaciones entornan un poco los párpados y hablan por un lado de la boca.
-Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad es hereditaria –dice-. Es verdad que en el artículo 20 de la Ley de Memoria histórica dice que los voluntarios de las Brigadas Internacionales tienen derecho a la nacionalidad sin menoscabo de la suya propia. En realidad esto parte de un Real Decreto de 1996 que presentó Izquierda Unida en el que también pedían una prestación económica equivalente a la que estuvieron cobrando en su país. Pero tenga en cuenta que el apartado dos de la ley dice que el Gobierno determinará los requisitos. Y, que yo sepa, aún no los ha determinado. De todas formas, supongo que lo primero que tendrá que hacer será acreditar que estuvo aquí.
-Tiene un certificado del Ejército Ruso. Hemos encargado una traducción jurada por si… Aquí dice que estuvo a las órdenes de Gregorovich, el General de División Gregori Mijáilovich Stern…
-Ya, ya –dice la muchacha, como para que Bernardo no se esfuerce-, pero, aun en el caso de que lo consiga, sus hijos podrían tener derecho a la residencia, pero no a la nacionalidad. Fíjese lo que ocurre con las reagrupaciones familiares: la familia tiene derecho a la residencia, pero ni siquiera derecho a trabajar.
-O sea, que está jodido –dice Bernardo.
-Es que ese es el error. Pero si ni siquiera son españoles los hijos de extranjeros nacidos en España, porque primero los tienen que dar de alta en su país y luego solicitar su inscripción aquí. Yo cada vez que veo a una mujer embarazada que arriesga su vida en una patera me pongo mala, porque es que no sirve de nada.
-¿Y si se casan?
-¿El abuelo?
-No, un hijo, o una hija. Una hija por ejemplo que se casase con un español –dice Bernardo.
-Pues tampoco se convertiría en española. Tiene que pasar un año y luego dos de convivencia. Es más complicado de lo que parece.
-Bueno, bueno, muchas gracias, muy amable –dice Bernardo.
-Espere un momento. Le voy a pasar copia de toda la documentación que suele exigirse para tramitar la nacionalidad. Le paso también las leyes y un par de direcciones electrónicas donde puede usted informarse mejor.
Sale Bernardo del Juzgado y baja por las escaleras de uno de los vomitorios de la plaza, el que da a la calle de las Murallas. La información ha sido tan abundante como desesperanzadora. Pronto van a terminarse los favores. Bernardo cruza la calle y llama en el telefonillo de un portal.
-¿Sí?, suena una voz aguda y borrosa.
-Tatiana, soy Bernardo.
-Abro.
-Oye, oye, Tatiana.
-¿Sí?
-¿Puedes bajar un momento al patio? Es que tengo algo que decirte, pero no quiero que…
-¿Ahora? ¿No puede ser luego?
-Bueno, Tatiana, yo estoy en horas de oficina…
-Ahora bajo.
Bernardo se mete en el patio con ascensor de forja y enciende un pitillo. En lo alto se oyen los ecos de una puerta que se abre. Bernardo tira el pitillo. Baja Tatiana. Está muy acalorada.
-Perdona, Tatiana, es que vengo del Juzgado y…
-Le he dicho a tu tía que era el recibo del Ocaso.
-Bien hecho. Mira, yo le pasaré estos papeles a Matilde para que te los dé ella, pero quería decirte que sería bueno redactar una declaración jurada para que tu padre acredite que estuvo en la guerra. Yo mismo puedo tomar los datos, si tú me haces de traductora.
-Bueno, pero, ¿y cuándo? –dice Tatiana, que ya ha empezado a subir otra vez las escaleras.
-Tú tienes el martes libre. Puedo ir a vuestra casa.
-No, a mi casa no. Mi marido está allí, no tiene trabajo.
-No te preocupes por eso. He hablado con un amigo. Tú sólo dile a Matilde cuando venga que tu marido no tiene trabajo. Ella me lo dirá a mí. Podría empezar a trabajar esta misma semana, así que el martes que viene puedo ir.
-Bernardo –dice Tatiana-, esto está siendo demasiado difícil. Yo…
-No, no, no. No te preocupes. Es que, bueno, ya te he dicho lo celosa que es Matilde. Si hago esto a ojos vistas, no te quiero ni contar la que me espera.
-Pero ella también trata de ayudarme. Y me pregunta todo el rato si has venido.
-Es que esta mujer es la pera –dice Bernardo.
Tatiana vuelve a subir las escaleras. Se ha oído el chirriar de un gozne por los pisos de arriba. Bernardo sale del portal y Tatiana saca del bolsillo el recibo del Ocaso que llegó ayer pero la tía Angelita no se enteró porque estaba dormida. Cada vez que llega un recibo y está dormida, Tatiana se lo guarda para sisarle unos minutos a la vieja. Pero ahora le ha venido fatal. Son las once y cuarto y Kolia estaba contándole por el balcón de la fachada posterior, el que da al paseo del Óvalo, cómo sigue su padre.

El martes siguiente por la mañana Bernardo recibe una llamada de Tatiana.
-Estoy dando un paseo por el campo con mi padre. ¿Quieres venir ahora?
Bernardo deja un comedero de buitres que hay junto a la paridera de Valdelacabra, en el barranco del Tolmo, cuyo nombre estaba intentando averiguar, y se pone el barbour y coge las llaves del coche. Quedan en el cruce de Alfambra. El abuelo, vestido con un plumífero negro, y Tatiana, con una trenka roja, le esperan junto al puentecillo donde arranca el desvío. A Bernardo le gustan estos días fríos y serenos, anuncio de los primeros hielos.
-Mi padre dice que ha encontrado el sitio donde estuvo cuando la guerra. Dice que es por aquí.
Bernardo nota un poco nerviosa a Tatiana, pero imagina que es por lo comprometido de la situación. Por si las moscas, Bernardo no pierde nunca la compostura más inofensiva. Saluda muy cordial al viejo Rodión e intercambian frases que no entienden pero desprenden afabilidad. Luego se dirige a Tatiana.
-¿Qué tal tu marido? Matilde dice que se quedó aquel mismo día ya en la granja.
-Sí –dice Tatiana-. Está muy contento. Yo lo veo mucho más recuperado. Sólo lleva unos días, pero lo veo más feliz.
-Eso está bien. ¿Vamos?
Los tres se meten en el jeep de Bernardo. El abuelo va delante, para indicar el camino, y Tatiana detrás. Bernardo está muy contento. En los últimos días ha revisado todos los mapas y libros de historia militar que guarda en casa. Según sus cálculos, si es verdad que el viejo Rodión estaba a las órdenes del general Gregorovich, tuvo que sufrir la maniobra envolvente de Sierra Palomera, el implacable bombardeo de la 5ª División hasta orillas del río Alfambra y el avance de la caballería del general Monasterio, que arrasó el Campo de Visiedo sin apenas oposición. De lo que le diga el viejo seguro que Bernardo puede redactar un buen artículo para la revista Muletón. Ya quedan pocos combatientes vivos. Después del libro de Frazer sobre la historia oral de la Guerra Civil, los aficionados y los especialistas van buscando testimonios de ancianos que ya pasan de los 90 años. Es como cazar especies a punto de extinguirse, disecar sus palabras antes de que aliento se les congele.
Sin embargo el viejo no le indica que tire por la carretera de Camañas, hacia la Sierra Palomera y la masía en ruinas donde Bernardo lo vio por primera vez. No van al desastre de Sierra Palomera sino a la margen izquierda del río. En principio le sorprende, pero también entra dentro de lo razonable. Posiblemente el viejo perteneciese a la 11 División del Ejército Republicano, la que tuvo que huir de Alfambra y Peralejos, bordeando el río, hasta el pico Muletón, si bien esa retirada también se produjo en la margen derecha. Quizá, piensa Bernardo, era un soldado más del XXII Cuerpo del ejército, y podía estar por toda la zona de Sollavientos hasta el mismo Corbalán, y entonces descendió por esta parte hasta topar con los nacionales en el pico Mansueto. Bernardo lleva el MP3 para grabar lo que diga el viejo y lo que su hija le traduzca. Podría ir tomando notas, pero prefiere escucharlo luego tranquilamente en la oficina. Toman la carretera de Corbalán y a unos cuatro kilómetros del cruce, en las faldas del Cabezo Enebroso, Rodión indica un camino a la izquierda.
El camino termina un kilómetro más allá. Allí se bajan los tres y el abuelo empieza a hablar en ruso y señalar el valle. Con la mano derecha señala las lomas que van a dar a Esorihuela y su dedo sarmentoso va trazando una línea que llega casi hasta la carretera. Bernardo escucha con la boca abierta, como si entendiese. La verdad es que le fascina el sonido de sus palabras, el perfil afilado y el bigotazo, y los ojos pequeños, ya casi cerrados, tan sólo dos mínimos brillos bajo la visera, como si a su vida le quedase lo mismo que a sus ojos para cerrarse por completo. Aunque, de momento, con una vista excelente, porque ahora señala con ambos brazos y todo tiene pinta de un duro enfrentamiento, de una trágica huida. Cuando termina, se sube los pantalones muy sonriente e invita a Tatiana a que lo traduzca. Tatiana lo mira como abrumada por la información, pero se gira hacia Bernardo, se encoge de hombros, y dice:
-Dice que ahí mató una liebre así de grande.
-¿Una liebre? ¿Ahora, estos días?
-No. Entonces. Dice que se quedaron sin alimento y los caballos los perseguían, así que se escondieron en estos árboles. Tenían hambre y pasó una liebre. Mi padre le acertó con el fusil.
-¿Y fue a buscarla?
-Claro -dijo Tatiana.
-Pero vamos a ver. Si tenían a la caballería del general Monasterio pisándoles los talones, ¿cómo se le ocurre disparar un fusil?
-No lo sé. Tendrían hambre, supongo –dice Tatiana.
-¿Y qué pasó después?
Tatiana bisbisea unas palabras a su padre. El padre niega mientras contesta.
-Dice que aquí ya no se acuerda de más.
El viejo Rodión vuelve a decir algo, y esta vez se acompaña con el dedo y señala al noroeste, si es que Bernardo aún no se ha desorientado.
-Dice que hay otro sitio allí.
Ya en el coche, Bernardo recita los hechos históricos para que Tatiana los traduzca, a ver si alguno le suena a su padre. De Gregorovich, por ejemplo, sólo se acuerda de que lo fusiló Stalin, pero no es capaz de dar detalles sobre posiciones. A medida que Tatiana le pregunta va frunciendo el ceño, los ojos se le van cerrando, y al final mueve a un lado y a otro la cabeza con energía, como si se hubiera cansado de buscar en su memoria. El viejo parece un poco apurado por la poca consistencia de su recuerdo, así que Bernardo deja de preguntarle.
-Lo siento –se disculpa con Tatiana-. Es que estos temas me fascinan. Yo pensé que… De todas formas, él sí se acordaba de Alfambra, ¿no?
-Sí. Él se acordaba de Alfambra. Dijo que conocía bien la tierra. La tierra la conoce, de la tierra se acuerda.
En efecto, y para paliar un poco su escasa memoria histórica, el abuelo va describiendo valles y barrancos antes de que los atraviesen, aunque las lomas son las mismas aquí y en Stalingrado, piensa Bernardo, y por otra parte el abuelo siempre está en el monte. Pudo haber estado ayer mismo, preparando la visita turística. Por un momento Bernardo piensa que le están tomando el pelo, pero entonces el abuelo agita otra vez las manos, abre la ventanilla y señala un punto con el dedo, y dice algo. Tatiana lo traduce.
-Dice que en esa paridera estuvo una noche. Dice que se comieron un cordero. Dice que aquí también hay jabalíes, pero que no pudo matar ninguno porque las líneas enemigas estaban muy cerca. En la paridera había muchas pulgas.
Acaban de llegar hasta casi Corbalán para esto. Bernardo lo deja por imposible y les propone regresar a casa. A mitad de camino, sin embargo, el abuelo vuelve a señalar otro camino, esta vez con exagerada insistencia. El camino está lleno de roderas y de piedras, pero el jeep aguanta bien. Al descender una loma, ven una nave industrial de bloques grises levantada en un pequeño bancal ganado al barranco. Es un sitio curioso. Es una nave normal para guardar ganado pero las paredes están todas pintadas con el número 5000. Es como si alguien hubiese querido pintar el número en todos los tamaños, formas y orientaciones posibles, pero está hecho con pintura desleída, muy deprisa, y las gotas de blanco lo embadurnan todo, como si los números se derritiesen.
En un alto, antes de llegar a la nave, Bernardo detiene la marcha. Ve por el retrovisor cómo Tatiana no deja de mirar el reloj. Bernardo, muy atento, espera a que su padre termine las largas y entusiastas explicaciones cirílicas para proponerle a Tatiana que regresen.
-Bueno, vamos –se adelanta a decir Bernardo-. Ya es un poco tarde.
Tatiana, sin embargo, empieza a traducirle muy deprisa, como si se le terminara el tiempo.
-Dice mi padre que ahí donde esa casa está ahora que había un refugio. Dice que cayeron muchas bombas, y que el refugio se hundió. Dice que se hundió y encima cayó la tierra de la montaña. Se hundieron todos y no podían ver ni casi respirar, y así estuvieron unos días, sin ver la luz, y se caían los techos y nadie vino a recogerlos, y a uno le cayó una pared encima, que llevaba todo el cuerpo negro porque lo reventó por dentro. Era español, ese al que le cayó la pared era español. Y supieron que se había muerto porque empezó a oler mal, pero todavía estaba respirando. Y mi padre al final hizo un agujero y se salvó.
Tatiana ha dicho todo esto en un español mucho peor que el que suele. Se estaba frotando las manos constantemente, se atascaba, miraba a todos lados al hablar. A Bernardo le parece una de esas personas que no mueven la cabeza para que no les duela, y entornan los ojos como si les diera el sol. Después levanta la cabeza y mira a Bernardo.
-¿Será bastante con esto?
-Sí sí -dice Bernardo- con esto ya puede valer.
El viejo la mira traducir subiéndose mucho los pantalones, orgulloso de la hazaña que acaba de contar. Se está girando un poco de viento, el cielo sigue nublado.

17.7.08

OTOÑO RUSO, XIII


Capítulo décimo tercero
Serrana negra

Hace unos días Bernardo llegó a las tres y cinco a comer, como todos los días, y Matilde le contó que el marido de Tatiana se había quedado sin trabajo. “Tenemos que hacer algo por ella”, le dijo. “Mira a ver si le encuentras algo”. Lo hizo con el entusiasmo suplementario de pensar que así Bernardo, en el caso de que las sospechas de Matilde se sustanciasen, sufriría problemas de conciencia. No se puede traicionar a quien te ayuda, pensó Matilde. Tatiana no me puede traicionar, y Bernardo tampoco puede aprovecharse del marido de Tatiana, pensaba. Bernardo tiene que saber constantemente que Tatiana está casada, que tiene un padre y un hijo, aparte de un marido cuyo carácter se inventó Matilde para la ocasión.
-Dice Tatiana que como no tiene trabajo está muy nervioso –dejó caer Matilde, y pensó que, como Bernardo siempre ha sido un poco cobardica, con esto bastaría para quitarle los pájaros de la cabeza, pero aun así añadió:- Estos rusos deben de ser todos un poco violentos.
Bernardo se tomó a pecho el encargo. Los papeleos de la nacionalidad no están saliendo bien. Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad es hereditaria, piensa Bernardo. En todo caso, y después de muchos esfuerzos, conseguirán la nacionalidad para su padre, que es el que, dice, combatió en Teruel durante la Guerra Civil. Todavía no ha llegado la traducción jurada (que Bernardo, sin decírselo a Matilde, ha pagado ya de su bolsillo) del documento del ejército ruso que acredita su alistamiento. Y falta que, cuando llegue, si es que llega, sea suficiente con eso.
A Bernardo le gustaría explicárselo todo tranquilamente a Tatiana pero es imposible. Cometió un error al proponerle que cuidase a su tía. Ahora Tatiana está vigilada día y noche por la tía y de vez en cuando le pasa revista su mujer. Bernardo no va nunca a ver a la tía, finge que es porque no se acuerda, pero en realidad no quiere porque se pondría nervioso. Su mujer es muy larga, y la tía más. El mero hecho de que Matilde se haya puesto a leer Guerra y paz, ella que solo lee revistas de sala de espera, ya es un indicio de que está un poco mosca. Los ritmos habituales se han acelerado un poco, la frecuencia de las sonrisas y el tono de las preguntas. Matilde está celosa. Con lo obsesiva que puede llegar a ser, cabe plantearse si está más celosa porque Bernardo nunca vea a Tatiana en casa de su tía o porque pudiera estar con ella en alguna de las habitaciones de nombre peculiar de la casa de la calle Las Murallas. Sea como fuere, Matilde está celosa, su imaginación ha enfermado, piensa Bernardo, y desbarra un poco. Por lo demás, la actitud de Matilde es muy cariñosa pero ha vuelto a emplear la palabra cari, una cosa que a Bernardo le pone enfermo.
Bernardo trata de ser solícito con ella pero sin pasarse, que tampoco es bueno. Cuando Matilde le pidió que buscara un trabajo para el marido de Tatiana (“y si es posible aquí en Teruel, para que pueda estar junta toda la familia”), Bernardo llamó a Ramón, un amigo que tiene en la Cámara de Comercio. Los dos son del colectivo Sollavientos y habían hablado hace tiempo de Avigaster, una empresa dedicada, entre otras cosas, a la recuperación de la gallina serrana negra de Teruel. Bernardo expuso la situación sin ambages. Fue suficiente que dijera que se trataba de un compromiso para que su amigo Ramón llamase a Rodríguez el de la Caja Rural, que está también metido en Avigaster.
A media mañana ya tenía el teléfono de un ganadero de Escorihuela que formaba parte de la red de criadores de gallina serrana negra y necesitaba un empleado. Bernardo llamó de inmediato a Matilde, le dijo tan sólo que era una empresa avícola que se llamaba Avigaster. Matilde, a su vez, llamó a su tía y cuando se puso Tatiana le dijo que ya tenía trabajo para su marido, sin más. De lo de las gallinas se enteraron luego, y Matilde también, que además se ofreció a llevarlos en el Mini a Tatiana y a su marido y servir de traductora en el caso de que Tatiana no entendiese algún extremo legal. Hay que decir que Matilde estuvo a punto de decirle a Bernardo que viniera también, porque tenía curiosidad por saber cómo se comportan Tatiana y él cuando están juntos. Pero no se atrevió. Matilde conduce el Mini hasta la piscina de la Moratilla y para ir por la ciudad, pero la carretera le da un poco de respeto porque siempre conduce Bernardo. A ir a Escorihuela, sin embargo, sí se atreve.
De modo que han ido los tres a por la carretera de Alfambra. Mijaíl Denísovich Breshkovski iba sentado detrás, y veía los perfiles de las dos mujeres hablar en una lengua de la que no entendía una palabra. Días atrás, después del accidente del Arrabal y de que a la cuadrilla de polacos y búlgaros (y un ruso) se le acabase la faena, Mijaíl entró en un estado de postración que alarmó a toda la familia. Llamase Tatiana a la hora que llamase, Mijaíl estaba en la cama. No se levantaba ni para comer, pero tampoco quería que llamasen a ningún médico. Kolia y el abuelo se hacían la comida y le subían un plato a su dormitorio.
Todo esto sucedió en ausencia de Tatiana, que ya estaba interna en Teruel, y más bien porque ni Kolia ni el viejo Rodión querían asustarla. Pero el primer sábado que subió a verlos vio la casa arreglada y a su marido en la cama, mirando al techo, sudoroso y como consumido por la fiebre. Su primera reacción fue reprenderlos a todos porque no habían llamado al médico. Sólo tenía unas décimas de fiebre, pero llevaba varios días sin probar bocado, con los labios blancos de sed y los ojos irritados de llorar.
El mismo día que se quedó sin trabajo había estado viendo a Ilia, el compañero rumano que se accidentó en el Arrabal. Había salido ya de la UCI. Su familia le daba en rumano una explicaciones esperanzadas de las que Mijaíl sólo entendió los gestos, pero Mijaíl vio los enormes moratones que le anegaban el costado, casi una única mancha negruzca desde las axilas hasta la rodilla, y percibió un hedor extraño, algo que no tenía que ver con el aseo personal de nadie ni con los rastros de suspiros y medicamentos que se huelen en los hospitales. La mujer seguía muy asustada, pero ya parecía haberse repuesto un poco de la primera impresión. Al parecer, según dedujo Mijaíl, sólo tenía una pierna rota y todo el cuerpo magullado. Pero Mijaíl ya conocía ese olor extraño, y supo que aunque Ilia siguiese gimiendo y pidiendo agua, su cuerpo ya había empezado a morir.
Cuando regresó a su casa se metió a la cama sin cenar. Estaba muy impresionado. No se podía quitar de la cabeza la mirada de susto y de esperanza de la mujer y el infinito desconsuelo que había en los ojos de Ilia. Pero ya no era un miedo como el que, estos días atrás, llevó a Mijaíl a cometer un error del que se arrepentirá toda su vida. El día del accidente se puso tan nervioso que le levantó la voz a Tatiana y habló en tono sarcástico del abrigo de su suegro. Mijaíl Denísovich supo parar a tiempo la embestida del furor, la botella de vodka se quedó sin abrir. El abuelo Rodión hizo como que no escuchaba mientras metía palitos en el samovar, y Tatiana se limitó a decirle después, cuando subieron a la habitación, unas palabras muy duras: “Es mi padre”, le dijo, e inició un silencio casi involuntario, trufado de mensajes de intendencia, un haberse roto algo dentro que se prolongó hasta que, en efecto, aceptó el trabajo que le habían ofrecido en Teruel.
Desde entonces Mijaíl trató de hacer lo posible para reconducir la situación. En el último momento, y por culpa de un jodido abrigo, la separación de Tatiana era más que una cuestión laboral. El mismo día que visitó al compañero rumano había intentado verla, pero Tatiana siempre pone la excusa de que no puede dejar a la vieja ni tampoco admitir a nadie en casa. Le dice que venga a las once si puede, cuando Kolia sale al recreo y pueden hablar desde el balcón. Pero Mijaíl a las once solía estar subiendo ladrillos, acarreando escombros. Sólo hace los trabajos que no requieren dar explicaciones. Acarrear escombros se explica con dos gestos de la mano.
Mijaíl sintió a Tatiana cada vez más lejos, pero eso no fue lo peor. Al día siguiente de levantar la voz en presencia de Rodión por culpa de aquellos malditos rebollones, su hijo Kolia se había puesto el abrigo de su abuelo para ir al instituto. Mijaíl lo tomó como un desafío, como la señal inconfundible de cuáles son los bandos en la casa, o por lo menos de con quién estará Kolia en cualquier circunstancia. Desde que murió Serguéi, siente que su otro hijo le ha perdido el respeto. Fue él, Mijaíl, el que se empeñó en que Serguéi se alistara en el ejército. Fue él, por encima de las quejas de Tatiana, el que habló de la grandeza de Rusia, y quien lo abrazó emocionado cuando Serguéi, con diecinueve años, anunció que se iba a enrolar en la Flota del Norte, y que se marchaba a unas maniobras en el mar de Barents. Nikolái todavía era un niño. Y ahora, ocho años después, había estallado la rabia que encendió sus ojos en aquellas horas de angustia en Vidiáevo, la ciudadela de la Marina rusa donde los familiares aguardaban noticias del Kursk. No, no era solo defender a su madre ni a su abuelo. Había sido, para Mijaíl, como un acto de repudio, si es que un hijo puede repudiar a su padre. Un repudio largamente deseado.
Es y será imposible quitarse aquella tragedia de la cabeza. Mijaíl se empeñó en dejar el pueblo para irse a Irkusk y en dejar Irkusk para irse a España. Han emprendido un éxodo para borrar las infinitas circunstancias que volvían a traer a cada momento no ya la memoria de Serguéi sino el rencor hacia las autoridades rusas, como si lo hubiesen dejado morir dentro de aquel submarino por un exceso de soberbia, por ese mismo excesivo patriotismo que llenó de orgullo a Mijaíl cuando vio a su hijo mayor vestido con el uniforme del Ejército Ruso.
Pero todo ha salido mal. En el fondo, Mijaíl se quedó en la cama porque llegó a la conclusión de que era el sitio donde menos daño podía hacerse a sí mismo y a los demás. No puede buscar solo un trabajo porque nadie lo entiende ni él entiende a nadie. Debe compartir mantel con familiares que lo desprecian, pero lo peor sigue siendo que no puede pedir perdón a Tatiana. Además de que no pueda verla, sería cínico pedirle perdón, pero aun así lo intenta. Por ejemplo, cuando Tatiana lo encontró postrado, deshecho, dispuesto a dejarse morir.
-No puedo más, Tatiana. Necesito que me perdones –le dijo entonces.
-No hay nada que perdonar –le contestó Tatiana-. Lo que tienes que hacer es darte una ducha y afeitarte. He encontrado un trabajo para ti. Será sólo unas horas, muy cerca de Alfambra, un trabajo sencillo al aire libre. Pagan 400 euros y no es todo el día.
Mijaíl estuvo a punto de decirle que por ese sueldo se podía haber quedado en la central lechera del sovjoz, pero le amparó la lucidez. Obedecer a Tatiana es la única posibilidad de salvación. Él se mete en el asiento de atrás del Mini y escucha sin entender lo que habla Tatiana con esa mujer tan ostentosa. Ni tampoco dice nada cuando llegan al pueblo y hablan con un hombre gordo, colorado y sin cuello que lleva un palillo en la boca y sonríe mucho. Tatiana, de vez en cuando, le traduce algo.
-Es para cuidar gallinas. Son gallinas de denominación de origen.
Los cuatro llegan a un corral a las afueras del pueblo. Las gallinas, unas cincuenta, están en una de las dos mitades en que está dividido el corral. El hombre da instrucciones que Tatiana va traduciendo a Mijaíl. El trabajo es sencillo. Hay que vigilar a los gallos y dejarlas pastar sólo un lado del corral para que en el otro crezca la hierba. El hombre tampoco da muchas más explicaciones. Parece un tipo afable que lo da todo por hecho, que no considera que el lenguaje sea ningún problema. Ya nos entenderemos, viene a decir con su sonrisa bonachona.
Las dos mujeres se vuelven con el Mini a Teruel. Mijaíl se queda en el gallinero, lleva la ropa de los domingos. No sabe qué es lo que tiene que hacer, pero se arremanga un poco los pantalones y deja la chaqueta plegada encima de una piedra. No hace frío. Aquí todo el mundo va con abrigo pero no hace nada de frío. Mijaíl está dispuesto a demostrar que sabe llevar un gallinero sin que se lo explique nadie. Si son gallinas con denominación de origen, piensa, habrá que tratarlas bien, así que entra en el cobertizo y mira las tolvas de pienso, el tipo de grano, la limpieza de los nidos, el troj lleno de paja fresca. Y la verdad es que son gallinas muy lustrosas que pasean a su aire, picotean en el suelo y tienen una postura incluso autosuficiente cuando levantan la cabeza para tragar.
-Titas, titas –escucha Mijaíl decir al ganadero, y lo entiende a la primera. Cuando sale dispuesto a entender lo que sea, convencido de que las gallinas tienen menos peligro que las columnas y de que allí por lo menos podrá vivir tranquilo, el ganadero le hace una seña.
-Ven un momentico, maño, ven un momentico.
Mijaíl entiende que tiene que seguirle. Salen del corral y se suben a una camioneta que lleva una gallina pintada en la puerta. Mijaíl supone que el jefe le va a enseñar una jornada de trabajo. Es posible que el trabajo consista también en conducir. Por momentos se siente más fuerte, dispuesto a empezar de nuevo.
Pronto llegan a una nave. Está a unas dos verstas del pueblo, calcula Mijaíl Denísovich. El día está plomizo. El camino ha sido un constante subir y bajar lomas pardas con la camioneta, campos de tierra blanquecina, mucho más blanca que la tierra roja del otro lado del río. En un recodo, al borde de una rambla, ve la nave de bloques grises sin ventanas y techo de uralita. El ganadero baja de la camioneta y se dirige con su andar rechoncho a la enorme puerta de hierro pintado de minio. Mijaíl le sigue. Cuando el hombre la descorre, una pestilente bofetada de calor está a punto de tirarlo al suelo. El ganadero, más acostumbrado, baja la palanca del generador y se encienden unos focos potentísimos, y miles de gallinas enjauladas empiezan a chillar y a cloquear, torres de jaulas de seis pisos donde se hacinan las gallinas desplumadas. Un reguero de excrementos va cayéndoles desde las jaulas del sexto piso, las que están debajo de las uralitas, de modo que no sólo no pueden moverse sino que son permanentemente rociadas por la mierda del piso de arriba. El aire es un fluido denso de plumas y moscas. Mijaíl pisa una capa de varios dedos de mierda incrustada con los zapatos de los domingos y trata de contener las náuseas. El ganadero va revisando las jaulas una por una. Mete el brazo por arriba y saca cogidas de un ala las gallinas que se han muerto, las que no podían girar a la vez con todas en la jaula para moverse un poco, y se quedaron en un rincón y las otras gallinas empezaron a picotearlas o murieron de calor. Algunas salen completamente peladas y medio devoradas, y el ganadero las va echando en el pasillo que media entre las jaulas. Cuando termina las primeras filas, coge una escalera y hace lo propio con las de arriba.
En medio del ensordecedor griterío, bajo el calor sofocante y las luces excesivas, Mijaíl oye cómo ruedan los huevos por la jaula y se van depositando en una canal de alambre junto a los comederos. El ganadero baja de la jaula y mira sonriente a Mijaíl. -Cinco mil huevos –dice, y lo repite dando gritos por si no lo ha entendido Mijaíl. Mijaíl está pálido, la fiebre y el asco han vuelto a envolver su cuerpo. El ganadero coge una pala cuadrada y escribe encima del detritus, con letras grandes y desiguales: 5000 HUEVOS. Cuando termina la escritura, le da la pala a Mijaíl, y le señala con el dedo un carretillo que hay al lado de la puerta, junto a un enorme rimero de cajas de huevos vacías. Después salen de la nave y el ganadero le señala un lugar, a unos doscientos metros, donde se arremolinan los buitres. Luego se sube a la camioneta y se va.
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