27.11.08

Guerra

La rutina de la guerra está llena de latas, calderos antiguos sobre un moderno camión, y gente que, mientras preparaba el rancho, ponía la misma cara que si estuviera guisando una comida de hermandad para las fiestas de su pueblo. Los hombres despiojan sus carnes blancas, serios, sin rictus de dolor ni mucho menos de asco, como si los piojos fuesen igual que la arenilla de los que vuelven de la playa. Apenas se ve el pánico. Tiene más cara de susto un soldado con fusil que los desertores a los que custodia. En una escuela, los niños se amontonan en los pupitres, y entre ellos un miliciano trata de dibujar sus primeros palotes, mientras un maestro con corbata, más o menos de su edad, le indica cómo debe hacerlo. Allí hay niños aburridos y asustados, absortos y despistados. No están callados por miedo a la vara del maestro, que no parece tenerla: están tristes, como sin ganas de hablar.
Otro soldado se apoya en la vía de un tren para echar una siesta. Tiene los ojos cerrados, pero sabemos que no está dormido. Un señor con barretina y pata de palo, que, más que de palo, parece el hueso original, vestido con ancha faja y chaquetilla de pana recia, tiene sin embargo un rostro cercano, contemporáneo, comprensible. Eso es lo que más me llama la atención de todas estas fotos, lo verosímiles que son las caras, aun cuando la escena no sea dantesca. No vemos moribundos ni escenas de llanto desgarrado, no vemos niños llorando ni madres atravesadas por la angustia. Todas son, por así decirlo, escenas de tranquilidad. Los combatientes miran cavar una trinchera como si estuvieran arreglando una cuneta, como si fuera normal.
Hay pocas fotos con cadáveres. Una es la clásica del que quedó en medio de los escombros, con los ojos abiertos. Al otro lo llevan en parihuelas sus compañeros. La muerte ya ha entrado en su rostro. Está en la nariz afilada, en los párpados hundidos. No ha sido una muerte repentina. Hay agonía en su rostro. Sus compañeros le han cerrado los ojos. Pasa entre ruinas que tienen algo de arcilla que se ha vuelto a derretir, ladrillos que vuelven a ser barro, montes erosionados. Los cadáveres se funden con la tierra quemada, con la luz blanca quemada de las cámaras que perseguían retratar la vida.
(Amarga memoria. Fotografías de la Brigada Lincoln. Escuela de Artes y Oficios de Teruel. Hasta el día 5.)



Diario de Teruel, 27 de noviembre de 2008

26.11.08

Miniaturas del 98, II

Juan Ramón Jiménez en la azotea
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Pocos científicos han tenido tanta trascendencia en nuestra literatura como el doctor Simarro, médico de confianza de Juan Ramón Jiménez. Cuando el poeta venía a Madrid, cuando le tocaba regresar al caos porque ya llevaba mucho tiempo retratando las paredes blancas de Moguer, el doctor Simarro lo internaba en un sanatorio que era como un hotel de lujo para poetas. Allí Juan Ramón, siempre al otro lado de la tapia, daba melancólicos paseos y escuchaba el ruido de sus dolores. A Juan Ramón Jiménez le dolía todo. Al doctor Simarro le decía, en términos generales, que estaba muy triste.
Los domingos por la tarde los otros poetas noveles (Villaespesa, los Machado, gente así) lo venían a visitar. Ellos llevaban una vida sana y disipada, y les admiraba que Juan Ramón, con el dinero que tenía, la llevase tan concentrada y enferma. Juan Ramón los recibía en su alcoba de poeta, en el decorado en el que siempre nos imaginamos a un poeta, con el florero de lilas en el alféizar y el sillón de orejas junto al fuego, con una mesita baja llena de infusiones orientales y la enredadera que asoma por la ventana, y una tarde llena de cipreses y un enfermero que parece un mayordomo. Entonces el coro de poetas modernistas le pedía a Juan Ramón que les leyese algo, y Juan Ramón les leía unos poemas tristes sobre las hojas amarillas del otoño, como si se hubiese recluido en el sanatorio para provocarse los dolores y destilarlos luego con tinta violeta. No había cumplido aún los veinte años y ya tenía enfermedades caras, interiores, generales, y oía ruidos extraños (esto fue un poco más tarde) y le molestaban los vencejos para escribir sobre los vencejos.
El doctor Simarro dijo que todo eso eran nervios y le recetaba bromuro en grandes cantidades. Estaban los poetas escuchando su aria triste y llegaba el mayordomo del manicomio con una bandeja y un vaso de agua y le ponía unas cuantas cucharadas de bromuro, como si fuera bicarbonato para sus úlceras existenciales, y Juan Ramón se lo bebía de un trago y seguía recitando su aria triste.
Para entonces ya tenía la cara que yo más tengo grabada, porque es la que venía en la solapa del Platero y yo que me leían cuando era pequeño. Es un hombre de ojos lánguidos y decaídos, como de ternero degollado, con ojeras negras y una barba tupida y también muy negra. Daba la impresión de que para ser un gran poeta había que estar enfermo, pero no con el mal del poeta romántico, que después de todo sigue siendo alegre y follador, sino con el del poeta que se ha puesto malo de ser poeta, de la hiperestesia, del sentir demasiado, del ver demasiado, de vivir y morir demasiado, y de tomar demasiado bromuro. Después del tratamiento a que se sometió en el sanatorio del doctor Simarro, Juan Ramón había contraído ya un tumor poético y depurativo, como esos vegetarianos que caminan sin tocar el suelo, y se lavan mucho las manos y una voz más alta que la otra les destroza los tímpanos y los deprime mucho. Juan Ramón construyó en ese jardín de mármoles neurasténicos del sanatorio la imagen de poeta delgado que cruza dos veces las piernas, que siempre está serio, que bebe zumo de acelgas mustias sin abrir la boca, y que siempre piensa en sí mismo. Juan Ramón se fue elevando hasta su nombre y allí se quedó, labrando piedras de aire y quejándose mucho del costado.
Y sin embargo, a pesar del bromuro, Juan Ramón Jiménez se casó. Puestos a buscar puntos de comparación con los noventayochos de siempre, esto del bromuro del doctor Simarro es como la fimosis de Unamuno, del mismo modo que su prosa es la prosa que nunca supo escribir Azorín, o sus insultos a los trileros del 27 los mismos que se le podían ocurrir a Machado. Incluso, en una época en la que todos escribían un libro sobre el Quijote, Juan Ramón (que ya había tomado de allí su amor hacia los burros) lo que hizo fue imitarlo. Vio desde su ventana una mujer y dijo “¡esa!”, y a partir de entonces la creó y la recreó en un dilatado noviazgo lleno de miradas poéticas. Toda la obra de Juan Ramón se perfecciona y parte en dos precisamente en el Diario de un poeta reciencasado, como si hasta entonces hubiera hecho poesía de soltero, más intrépida, más apegada a las cosas de este mundo, a las tapias del pueblo, a los ruidos esos raros que él oía, como si los litros de bromuro no hubiesen apagado del todo los brotes de contagio con la realidad. En cualquier caso, yo creo que cualquier análisis moderadamente serio de la poesía de Juan Ramón tiene que coincidir en que una vez casado Juan Ramón ya era un ente inasible, y su poesía cada vez más concentrada, más levitativa, más desnuda de todo, incluido de cuerpo, como un espectro conceptual que mantiene con Dios extrañas conversaciones. La prosa, sin embargo, jamás dejó de ser maravillosa, y sus Españoles de tres mundos el libro que uno acaba leyendo para saber si sabe o no sabe escribir.
Su mujer, Zenobia Camprubí, no debió asustarse mucho con lo del bromuro, y desde que se casó fue algo así como la mirada real del poeta, su madre, su hermana, su amante poética. Hay un libro, Vivir con Juan Ramón, donde la mujer cuenta con desnudez existencial (la de Juan Ramón era esencial, de acuerdo con su dieta hipocalórica, con su sangre transparente) cómo Juan Ramón, aparte de un gran poeta, debía ser un callo de hombre. Cuando volvieron a España, Juan Ramón, metido siempre en sus esencias, la tomó de secretaria, de modo que muchos poetas se enamoraban de Zenobia mientras ésta los entretenía en el recibidor. En verano Juan Ramón escribía desnudo, no le fuesen a perturbar los calzoncillos, no se fuese a dejar algo de verdad en las costuras de los calcetines, y cuando salía de su escritorio, para atravesar la sala donde Zenobia pelaba la pava con los poetas enamoradizos, Juan Ramón se metía detrás de un biombo y caminaba con él hasta la cocina, donde se tomaba otro vaso de bromuro y volvía a completar un verso, a ver si le daba tiempo antes de que se hiciese la hora de merendar. Los visitantes veían los pies y el cogote de Juan Ramón caminar un milímetro por encima del suelo, como la pantera rosa, y le preguntaban a Zenobia qué nuevo verso había escrito el maestro, ¡Quiero dormir tu morir!, por ejemplo.
Pero entonces ya era el Juan Ramón volátil y flotante, el Juan Ramón casado. A mí me sobrecoge, aparte de todas sus prosas, esa experiencia del casorio, que la montó como si fuera un asunto para un libro de poemas más que para vivirlo de verdad. Lees ese libro y tiene las tempestuosidades del mar y las claridades del cielo, la soledad de quien cruza un océano para encontrar a su amada y en el agua van cayéndose las conjeturas, esa velocidad del sentimiento de cuando haces algo que ojalá sea lo más importante que has hecho, los vientos frescos de la ilusión y las corrientes frías de la duda, que en muchas ocasiones le atacaban al costado.

Por culpa de la obsesión adelgazadora y antolójica de Juan Ramón, este libro, el Diario de un poeta reciencasado, no ha tenido circulación suficiente entre el mundo de los libros de sobra conocidos. En ningún sitio es lectura obligatoria, y sin embargo es uno de esos libros que no sólo funden la soltería del poeta y su ausencia definitiva sino la tradición poética española y sus rumbos de futuro. Viajas con Juan Ramón por el mar como por un instante inacabable, y ahí está todavía, lozano, el poeta que amaste de pequeño, aunque en la fotografía de la solapa pareciera un enfermo del hígado. Daba igual porque dentro había más fotografías, la portentosa capacidad de Juan Ramón para nombrar las cosas y las sensaciones que brotan de las cosas: Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salir de ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes... Hay fragmentos de la infancia en los que la memoria se ha ido revolviendo con los sueños, los deseos y los miedos, pero si hay algo de lo que me acordaré toda mi vida es que yo, como Platero, también estuve en esa azotea y también he visto esa luz.

24.11.08

Galdós, El equipaje del rey José
























Siempre que asoma el Galdós teatral en las novelas tenemos diversión asegurada. Es curioso que un hombre tan apegado a la gramática de la escena no brillara más sobre las tablas, y que sus mejores piezas teatrales fueran una decantación de novelas homónimas, pero no al revés. También Dostoievski tenía un sentido teatral de la novela, y no es por lo único por lo que me lo ha recordado.
El caso es que, así como en la segunda entrega de la primera serie nos escribe una deliciosa comedia de teatro dentro del teatro en La corte de Carlos IV, así también ensaya ahora, al principio de la segunda serie, un dramón de tintes clásicos sobre el tema de la guerra civil. Luego de una transición muy criticada donde aparecen unos cuantos afrancesados en Madrid, de pronto uno de aquellos currutacos sale de Madrid y entra en un drama de Shakespeare.
El escenario son las montañas vascas por donde circulaban los convoyes de rapiña que acompañaron a José Bonaparte en su huida. En este paisaje duro y montuoso viven los viejos patriarcas como don Fernando Garrote, un antiguo donjuán que repobló la comarca con hijos ilegítimos. El recuerdo de don Juan Manuel de Montenegro es más que evidente, como si Valle-Ínclán hubiera visto en este episodio, más que una trama, toda una estética teatral. Don Fernando Garrote tiene un hijo, Carlos, que se ha echado al monte con los guerrilleros y suspira por una moza que se llama Jenara. Esta Jenara, en cambio, guarda la ausencia de su prometido, Salvador Monsalud, muchacho pobre que se fue a Madrid y ahora, de vuelta, la visita por las noches, escondido detrás de una puerta, para que ella no vea su uniforme de renegado. Por supuesto, Salvador Monsalud lleva el apellido de su madre, una mujer ultrajada por el donjuán del pueblo, don Fernando Garrote, que no sólo no reconoció a su hijo sino que dejó que a él y a su madre se los comiese la miseria.
Con este molde de caras de plata se puede escribir un drama calderoniano o un folletín de tres al cuarto. Galdós, combinando ambos sistemas, escribe una buena novela, sin los excesos que nos apesadumbraron en algunos pasajes de la serie anterior. Todo está cortado a la medida del drama, y eso escurre mucho la narración: nunca hay que comenzar de nuevo en busca de otra historia; es la misma, que no puede no crecer en intensidad; cada paso es un desenlace, un giro inesperado de la historia que sólo viene a confirmar el sentido general que ya sabíamos, como sucedía en las tragedias clásicas. Hay momentos en que parece un Edipo del revés, sobre todo en un capítulo, magnífico, en el que el viejo Garrote y el cura cobarde se echan al monte con las armas cambiadas, y están a punto de matar a quien el lector ya sabe que puede ser su hijo. Es otro momento de barrida de centrales, porque la sospecha no se confirma y lo que aguarda es mucho mejor, la tremenda escena de la cárcel, el gran agón de los dos protagonistas de esta historia.
Y eso que, en principio, todo indica que el duelo final entre hermanos es el momento cumbre. Está muy bien narrado, sobra decirlo, y, esta vez sí, consigue que la novela se nos haga corta. Incluso se nos muestra el final feliz que las novelas aconsejan pero desmiente la historia. Es espléndido el momento en el que Carlos finge ante los otros guerrilleros para que ninguno descubra la identidad de su hermano Salvador, que le sigue la siniestra superchería. Se salvan para quedarse a solas. Se protegen para matarse. Es una gran circunstancia, pero el personaje de Carlos parece un poco plano. Se ha dejado embaucar por la Jenara y no se asoma siquiera al horroroso drama que corroe las entrañas de Salvador. Son dos antagonistas envilecidos que nos parecen buenas personas. Si Carlos supiese la verdad, los dos estarían en igualdad de condiciones.
No se sabe, porque en la gran escena de la cárcel, entre padre e hijo, también está desequilibrada. Sólo el viejo sabe que Salvador es su hijo, pero el propio Salvador aún no lo sabe. O sí, quién sabe, porque su vía crucis moral (y el vino, todo hay que decirlo) ya lo ha vuelto medio loco. Se ríe como el hermano loco de los Karamázov, con una contemplación desesperada de lo que ya no tiene remedio. Siente compasión, y vergüenza, y odio, y emoción, y los sentimientos son tan violentos y tan contradictorios que le sacan muecas de locura.
El viejo, el futuro don Juan Manuel Montenegro, junto con el patético cura que lo acompaña, también se debate entre sus deberes cristianos (entre los que se incluyen matar seres humanos como a conejos o pedir perdón a Dios antes de que lo maten) y la vergüenza que le da reparar sus pecados. Lo zarandea el fanatismo patriótico y la moral de pueblo, el egoísmo de viejo patriarca y la entereza para encarar la muerte. Es un viejo monstruoso que habla a un joven desquiciado. Se sacan las entretelas, pero ninguno es capaz de decirse la verdad. Tremendo. Frente a ellos, el noblote Carlos y la taimada Jenara quedan un poco a media luz. El uno es demasiado inocente y la otra demasiado lista. Los novios han cedido su asiento a los personajes profundos. Buen síntoma.

Miniaturas del 98, I

Hace diez años, el dibujante Juan Carlos Navarro y yo mismo publicamos en el DDT una serie titulada Miniaturas del 98 que no se limitó a los miembros canónicos sino a toda la fauna literata de la época. Juan Carlos me ha pasado aquellas ilustraciones y yo he recuperado del almario digital casi todos los textos, y es probable que los tenga todos. Así que voy a ir colgándolos aquí, en este patíbulo.

Ejercicios espirituales con Gabriel Miró
(marzo de 1998)

Todos los años por estas fechas, cuando se avecina la semana de pasión, leo medio centenar de páginas de Gabriel Miró para entrar un poco en ambiente. Leer a Gabriel Miró es un acto de ascetismo y de placeres concentrados, el continuo deslumbramiento y el continuo despiste. Para esta época del año vienen muy bien las Figuras de la Pasión del Señor, que Miró describe con piedad de carmelita bordando una mantelería. En su silencio infinito, las hordas bravías de los cactos y cardenchas crepitan de lagartos y escorpiones, y se retuercen y van estilizándose sobre un cielo calcinado, borda Gabriel Miró en su descripción de la tierra de Judea, y sin tiempo a respirar nos abruma con la imagen del desierto: duro, rígido, de peña baja con palmito y cañar, y el desierto cegado de torbellinos y olas de arenas humenantes. Y después, cerros calcáreos, cerros velludos de oro de bojas; sobraqueras umbrías, márgenes de basalto, tajadas, profundas, y márgenes de henar, de zízifos, de juncos y papirus; y el Jordán, ancho, limoso, espeso, que se para cuajándose entre islillas de ovas y médanos... Y leído esto la inercia de la música te invita a seguir leyendo con el recuerdo cegado por el resplandor paulino que había en la frase anterior. De modo que uno vuelve y pasea un poco por el huerto léxico y sagrado, y recolecta un ramillete de palabras extrañas y continúa la peregrinación por la siguiente frase, y en su corazón humea todavía el aroma de la anterior y de pronto se sorprende sin prestar atención a las palabras nuevas, y vuelve atrás cargado de paciencia y de resignación cristiana. Así resulta muy difícil avanzar, hasta que te percatas de que en Miró, como en algunos otros placeres de la vida, lo importante es estarse quieto.
Miró dejó muy claramente dicho cómo debía ser leído, lo que pasa es que se trata de un ejercicio de concentración para el que uno no siempre tiene cuerpo. En El humo dormido, hablando del órgano que sonaba en el convento de unas monjas, Miró reflexiona sobre si se oye mejor con la ventana abierta de par en par o tan sólo entornada o cerrada del todo, y llega a la conclusión de que lo mejor es esperar a que llegue el verano, que entreabre las salas más viejas y escondidas; así se escucha y se recoge su intimidad mejor que con las puertas abiertas del todo; abrir del todo es poder escucharlo todo, y se perdería lo que apetecemos del trastornado conjunto. Esto quiere decir que la prosa de Gabriel Miró, como las letanías del rosario y las hagiografías de los misales, entra por el subconsciente, por la música de su rumor sagrado, como cuando a uno se le va el santo al cielo en mitad de la homilía pero esos pensamientos en los que se acurruca tienen que ver, más o menos, con lo que dice el cura.
Toda la obra de Miró es un abnegado sacrificio de perfección. Miró consideraba pecado la velocidad, y en sus ejercicios espirituales concibió la prosa más lenta y levitativa de nuestra literatura. Ortega y Gasset decía que era menester leerlo con visera, para escapar al deslumbramiento de sus pasamanerías. Y eso lo dijo alguien que sentó un tópico tan ingrato como peligroso: la admiración condescendiente, el afecto sin interés, ese tono que no se sabe muy bien si es de sinceridad o de cachondeo. Ortega sabía que Miró había creado un idiolecto sagrado para monjes en ayunas, y desde luego que lo supo valorar, pero sus palmadas en la espalda (los dos, a fin de cuentas, practicaban la misma clase de modernismo) sentaron a Miró peor que las críticas salvajes, un poco patéticas, que le dedicaron algunos críticos ilustres de la época. Astrana Marín le reprochaba su insensibilidad, el exceso de afectación y de conceptos fiambres, y luego se dormía en la suerte de unos cuantos insultos un poco demasiado histéricos. Fue en una crítica a su libro El obispo leproso, obra de una piedad y una amargura inconcebibles, y Astrana lo zahería desde la ortodoxia católica, lo que quiere decir que tampoco Miró fue santo de la devoción de los beatos.
Y es aquí donde empieza el más interesante Gabriel Miró, su recuévano de paganía estética. Él, que nunca se metió con nadie, tuvo más de una vez que tapar la boca de los que le criticaban: que digan lo que quieran, pero esto hay que saber hacerlo. Y en efecto eso nadie se lo puede discutir. Si uno coge aire y se sumerge de lleno en una de sus novelas tiene que prepararse para un libro que cuesta el trabajo de diez y contiene idéntica proporción de placeres, de texturas, de metáforas, de contrapuntos. Está la casta María Fulgencia, la frente de orgullo, y los labios y los ojos de pureza, de placer y de infortunio, y está Pablito, su amor imposible, un poco soso, y está el obispo que se muere de lepra, y su amor ulcerado y secreto. Y está un bárbaro que disfruta torturando animalillos, y están los suicidios, las inundaciones, los asesinatos. Y está el obispo, que se va muriendo, que nunca se termina de morir. Y Miró va del cielo al infierno, del paraíso a la podredumbre, de las doncellas a las pústulas, de la botánica profesional a la esencia de los descampados, y uno va mascando ese pastel de aromas dulces como la fresa y como la muerte y empieza a detectar unos extraños movimientos del espíritu que no se sabe bien si son euforia o estreñimiento. Miró fue un orífice de la pulcritud, un devoto de la parsimonia. Rítmicamente no tiene un solo fallo, pero todo está retorcido, detenido, amordazado por su perfección sublime. Miró nos hace levitar con sus devocionarios entre rancios y luminosos, y después de un rato la belleza nos aflige como a esos santos que comulgan con los ojos en blanco y la lengua de degollado. Pero tras su religiosidad abotonada late una sospecha de lujuria verbal, de gula estética, de soberbia estilística, y eso es lo que a los catequistas de la época les traía un poco moscas. Ejemplos tenían en los decadentes de media Europa, y sin ir más lejos en el propio Valle-Inclán, de lo que significa la religión tomada como excusa para la borrachera estética, con todo lo que tiene eso de cinismo, de pecado. Es lo que pasa por tomar a Dios como tema único y obsesivo, que te acaban llamando pecador.
Nada más lejos de las pías intenciones de Miró. Su retrato más carácterístico nos presenta una de esas caras que se ven en los nichos de los cementerios, de gente que murió joven y nos mira con cara de susto y de buena persona, como esos novios frágiles que no tuvieron tiempo de pecar. Miró era uno de esos enfermos crónicos que juntan las rodillas al sentarse, que miran con la lágrima de su extrema bondad y los labios prietos, temblorosos, como si al beber un sorbo de café se les hubiera despertado la úlcera. Miró aparece en las fotografías con un traje que le viene pequeño, y lleva el botón del cuello muy apretado y sobre su rostro lacio salen dos ojos grandes que claman al Señor, como si todas las angustias religiosas se le hubiesen apretado con el traje y brotasen purulentas, húmedas de fervor y de retortijones, por esos ojos límpidos, a punto de reventar. Incluso tenía el nacimiento del cabello en pico, como los vampiros, por ese tanto de sangre y de nocturnidad que hay en sus necrosis evangélicas, en sus pacientes entomologías teologales.
La obra de Miró es un bosque plagado de versos y de angustias, de pasiones reprimidas, de llagas divinas y de crueldades. Yo no sé si su extrema religiosidad le impidió ser el Proust que no tuvimos o precisamente fue su beatitud lo que lo hizo más moderno. De Proust le separa, aparte del mundo, el torrente interior, no la tristeza ni la patológica obsesión por los detalles. La velocidad de su prosa es la de los distintos estadios de un cadáver a lo largo de un velorio, pero más allá de su capacidad para el espanto y la palabra rara se levanta, como a un milímetro del suelo, un espíritu contemplativo y bueno, minucioso hasta el desgarro, paciente hasta el delirio, espectacular y desesperante. Miró detuvo el tiempo para que cupiesen las palabras, y en ellas un sentimiento que por pura fe o por puro vicio siempre sigue fascinando. No hay que leer a Miró en Semana Santa para entender las estaciones del calvario, sino las extrañas contradicciones interiores de sus peregrinos, ese misterio eterno de la blancura que se lava con sufrimiento, del placer al que sólo se accede por la vía mística de la flagelación. De las buenas personas que no valen para este mundo.

22.11.08

Bisonte

Qué hermosura de artículo nos regaló Evaristo Torres el domingo pasado. Qué emocionante la escueta mención de las calamidades que pasaron nuestros emigrantes de los años sesenta, aquella Operación Bisonte que se fue a hacer las Américas, y qué valiente declaración de sentimientos infantiles, esos que cuando somos mayores tendemos a cubrir de dignidad mal entendida, a ocultarlos como si por no merecerlos pudiéramos no haberlos sentido. No, la extrema dignidad está en los nombres y en los apellidos, en el mugriento callejón francés y en el césped señorial del Canadá, en los pantalones de tergal y en la televisión barata. La epopeya del emigrante no sólo consiste en cruzar el océano, sino en llegar a una ribera donde no es querido, salvo para aquellos pocos que ya siempre serán sus amigos. Para sentir lo que fue aquello no hay nada más emocionante que nombrar las cosas por su nombre.
Y eso, la claridad como deber, el corazón abierto es lo que más me gusta siempre de los artículos de Evaristo. Es un palo difícil de tocar: consiste en ir quitando todo aquello que nos disimula, que nos acicala, que nos niega. “Yo nunca llevé a nadie a mi casa. Nos daba vergüenza”, dice Evaristo, de cuando estuvo en Canadá. Pues sí, así son las cosas para un emigrante, concentrado en no mirar el sentimiento de inferioridad con que le abofetean cuando sale de casa por las mañanas, cuando cruza un puente y nadie lo ve. Y eso por no hablar de los parientes que volvían al pueblo y ya no eran los que habían sido sino los franceses, los alemanes, los del Canadá, que engrandecían sus vidas y entusiasmaban a los niños con cifras enormes y hablaban con aplomo de aventureros que han visto ya las maravillas del mundo. Incluso cogían de distinta forma el cigarrillo, y no llevaban pantalones de tergal. Y se defendían de la posibilidad de que en el pueblo donde nacieron también se les tratase como algo distinto, ajeno, extranjero.
Ha sido muy audaz el Ayuntamiento de Villarquemado al programar estas jornadas sobre la emigración, al invitar a las familias que pasaron la odisea y al llevar allí también a inmigrantes de nuestro tiempo, a que hablaran desde el otro lado del espejo. Entre tanto sarao retórico y tanto sentimiento protocolario, Villarquemado nos brinda una lección práctica de memoria histórica, y Evaristo Torres otra perla de sinceridad.



Diario de Teruel, 21 de noviembre de 2008



El impuesto de los pobres
Por Evaristo Torres Olivas

Los días 10, 11 y 12 de este mes, mi pueblo, Villarquemado, rindió homenaje a los que dejaron su tierra en busca de un futuro mejor. Tras las huellas de la Operación Bisonte (1957-2008). Reflexiones sobre la migración en Aragón. Bajo ese título, se han celebrado en Teruel y Villarquemado, conferencias, proyecciones audiovisuales y una mesa redonda. Como emigrante e hijo de emigrantes, estas jornadas me han servido para rememorar la historia de mi pueblo, de mi familia y la mía.
Bajo diversas denominaciones - Operación Bisonte, Operación Alce, Operación Marta- a finales de los cincuenta, varios cientos de españoles, hombres y mujeres jóvenes, abandonaron su país para emigrar a Canadá. En la primera de ellas, La Operación Bisonte, en el mes de mayo del 1957, 14 parejas de la provincia de Teruel, de las cuales 6 eran de mi pueblo, Villarquemado, partieron a Montreal, en la provincia francófona de Québec. A mi padre lo rechazaron en el reconocimiento: se había roto un brazo siendo niño y tenía un leve defecto en el codo.
La España de la posguerra, el Régimen autárquico que mataba de hambre a los españoles pobres; la Dictadura, que como dijo en su conferencia el profesor Antonio Cazorla, de la Universidad Trent de Toronto, hizo pagar a los pobres un impuesto muy elevado: el de la emigración.
Mi padre, al ser rechazado par ir a Canadá emigró a Francia. Y unos años más tarde, en el 61, mi madre y yo nos reunimos con él. En París, en el distrito 19. En un mísero callejón de la rue de Flandre. Nuestra casa durante cinco años: una habitación de apenas 15 metros cuadrados. Para ir al baño había que salir a la calle y dirigirse a unos váteres colectivos. Mi padre trabajaba en la cadena de la Citroën y mi madre limpiando en una óptica, en una floristería y en tres casas particulares. Como en casa no teníamos duchas, mi madre me llevaba a las casas en las que trabajaba y me duchaba allí.
Mis amigos de París se llamaban Amid, Ali, Ouali, Paolo, Carmela, Eusebio y Antonio. No había ningún François ni ninguna Colette. Amid-al que mis padres llamaban el morico- era mi amigo inseparable. Juntos robábamos caramelos en la pastelería y juntos intentábamos acercarnos a las francesitas en el parque Buttes Chaumond, él con el seudónimo de Alain y yo de Jean Claude. Pero nuestras pintas nos delataban y éramos rechazados una y otra vez. En el colegio, para el resto de mis compañeros de clase, yo no era Evaristo sino un español de mierda. No conservo un mal recuerdo de los profesores, especialmente de Mademoiselle Moreauc y de Madame Michèle. Los fines de curso no los soportaba: se hacía una fiesta en la que se entregaban premios y a la que asistían los padres. Los míos nunca venían porque no podían perder un día de trabajo. Tampoco soportaba los pantalones de tergal y las camisas blancas con las que me vestía mi madre, cuando los franchutes se ponían vaqueros Levi Strauss y camisas de flores. Del París de mi infancia recuerdo los paseos de los domingos, las señoras de Pigalle recostadas en las esquinas y a las que mis padres llamaban “las del bolsico” y una patada que le di a un bolsa mugrienta que resultó estar llena de monedas con las que al día siguiente mi padre, mi madre y yo nos compramos un par de zapatos cada uno en la zapatería André. También recuerdo a la dueña de la floristería que limpiaba mi madre todos los jueves, una señora mayor que empinaba el codo y que me compraba pasteles y libros de Tintín y de Pif Poche. En julio, terminado el curso escolar, viajaba a Villarquemado desde París con el tío Eugenio o con Carmen la Zapatera. Los veranos en el pueblo suponían el reencuentro con los abuelos, los tíos y los primos. La trilla, el campo, los tirachinas y los pájaros en las barderas. Y la Primera Comunión, en pleno mes de agosto, aprovechando las vacaciones de mis padres. El único niño que comulgó, vestido con los odiosos pantalones de Tergal, la camisa blanca y una chaqueta de cuadros.
En el 67, emigramos a Canadá desde París. Allí residían mi tío Florencio y mi tía María, dos integrantes de la Operación Bisonte, mis tíos Antonio, Jesús y María y mis primos Vicente, José Antonio y Emilia. También estaban unos primos de mi padre, Juan y Ramona y sus hijos Javier y Juan Carlos. El cambio fue espectacular. Nuestra casa ya no era una habitación en un callejón mugriento sino un piso con cocina, salón, dos habitaciones y un baño. Y televisión. Todo era verde y había parques inmensos por todas partes. En el colegio me adapté rápidamente porque asistí a la misma clase que José Antonio y Emilia que ya llevaban un año en Montréal y cuidaron al primo que no tenía ni idea de inglés. Vivíamos en un bloque de apartamentos, rodeados de chalets de gente acomodada. Mi bloque era mayoritariamente de francófonos pero yo asistía a un colegio católico inglés. Al regresar a casa por las tardes, era agredido todos los días por unos energúmenos de un colegio protestante, que me odiaban por extranjero y por católico. En algunas ocasiones me invitaban algunos compañeros de colegio a sus casas. Yo no concebía que se pudieran tener casas así: jardín con piscina, sótano, garaje, alfombras de un palmo de grosor y dos o tres televisiones en color. Me invitaban a comer pizza, hamburguesas y pollo Kentucky. Yo nunca llevé a nadie a mi casa. Me daba vergüenza. Teníamos lo imprescindible: cuatro muebles, ninguna alfombra y una televisión Philco en blanco y negro del año de la polca. En mi casa no se comían ni pizzas ni hamburguesas sino judías, lentejas, garbanzos y pollo guisado; y los domingos, paella. Nunca salimos de Montréal y nunca tuvimos coche. España estaba siempre en el corazón y en las conversaciones. El regreso era inminente. Mis padres tardaron trece años en regresar. Otros nunca lo hicieron y unos cuantos nunca lo harán. En Canadá viven mis primos y muchos paisanos de Villarquemado. Allí está enterrado mi tío Florencio y mi abuela Rosina, una mujer que nunca había salido de Villarquemado y ya muy mayor, los hijos la llevaron a Montréal para que pasara sus últimos años con ellos.
Todas estas cosas recordé cuando en el cine de mi pueblo escuché, en representación de todos los emigrantes e hijos de emigrantes, a Anacleto Esteban, Ángel Fombuena, Daniel Mora, Emilia Paricio y Michel Martínez. Y me emocioné con las palabras de Juana Locic, una rumana que vive en Villarquemado y que dejó familia, casa y paisajes de su infancia para buscar una vida mejor en España.
Quiero terminar recordando a cada una de las 14 parejas que en mayo de 1957, abandonaron Teruel para irse a un país desconocido, al otro lado del mar. Y un recuerdo muy especial para los de mi pueblo: Valentina Sanz y Alfredo Coedo, Elvira Sánchez y Álvaro Iritia, Armonía Esteban y Tomás Montoro, Concepción Fombuena e Isaac Pérez, Úrsula Torres y Ramiro Sanz. Y mis tíos María Torres y Florencio Mora. Y para mi madre, Humildad Olivas, que murió dos días antes de que su pueblo le rindiera un homenaje junto a sus paisanos emigrantes. Todos ellos, con escasas excepciones, fueron obligados a pagar el impuesto de los pobres.


Diario de Teruel, 16 de noviembre de 2008

19.11.08

Florecillas de San Francisco


Uno de los mejores y menos conocidos libros de Álvaro Pombo, la paráfrasis de la Vida de San Francisco de Asís, lleva en el epílogo su cumplido agradecimiento al volumen 399 de la B.A.C., en el que se recogen sus escritos y las biografías y documentos de la época. Bajo la batuta del Hno. José Antonio Guerra, son muchos los hermanos franciscanos que se ocupan de la redacción, y entre ellos el Hno. Lázaro Iriarte, que se ocupa de las Florecillas de San Francisco y de las Consideraciones sobre las llagas.
La prosa franciscana es un reto estilístico. También Chesterton escribió páginas muy luminosas cuando se ocupó del santo (máxime si uno lo lee en la magnífica versión de Marià Manent), pero en estos dos casos que a mí me gustan tanto cualquier mínima huella del autor barroquiza el texto inevitablemente. Tal es su condición perfecta y despojada que cualquier forma de estilo está condenada a desnaturalizar su esencia, por rilkeano que sea el revestimiento.
Pero los hermanos franciscanos, que no son Chesterton ni Álvaro Pombo, que no están movidos por el nombre y apellidos de un artista, pueden acercarse con más esmero al ideal primigenio, que tampoco es tan escuálido como pueda parecer. Todo lo contrario. Lo que me asombra a cada paso es el uso constante de la retórica al servicio de la ausencia de retórica, y siempre con una búsqueda contenida de la emoción que se va desperdigando entre las enumeraciones y en las breves descripciones. Hay capítulos como el VIII (Cómo San Francisco enseñó al hermano León en qué consiste la alegría perfecta), el XIV (Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos, apareció Cristo en medio de ellos -muy divertido éste-) o, de lo que llevo leído, el XVIII (Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos en Santa María de los Ángeles) que son de una perfección estilística que si no es deslumbrante es precisamente porque debe no serlo, pero que casi por eso es aún más bella.
El tercero de los tres capítulos que mencionaba tiene un precioso párrafo de muchedumbre. En la literatura, igual que en el cine, es difícil sacar bien a mucha gente a la vez. Aquí el juego de enumeraciones es medido pero frondoso, y se combina con un crescendo que trasciende lo dicho y es exclusiva misión del ritmo y del sonido. La escena es que San Francisco reúne a un montón de gente y, cuando le preguntan qué van a comer, el santo les dice que no se preocupen, que Dios proveerá.

Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción.


El párrafo es espléndido. Es la prueba de que con un medido alargamiento de las cláusulas no hay ninguna necesidad de signos de admiración ni superfluos adjetivos. Los adjetivos aquí no son ni muchos ni muy aparatosos: feliz, extraño, indiscreto, supremo, bendito, singular, grande. Y pare usted de contar. Son incluso vulgares, y la mitad pertenecen a fórmulas de devoción que se van repitiendo cada pocas líneas como una carraca de las que usan los monjes para despertarse por las mañanas, recordando lo cerca que tienen la jubilación. Es decir, que las pompas visibles no son vehículo del enaltecimiento, pero sí las audibles.
El latín es una lengua con poco vocabulario, o, para ser más precisos, con mucha polisemia. Eso exige de la prosa el constante uso de la oratio numerosa, de la frase rítmica, si se quiere reproducir esas subidas y bajadas gregorianas que son como una melodía de ascensión a la divinidad. El fragmento que empieza en Pero el pastor supremo va elevándose en tres frases de nombres de cosas y al final echa flor en el fragmento que habla de lo contentos que estaban todos. Por lo demás, narrativamente, es impecable.
Voy buscando cosas de estas porque hay muchas veces que volver a Fray Luis de Granada y este tipo de literatura si uno quiere ver ejemplos de emoción no decorada, cómo con las cuatro reglas de la retórica y palabras sencillas como un hábito de estameña se pueden pisar territorios de apasionante narración y de altísima poesía. Amén.

Galdós, La batalla de los Arapiles



A Galdós se le nota que los ingleses le entusiasman. Hacia 1868, con 25 años, ya leía con fervor a Dickens y había traducido, a su modo, las Aventuras de Pickwick, y siete años después, cuando escribió La batalla de los Arapiles, aún no le había bajado la fiebre. Pero no me refiero tanto al amor por la novela inglesa sino por lo inglés, por la figura romántica de lord Gray en Cádiz (e, indirectamente, aquí también), o por ese gran personaje, Miss Fly, tan extraordinario que fastidia un poco el final, desde el momento en que se trata de una mujer mucho más interesante que la heroína casadera, la sosa Inés, cuyas páginas de piedad filial, amor fraterno y deseos cristianos nos aburren un poco. Teniendo en cuenta que Galdós no se salta un principio de proporcionalidad cuando reparte los papeles del final, sucede que muchas páginas nos impacientan, bien porque aún no ha llegado miss Fly, o porque ya se ha ido. La misma Amaranta, tan seductora siempre, transige con una especie de reconciliación senil con el moribundo Santorcaz, cuya tez amarilla ocupa demasiadas líneas, sobre todo cuando cae en brazos de la claudicación melodramática. Amaranta dice que se va al sur, y otra vez los secundarios nos hacen soñar más que los protagonistas, aunque se casen, aunque ella cuide de su anciano padre y a él lo hagan general. Pero Amaranta, que promete desaparecer mientras viva su ex amante Santorcaz, va rumbo a intrigas y adulterios, mientras que a Inés la imaginamos reuniendo el papeleo de su beatificación.
Miss Fly, sin embargo, le ha dado vida a la novela entera, desde cuando, tras ese primer episodio ascético y cervantino, el del pobre monje Juan de Dios, espléndido, Gabriel de Araceli se ve en la situación de entrar como un espía en Salamanca, tomar nota de los parapetos y las fortificaciones, rescatar a la dama raptada por su presunto padre y unas cuantas misiones imposibles más, y miss Fly, una dama sin remilgos, decide acompañarlo. Pensaba todo el rato en la Fanny de Baroja, la que acompaña a Roberto a internarse en el peligroso mundo del hampa. Las dos quieren ir allí para ver, para curiosear; las dos aman el arte, pero también las costumbres extrañas. La dos tienen espíritu de aventura, y se comportan con una feminidad inteligente y aguerrida donde, si no está todo lo que Galdós veía en la mujer perfecta, poco le falta, ciertamente, porque le salen bordadas. Quizá lo único que no me gusta es cómo la despide, dando a entender que se había enamorado de Gabriel. Una dama tan sugerente no puede caer en manos de un meapilas.
Ya me había pasado lo mismo con Gray en Cádiz, cuya sombra se asoma en Los Arapiles con un papelito curioso, tanto que si miss Fly se encapricha de Gabriel es por agradecimiento a que Gabriel se pulió a Lord Gray en aquel duelo tan injusto del que ya en su momento protestamos. Uno se imagina una novela con Fly y Gray en amoríos imposibles, veloces y arrebatados, llenos de olas gigantes y ojeras de color violeta. Pero a Gabriel sólo le falta regalarle a Inés para la boda un plan de pensiones. Es un héroe menor, por mucho que haya arrebatado el águila francesa en lo alto del Arapil, y lo es porque sus hazañas sólo sirven si su suegra escribe unas cuantas cartas de recomendación. Llega un momento en que pide el retiro porque si no, de mérito en mérito, lo van a hacer capitán general, algo que, dicho sea de paso, dice mucho de cómo veía Galdós el cursus honorum del militar español.
En realidad no hay nada reprochable. Gabriel era nosotros, el que escucha, aunque nosotros hubiéramos preferido a cualquiera de las otras dos mujeres. Sus audacias nunca son producto de una mente superior sino de unas circunstancias muy propicias. De pronto se sube a una torre desde donde se ve toda la fortificación. De pronto engaña a un soldado francés que es la vergüenza de la Enciclopedia. Incluso en su batalla final, tan majestuosamente narrada, el cuerpo entero del ejército, el miedo y la bravura enloquecida es lo que lo impulsa, no algo de veras decidido, como en esas escenas de Andrei Volkonski decidiendo jugarse la vida en primera línea. A Gabriel lo llevan.
Quizás el alma realista de Galdós prefería que el protagonista fuese un espíritu tan mediano, y adrede dejó que las grandes figuras narrativas se disolviesen en una función decorativa, como papeles de raso brillante con que forrar de pasiones la trama. Ocurre en más novelas (en Lo prohibido, sin ir más lejos), que destina a labores subalternas a las mujeres que debían comerse la novela entera. No obstante, la última mirada de miss Fly está descrita con el escrúpulo de quien quiere quedar bien con el personaje que ha usado. Gabriel no lo sé, pero Galdós babeaba con la inglesa. Nos lo hemos pasado muy bien con lo que vio Gabriel, y nos ha decepcionado un poco lo que hizo. El hecho de que el siguiente Episodio, El equipaje del rey José, ya no esté contado por él es algo que no nos produce demasiada melancolía, porque es más que probable que sigan apareciendo personajes como miss Fly.

12.11.08

Bodrio

Cuando Savater ganó el premio Planeta, defendió La hermandad de la buena suerte frente al adocenamiento literario y al vicio de creer que la propia vida tiene interés narrativo. Dijo, además, que en la novela actual “casi todo es relleno”, lo cual es cierto, y avisó de que la suya era “una novela de aventuras”. Si a eso añadimos que no me suelo perder sus artículos sobre carreras de caballos, que conocí al gran Cioran gracias a él o que me convence su lucha ciudadana contra los vascos feroces, pueden hacerse idea de la buena disposición con que pagué el libro y lo empecé a leer.
Y qué desastre, por favor, qué bodrio. Savater ha hecho lo que Cervantes llama “inflar un perro”, él, el profesor de ética que con tanto desprecio hablaba del relleno narrativo. Cuenta una historia sin ninguna gracia con el tópico planteamiento de Estrella de plata, del admirado Conan Doyle. Pero en la primera página de esa buena historia hay más ambiente, más tensión narrativa y más información novelesca que en las casi 300 del librillo este. Está escrito en un tono que fluctúa entre la -muy mala- imitación de Javier Marías (sobre todo de Tu rostro mañana) y ese deje tan pesado que tienen los que no viven lo que están contando, los que sólo se quieren lucir: todo embadurnado de pleonasmos, de ocurrencias gratuitas, de datos enciclopédicos, de sermones metidos con calzador, de ejercicios de estilo que no pegan ni con cola, de descripciones retóricas de acontecimientos inanes, de planteamientos que no van a ningún sitio y de ese tono insoportable de los que piensan que, a falta de imaginación, quizá tengan alguna gracia.
“Si supiera contaros una buena historia, os la contaría. Como no sé, voy a hablaros de las mejores historias que me han contado”, decía Savater en su espléndido libro La infancia recuperada, la prueba de cómo un buen libro puede influir en una generación literaria, y también de cómo ser inteligente no basta para saber cómo se escribe una novela, o cómo no hay nunca que escribirla. Savater ha escrito una cosa informe y defectuosa; la ha escrito como sin tomársela en serio, algo que me atrevería a asegurar que no haría si se tratase de un libro de filosofía o de un artículo para el periódico. Esa flagrante demostración de falta de oficio tan bien remunerada le cae un poco mal a un profesor de ética. Es como si le tirase la sisa. O como si le viniera grande.

7.11.08

Exordio


No abundan las buenas piezas oratorias, ni mucho menos las piezas históricas. Pero en ocasiones eso no sólo es una posibilidad sin una exigencia. Entre las facetas de la legendaria ingenuidad americana que más me gustan, en sitio principal está su confianza en la oratoria. El sistema religioso norteamericano no suele estar basado en las plúmbeas homilías que se acostumbran a este lado del océano. Allí los discursos de los pastores conservan las viejas técnicas del enardecimiento. Lo que para nosotros es un pesado salmo responsorial del que sólo se entienden los bisbiseos, para ellos significa un método catártico de reafirmación. Los europeos (salvo las comunidades evangélicas) tenemos un sentido introspectivo del discurso. Es inconcebible ver a una masa de fieles repitiendo enfervorizados las consignas de Rouco Varela, y mira que lo intentan, pero hay un resquemor elitista, un sentido del ridículo clasista que les impide apurar el valor emotivo de la palabra. Y el resultado es tan sólo que los discursos suelen ser un rollo.
Me he entretenido en indagar un poco en la carpintería retórica del discurso que Barack Obama pronunció el 4 de noviembre en Chicago. El mundo entero (es un decir) esperaba una gran pieza. Que un licenciado en Harvard echase un mal discurso el día en que lo eligen presidente habría sido un descrédito no para Obama sino para la nación entera. Es decir, parte con la garantía de ser un modelo de retórica contemporánea, a medio camino entre el mitin y el sermón, con un toque gospel en la última parte que a lomos del yes we can dispara los últimos fuegos artificiales.
El discurso estuvo claramente dividido en siete partes más un epifonema, todas ellas debidamente atadas por una breve transición, salvo las dos primeras. La primera me ha llevado a usarla como ejemplo de exordio epidíctico, casi un epinicio, y he tomado unas notas que transcribo aquí. No creo que me queden ganas de continuar con las otras seis partes, aunque la verdad es que no tienen desperdicio. El esquema es siempre el mismo: grupos de tres anáforas con cláusulas en gradación, pero muy variadas y sujetas a distintas estructuras, aunque predominan los cuerpos tripartitos, separados entre sí por lemas.
El exordio dice así:

Si todavía queda alguien por ahí que aún duda de que Estados Unidos es un lugar donde todo es posible, quien todavía se pregunta si el sueño de nuestros fundadores sigue vivo en nuestros tiempos, quien todavía cuestiona la fuerza de nuestra democracia, esta noche es su respuesta.
Es la respuesta dada por las colas que se extendieron alrededor de escuelas e iglesias en un número cómo esta nación jamás ha visto, por las personas que esperaron tres horas y cuatro horas, muchas de ellas por primera vez en sus vidas, porque creían que esta vez tenía que ser distinta, y que sus voces podrían suponer esa diferencia.
Es la respuesta pronunciada por los jóvenes y los ancianos, ricos y pobres, demócratas y republicanos, negros, blancos, hispanos, indígenas, homosexuales, heterosexuales, discapacitados o no discapacitados. Estadounidenses que transmitieron al mundo el mensaje de que nunca hemos sido simplemente una colección de individuos ni una colección de estados rojos y estados azules.
Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América.
Es la respuesta que condujo a aquellos que durante tanto tiempo han sido aconsejados a ser escépticos y temerosos y dudosos sobre lo que podemos lograr, a poner manos al arco de la Historia y torcerlo una vez más hacia la esperanza en un día mejor.
Ha tardado tiempo en llegar, pero esta noche, debido a lo que hicimos en esta fecha, en estas elecciones, en este momento decisivo, el cambio ha venido a Estados Unidos.


Es un llamamiento al sueño americano, el de sus fundadores, y a la fuerza de su democracia. Empieza con un típico tres más uno, es decir, tres preguntas retóricas anafóricas que se resuelven en una contundente afirmación de cierre:
-Si todavía queda alguien por ahí que aún duda de que Estados unidos es un lugar donde todo es posible,
-quien todavía se pregunta si el sueño de nuestros fundadores sigue vivo en nuestros tiempos,
-quien todavía cuestiona la fuerza de nuestra democracia
-esta noche es su respuesta.
En realidad es una acumulación de tres mensajes articulados con musculatura retórica. Son tres lemas, el resumen de la mentalidad americana. Pero la anáfora se construye a través de la palabra todavía, apoyada en el queda alguien por ahí. Ese por ahí es fundamental. Aporta cercanía con su auditorio, reta simbólicamente a quien pueda no estar de acuerdo, con lo que reafirma su posición de fuerza. Los lemas son los previsibles en cualquier político, pero ese por ahí está dicho por el héroe que se sube a una silla en las películas, con esa franqueza con que todavía hablan muchos norteamericanos antes de subirse los pantalones muy seguros de sí mismos. Por ahí entra el imaginario americano. Aparte de esas concesiones necesarias al auditorio, la variación léxica es impecable: duda, se pregunta, cuestiona. Es España estamos acostumbrados a que las anáforas se alarguen interminablemente y lleven una conclusión mínima al cabo de cada periodo que luego no se resuelve en un final suficientemente fuerte. Repiten al pie de la letra una frase y luego nombran una palabra. Pero las anáforas continuadas deben guardar equilibrio, son como versos partidos por la mitad, el segundo de los cuales está lleno de contenido y el primero de intención, de cercanía.
Estas anáforas deben ser, además, de índole creciente. Es el final, la conclusión, lo sustantivo de lo que se dice, no una reafirmación de lo ya dicho. Pasa como en la presentación de los púgiles, que el nombre se dice al final. Es la mejor manera de que la gente aplauda sin necesidad de que se lo mande el jefe de la claque. Tonight is your answer, dice el remate, y en sí mismo es un slogan que contrasta con los otros tres sloganes anteriores en que aquellos eran concretos (all things are posible, the dream of founders is alive, the power of our democracy), y este es una sencilla metáfora de programa de televisión nocturno, que implica al oyente y lo traslada a esa gloriosa celebración del presente como momento histórico (el presente como pasado del futuro, que ya tiene huevos) en que se iba a convertir el discurso.
Pero la anáfora continúa. Es ahora la palabra answer, la que concluía la primera serie, la que da cuerpo a la segunda, que se desarrolla en tres períodos más amplios; es decir, cada uno de la misma extensión que el primer párrafo, donde las tres estaban juntas para dar mayor intensidad.
El primero de estos tres períodos contiene, por primera vez, uno de los rasgos que más me han gustado del discurso. Son hermosos versículos que perfuman el discurso con un aire Whitman muy propio para la ocasión. Me detengo un poco en el primero:

It’s the answer told by lines that stretched around schools and churches in numbers this nation has never seenEs la respuesta dada por las colas que se extendieron alrededor de escuelas e iglesias en un número como esta nación jamás ha visto.

Llama la atención la oratio numerosa, el ritmo final de cada periodo:

Schóols and chúrches in númbers this nátion has never séen.
El ritmo es una especie de dáctilo que en Whitman (o en Ginsberg, o en Kerouac, o en MacCarthy, o en Agee) suena muy a menudo y que es algo así como el sello de la prosa épica norteamericana. Los últimos dos acentos están convenientemente distanciados para marcar el final del período. El inglés se siente más cómodo que el castellano en estos ritmos muy marcados. A lo mejor lo que pasa es que aquí no lo saben usar.
Pero este verso es también el primer buen ejemplo del método metonímico que emplea en todo el discurso para humanizar las ideas, concretarlas en personas o en objetos que identifican a las personas, y que se despliega de manera particularmente intensa en el párrafo que dedica luego a repasar la historia del país, a través de un ser humano (la anciana de 106 años que votó) y nombrando sólo iconos, autobuses, mangueras, puentes, metonimias fotografiadas, cultura colectiva. La palabra colas es aquí muy importante. Está dando un dato hiperbólico que además es cierto, y por eso puede utilizar la hermosa hipérbole narrativa this nation has never seen. Lo nunca visto. Y la palabra nation por delante, claro. Y ese eco del the trouble I’ve seen, sonando a veces como un fondo de blues. Después la hipérbole se agranda en pleonasmos (las personas que esperaron tres horas y cuatro horas), lo que provoca un hermoso remate aliterado en líricas íes, algo que el castellano conserva incluso más exagerado.
La cláusula segunda de la anáfora es una larga enumeratio estructurada en tres parejas con cópula y cuatro sin ella. De ese modo se divide en dos partes para que no resulte ni remotamente tediosa; mientras que la primera es plana y exacta (los jóvenes y los ancianos, ricos y pobres, demócratas y republicanos), la segunda, al retirar las cópulas, disipa sus contrarios: ya no es black and white, latino and asian, sino una sola enumeración que se amalgama en un solo concepto. Por cierto, que la enumeración se termina con una lítotes doble (o sea, un eufemismo al cuadrado) que da idea de los rizos a que puede llegar la cultura de la corrección política: discapacitados y no discapacitados. Esta enumeración, en fin, coge carrerilla para la larga declaración sin pausas de la segunda parte de la cláusula, que termina con un contundente rataplán: Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América.
La tercera cláusula es más breve pero también se divide en dos: un llamamiento a aquellos que durante tanto tiempo han sido acosejados para ser escépticos y temerosos y dudosos sobre lo que podemos lograr, valga la perífrasis respetuosa, que se resuelve en una metáfora digna del mismísimo Ulises: poner manos al arco de la Historia. La frase empuja la anticadencia de su primera parte con un polisíndeton y deja caer la metáfora como otro de esos versos whitmanianos que lo llenan todo de alegría sin segundas.
El exordio termina como empezó, con una triple anáfora muy apretada que vuelve a poner el dedo encima de la condición histórica y termina con la actualización, por fin, del principal mensaje de la campaña. La frase sube con esta noche, esta fecha, estas elecciones, y por primera vez amplía las secuencias tripartitas con un elemento más, este momento decisivo, de modo que la frase culminante, change has come to America, no deja ninguna posibilidad a una transición hilada. Debe caer como un mazo encima de la mesa de los jueces del mundo, algo que, por cierto, no tardó muchas líneas en decir.

5.11.08

Moral

La demagogia no es una ciencia exacta. Nos pasa con ella como con el cerebro, que seguimos sin saber cómo funciona. En los años 70, en Boston, en la universidad científica por excelencia, el MIT, unos cuantos superdotados creaban zarzas ardientes a base de silicio enriquecido. Krugman sembraba méritos para el Nobel que finalmente ha conseguido; Chomsky se empeñaba en buscarle fundamentos rígidos a la estructura del lenguaje (sólo le hicieron caso en Zaragoza, incluso después de que él dejara de hacerse caso a sí mismo); pero también pululaba por allí una cuadrilla de neosofistas sin entrañas, jaleados por psicópatas tipo Rumsfeld y convencidos de que la gente se chupa el dedo, es decir, que se la puede convencer de lo que sea.
Tampoco es cuestión de repetir aquí el decálogo de Goebbels que pareció a estos vándalos la quintaesencia de la sociología, pero sí de decir que aquellos científicos consideraron la moral una cuestión tan empírica como el funcionamiento de los ordenadores, y que debía basarse en la parte más feroz del ser humano. Por un lado intoxicaban las escuelas con la memez del creacionismo, pero ellos practicaban un darwinismo salvaje que sólo cree en la ley del más fuerte. Inventaban demonios y se saltaban leyes al amparo del incorregible olvido de las masas, a las que convencían de que la riqueza consiste en que los ricos lo sean todavía más o de que los impuestos, como dijo McCain hace tres días, consisten en “quitar dinero a unos para dárselo a otros”.
Esta moral de roedor hizo las delicias de los jerarcas liberales y de los ejecutivos religiosos, por lo menos de los españoles. Podemos asustarlos, parecían decir, conducirlos como a ovejas con promesas falsas, excitarlos con egoísmos primitivos, convencerlos de que la vida es una jungla y Adán llevaba un cuchillo bajo la hoja de parra. Pero les faltó un detalle: la emoción, lo incontrolable, el hecho fascinante de que la moral no es una ciencia empírica sino metafísica, que no se ocupa de lo que el ser humano es sino de lo que debería ser. Toda esa gente sin escrúpulos que identificamos con la cara de Bush o de Aznar se equivocó en algo fundamental, en eso que otro negro, Peter Tosh, cantaba cuando Obama era todavía un arrapiezo: “podéis engañar a cierta gente de vez en cuando, pero no siempre a todo el mundo”. En eso seguimos confiando.

Diario de Teruel, 6 de noviembre de 2008
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