27.3.09

Ferrocarril

En las páginas de la Historia del ferrocarril turolense de Eloy Fernández Clemente voy metiendo los recortes de periódico que cabría añadir al capítulo de planes que quedaron en agua de borrajas. O que podrían quedar. Uno del todo espectacular es el que titulaba, hace un par de días, “Aragón y Valencia tiran del ferrocarril”, a propósito de conectar Valencia y Zaragoza con un tren de altos vuelos.
Lo guardaremos. Siempre es material interesante. Hace poco, rebuscando en periódicos viejos, me encontré con varios titulares que se parecen pero tiran en sentido contrario. En 1885, por ejemplo, el año en que apareció El Ferrocarril, un periódico entusiasta de las vías férreas, la discusión en la ciudad no era otra que la aprobación por el Parlamento de la línea Teruel-Calatayud. Las fuerzas vivas de la ciudad, con Mariano Muñoz Nogués a la cabeza, abogaban por esta línea, y un solo diputado en Cortes por la provincia, Rodríguez del Rey, pensaba que era más sensato conectar antes con Sagunto que con Calatayud.
Basta repasar las páginas que en defensa de Sagunto publicó el periódico El Aragonés y las que dedicó El Ferrocarril a defender Calatayud para dar idea del clima de malos modos en que se desarrollaron los acontecimientos. Las actuales polémicas son poca cosa comparadas con las crueles pullas que se arrojaban, convencidos todos de que aquella vez iba en serio, de que Teruel iba a tener un tren en condiciones.
Perdió Rodríguez del Rey. El ministro Pidal se encogió de hombros y pasó al punto siguiente cuando Rodríguez pronunció un largo discurso en el que justificaba que para una ciudad como Teruel era mejor tener salida al Mediterráneo que traerlo todo de Zaragoza. En Teruel aquello fue una gran victoria para sus enemigos, que no se recataron en refregárselo en público por aquellos grandes bigotes que se llevaban entonces. En realidad, lo que creían haber conseguido era un tren que los llevase a ellos a Madrid, no que llevase a Teruel hacia ninguna parte. Lo cierto es que no consiguieron nada.
Parece ser que ahora esa parte del conflicto ya la tenemos resuelta. Leo la importancia que ha de tener para Platea y lo comparo con los argumentos de puerto seco que esgrimía el defenestrado Rodríguez del Rey. Suenan bien, son la misma música.

Diario de Teruel, 26 de marzo de 2009

8.3.09

Final feliz

“Lo que cuenta son los hechos”, dice la promoción de Gran Torino. Lo que cuenta es el final, debería decir. Sobre todo si es de Eastwood, debería añadir. Quiero decir que Gran Torino es una película de coreografía plana, políticamente correctísima, que se salva de ser un ejemplo más del virus del corta y pega que devora el cine porque está muy bien contada y porque tiene el mejor final posible. Y, sobre todo, porque Clint Eastwood daría juego hasta presentando una teletienda.
Salvo él, no hay mucho conflicto que valga la pena en la película. Quiero decir que hay buenos personajes que apenas cambian de postura (la chica desenvuelta y el chico tímido) y caricaturas tópicas que desengrasan el drama, o lo pintan de trazo grueso. Es como una estructura férrea en la que el protagonista se queda con los conflictos y las evoluciones, los secundarios con su atractiva personalidad y su escaso desarrollo, y los coreutas con la carpintería tópica, aparte de un curilla cuya evolución es más bien un reflejo de las reacciones del espectador. Esto último siempre funciona bien, y yo no sé si cabe catalogarlo de truco o de recurso, igual que las constantes referencias populares, de cualquier espectador bien conocidas. Parecía un documental sobre el cine de los 90: la luz, el personaje de Jack Nicholson en un par de películas de entonces, los exotismos floreados, el fósforo/mechero de la última escena, que bien me podría salir en Warlock, la novela que estoy leyendo ahora, por no hablar de las varias escenas que nos llevan a Sin perdón y un aire que no tiene la profundidad constante de Mystic River. Hasta el coche me suena, no sé de qué. Y no me refiero a Starsky y Hutch.
Quiero decir que la película me pareció un producto más de metacine, de cine hecho con cine, de película que funciona por las referencias que la adornan, por los recursos del oficio. El final, espléndido, le venía bien hasta como gesto de ironía sardónica por parte de Eastwood, y a mí como un ejemplo más de cómo se acaba una historia, con la fórmula más antigua de todas: creando falsas expectativas, temiendo la lógica de lo verosímil. Hay una sensación muy curiosa que cuando se consigue vale por toda la historia. Se trata de que el espectador siga la lógica del relato pero le decepcione que al final vaya a ser tal y como él se ha imaginado. La sorpresa nos agrada con ese punto de admiración instintiva que sentimos hacia quien demuestra más pericia que nosotros.
Pero no es solo lo que suelo llamar barrer a los centrales, llevar a un lado las expectativas para marcar un gol por sorpresa. No es que no sepas por dónde te va a salir, sino que sepas que no debe salir por el único lado que a ti se te ocurre. Cuando así es, y sientes vencida tu pobre fantasía, la sensación, paradójicamente, es de plenitud, del genuino disfrute de una obra de ficción.
En ese sentido, Gran Torino es una pieza de manual. En conjunto, la obra de un tipo que ya no comete errores, ni al elegir los guiones ni al contarlos con esa parsimoniosa fluidez que tan bien domina. Digo que es políticamente correcta. Y tanto. Nunca sabremos si el sentido autocrítico norteamericano es sólo una forma de expiar sus culpas de la forma más rentable. En eso los americanos son muy buenos. En el mercado de la Educación para la Ciudadanía estas películas se venden como churros.

7.3.09

Virginia o el interior del mundo

Las dos últimas novelas de Álvaro Pombo, Matilda Turpin y Virginia (con sus respectivos subtítulos), las he terminado porque a Pombo le debo demasiados ratos buenos como para dejar abandonada su lectura, pero hay algo, sobre todo en la última, recién aparecida, que me hace transigir con ella como se transige con una misa de cuyo monótono contenido nos cuesta no prescindir o con una película que ya hemos decidido que no nos gusta, a pesar de que la fotografía y el montaje sigan siendo excelentes.
Tiene toda la pinta de que el Planeta llevaba mucha letra pequeña. Con Umbral pasó algo parecido. Firmó un contrato que sólo podía firmarlo Umbral, creo que de tres libros al año, y el resultado fue bastante pobre. En el caso de Pombo, la lectura invita a pensar (en vez de en lo que se está leyendo) en que Pombo la ha escrito de buenas a primeras, al buen tuntún, con un hilo muy fino que Pombo recarga de reflexiones más brillantes que profundas, de recursos repetidos en el plazo de pocas páginas, de personajes demasiado conocidos. Virginia tiene cosas de María (El metro de platino iridiado) y de Violeta (Donde las mujeres), pero no de la Virginia de El metro, un personaje divertidísimo que aquí, si acaso, encarna, con un perfil muy bajo, la espiritista Leonora. Gabriel es el Vélez de El metro, o su versión más o menos sofisticada en algunas otras novelas. En general, Gabriel es el Palante virgiliano, el buen amigo, invariablemente refinado y de contenida homosexualidad, como aquel don Rodolfo de Aparición del eterno femenino. Luis, el médico, es el Martín soso y como halitósico de El Metro, el hombre obsesivo que tampoco entiende a las mujeres. Quizá el personaje más gratificante (por menos manido) sea el de la abuela, una versión de la abuela de Ceporro en Aparición, mucho más seca, ciertamente.
No cito aquellas otras novelas en las que la trama surge de la confrontación de dos personajes masculinos (Los delitos insignificantes, El cielo raso, Contranatura), porque esta pertenece a la estirpe de familia con chófer (no hay chóferes aquí, sin embargo), de alta burguesía santanderina, de invernaderos al atardecer, en torno a la mesa camilla. Digamos que es hija de la estética de Donde las mujeres, pero con personajes sucedáneos de El metro de platino iridiado. Y eso, si además se hace sin tensión narrativa (demasiado flojo el hilo algunas veces) y con un concepto muy discutible de la novela en tiempo pasado, pues da la sensación de que ha sido escrita sin ganas. A veces parece incluso vislumbrarse la sutura de una jornada de trabajo, como si la novela se hubiera escrito sola de ocho a tres, y unos días Pombo estuviera más espeso que otros, pero no tirara nada. Y una cosa es que las novelas crezcan por sí mismas, que es lo que más he admirado de Pombo siempre, y otra que tarden mucho tiempo en no ir a ninguna parte.
Técnicamente, desde luego, va sobrado, quizá un poco demasiado, diría yo, como si confiara en que la frase de Catón hay que leerla del revés, y no dominar el asunto para que las palabras fluyan sino confiar en que el dominio de la palabra será suficiente para que fluyan las cosas. Y no siempre es así, a no ser que Pombo haya querido añadir una pátina de rancedumbre, que tampoco le venía mal a la historia.
Pero luego está la idea que Pombo tiene de las novelas que se ambientan en el pasado. Evito llamarlas novelas históricas, porque ese es un género emputecido cuya sóla mención desacredita a sus practicantes. Ahora se lleva la historia novelada, que no es lo mismo. Me refiero al noble género de las novelas ambientadas en una época lejana, pero que no se basan en copiar datos de la época ni reproducir el temario de historia en los diálogos, sino que transportan a un tiempo del pasado para contar una historia nunca antes contada, recién imaginada.
Pombo tiene de este tipo de novelas un ejemplo y medio. Al margen de Donde las mujeres, que también, como esta, tenía vocación de novela Austen, Pombo ensayó el género en La cuadratura del círculo, donde yo creo que le salió mal. Junto a las páginas brillantísimas dedicadas a la corte de Plantagenet, había un rollo unamuniano, un diálogo liso y laso que se apoderaba del grueso de la obra, y donde uno se imaginaba más a Pombo hablando en su camarote que a la época en la que el lector se supone que tiene que vivir. (El otro medio ejemplo es la espléndida Vida de San Francisco de Asís, y digo medio porque esta -que el mismo Pombo llama paráfrasis- sí está contada con la historia como cañamazo).
Con Virginia o el interior del mundo me pasa un poco lo mismo. No está muy claro de qué depende que pueda respirarse una época en un libro. No siempre se trata de incluir noticias del momento, o consultar mapas antiguos. El ambiente ni siquiera es vestir adecuadamente a los personajes (algo que Pombo hace sin que se note, es decir, nunca sabes cómo van vestidos, aunque te lo haya dicho, y eso sucede porque luego no se comportan con arreglo a sus vestiduras), ni tampoco, si me apuran, impostar una voz, un tono de la época, esos giros arcaizantes que si no se hacen muy bien resultan ridículos. Aquí no hay ese riesgo porque Pombo habla desde ahora, lo ve desde ahora, lo construye y lo imagina desde ahora, y no siempre con la misma brillantez. Hay días, momentos de fulgor pombiano, y otros de no pasar nada, de páginas que están como a la expectativa. El recurso a las formulaciones pleonásticas so capa de filosofía sólo se resuelve en algo que Pombo ha dominado maravillosamente otras veces pero que aquí resulta un poco cansino. Todo se podría resumir, una sensación que en otras novelas igual de morosas de Pombo yo no había tenido (en Matilde Turpin sí), y que me desconecta de la lectura para contemplar las palabras como si estuvieran expuestas en una vitrina, no en un mundo que quiero vivir.
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