29.4.09

Intimidad

El nuevo disco de Bob Dylan, Together through life, que salió hace un par de días, pocos meses después del excelente Tell tale signs (el octavo volumen de sus series pirata), es música para cuando las sillas están ya encima de los veladores, cuando el camarero pasa la escoba mientras un pianista con el sombrero echado para atrás y un cigarro en los labios se entretiene acariciando viejas canciones. Es música de cuando a lo lejos suena una radio y ya se han ido los turistas, de cuando los músicos pasan el rato alcanzándose y dejándose llevar, respirando a fuego lento el humo que dejaron los espectadores entusiastas antes de volver a sus rutinas. Parece pensado para quienes necesitan dejarlo todo, o para quienes hace muchos años lo dejaron todo, y siguen tranquilamente por la carretera, y nunca miran atrás.

            Soy, ocioso es decirlo, dylanita convencido, pero esta última parte de su carrera, entre fabulosos discos de estudio e impresionantes recopilaciones de piezas raras, me parece de un vigor hasta insultante, considerando los flojos caminos retroactivos de la música pop actual. Pero Dylan no refríe. Lo suyo, como en los poetas místicos, es buscar el trazo suficiente, el aullido estremecedor, los ecos amalgamados de un sentimiento que sabe decorar con música como ninguno. ¿Y cuál es ese sentimiento? Es una ráfaga de emoción, una penumbra cargada de ironía, un lamento que ayuda a seguir. Su despojamiento va paralelo a su perfección. Casi se huelen las humedades del traspatio, la grasa y la gasolina, casi se ve a la camarera cansada que se apoya en la barra y contempla cómo los músicos están entretenidos en una intimidad sin servilismos, tal y como les gusta vivir.

            El disco, por lo demás, es como un lote de juegos reunidos: un disco, un póster tamaño vinilo, una entrevista perdida, una sesión de radio (los otros dos discos de su programa de radio son estupendos) y una pegatina. No es que Dylan ya se venda como un souvenir, sino que hace lo único razonable para los tiempos que corren: conseguir que un disco, además de una grabación, sea un objeto para decorar el tipo de intimidad que nos ofrece. Y lo mejor de todo es que no hay en ello nada de añorante ni revisionario. Es música reciente. Es pescado fresco para los próximos cincuenta años.     

23.4.09

Siete casas en Francia


           No deja de ser paradójico que lo más refrescante de esta última novela de Atxaga sea su apuesta por las reglas clásicas del género: una novela sin subterfugios ni desproporciones, pensada con el afán dramático de que todo encaje, alejada de la inmediatez contemporánea y del timo de los datos históricos, y por supuesto de la propia vida del autor; una novela escurrida, como dicen los taurinos, de poco más de doscientas páginas, en la que los setos están podados y los tiestos en su sitio, sin ese desparrame umbilical que ha echado a perder buena parte de nuestra novelística en los últimos años, y también sin esa confusión entre lo real y lo verosímil, entre lo periodístico y lo literario, entre lo histórico y lo poético que permite crear moldes de barro. Ésta de Atxaga es una novela desnuda en el sentido de que no es más que un relato, una historia, una cosa que pasó en el Congo Belga en 1903, que no disimula su condición mitográfica ni escamotea la dimensión simbólica de los personajes y los acontecimientos, y todo lo hace a las claras, con prosa límpida, sin tapujos ni cartonajes, sometida a la más sencilla formulación de lo que de veras es una novela.           

Sólo por esa extravagante condición de novela normal y corriente ya merece un efusivo saludo. Porque las novelas normales y corrientes hay que saber escribirlas, es necesario afrontar todas sus dificultades y no salirse por la tangente moderna en los momentos más difíciles. De una novela de estas características no sólo esperamos que nos haga pasar un buen rato, sino, sobre todo, ver cómo nos entretiene: cómo están planteados los personajes, cómo trenza la trama y como la resuelve, cómo los hace hablar y pensar, en qué medida los deja libres, hasta qué punto nos emociona en esos momentos en que con la sola técnica no basta para mantenerla en pie. En esta forma tan pura del género que es la novela de aventuras en la selva, de lo que se disfruta es de la fruición de los hechos y la belleza de la composición, no de las pajas mentales. 

En España esto lo hace maravillosamente Eduardo Mendoza. El asombroso viaje de Pomponio Flato, y no sólo por ser la más reciente, es un perfecto ejemplo de subgénero concreto que respeta las reglas de la composición, no juega a superarlas, y dentro de ellas, perfeccionando cada una de sus partes, deja escrita su propia voz. Me gusta porque las únicas dos vertientes que me interesan de la novela es la del entretenimiento yuxtapuesto en muy variados acontecimientos, despreocupada por completo del final (la escritura desatada de Cervantes), y esa otra que nació del teatro, de la tragedia y la comedia, donde las medidas y la precisa carpintería son virtudes inexcusables, y el principio no es un arranque sino la primera aproximación hacia el final, apretando poco a poco las tuercas de Henry James con pulidos argumentos para la escena.            

La principal diferencia entre estas dos clases de novelas es que en las primeras la narración se nutre de sí misma y en las segundas de unos planos meticulosamente proyectados de antemano. Las novelas cervantinas no saben de qué coño van a hablar esta mañana, y cuando ven venir el final, más que planearlo, se preparan para recibirlo. En las novelas shakespearianas, en cambio, el final es la razón del principio, y el escritor, más que fabular, rellena una fábula previa.    

Hablando en estos términos tan poco exactos, podríamos decir que Siete casas en Francia tiene un cálido planteamiento cervantino pero está cerrada de un modo shakesperiano que le queda un poco frío. En los dos primeros tercios de la novela, no dejan de pasar cosas y flota en el aire la bendita sensación de que ni el narrador sabe lo que va a pasar. La prosa de Atxaga corre como el agua, y brilla en ocasiones muy especialmente, como en algunos de los hermosos fragmentos de poema que uno de los personajes va escribiendo. Esos fragmentos son también una poética de la propia novela, un modo de narrar que nos acompaña dulcemente y nos divierte hasta que el avión empieza a perder altura y casi instintivamente nos volvemos a abrochar el cinturón. Es entonces cuando, a mi modo de ver, Atxaga abusa demasiado de las normas teatrales del final: que todo encaje, que se produzcan carambolas sorprendentes, que se resuelvan los conflictos ordenadamente, que el ataque largamente preparado sea una pieza de orfebrería. Incluso su apuesta por dar velocidad a la prosa resulta molesta. De pronto los acontecimientos se nos amontonan como si hubiera que ir recogiendo a mitad de la lectura. No estoy diciendo que sea un final precipitado sino que el autor le ha dado demasiada importancia. Y así, atando todos los cabos, la salsa se ha quedado fría. La necesidad de acabar hace que incluso algunas cosas importantes nos vengan resumidas con el artificio de ser lo que un personaje dejó anotado en un papel. Era lo más importante: era el estallido del amor, era la rebelión del odio, era el miedo y era la muerte, y en todo ello Atxaga ha estado más pendiente de la proporciones de los ingredientes que del sabor de la salsa. Uno echa de menos el discurrir del río Congo entre los gritos de los monos. De esta y de todas las demás novelas quedan algunas, pocas imágenes. De esta novela me temo que casi todas pertenecerán al estupendo arranque, y muy pocas al laborioso final.

20.4.09

Turia o Guadalaviar


Da gusto con estos contertulios. Rafael Esteban no sólo me avisa de que Guadalaviar era el nombre que recibió en tiempos el Turia incluso a su paso por Valencia, sino que lo corrobora enviándome este mapa. Lo curioso del asunto es que, como señala S., ya Covarrubias se hace eco del nombre de Guadalaviar para todo el cauce, aunque también dice que "su nombre antiguo" es el de Turia. Así aparece, por ejemplo, en un fragmento de las Historias de Salustio.
Así que sólo me falta saber cuándo se derogó, por así decir, el nombre árabe para rehabilitar el romano; desde luego no antes de 1704, fecha del levantamiento del mapa. Por lo demás, la Confederación Hidrográfica del Júcar también considera el Alfambra un afluente del Guadalaviar, que, en un lugar sin determinar ("a su paso por Teruel"), cambia el nombre de buenas a primeras. Buscar el origen en la confluencia me sigue pareciendo igual de legítimo. Hablamos de palabras, claro. Al río, como dijo Heráclito, le importa un comino.


18.4.09

El río Turia nace aquí



















El río Turia nace aquí, en el momento en que se unen las aguas rojas del río Alfambra y las aguas verdes del río Guadalaviar, antes incluso de que se mezclen. Antes el arbolado cubría todas las orillas de la y griega que forma la confluencia. Ahora, acaso como testimonio arqueológico, han dejado esta feraz pelambrera, pero las márgenes que ya son Turia están, como se ve, perfectamente depiladas. Los círculos señalan los restos mortales de unos biorrollos que iban a durar toda la vida. Las fotos son de Juan Carlos Navarro.







Cuelgo aquí también la columna Matarrasa, que apareció el jueves pasado en el DDT.

Quienes planearon y ejecutaron la limpieza del río Turia a su paso por Teruel seguramente pensaban en que muy cerca de allí funcionan varios centros de enseñanza cuyos alumnos deben ser ilustrados sobre las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Me imagino a un profesor de arte explicando, junto a una réplica del puente de hierro, la simbología de los tubos de plástico, la metáfora de la sonda y las irrigaciones, como si, más que rehabilitar un puente, lo hubieran dejado en un eterno postoperatorio, enfermo y canijo, a cuestas para siempre con las lavativas.
Pero, un poco más allá, un profesor de biología puede explicar cómo es el efecto del agua sobre las riberas de los ríos; de qué manera, si se cortan a tajo, el agua va lamiéndolas hasta dejar al aire las raíces de los árboles. Justo enfrente, en el recodo de una curva, un profesor de física puede dar lecciones sobre cómo un hilo de agua tibia puede arramblar con un pedrusco: en la escollera que han amontonado de cualquier manera bajo barandillas de madera verdosa, es perfectamente visible cómo algunos piedros han perdido su lugar y desaparecido aguas abajo, como si se hubiesen esfumado.
En la clase de filosofía no estaría mal pasarse por un edificio que se pudre entre montones de basura. Este vulgar cascarón de ladrillos del ocho, según la época del año, alberga personas, perros o basura, si bien los cambiantes seres vivos desaparecen sin dejar rastro y la mierda reafirma su permanencia. En realidad no desentona con el carácter existencial de algunas veredas que no conducen a ninguna parte, o que se terminan por las buenas en una valla metálica. Gracias a que buena parte de la ribera la talaron a matarrasa (y el resto quedó vivo porque los vecinos empezaron a escandalizarse), el aspecto, en la margen izquierda, de las paredes calizas desmigajadas, los hierbajos secos, los tallos tronzados y los tocones negros, y, en la derecha, de los magros huertos bajo un talud de zahorra, o de la carretera que cruza la vega como una cuchillada, podría proporcionar a los alumnos elementos éticos y estéticos para que reflexionasen sobre conceptos varios de filosofía natural. De hecho, las edificaciones más importantes que se ven en todo el trayecto son los talleres de El Corte Inglés.






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