26.10.09

Historia de la zanfona 1

La rueda

Casi todos los instrumentos de cuerda que suenan por frotación, los cardófonos frotados, utilizan un arco independiente del instrumento que se puede reparar, tensar, raspar, limpiar o sustituir. La zanfona frota sus cuerdas con una rueda incrustada en la caja de resonancia y atravesada por un eje. Si se la quiere sacar para limpiarla, hay que desarmar el instrumento entero. De modo que la zanfona debe conservar toda su vida útil la misma rueda frotadora, que es como si un violín no pudiera cambiar de arco, o una guitarra de manos.

Esta rueda siempre ha sido de madera maciza. Los luthiers y los intérpretes han ideado métodos para mitigar su envejecimiento: usan láminas de madera para no encontrar vetas que distorsionen el sonido, resinas sintéticas con las que embadurnan el borde, o las fabrican enteras de materiales plásticos indeformables. Sobre todo algunos intérpretes modernos, los que tienen una idea de la Edad Media que es una mezcla entra la música celta y la punk, utilizan ruedas rígidas e incluso el añadido de la trompeta, una cuerda que sólo vibra cuando se da vueltas a la manivela muy deprisa y que incorpora un ritmo agudo muy a propósito para la música festiva.

Sin embargo, cualquier luthier que se precie rechazará una rueda que no sea de madera del país, ni untarla con otra brea o con otra resina que no se destile al fuego ni llore de las heridas de los pinos de la sierra. Los más expertos han aprendido a distinguir las ruedas gallegas, más reblandecidas por la humedad, más rugoso su bajo continuo, de las zanfonas de secano, que mantienen el borde más tiempo, no se deforma, pero sí se agrieta, y eso las dota de una tonalidad aparentemente recia, pero con un fondo quejumbroso.

Aunque no solo es la humedad o la clase de madera las que van deformando la rueda y por tanto el tono del rodrigón, sino sobre todo el tiempo, el movimiento natural de la madera incesantemente rozada por nueve tripas de cerdo, aun con la protección de un copo de lana o de blanda resina; la lenta retracción de la madera, que se va consumiendo como se consumen los músculos sin que se degraden los huesos, en este caso nudos negros que punzan la cuerda a su paso en vez de rozarla y anegan la melodía con un ritmo monótono y extraño, o bien las grietas chirrían y el rodrigón suena como las bisagras arrobinadas de la puerta de un pasadizo subterráneo.

Pero eso, la mezcla de azar y de tiempo, la pieza concreta y los cambios de humedad y de temperatura y la degradación orgánica de la madera, convierte a la zanfona en un instrumento inevitablemente distinto entre sus miembros. No hay dos piezas iguales de madera ni dos condiciones semejantes ni dos días iguales en un mismo elemento, y por lo tanto no puede haber sonidos iguales del mismo modo que no puede haber dos palabras sinónimas. Otros instrumentos dependen de algún elemento eternamente nuevo. El violón, salvo la caja de resonancia, lo puede cambiar todo. La zanfona no, y un oído bien afinado podría distinguir una cantiga de Alfonso X tocada con una zanfona gallega de veinte años de antigüedad de un alalá interpretado con una zanfona del campo de Visiedo hecha con madera de sabina hace diecinueve años. El tiempo en la zanfona es parte de la melodía. Esa rueda imposible de cambiar le otorga la condición orgánica, el sonido de la juventud y la vejez, eso que llamamos vida.


25.10.09

Tres vidas de santos, 2

Me pongo a escribir sobre los otros dos relatos que componen Tres vidas de santos, de Eduardo Mendoza, justo cuando acabo de leer un reportaje que Juan José Millás le ha dedicado a Pascual Maragall en El País, incluida una estupenda foto de Socías: Maragall en la azotea de su casa, en un paisaje de sábanas tendidas y azotadas por el viento, él mismo sujeto a una barra de hierro, como si no quisiera que el viento también se lo llevase, y con una mirada en la que ya no hay rastro del hombre histórico, hijo, nieto, hermano y seguramente padre de personajes históricos catalanes. En esa mirada ya sólo hay un hombre normal cuyo rictus (un leve descolgamiento del labio inferior) redefine su mirada, que con otra boca quizá hubiera podido ser interpretada como inquisitiva, sagaz o maliciosa. Como bien dice Millás, en esa foto ya no vamos buscando a Maragall sino al Alzheimer, y así vemos tan sólo la imagen de un hombre frágil, o más bien de alguien que convive con su fragilidad, porque no tiene aspecto de hombre hundido.

El caso es que, leyendo ese reportaje, me he acordado, otra vez, del tío Víctor. Es como si después de esperarlo infructuosamente durante la lectura de La ballena se me hubiese aparecido al abrir una revista dos días después. Y eso que al tío Víctor todo el mundo lo consideraba tonto, que es, por otra parte, como en aquella época debía considerarse a cualquiera que contrajese prematuramente una enfermedad como la de Maragall. Pero la inmensa ternura que desprende, esos paseos con su hermano desquiciado, sirven de mucho más que su pretendida estupidez. En realidad la redimen, pero la redimen tan bien que quisiéramos que al final fuera el verdadero y gran protagonista de la historia.

Claro que siempre he visto en Maragall un personaje de Mendoza. El propio Mendoza es un personaje de Mendoza, un camino de vuelta que pocos escritores saben recorrer. Es como si su personalidad se fuera modulando como resultado de la decantación de sus fantasías, y no sólo porque se empeñasen en hacerse una cabeza, como decía Umbral. Quiero decir que Baroja terminó siendo uno de sus personajes. Y digo uno de, no un personaje. La diferencia estriba en que Baroja no se construyó un modelo ambulante como, por ejemplo, hizo Cela, que pocas veces, quizá solo en los tiempos del Viaje a la Alcarria, supo ser un personaje de sus novelas. La imagen de Mendoza, en cambio, es la de un individuo muy formal que pasea junto a su señora con las manos a la espalda, canoso y levemente bronceado, con aspecto de no estar cuestionándose con sandeces metafísicas la trivialidad de su comportamiento, pero que luego, en casa, en las novelas, se deja llevar por la imaginación. Esta mezcla de formalidad y extravagancia (ésta siempre maliciosa, no malvada, y siempre más melancólica que cruda, pero también más afilada que condescendiente) está en muchos personajes de Mendoza y en la misma imagen pública del escritor. Y en la de Maragall, claro.

Todo esto venía porque no dije nada de los otros dos cuentos de Tres historias de santos, que me han dejado asaz indiferente, la verdad sea dicha. El primero de ellos, Duslab, es una historia forzada, unas piezas casadas, unos párrafos remetidos, no una corriente narrativa que, por el hecho circunstancial de ser un cuento, dura menos que una novela. Habla de un tipo que se entera al mismo tiempo de que a su madre le han concedido un importante galardón científico internacional y de que se ha muerto, pero la noticia le pilla en un poblado africano como los que pintaba Ops en el TBO. El final impresionante de que habla la solapa es un lugar común cinematográfico que, de no estar tan bien escrito, corre el riesgo de resultar incluso un poco plasta.

Claro que a eso de tan bien escrito conviene hacer una matización. En la publicidad que se ha hecho del libro se decía que uno de los tres relatos no contenía ni una sola vez la palabra ‘que’. El propio Mendoza habló de los molestos ques, una opinión que ha estado en España bastante extendida y que a mi modo de ver ha influido demasiado en nuestra literatura.

El que puede ser molesto desde un punto de vista gráfico, pero en absoluto auditivo. Si hablásemos con una persona que jamás utiliza el que sentiríamos algo raro, quizá lo mismo que (con los prejuicios con los que lo leía) yo he sentido en algunos párrafos de Duslab. Estaban bien escritos (claro), pero no corrían. Se notaban los reajustes y las sustituciones exactamente igual que el personaje del tercer cuento, un buen salvaje de la literatura, nota en un cuento que algunas partes han sido extirpadas para aligerar su lectura. Los fragmentos innecesarios para el seguimiento de la trama pero imprescindibles para que el relato tenga vida que aquel preso, por puro instinto, echaba de menos son los que, aunque no me lo proponga, a mí me producen la sequedad de garganta. Cervantes utiliza una media de 18 ques por página, y si se hubiese parado después de cada página a quitar los ques y sustituirlos por complementos del nombre, hipérbatos y paráfrasis, el resultado habría sido un libro de Mateo Alemán, no de Cervantes.

Este odio al 'que' se revitalizó, curiosamente, en una época en la que se odiaba todo lo que sonase a tradicional: el 'que', el argumento, el personaje y por supuesto los fragmentos esos innecesarios pero imprescindibles. El cuento entero me suena a ese prurito de no dejar a la narración que se exprese sino castigarla para que camine en un perpetuo enderezamiento, en no seguir caminos trillados y sustituirlos por trochas innecesarias y prescindibles. Me dio mal rollo el cuento entero, vaya, aunque las descripciones de la aldea me hiciesen reír.

Y el último, en fin, el del buen salvaje, es un cuento que se salva por el giro final, tan elegante, pero en realidad es un sermón, una fábula dominical. Todos estamos de acuerdo en sus juicios literarios, pero lo que nos queda del cuento lo podríamos haber sabido a través de una entrevista. Lo bueno es que, como en este cuento sí hay ques, la lectura es otra vez un placer.

24.10.09

El ánima del bosque

Hoy se celebra en Aguilar de Alfambra la Fiesta del Chopo Cabecero. Chabier de Jaime Lorén me invitó a ir a cuenta de un artículo que publiqué en el Diario de Teruel y que luego él incorporó en un libro dedicado a esta especie tan particular. Las circunstancias me lo han impedido, pero no dedicar unas líneas, otra vez, a este tótem vegetal cuya existencia está empeñada en prolongar gente tan activa como Chabier.

En pocas ocasiones cuadra tan bien el título de bosque animado como si se trata de estos chopos. En efecto, tienen alma humana: su fisonomía se modifica en favor de su longevidad, y su belleza nace no del tiempo sino del uso del tiempo. Cuando estos árboles no eran reliquias, no había año, a veces ni siquiera época del año, en la que no se modificase su estructura como se modifica la presencia de un huerto o de un bancal. Una vez tocaban los ramones verdes, otras las ramas gordas: una vez había que quitar la pelambrera; otras, los gruesos troncos para vigas, y dejar una cicatriz cuyas líneas son como esos trazos autosuficientes que tampoco son los que cría la naturaleza sino los que provoca el hombre. El ánima se manifiesta entonces en una figuración metafórica del árbol que se sale de su simbología natural.

Una vez hablé del ciprés de Silos porque, aparte de lo que le cantó Gerardo Diego (que no fue más que una oda a sus líneas naturales, no modificadas por el hombre), me llamó la atención por un detalle del todo humano: para ver la copa era necesario abandonar el resguardo del claustro. La única imagen completa permitida era un contrapicado que multiplicaba la sensación gótica de elevación al cielo. Ese ciprés había conseguido un alma por la vía arquitectónica, porque nadie lo había enderezado ni mucho menos podado. El chopo cabecero, en cambio, está siempre en campo abierto. Sus troncos no se espigan, pero sus ramas sí, y con un dramatismo que reconocemos de inmediato porque lo hemos provocado nosotros. Pero en ningún momento tenemos sensación de ver un árbol mutilado, como tampoco tenemos la sensación, al contemplar un huerto, de que sea tierra esclavizada. La diferencia es que ambos desprenden, sobre todo el chopo, una impresión de simbiosis natural, igualan el río y el hombre, se justifican en el equilibrio del fruto y del trabajo, de las podas y la edad; de la hermosura, en fin, que no nos llega forzada, maniobrada, sino como nos llega una parra rodrigada en un sauce, o un membrillo al que se despojó su condición de arbusto para convertirlo en arbolillo.

Lo que se discutirá esta tarde en Aguilar (más bien se afirmará, supongo) es que su desaparición puede evitarse de dos maneras: petrificándolo como pieza de museo etnográfico, ejemplo rústico de lo que ya no está, o bien readaptando sus utilidades a los tiempos que corren. En la Iglesuela del Cid, hace algunos años, a nadie se le pasaba por la cabeza que sus característicos azagadores flanqueados por muretes de piedra seca podían convertirse en una pequeña industria entre pedagógica, turística y artesanal, pero que en cualquier caso sirve para crear nuevas construcciones de piedra seca, no sólo para contemplar las que otros levantaron. Si sólo trataran de conservarla para pasto de las cámaras, quizá se garantizase también su conservación, pero su ánima se habría muerto.

Las autoridades y los grupos conservacionistas pueden (deberían) crear un parque natural de chopos cabeceros, o por lo menos conservar los que ahora se aburren, se van haciendo viejos y se mueren sin nadie que los asee ni les prolongue la vida. Pero el ánima es útil. Los bosques animados viven, funcionan, sirven para algo, no son sólo los árboles parlantes de los cuentos, que siempre parecen reos de algún crimen cometido en vida. Es verdad que ahora la simbiosis es la no agresión, el puro conservacionismo estético. Los chopos cabeceros necesitarían una recalificación que garantizara su conservación, es decir, ser tratados como especies de jardín. La gente ya no pone vigas de madera, pero sí forra las de cemento para que lo parezcan; ya no utiliza las ramas verdes para el ganado, pero sí busca la carne alimentada sin artificios y asada con leña. Cuantos más supermercados se inauguran, más proliferan los delicatessen. El chopo cabecero debería refundarse con utilidades exquisitas, con simbiosis modernas, que no por sofisticadas dejan de ser naturales. Toda tradición sagrada, por otra parte, tuvo un punto de partida. Estos viejos guardas de ribera ya tuvieron una que ahora concelebramos en su agonía. Pero se merecen otra.


23.10.09

Tres vidas de santos, 1

Casi todas las novelas grandes de Mendoza terminan como el rosario de la aurora. Es como si se desmoronasen; como si, llegados a cierto nivel de intensidad dramática, los conflictos se fueran desliendo, a veces en escenas incomprensiblemente largas (Una comedia ligera, aquel final con los gitanos), y otras con algún deus ex machina no del todo convincente. En sus novelas cortas no se aprecia tanto esta particularidad, que en modo alguno, tratándose de nuestro mejor narrador vivo, me atrevo a llamar defecto.

El año pasado me tronché de risa con Pomponio Flato, una novela de dimensiones perfectas, un poco más, tampoco mucho, que La ballena, la primera de las tres historias que componen Tres vidas de santos. Durante tres cuartas partes de La ballena me he divertido de lo lindo con el Mendoza de las novelas cortas (no voy a lucubrar ahora sobre la época en que fue escrita; quizá sea esa una información que da el propio Mendoza para que piquen los lectores sabihondos), pero en la última parte, en el inventario final de acontecimientos, veo el final de quien no ha querido seguir con una historia que pedía convertirse en novelón. La propia calidad del relato hace que al final dejemos a varios personajes sin resolver, o con una resolución de entrecajas, resumida, discurseada, no narrada. Esperamos que el tío Víctor (el Primo del Quijote, más o menos), venga a redimir nuestra lectura, o que el padre del narrador salga del salón en el que Mendoza lo mete para que no estorbe, o que todo lo mucho que se intuye con la sorpresa final (el cuaderno del obispo Cachimba) nos haya sido escamoteado de la narración. En general, es como si Mendoza hubiera escrito una novela corta con personajes demasiado buenos como para condenarlos a su condición de figurantes.

Este problema sólo lo tienen los buenos narradores. Les salen personajes que en dos líneas ya han reunido merecimientos para dedicarles una novela entera. Por eso el final suena como el argumento de lo que queda de novela, y por eso las ramas cortadas en busca del tronco final no reflejan la silueta de una única historia y un único personaje, sino la de un montón de historias tan interesantes o más que la que se nos ha contado, y que se ha perdido sin remedio.

Me da la sensación, por otra parte, de que las dos líneas genéricas o estilísticas que conviven tan estupendamente bien en el relato no casan, sin embargo, en el melancólico final. Una sería la línea, digamos, de este realismo nostálgico barcelonés que remite al mundo de Prullàs en Una comedia ligera; y otra la línea desmadrada del detective sin nombre o de aquella novela fallida que fue La isla inaudita, y donde, si no recuerdo mal, también aparecía un obispo de tebeo. Digo que conviven mal porque una se come a la otra. La delicada emoción de los pasajes que el narrador dedica a su padre o casi todos sus tíos no tiene mucho que ver con esa solución de novela popular con que despacha al pobre Fulgencio: un caso, por cierto, de delito en habitación cerrada, que el año pasado bordó con Pomponio Flato.

En aquel estupendo relato, Mendoza volvía al estilo titoliviano de sus primeras novelas breves, en un grado de parodia más pronunciado incluso puesto que se trataba de una narración ambientada en la época de los romanos. Ese estilo siempre ha salpicado sus novelas mayores, y me acuerdo ahora del mago de Una comedia ligera (siempre vuelvo a esta novela: es la que más me gusta) y su hermoso parlamento. Aquí también lo usa, con las debidas proporciones de parodia que no pasa de ironía, y con la belleza de un idioma que nos hemos empeñado en no articular cuando lo tratamos literariamente. Hay pasajes que podría haberlos firmado Juan Benet en el caso de que hubiera tenido un sentido del humor más, digamos, explícito. Pero ni en esos párrafos de página entera Mendoza olvida jamás otra máxima titoliviana: el lenguaje se embellece para que suene mejor y sea más preciso, no para que se entienda peor.

Vivimos ahora una época coordinativa. La subordinación está mal vista. La prosa tiende a descohesionarse, a ser incluso meramente yuxtapositiva. Eso no está mal, claro, y si no ahí tenemos ahora, para quienes no la conocíamos, los preciosos relatos de Herta Müller. Abres un libro de cualquier nuevo narrador y las páginas están acribilladas de puntos. La hipotaxis, la flexibilidad, la sintaxis, en fin, se considera un arte del pasado, y lo mismo sucede con la modulación, con la precisión léxica, con los verbos específicos, de los que, por cierto, este relato es un modelo incomparable para cualquier gramática. El mismo tono discursivo que invita al cachondeo en las novelas delirantes de Mendoza es el que aquí nos masajea con su ironía soleada, con su voz tan familiar, como si el propio Mendoza fuera uno de esos tíos errabundos y bonachones que nos hacen gracia con sus historias y no son capaces de no ser entretenidos.

Y sagaces. No me resisto, por ejemplo, a copiar esta perla pedagógica:

...en aquella época, tan represiva en muchos sentidos, los niños todavía no se habían convertido en objeto de análisis y en receptáculo de las proyecciones de los adultos, que se limitaban a fiscalizar la marcha de sus estudios y la estricta rectitud de su comportamiento, dejando el resto de su formación a los curas, a los amigos, a las putas o a quien se la quisiera dar.

22.10.09

Clarence Seedorf

“Soy un negro de los noventa”, dijo en cierta ocasión el gran Charles Barkley, aquel pívot bajito de los Philadelphia 76ers que era el horror de los pivotes grandullones porque siempre podía con ellos. Lo tengo como uno de los iconos de aquella época, y no porque me guste especialmente el baloncesto, sino porque caracteriza el modelo de individuo bragado y sin complejos, del profesional que no se queja nunca, del guerrero que marca su terreno con los dientes pero tiende la mano al enemigo, como hacía Eneas. Lo comparo con las actuales estrellas de la NBA y casi todas me parecen frágiles y malcriadas, demasiado dadas al paripé solidario y a los lujos infantiles.

Clarence Seedorf también es “un negro de los 90”. Anoche, en el Bernabéu, parecía decirles a las primadonnas del Madrid: “mirad, chicos, la vida es dura; yo soy viejo pero tengo vergüenza, que es lo que vosotros aún tenéis que aprender”. Lo decía un tipo que lleva más de diez años con plaza fija en cualquier hipotético equipo ideal del fútbol europeo, un profesional curtido y elegante, callejero y noble, como si con él funcionase un reglamento previo al futbolístico, una ley de la vida que hace más fuertes a quienes la interiorizan. Me fijé en que, cada vez que alguien chocaba con Seedorf, que debe de ser como estamparse contra un tapia, nadie se atrevía a montar esos espectáculos de dolor tan bochornosos y mucho menos a encararse con él o recriminarle algo. En una ocasión, fue Seedorf el atropellado, y vi cómo el agresor de inmediato le ofrecía la mano, y él la cogía sin aspavientos, como se dan una palmada los guerreros. Si él atropellaba, no es que se disculpase, sino que resolvía la situación con naturalidad. Quejarse ante él era hacer el ridículo.

Y fue él el que ganó al Madrid, sin duda. El que enseñó a todo el mundo cómo se acude a una batalla cuando los soldados son viejos y están peor armados. Sus asistencias eran deliciosas, y su presión difícilmente vulnerable. Tuvo, en general, una belleza neorrealista la victoria del Milan. Una hermosura que no nace de las filigranas ni de las ciencias aplicadas. Aquellos tipos salieron derrotados. Pero estaba Seedorf. “Mirad, chicos, la vida es dura; es posible que nos ganen, pero al menos a mí nadie va a hacerme morder el polvo”, les diría Clarence Seedorf a sus compañeros en el vestuario, en italiano o en cualquiera de las cinco o seis lenguas que maneja con el mismo desparpajo y la misma profesionalidad con la que juega al fútbol.

18.10.09

Misantropía

El año pasado, cuando se estrenó Vicky Cristina Barcelona, mis amigos no entendían cómo me podía gustar esa película, alguno incluso con la suficiencia que da encontrar a alguien que ha disfrutado con una chorrada, con una película menor. Este otoño, los mismos amigos me animaban a que fuese a ver Si la cosa funciona, porque esta sí era Woody Allen en estado puro, e incluso a alguno escuché decir que era como en los tiempos de Manhattan, y, en todo caso, lo mejor de Allen en años, tres tópicos de los que desesperarían al protagonista de Si la cosa funciona, dicho sea de paso.

Y no. Me dejó frío, me aburrió por momentos, no soportaba al protagonista, que nunca pude dejar de ver como un tipo con parálisis facial, a veces sobreactuado hasta la estridencia (primera escena) y casi siempre monocorde y plano. Todo el rato me da la sensación de que está recitando el papel sin pillar casi nunca el fluido coreográfico de los secundarios, que como casi siempre en Allen son excelentes, e incluso estoy por pensar que alguno de ellos lo habría hecho mejor que el protagonista.

Porque, además de no gustarme, me ha disgustado. Cuando una película de hora y media escasa se te hace larga, mal asunto. El no gustarme quizá provenga solo de que el protagonista y sus salivazos me impedían incorporarme a la trama. Lo divertido de las películas neoyorquinas de Allen es que uno siempre quiere ser alguno de los personajes, o se identifica con ellos o le gustaría tenerlos de vecinos. No es difícil vivir dentro de sus comedias, ni siquiera redefinirse autoficticiamente (perdón) al salir del cine. Con este tío es imposible. Jack Nicholson era un capullo subyugante en Mejor imposible. Viendo la película de Allen, cuando me aburría, pensaba en qué tal lo habría hecho él recitando ese manifiesto misantrópico que si uno es honesto resulta muy difícil no afirmar de punta a cabo. Aunque no hacía falta Jack Nicholson: con alguien un poco menos salivante nos habríamos conformado.

Y me disgustó porque el tema es clásico y porque Woody Allen tiene algo de Menandro, el padre de la comedia: argumentos cercanos, sin sablazos ni grandilocuencias, con tramas cotidianas, escarmientos e inevitable final feliz, incluida una moraleja de buenas costumbres: cada oveja con su pareja, los jóvenes con las jóvenes y los viejos reconocen que amor omnia vincit y por ahí. La trayectoria de este arquetipo cómico ha llegado inmaculada hasta las teleseries, y por otra parte la figura del misántropo sigue funcionando, y si no que se lo pregunten a House.

Pero quizá su variante más ilustre, y supongo que también modelo de Allen, sea la de Moliére. En Menandro, el misántropo Cnemón es un viejo resentido que no se fía de nadie y todo el mundo lo sabe, pero, en Molière, Alceste es un joven aquejado de sinceridad: no evita nunca decir lo que piensa, y eso, socialmente hablando, es una ruina. Ya los antiguos cínicos nos advertían de que vivir diciendo la verdad es ir en contra de la misma vida. Somos reos de nuestras constantes mentiras, disfrazadas unas veces de prudencia y otras de mala idea. Lo bueno del misántropo Alceste es su final, que no representa más que la confirmación de su principio: todo el mundo sigue siendo malo, falso, engañador, y Alceste abandona el círculo que, según Menandro, debía redimirlo a él.

La verdad es que Woody Allen termina así (que es como empezó, igual que Molière) pero luego deja la rúbrica con un deus ex machina estupendo. Una escena más y todo vuelve a Menandro gracias a la τύχη, al absurdo azar. Yo sigo prefiriendo al joven Alceste, y sobre todo el mito del hombre que dice la verdad, que sin ser más arbitrario que quien lo escucha, pero mucho más sincero, se gana el aislamiento social. El protagonista de Si la cosa funciona es un misántropo curioso que no para de hablar con gente: todos los días se toma una copa con amigos filósofos y galeristas, o gruñe a niños mudos, o viene a instalarse a su casa una tía buena, que es el sueño de todo hombre solitario. Pero esa tía buena, esa Galatea, siempre encontrará a su joven Acis, y el monstruo Polifemo se quedará con un palmo de narices. ¿Qué hay de misantropía en un tipo que necesita hablar con todo el mundo?

Supongamos que Allen lo hizo adrede, un misántropo que no es misántropo, tan solo un maleducado, pero desde luego no un avaro. No sé si el misántropo está en el guión y el actor protagonista no se entera, o si el actor tiene que interpretar a un misántropo que no lo es (¡un misántropo que se miente a sí mismo!). La cuestión es que el hombre no me cuadra y los brillantes parlamentos quedan demasiadas veces ahogados en saliva. Y mira que lo siento.

5.10.09

Héroes y objetos

Quería leer La carretera antes de que se estrenase la película. No es país para viejos me gustó mucho, pero me quedaba con la duda de qué tal funcionarían en cine novelas como En la frontera, la historia de un hombre montado en un caballo, que es el Cormac McCarthy que yo más disfruto. Quizá la respuesta esté en La carretera, aunque me queda la duda de si el autor no pensó también en esa respuesta mientras la escribía. Hay escenas (todas las del barco, muchas de sus inspecciones por casas abandonadas) que parecen más filmadas que escritas. La imaginación no nos traslada al hecho sino a su presentación en celuloide. No creo que esto sea bueno ni malo. Sólo creo que se nota un poco, y en mi lectura obró como un fino lacado transparente, un 400 ASA con ese tono entre plomizo y verdoso de las películas bélicas de estilo apocalíptico.

Pero entretanto, en la larga travesía del padre y el hijo, he disfrutado como siempre de una prosa genuinamente clásica, pocas veces tan explícitamente deudora de otros grandes clásicos, tan aferrada como ellos a la pureza de la prosa, a su épica y a su lírica. Lo que más me recordaba esta novela de Robinson Crusoe no eran las escenas calcadas (la huella, otra vez el barco, etc., etc.) que más bien parecen el cameo de un ilustre antepasado. Me refiero a las maravillosas páginas que escribe con arreglo a ese estilo de Defoe que me gusta llamar lírica de inventario, y que bien hecha me entusiasma. A la emoción por el objeto, y eso está vigente desde el Catálogo de las Naves de la Ilíada a los poemas que a veces salen sin querer en la lista de la compra. Es épica en estado puro, porque a la noticia del descubrimiento (héroe es el que descubre cosas), se une la intensidad de la frase, el esfuerzo casi místico de la extrema precisión.

Por ahí juega Cormac McCarthy, en la liga donde no son necesarias las acotaciones y los fundamentos son los mismos desde siempre. Disfruto más, también, cuando ese tono se dispara en un western salvaje (Meridiano de sangre), y más aún disfrutaría si escribiera la novela de la Guerra de Secesión que todos los autores americanos acaban escribiendo, y que a lo mejor ya ha escrito.

Cuando me convenzo a mí mismo de la necesidad de la épica no estoy refiriéndome al héroe ni al descubrimiento, sino una particularidad del lenguaje épico que me parece el palo más difícil de tocar: su constante trabajo síntesis, su poetización de cada cosa, su intensidad indeclinable, su sencillez obligatoria y, sobre todo, ese tono, más que de texto narrativo, de hombre narrando, de humanidad narrante, clara y concisa como un refrán popular. En una narración épica no se admiten florituras estilísticas umbilicales. En la épica el autor importa un bledo, como debe ser. Su mérito es no ser, entregar su voz a la voz del Narrador, un ser que observa y acompaña a sus criaturas, las admira y no piensa por ellas, las escucha. El narrador épico sólo canta lo que ve, lo que sucede, no lo que quiere decir, que es el sumidero por donde se cuela buena parte de la narrativa contemporánea. McCarthy no. Sigue trabajándose los versos y las conjunciones copulativas como si en cada línea tuviera que descubrir el mundo en una lata de escabeche en malas condiciones. Los héroes no se dejan llevar por pensamientos gratuitos. Los héroes van directamente a las provisiones.

2.10.09

Geórgicas II, 7

7. Diferentes especies en lugares diferentes, vv. 109-135

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Porque todas las tierras no pueden dar de todo.

Los sauces se propagan orilla de los ríos,

en ciénagas espesas se crían los alisos,

los olmos infecundos, en montes pedregosos,

feraces son las costas en fuertes arrayanes,

colinas despejadas, en fin, ama el dios Baco

y los tejos los fríos y el viento Aquilón.

Mira la Tierra, cómo la doman labradores

de remotos confines: las casas de los árabes,

que miran a la Aurora, los pintados gelonos.

Por sus árboles pueden las patrias distinguirse:

ébano negro sólo se cría en la India,

y varas de incienso en terreno sabeo.

Del bálsamo que llora de oloroso leño

y la siempre hojosa acacia con sus bayas,

¿qué puedo decir?, ¿qué de los bosques etíopes

su blancura de lana suave?, ¿o de los chinos

cómo peinan las hojas de copos delicados?

¿O la India, los bosques que aquella región cría,

vecina del Océano, en el límite del mundo,

donde no hay saeta que alcanzar pudiera

con un disparo esas alturas de los árboles.

Y no es pueblo torpe si tira de carcaj.

Del salubre limón da el país de los medos

el sabor duradero y los ácidos zumos:

no hay remedio que obre con tanta eficacia

y extraiga el negro veneno de los miembros

que madrastras malvadas pusieron en la copa

pues hierbas revolvieron con mágicos conjuros.

Es un árbol de mucho porte, tan parecido

al laurel que laurel sería si un aroma

echase desde lejos algo menos diferente;

no hay viento capaz de arrancarle las hojas,

su flor es resistente por demás; los persas

contra el mal olor de boca lo utilizan

y con él de los viejos sosiegan los ahogos.

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