17.12.09

Retorno a Brideshead revisited, 2

Mediada la novela, dudo si es que la versión televisiva que vi hace veinte años me privó de su lado satírico, o bien es mi memoria la que se quedó con una insuficiente superficie argumental. El caso es que la tragedia de Sebastian, su alcoholismo galopante, es un asunto que no puede acaparar la historia porque acaba cansando a todo el mundo. Todo lo sucedido en Oxford es muy poca cosa, apenas unos meses de esplendor, algunos semestres lánguidos y un callejón sin salida. La Arcadia dura poco. Su duración en la novela es ciertamente desproporcionada con respecto a su duración en el tiempo.

Así que cuando ya nos hemos hartado de Sebastian y cada cual tira por su lado y, sobre todo, aparece Julia y el reloj empieza a correr más deprisa, la novela sale del catolicismo sofocante de Brideshead, abandona el invernadero y aumenta el interés de algunos personajes secundarios, espléndidamente dibujados, que en mi memoria quedaron como caricaturas poco relevantes, casi anecdóticas. Me refiero, entre otros, al padre de Charles y a Rex Mottram, el marido de Julia.

El primero, interpretado por sir John Gielgud, lo recuerdo como un anciano inglés maniático y distante, rodeado de sombras, vestido con etiquetas incómodas, estirado, despectivo; pero ahora en la novela lo he visto como un personaje delicioso, y hasta cierto punto es una lástima que no le dedique a él el narrador la misma atención que le dedica a la antipática de lady Marchmain, la madre de Sebastian y de Julia (y de Brideshead, otro tipo interesante). El padre de Charles en es realidad, y así lo explica el narrador, un hombre prematuramente viejo, aturdido por la muerte de su mujer, que se largó de voluntaria a la guerra de Yugoslavia para conducir una ambulancia y murió en acto de servicio, mientras él luchaba por un futuro académico de prestigio que cada vez le resultaba más lejano. Así que vive en su biblioteca, no sale a la calle, colecciona antigüedades, lee sin tregua y se viste de etiqueta para cenar a solas. Desde luego que quiere que su hijo se largue, pero ni está dispuesto a darle para ello más dinero ni a reprocharle que se haya gastado el que le dio. Sencillamente, llena la casa de gente insoportable. Lo saca a presión, como los dueños de inmuebles viejos sacan a los inquilinos de renta antigua, y para ello utiliza una coartada perfecta: intenta animar a su hijo, que no se aburra tanto en ese templo de silencio, pero no deja de preguntarle si es verdad que va a marcharse al extranjero.

Qué interesante, dicho sea de paso, el estudio de Waugh sobre la relación de los ingleses con su país. Marcharse no es irse de casa ni cambiarse de barrio ni siquiera de ciudad. Marcharse es irse de Inglaterra. El propio carácter inglés hace que muchos ingleses no soporten vivir en las islas. Pasan lejos de allí sus vidas y cada día son más ingleses, pero es inverosímil que alguien cante en Inglaterra canciones equivalentes a las de Juanito Valderrama sobre los emigrantes. Ahora, leyendo, entiendo al padre. Lo inscribo en esa tradición tan británica que no infecta la paternidad de supersticiones eternas ni ataduras obligatorias. El joven ya criado está en sus propios dominios, no necesita nidos ni subvenciones. Tiene que volar. O por lo menos así se desprende de la tradición protestante. El primer héroe británico de aventuras es Robinson Crusoe, lo que leen a los niños, por lo menos en 1925, año en que transcurre la novela. (Me viene ahora a la memoria Charles Lamb, el de verdad, el ensayista mandarín que redactó en la primera mitad del XIX una preciosa versión de la Odisea para uso escolar; con esas lecturas infantiles hay muchas cosas que quedan claras para siempre).

Y sin embargo este padre huraño reacciona justo al contrario de como habría reaccionado un padre católico protector. Cuando Charles le comunica su deseo de abandonar Oxford sin terminar sus estudios y dedicarse a la pintura, el padre no le da la charla; en todo caso, lo pide que haga el favor de buscar los mejores maestros y rodearse de las circunstancias más adecuadas. O sea, que se largue a París.

Es magnífico: el buen padre lo es precisamente por aquello que a ojos católicos es ser un mal padre. El buen padre católico se desharía en zalemas de bienvenida y se sentiría muy herido al conocer las intenciones de su hijo. El mal padre protestante le deja libertad y cumple los pactos con escrúpulo (le dio 600 libras de manutención, pero ni un penique más), y le apoya en sus decisiones e incluso le facilita que cumpla sus deseos artísticos. Un católico sólo pensaría que así se libra de él. Un protestante, que el padre es un enamorado del arte. El retrato que traza Waugh es deliberadamente ambiguo, y en ello reside la gracia del personaje. Su contraste con la actitud hipócrita de lady Marchmain dice más de la religión que media docena de sermones por cada bando.

El otro personaje secundario que recuerdo de manera muy distinta a como lo estoy leyendo ahora era Rex Mottram, pero ya me he alargado bastante con el padre de Charles. Es hora de retirarse a la biblioteca.

16.12.09

Retorno a Brideshead revisited, 1

La serie de televisión Retorno a Brideshead se estrenó en 1981. A España llegó poco después, en 1983, al UHF, y se enteró poca gente. En la temporada siguiente se volvió a emitir, y esta vez ya fue en la primera cadena y con horario de fin de semana. En el archivo de El País está la crónica que le dedicó Haro Tecglen, entonces crítico de televisión del periódico, que la llamó “la mejor serie que se ha visto jamás en España”. Su éxito llegaba una década después de que otra serie victoriana de sobremesa, Arriba y abajo, tuviera un éxito similar. La gran beneficiada de todo esto, por cierto, fue Jane Austen, porque en los ochenta se dispararon las películas british y casi todas se nutrieron de su espléndida obra.

Yo debí de ver Retorno a Brideshead la segunda vez, no recuerdo bien, o quizá las dos. Varias veces sí la he visto, pero recuerdo cuál fue la última: en 1985, en el vídeo de un colegio mayor. Dos compañeros y yo nos propusimos (una de esas ideas que sólo surgen a determinadas horas) ver la serie entera, todo seguido, en una actitud similar a la que tienen Sebastián Flyte y Charles Ryder cuando pasan el verano en el castillo de Brideshead, bebiendo con parsimonia.

El hecho de ver por vez primera Retorno a Brideshead cuando me faltaba un año para ir a la universidad hizo que esa otra vez fuera una celebración consciente. Celebraba el hecho de estar en esa misma situación bella y hermética en la que vivían aquellos dandys oxonienses. Ver la serie durante toda una noche era una actitud estética en un colegio mayor en el que abundaban los gañanes, como en todas partes, y tenía mucho que ver con esa actitud baudeleriana que ha protagonizado tantas juventudes ilustradas. “Siglos de juventud”, llama Waugh al ambiente de Oxford. Estudiando en Salamanca pensé muchas veces en una expresión que encerrara esa misma idea, pero no la encontré mejor.

De aquella serie no me interesaba entonces tanto el relato de una aristocracia en decadencia como el abrigo que lleva Charles en la terraza del barco. No tanto la omnipresencia de la religión entre los católicos británicos como la escena en que Charles está preparando sus exámenes junto a la chimenea de sus habitaciones, con una taza de café y libros abiertos de hermosa encuadernación encima de la mesa. Había en él una actitud muy útil: el trato exquisito como mejor manera de protegerse del prójimo, de hacer como que te interesa lo que dice, en un ambiguo equilibrio entre el afecto y la afectación. Me gustaba ver junto a él a la espléndida Julia, tan escurridiza. La segunda mujer de lord Marchmain, Cara, me parecía irresistible. Al mismísimo lord Marchmain, que a su vez era el mismísimo Laurence Olivier, lo recuerdo diciendo aquello de “¡tiempo inglés!” (lo dijo su doblador, me temo), al comprobar que el día había salido nublado en Venecia. Era una de esas constataciones tan simples que en personas complejas adquieren una dimensión irónica, entre resentida y melancólica. Hasta personajes caricaturescos como Rex Mottram o el abogado Collins me resultaban concebidos por esa misma distancia que hace que recuerde ahora la escena de Olivier. Y no creo que sea muy elegante recordar aquí otra vez su anécdota con Dustin Hoffman a propósito del método Stanislavski.

Al principio de la obra, Charles Ryder declara que todo aquello que en el libro ocupa la larga primera parte, Et in Arcadia ego, sucedió veinte años atrás. Jeremy Irons con uniforme y bigote fuma en pipa y recuerda los días de Brideshead como yo ahora, al abrir la novela, recuerdo los días en que vi Retorno a Brideshead. Quedan como eran en mi memoria Jeremy Irons y Diana Quick, pero he perdido el rostro de la madre, y el de Sebastián se me confunde con el de Francisco Pastor, el cantante de Formula V, y el de Malcolm Macdowell en La naranja mecánica. A Sangrass (que entonces me parecía siniestro) le he puesto sin querer la cara de un vecino, y a Anthony Blanche, el Oscar Wilde de la película, lo retengo más o menos como era. A Cordelia todavía la recuerdo jadeando en la azotea del palacio mientras cuenta tonterías sobre su cerdito, pero luego su cara de enfermera en plena guerra no logro fijarla. Todo esto se soluciona con una consulta en la red, pero entonces, como dice Gabriel Miró a propósito de no abrir del todo las ventanas cuando suena el armonio de un convento cercano, se perdería "el trastornado conjunto".

En esta curiosa disposición de la memoria estoy leyendo la novela. Pero ya no la juzgo como una serie. Ahora me interesan mucho más las cuestiones puramente narrativas, esa, digamos, eficacia que consiste en no decorar el lenguaje sino la historia. A este paso voy a emprenderla después con Anthony Powell. Tan bien me ha sentado el retorno.

12.12.09

Casandra y Adonis

Leer Invisible, la última novela de Paul Auster, después de haberse metido el ladrillo del ocho de Muñoz Molina, es como salir de un funeral concelebrado de seis horas e irse a tomar unas cañas a un bar lleno de chicas guapas. La sensación de alivio, de expansión intelectual, de haber encontrado alguien que sabe contar, el refrescante sabor de las cosas dichas en su más nítida y sencilla formulación, la emoción diferida de saber que el argumento es tan poco previsible como la imaginación de su autor, todo eso ha hecho que me bebiese la novela, más que leerla, y que lo hiciera con la sonrisa de quien ha vuelto a territorio conocido, a un país en el que importa contar cosas (aunque sean las últimas), y no embalsamarlas de palabras.

Con el tiempo he establecido tres categorías entre las novelas de Paul Auster. Por encima de todo hay tres novelas que en su momento me deslumbraron y a las que guardo un afecto inextinguible: Leviatán, El palacio de la luna y La música del azar, por este orden. Luego hay una segunda división de novelas excelentes que sin embargo no me impactaron tanto: la Trilogía de Nueva York, El país de las últimas cosas, Brooklin Follies… En realidad me doy cuenta ahora de que, salvo la última, todas estas novelas pertenecen a su primera etapa. Luego hubo altos y bajos. En una tercera etapa se puede hablar, también, de una tercera división: Mr. Vertigo, Tombuctú, La noche del oráculo, pero El libro de las ilusiones debería subir a la segunda división, aunque solo sea por el difícil ejercicio que supone construir una novela con un breve ensayo de El arte del hambre en el que hablaba, a propósito de la historia del constructor de puzzles que aparece en La vida instrucciones de uso de Georges Pèrec, de la perfección del arte por la vía de su destrucción (aparte, claro, de las alusiones a Buñuel). Brooklyn Follies me devolvió el placer de aquellas primeras novelas, sobre todo de El palacio de la luna, pero luego publicó dos experimentos, Viajes por el Scriptorium y Un hombre en la oscuridad, que decididamente pertenecen a esa tercera división, al tipo específico de decepción que se produce cuando uno de tus autores favoritos ha publicado un churro. Esta última merece un lugar entre Brooklyn Follies y La música del azar; es decir, de lo mejorcito. No siempre Auster consigue cortar los trajes con esa suavidad y perfección, con esa redondez de las historias y la sensación de que ha usado las palabras justas, que se ha detenido cuando debía y ha ido rápido cuando era menester. Ese final en destrucción (o construcción, que viene a ser lo mismo: la misma impresión acaban teniendo los vestigios inconexos de un poema que el primer borrador de ese mismo poema) podría haber dado para otras buenas cien páginas (a Muñoz Molina, para otras mil), pero se nos ofrece meramente anotado, como si el argumento se esfumase cuando queda patente la sensación de que se ha dicho cuanto se tenía que decir.

Cerrar una historia, completarla, perfeccionarla, no es cuadrar matemáticamente su argumento, sino usar un argumento a través del cual se pueda contar una historia. Aquí Auster nos cuenta la historia de un Adonis al que, ya de viejo, la sangre no se le llena de anémonas sino de leucemia. Las mujeres enloquecen con él, y él actúa como si fuera inconsciente de su belleza, que es lo que lo separa de la figura de don Juan. Don Juan es un cínico, en el fondo un amargado, pero Adonis es un buen chico, cándido y respetuoso, amable y cercano al que las mujeres se comen a besos como los mendigos se comieron a Jean Baptiste Grenouille, por puro deseo incontrolable. Él nunca dice que sea guapo, pero insiste en que su hermana era la mujer más bella del mundo y que todo el mundo hablaba del extraordinario parecido de los hermanos. La historia es que este seductor irresistible es un tipo muy interesante, que comprendemos perfectamente a las damas enloquecidas.

O no, porque aquí nada es seguro. Es posible que Adonis padezca también la maldición de Casandra. ¿Y si el protagonista no es este Adonis adorable sino un don Juan de colmillo retorcido y fantasías enfermizas? ¿En cuál de los dos creemos, en el que nos enamora o en el astuto depredador? Las andanzas amorosas de Adonis nos parecen de una naturalidad y una limpieza deliciosas, pero si eso mismo lo hiciera don Juan nos parecería de una perversión nauseabunda. Nos pasamos la novela creyendo que estábamos con Adonis, pero al final entra la duda. Y esa duda es de una virtuosa geometría.

Todo queda a merced de nuestra mala o buena idea, de lo mucho o lo poco que el sujeto nos haya gustado. La pregunta de si será o no verdad repercute en el lector, porque se tiene (tuve) la sensación de que de creer a no creer al protagonista iba la misma distancia que separa la sencillez del retorcimiento, la sinceridad del embuste, la limpieza de la mugre, la juventud de la vejez. No hay posibilidad de decepcionarse. Se puede seguir creyendo que las cosas son como uno pensaba: Adonis fue siempre Adonis, por mucho que los otros quieran hacerlo pasar por don Juan. Puedes elegir qué novela estás leyendo, tu grado de credulidad, y pronto te das cuenta de que lo más interesante, como le ocurría al Primo de don Quijote, es creérselo todo. O fingirlo.

Tan sólo he mencionado, y de pasada, una de las partes del libro, a uno de los tres narradores que lo cuentan, el más importante, desde luego, que a su vez usa tres personas narrativas. Un jaleo de narradores y puntos de vista que al lector le pasan por la vista con una nitidez adictiva. Los personajes cambian, se deshacen y vuelven a rehacerse como la anciana de la película de Dreyer que se menciona un par de veces en la novela, que resucita con una naturalidad conmovedora. El personaje de Margot es fascinante. En qué pocas escenas logra presentarla como un florero cool, desarrollarla como una ninfómana destarifada y llevarla a su punto culminante como una espléndida mujer, que en unos pocos párrafos destila más sensualidad y más fascinación que otras heroínas en mil páginas seguidas. O la francesa sosaina, especialista en Licofrón, a la que, literalmente, se la ve enamorarse entre las páginas, brotar como una flor. O la madre, tampoco muy salada, que en un par de frases se nos revela como un pedazo de mujer. ¿Es Adonis el que las redime, el que las hace deseables al nombrarlas, al mismo tiempo que las enamora? ¿Son atractivas, tan atractivas, porque Adonis las hace ser así?

Este asunto cierra el círculo narrativo. Auster embellece a sus personajes, los ilumina. La hermosura que arranca de ellos no es ornamental sino interior. Son bellas personas, y además muy atractivas. Lo que uno siente al leer esta novela es comparable a esa sonrisa femenina, entre pícara y reprobatoria, que todos hemos visto dirigir a impresentables caraduras, y nos hemos hecho cruces de cómo mujeres tan inteligentes podían sentirse halagadas por semejantes cantamañanas. Pero ahí está el extraño mundo de lo irresistible. En este caso somos los lectores los que babeamos, como si hubiera un tercero que se hace cruces de cómo a tipos inteligentes como nosotros se nos puede seducir con semejante cuento chino.

Pero esta vez sí lo ha conseguido, igual que en sus grandes novelas. Esa cercanía comprensiva -como si Auster siempre estuviera cogido del brazo de sus personajes, acurrucado junto a ellos, escuchándolos y protegiéndose y dándoles calor, o tirándoselos, algo frecuente en esta novela- genera una rara empatía, un modo de ver las cosas con un lenguaje que está a medio camino entre la precisión respetuosa y la lírica demente, y que en esta ocasión no abusa del azar, y cuando lo usa es con fundados motivos poéticos, por ejemplo cuando Walker, un joven de veinte años, cena con una madre y una hija. La madre es logopeda, y la hija traductora del griego helenístico. La una se ocupa de los que no se pueden expresar correctamente, y la otra de los que dominan la lengua tan profundamente que resultan incomprensibles. Las dos son interesantes y tienen cosas curiosas que decir. Sus respectivas profesiones son una coincidencia menor, bastante verosímil en todo caso, pero su capacidad significativa ilumina cuanto sucede.

En las novelas de Auster no hay héroes fatuos ni villanos gilipollas. Hasta el conradiano antagonista de esta novela resulta estrafalario en su crueldad, inteligente en sus desvaríos, divertido en sus desmanes. Trata con tanto afecto a los personajes que le caen bien (casi todos), que los que le caen mal se ven beneficiados por una retranca graciosa. Pero sí es verdad (¡?) que resulta un poco decepcionante ese final tan literario, una referencia tan obvia. Igual es que me pareció lamentable la cita de Galdós con que abrochó Muñoz Molina su tomazo, con Isidora Rufete perdiéndose entre el gentío, y ahora me sabe a poco que Auster, después de un argumento tan escurrido y tan audaz, termine con un homenaje tan tópico.

10.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, y 4
























Pues no, el final tampoco me ha servido para olvidarme de lo poco que me ha gustado el resto. La tercera parte vuelve a la guerra, en un tono ya descaradamente deudor de la técnica del San Camilo, pero más pazguato. Tanto esfuerzo realista en la descripción de los desmanes desemboca en una imagen esperpéntica en la que ya no queda sitio para la gente común, la que no era importante ni estaba loca, la gente que vio pasar el vendaval y pasó miedo. Recuerdo ahora un fragmento especialmente brillante que sí se refiere a esta gente a propósito del miedo, pero fuera de eso solo importan los hombres ilustres. El deus ex machina Van Doren lo saca siempre de apuros y él emprende una búsqueda con pretensiones épicas de un personaje como los de Sefarad, el profesor alemán que anduvo por la Rusia soviética por culpa de un devaneo amoroso de su hija. Da la impresión de que ningún español reúne méritos para ser héroe, ni mucho menos para ser sensato. Cela cargó mucho más las tintas contra la locura colectiva, pero no incluyó ni una sola línea de desprecio. La condición de víctima del pueblo en armas contra sí mismo no se puede despachar con ese desdén generalizado que a veces parece el de quienes se avergüenzan de su origen. Un novelista que desprecia por sistema a sus personajes, a algunos personajes, no ha traspasado la línea que separa al autor del narrador, y mucho menos si trata de redondear el libro con una jeremiada que le cabe más al autor que al personaje. La cobardía es un gran tema, pero hay que desarrollarlo, no pintar a un muñeco que a veces mueve la boca para repetir las ideas extemporáneas de su demiurgo. Cela hizo con la gente común un coro trágico estremecedor y Muñoz Molina se empeña en tratarlos como burros sanguinarios: “el sentimiento de inferioridad por pertenecer a un país así, y el deseo de escapar de él y la culpa por alimentar ese deseo y por haber salido huyendo, por no haber sabido ser útil en nada, ni remediar en nada”, como dice, a modo de resumen de la novela, a ciento y pico páginas del final. Aunque siempre tiene tiempo de arrepentirse: como le dice esa mujer de cartelera que lo primero que hace cuando se va a acostar con él es quitarle los calcetines, “si hubiera tan poca diferencia entre un lado y otro y todo fuera nada más que salvajismo y sinsentido no habría tantas personas inteligentes y valerosas dispuestas a jugarse la vida en España”.
No se trata de hablar mal de su punto de vista porque uno sea de izquierdas ni de derechas. Cualquier persona tranquila y civilizada se apunta a la tesis de la locura cuando se trata de juzgar una guerra. Pero eso no significa no hacer un pequeño esfuerzo por salirse de sí mismo y ponerse en otro pellejo que no sea otra vez el suyo. Al lector de novelas le interesa poco la demagogia. En el cuñado fascista había un interesante personaje que desaparece en una escena sin gota de imaginación. La mujer beata, que no murió en el suicidio, es asesinada de inmediato por el autor, cuando su ciclo trágico no había hecho más que empezar. La amante guapísima extranjera siempre termina quitándole los calcetines, y al final sirve de poco convincente contrapunto porque ella, tan culta, es de los que piensan que sí había que tomar partido. ¿Y él? Aparte de ser Muñoz Molina viajando a Nueva York, Muñoz Molina en el campus de una universidad, Muñoz Molina dándose un baño, Muñoz Molina paseando por un paisaje mucho más pomposo y digno que las asperezas calcinadas de su pueblo…; aparte de no quitarse de en medio jamás, el personaje no es que sea un antihéroe sino un antipersonaje. Un personaje puede ser cobarde, pero si no tiene recorrido dramático, si no tiene esquinas, si se nutre del resentimiento y de la obediencia a las tesis del narrador solemne, ni siquiera es personaje. Muñoz Molina ha escrito casi mil páginas de rigor poético, pero no ha desarrollado un solo personaje.
Con más frecuencia que en la parte anterior, uno empieza a disfrutar un poco cuando los diálogos, aunque sean enciclopédicos (de enciclopedia del cine), dan algo de brío a la cosa y se calla un poco el zumbido del moscón poético, pero eso no dura mucho. La carracla vuelve a funcionar sin misericordia cuando ya estábamos dispuestos a interesarnos por la narración. La tesis, la idea, el rollo, es como una humedad que cría moho en casi todas las páginas, el moho ese que le quiere poner el protagonista a la biblioteca. La novela culmina con un polvo tedioso que dan ganas de decirle a Muñoz Molina que se salga un poco de la habitación y por lo menos los deje follar tranquilos.
Debo reconocer, no obstante, que los retratos de personajes ilustres eran más entretenidos. Por fin alguien se mete con el cantamañanas de Rafael Alberti, por ejemplo, y la pléyade de señoritos que aprovechaban los ecos de los cañonazos para escribirse páginas autobiográficas. A Negrín no es el primero que le da cuerda, después del tomazo de Marías que aquí alabé (eso sí es una novela, eso sí es material orgánico), aunque aquí es una especie de Orson Wells mientras organiza la guerra de los mundos.
Y, en fin, no me gustan las frases iguales consecutivas, ni los pleonasmos por sistema, ni empezar como Cormac MacCarthy tantas frases seguidas con el verbo, que en español no queda tan bien. Pero sobre todo no me gusta la actitud inquisitorial de quien se empeña en que todo gire a ritmo de salmodia, y que la adiposidad de los detalles no consiga en ningún momento que nos traslademos a la época y embadurne una férrea estructura previa en la que nada se resuelve y lo que se resuelve se hace a base de coincidencias. Es como si la acumulación de palabrería pretendiera quitar al lector de la cabeza todo aquello esbozado y no resuelto, ni siquiera desarrollado. Y el efecto es justo el contrario: te pasas la novela echando de menos lo que se quedó a mitad. No porque fuera interesante, sino sencillamente porque es lo que te estaban contando.

7.12.09

Animales heridos

El ganado ya se iba. Llevaba toda la mañana en un bancal de tierra parda que se estaba despertando del barbecho. Las ovejas iban ya dejando las faldas ásperas de la muela, se movían con más brío entre rastrojos y rebrotes de ababol, como si alguien les hubiera dicho que había llegado la hora de beber o fuera más prudente protegerse bajo los chopos cabeceros que jalonan el río. La mañana era fría pero estaba despejada y no soplaba el viento. El sol calentaba un poco. Las ovejas caminaban cabizbajas, un mastín negro al que se le veía la carne viva de los lacrimales las iba acompañando sin ladrarles.

El pastor terminó de comer y se limpió las migas, pasó el filo de la navaja por la pernera de los pantalones y la plegó mientras se limpiaba los dientes con la lengua. Cogió un morral de tela azul y se lo colgó atravesado por encima de la zamarra, y cuando se agachó a recoger el cayado vio que detrás de él, detrás de una mata de cardos, una oveja se quedaba retrasada. En realidad no podía caminar. Estaba a punto de parir, es posible que hubiese ya empezado. El cielo se había cubierto y por detrás de las crestas del otro lado del valle asomaban nubarrones negros. La primera volada de aire vino al mismo tiempo que se ocultó el sol.

Una oveja que se para porque ya no aguanta más puede tardar segundos en echar la cría, pero a veces se resiste. A veces hay que coger la cabeza o las patas del cordero y estirar. El cielo era una bóveda de plomo. El pastor intentó arrear a la oveja para que lo siguiese, pero vio que abría las patas de atrás y trataba de flexionarlas. Balaba porque no podía. De modo que volvió a descolgarse el morral y sacó la navaja. Al incorporarse vio cómo de las peñas peladas que habían dejado a su espalda salía un buitre y volvía a desaparecer. Su silueta sobrevolaba parsimoniosa los peñascos de la cima y se alejaba planeando sin más movimiento que el de las plumas de las puntas de las alas.

Había que darse prisa, llevar las ovejas al río y meterlas en la paridera antes de que empezase a helar, o se desatase una tormenta. La silueta del buitre había vuelto a ser un mal agüero. Ya no había muladares y en la sierra se dieron casos de vacas recién paridas atacadas por los buitres. El gobierno quiso limpiar el campo de carroña, de los burros muertos que se descomponen en el fondo de un barranco y las vacas enfermas que quedaron atascadas en las charcas. Los ganaderos estaban muy preocupados.

El rebaño había traspuesto la loma que lo separaba del río. Detrás de un horizonte de rastrojos sólo se veían las ramas más altas de los chopos con algunas hojas amarillas y la nube de polvo que iba levantando el ganado por el camino. Se rumoreaba que en la peña habían puesto un comedero controlado. Antes estaba descontrolado pero no había buitres, decían los pastores. Lo más seguro era que los buitres estuviesen arremolinados al otro lado de la peña, arriba de la pared caliza, en los yermos pelados donde antiguamente subían las ovejas en verano, atadas con una cuerda.

El pastor cogió a la oveja por una pata trasera y venció sobre ella el peso del cuerpo para tumbarla. Luego le agarró las patas delanteras. La oveja estaba exhausta, no hacía por levantarse. El pastor presionó varias veces con el puño en la vagina tumefacta. Palpó la cría con los dedos pero no reconocía la cabeza ni las patas. La oveja balaba entrecortadamente, cuando reunía fuerzas, un solo balido lastimero con el que no bastaba para parir. De modo que el pastor metió la mano entera para darle la vuelta dentro del útero y sacarla porque si no la madre se podría reventar. Alguna vez más lo había tenido que hacer, el tacto sedoso y caliente de las paredes del útero le acariciaba los nudillos y con los dedos iba palpando las costillas del cordero hasta que dio con las patas de atrás y poco a poco fue cambiándolo de posición. Sacó la mano llena de sangre y de un líquido blanquecino y turbio como el suero y jirones de placenta pegajosa. La pezuña de una de las patas asomaba. Volvió a meter los dedos para coger la pata de más arriba de la rodilla y estiró sin detenerse, adaptándose al ritmo con que los propios esfínteres empezaban a expulsarlo. Nada más asomar la cabeza el cordero salió entre telas ensangrentadas. El pastor sacó la bota del zurrón, la puso boca abajo entre las rodillas y con ellas presionó para que saliera un chorrillo con el que se lavó las manos.

Al levantar la vista al cielo, por encima de donde debía haber llegado ya el rebaño, vio que a lo lejos las nubes se deshacían en cortinas de hilos grises y una niebla cuajada velaba las ramas de los chopos. La oveja no podía ponerse de pie. Tuvo que ayudarla el pastor y a empujones apenas consiguió que caminase unos pasos con el cordón blanco brillante de flujos colgando entre las patas. Así anduvo unos metros, hasta que de pronto la oveja se arrancó a trotar, y cuando el pastor se volvió para recoger el corderillo se dio un susto que casi le da un infarto.

Nunca antes había visto un buitre tan de cerca. Vio planear su silueta perfecta recortada en la pared caliza de la muela, y cómo bajaba el vuelo y unos metros antes de una encina seca dejaba caer las patas, sus muslos de oca, y bajaba la cabeza e inspeccionaba las ramas con su largo cuello como si una culebra estuviera saliéndole del cuerpo. Vio la pechuga gorda de gallina gigantesca, las blancas plumas moteadas, los plumones con cañones como tubos de metal, que se recogían hacia adentro para amortiguar el aterrizaje. Parecía un animal compuesto del despojo de otros muchos, un cuerpo de pavo con un cuello de culebra, y las alas como dos perchas gigantes de las que colgara una alfombra de plumas desordenadas.

El buitre se posó en la rama, a unos quince metros de donde estaba el pastor. Parecía un rey medieval arropado por un manto de plumones grises. Había doblado el cuello sobre la pechuga con la curvatura de una tripa y de su cráneo peludo salía un pico desproporcionado, una callosidad córnea descolorida con un gancho afilado en la punta. El pastor podía incluso ver las garras por encima de la rama sin color, la piel de saurio de las patas de gallina pero muchas más bulbosidades negras. Incluso le vio la cara, la piel fina gris brillante y arrugada, los ojos redondos y muy negros escondidos en las cuencas, hundidos por debajo de los huesos.

El pastor sacó sus cosas del zurrón, unas cuerdas de plástico rojo y una bolsa con comida, y metió al cordero en el zurrón con la cabeza fuera. Llevaba el garrote pero eso no era suficiente. Lo había visto posarse, su descomunal envergadura que ocupaba casi la rama entera antes de plegar las alas y quedarse a la expectativa, sus garras como garfios de hierro viejo. El pastor ató una cuerda al cuello de la oveja y la obligó a caminar sin detenerse cada pocos pasos. Conforme se alejaban el buitre inmóvil era un bulto sobre las ramas muertas al que el viento movía las plumas. El pastor caminaba mirando atrás, oteando las cejas de las peñas, la posibilidad de que viniesen más buitres. A veces agarraba unos metros a la oveja pasándole un brazo por el pecho y volvía a dejarla y estiraba de la cuerda roja. El buitre no se movía.

Por delante iban surgiendo las ramas de los chopos cabeceros por entre la bruma, las vigas dejadas crecer que acaban rajando las zocas y la pelambrera de las ramas nuevas. El pastor se fue metiendo entre la lluvia. Las gotas iban despegando hilachas de placenta que aún colgaban de los ojos de la cría. Llevaba la cabeza gacha, sólo la subía para mirar atrás. Una de las veces vio cómo a lo lejos el buitre espolsaba las alas y arrancaba el vuelo en dirección adonde él estaba. El pastor volvió a posar en el suelo a la oveja, sacó la navaja del bolsillo de la zamarra, la abrió y la empuñó con la mano izquierda mientras con la derecha blandía el garrote como si lo estuviera sopesando. El buitre pronto ganó altura, sus alas enormes volvieron a planear. El pastor se llevó atrás el garrote, como para coger impulso si se acercaba, pero el buitre aleteó pesadamente y pasó por encima del pastor, en dirección a los chopos desnudos del río. No hizo giros, no dio ningún rodeo, voló directo hacia la bruma densa donde ya estarían bebiendo las ovejas, a menos de quinientos metros de donde estaba el pastor, al otro lado de la loma.

El rebaño era lo primero. Dejó la oveja parturienta y corrió con la cría metida en el zurrón entre bancales de cascajo que atajaban las curvas del camino. El cordero de ojos cerrados iba dando botes y balaba. No tardó ni cinco minutos en llegar al río, pero allí no había ningún buitre. Las ovejas estaban juntas entre dos viejos muñones de chopo erizados de ramas tiernas. No se veía el buitre en el amplio horizonte de barbechos al otro lado del río. El pastor barrió el paisaje en círculo con la mirada. El buitre no había regresado a las montañas, y si nuevamente apareciese por el otro lado del río lo vería entre las cortinas de lluvia que azotaban ahora la sierra muy lejos de allí. Inspeccionó con cuidado el ramaje de los chopos cabeceros, las vigas gordas y las varas tiernas, y las piedras blancas esmeradas que se amontonaban aguas abajo.

No vio al buitre, pero entre los balidos de las ovejas escuchó un aullido. Caminó entre zarzas y hierbajos que le llegaban a la cintura hasta más allá de los chopos, donde se abre de nuevo el campo abierto. Vio al mastín que se alejaba del río con su andar cansino y agitaba la cabeza para sacudirse el agua de la cara. Aullaba como los lobos. El pastor lo llamó con un silbido pero el perro seguía ladrando y aullando y agitando la cabeza como si quisiera espantar la lluvia. El pastor abandonó la chopera y fue tras él, pero nada más salir de los últimos arbustos, los juncos secos y las hierbas de la primera linde, caído sobre los terrones de un labrado, vio al buitre con las alas abiertas y las patas encogidas, como si lo hubieran clavado al suelo. Lo menos tenía cuatro metros de envergadura. Al principio se asustó, pero al acercarse un poco se dio cuenta de que le faltaba la cabeza. Se la habían arrancado por el buche, había minúsculas piedras amarillentas mezcladas con detritus y esparcidas por las plumas del pecho. La cabeza estaba un poco más adelante. Tenía los ojos y el pico muy abiertos, le salía una lengua negra que brillaba con la humedad. El pastor corrió al encuentro del mastín, que seguía dando tumbos muy despacio y aullaba y el pastor veía el aliento del animal y las gotas que despedía al sacudir la cabeza.

El pastor lo llamó por su nombre, y el perro se volvió. Aullaba y tenía los ojos vacíos. Un hilo de sangre le corría por el hocico, una colgajo al final del que brillaba el blanco del ojo le golpeaba la boca cada vez que trataba de sacudírselo y levantaba la cabeza para aullar. Los aullidos se quebraban en gañidos, el mastín cabeceaba como un toro de lidia que quiere sacarse la espada, y de sus ojos manaba la sangre. El pastor trató de calmar al mastín con voces, lo cogió de la carlanca y le acarició la cabeza y le limpió la sangre del morro con los dedos y con la navaja que llevaba abierta en un tajo rápido cortó la hilacha sanguinolenta que le colgaba y tapó con las manos las cuencas de los ojos. La sangre le salía entre los dedos, la lluvia la limpiaba. Cogió al mastín por la carlanca y lo puso a andar hacia donde se guarecía el rebaño. El bicho entonces pareció tranquilizarse, ahora giraba la cabeza como si encontrase alivio en las manos del pastor sobre los agujeros negros. Mientras lentamente lo acercaba hasta la chopera para poder curarlo mejor el pastor fue contando las ovejas. No faltaba ninguna.

De las siete ovejas preñadas tres habían parido, pero tenían a su lado los corderos. El pastor buscó el cordero recién nacido, que andaba balando entre las zarzas, y volvió a meterlo en el zurrón. Una oveja lo había terminado de limpiar. Con una manga de la camisa improvisó una venda y tapó los ojos vacíos al mastín y la sujetó con un trozo de plástico manchado de placenta que aún llevaba en el morral. A voces arreó al rebaño de regreso a la paridera. Al vencer los taludes del río, mucho antes de llegar a las faldas de la peña, allí donde debió de quedarse la oveja recién parida, vio cómo una bandada de buitres se amontonaban entre los rastrojos. Unos subían encima de los otros y aleteaban y soltaban plumas, o salían corriendo como pavos con una piltrafa de carne muy roja colgando del pico.

2.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, 3























Bueno, ya hemos matado al teniente Castillo y a Calvo Sotelo. Algo es algo. A la altura de la página 600, está claro que aquí no hay dos novelas que se cruzan, la del estallido de la guerra y la historia de amor. En realidad sólo hay una, una mala novela rosa, a la que de vez en cuando se le añaden datos históricos, todos amontonados, como para quitarse de encima en unas pocas páginas todo el material histórico. Hasta entonces, se nos cuenta la historia de un amante rijoso y de su santa esposa, que un día, vaya por Dios, encuentra las cartas de ella, la otra, ¡ay las cartas comprometedoras!, esparcidas por el despacho del marido, y a la señora, a finales de los años treinta, que tiene “un alma honrada y un carácter pasivo”, no se le ocurre otra cosa que tirarse a un pantano, con el bolso bien cogido y una andar sonámbulo como el de la protagonista de Calle Mayor. La novela se va espesando en una especie de capítulo de Amar en tiempos revueltos con la estética de Miguel Picazo. Y no hay escena (bueno, escena: dejémoslo en situación) que no recuerde a alguna célebre película: la escenita en la playa, que es Cádiz (un chalet en Cádiz, así, de pronto, por la cara), con la dama que ha salido en mitad de la noche a la orilla del mar y el amante se despierta y acude y la abraza y el viento mece la bata; un diálogo de amor tópico impresentable que hasta en las teleseries de sobremesa tendrían que recortar; el sexo vulgar de capítulo octavo de novela hispanoamericana… Parece que Muñoz Molina sólo pueda contar lo que ha visto, en su vida o en las películas, pero no imaginarse nada nuevo, nada no visto por nadie, sencillamente imaginado. Y todo ello en un lenguaje al que la sublimidad sin interrupción se le vuelve como un yugo de rigor poético, como las máquinas de los barcos que no descansan. Las frases brillantes malviven amontonadas entre otras frases brillantes, y con esa falta de textura se convierten en una prosa membruda, repetitiva, en ocasiones hasta cansina, sobre todo cuando arranca un nuevo párrafo y se nota que aún no tiene claro cómo seguir, pero él sigue empalmando rigurosas frases poéticas mientras el fragmento coge vuelo.
Hasta tal punto la cosa es así que hay un pasaje, una parrafada de Negrín, que es de los personajes históricos que vienen, se toman un café y se van, como en el programa aquel de Antonio Garisa, que es como si Muñoz Molina hubiese abierto la ventana y el aire de la mañana la ventilase con unos párrafos audibles. Allí Negrín dice lo que corresponde juzgar al lector, lo que, si la novela fuera una novela, el lector sabría y entendería sin que Muñoz Molina se lo explicase a todas horas.
Pero la cosa dura poco. Enseguida irrumpe la dignificación de la mujer suicida, la lista de reproches, un poco como si antes de tirarse al pantano se confesara con el padre Muñoz Molina. Pero no, no crean que se muere. Esto no es como lo que le pasó a Ganivet, que lo rescataron y se volvió a tirar. Aquí había al menos dos personas estratégicamente situadas en un yermo donde nunca hay nadie, que la recogen y la llevan al hospital. Ya la tenemos en el hospital, como a la mujer de Plenilunio. Lo dicho: pobre señora.
El autor se aplica tanto en este argumento marujil que descuida que se está organizando una guerra, y entonces hace algo que nos vuelve a remitir a Cela. Su relato del asesinato del teniente Castillo y de Calvo Sotelo son cinco páginas en las que Muñoz Molina escribe una lista de titulares de prensa, que según cómo están colocados contrastan y subrayan lo absurdo de lo que sucede. Conviene comparar ese fragmento con el trato que Cela daba a esos asesinatos en la segunda parte de San Camilo 36. Cela utiliza el asesinato y el entierro como hilo conductor de la locura, con un nivel de detalle que dice mucho sobre el grado de documentación que requiere una novela, y no por voluminosa ni por importante sino por significativa, por poética. En Muñoz Molina se ve lo que ha hecho, el propio autor lo sugiere. Una tarde cogió un libro de periódicos de la época y fue anotando todos los titulares que le llamaban la atención. Ese fue todo el grado de elaboración que necesitaba la ambientación histórica, en este caso los cartonajes históricos de la novela rosa, que tampoco necesitan mucho para despachar a Unamuno con un cliché demagógico y barato. Los lectores de mesa camilla que aguardan la novela no saben quién es Unamuno ni les importa. Lo importante es a ver ahora qué pasa con ella, que encontró las cartas y fíjate tú qué disgusto la pobre. Total, como en Guerra y paz.

1.12.09

La fiambrera de Muñoz Molina, 2
























Ha salido a colación el San Camilo 1936. En una de las entrevistas promocionales de La noche de los tiempos, la que publicó Babelia, el entrevistador, con buen tino, le preguntó por la novela de Cela. “Es un libro muy importante”, dijo Muñoz Molina, escuetamente, sin aclarar la importancia ni extenderse en su consideración. Cualquiera que haya seguido a MM desde sus inicios asistió a la polémica que quiso organizar el ABC entre él y Cela, cuando Cela estaba ya abducido por la gloria y publicó una ridícula Pavana para un doncel tontuelo en la que acusaba a Muñoz Molina (“el garzón M2”) de haber sufrido a su costa un ataque de cuernos. Fue una cosa tabernaria, de amigotes, que vino a cuenta de una polémica anterior entre Umbral y Muñoz Molina. Umbral se había sobrado con él en Las palabras de la tribu, con él y con “los ciento cincuenta novelistas de Carmen Romero”, como llamaba a una generación en la que, además de MM, se dio por aludido Julio Llamazares, ese absoluto fracaso de novelista.
Por aquel entonces, principios de los 90, yo asistí muy divertido al rifirrafe. Me gusta Cela, me gusta Umbral y entonces me gustaba mucho Muñoz Molina, cuyo Ardor guerrero sigo considerando uno de los libros más importantes de aquella década, a mi juicio no superado por su autor. Estaba maravillosamente bien escrito y trataba el único tema del que todos los españoles han oído narrar algo, pero del que no se había escrito un libro convincente. El tema era apestoso, pero el contenido (“un ambiente de techos bajos”, dijo Savater) fascinaba desde la primera página, gracias sobre todo a la extraordinaria fuerza de la prosa y al esfuerzo de desnudez, sin esos añadidos estúpidos (literarios) que suelen embadurnar la prosa literaria española y que cada cierto tiempo necesitan un Baroja que los desacredite.
Pero también me gustaban los otros, Cela desde que tengo uso de razón, y Umbral desde que llegué a Madrid. Los dos escribieron su libro sobre la guerra, más de uno, aunque los mejores fueron, respectivamente, San Camilo y Leyenda del César visionario. Esta última es de lo mejor que hizo Umbral. No hay narración (Umbral no sabía narrar, sólo sabía escribir), pero su estética valleinclanesca devolvía con la deformación precisa el ambiente intelectual fascista en las vísperas de la hecatombe. El personaje era la prosa. Mi idea de los laínes quedó fijada en esas páginas; no así de Torrente Ballester, gran narrador, de quien Umbral hablaba mal igual que hablaba mal de Galdós, por ignorancia. No obstante, recuerdo, más o menos, una gran frase de aquel libro: “Foxá comía con cucharilla de plata, y Torrente con cucharón de palo para las sopas aldeanas”. El libro era breve pero era un constante sofoco de frases brillantes (sonoras, diría Marsé), aunque lo más importante es que daba una idea bastante aproximada de lo que pasaba por el cerebro de la intelligentsia estética joseantoniana, la píldora que se tragaron.
El otro libro, San Camilo, sigue siendo una pasada. No hay vez que no lo abra que no me quede pasmado con la potencia transparente de su prosa. El método, ya se sabe, era lo que entonces se llamaba estructural, es decir, una yuxtaposición de fragmentos que no se sostienen por una historia continuada sino por la fuerza de cada uno y la impresión del conjunto. Aquí no hay narración, pero sí hay novela, porque leerla es como estar dentro de un bombardeo, una locura que se agranda hasta extremos tan delirantes como ciertos. Cela escribió ese libro a finales de los 60, pero desde las primeras líneas se respira dentro de 1936. Cela te mete dentro de la locura colectiva, no te la enseña en fotos antiguas. Es difícil escribir con más desgarro sobre aquellos días sin soltar discursos ni sermones, más allá de las melopeas medio surrealistas que el protagonista se larga frente al espejo.
Cela publicó esta novela con 53 años, los mismos que tiene ahora Muñoz Molina. Ambas están escritas en el apogeo de sus carreras, las dos saludadas como obras maestras de sus respectivos autores. Las dos tratan el mismo asunto, y las dos parten de la misma idea: aquello fue una salvajada, una locura colectiva, una mezcla de instinto e ignorancia. Durante muchos años se le reprochó a Cela que metiera a todos en el mismo saco, tirios y troyanos borrachos de ginebra histórica, cegados por el entusiasmo de la sangre. Y eso es lo que hace Muñoz Molina, sólo que él se guarda la coartada de la excepción, del personaje excepcional, del artista sensato en un mundo de locos. Cela se hundió en ese fango y lo retrató con la amargura del hieratismo. Subió las trochas más difíciles en su camino por sacarle las entrañas a una época valiéndose de lo que se ve, de lo que se dice y se respira. En vez de sermones, Cela barajaba, yuxtaponía, contrastaba, pero no rellenaba con consideraciones ideológicas el torrente irrepresable de la prosa. La novela era un lugar hermético de 1936. Estás allí, no sentado en una butaca viendo documentales de la época, que es la sensación que yo vengo teniendo con Muñoz Molina.
Con esto lo único que quiero decir es que los dos han contendido en un momento de sus vidas con el tema, y los dos han coincidido en el fondo de sus apreciaciones históricas, pero uno de ellos, Cela, fue mucho más lejos. Los dos responden a la estética de su momento. A finales de los 60 y principios de los 70 se publicaban cosas aún más raras, casi todas lastradas por su audacia, que es un poco el defecto que tiene San Camilo, que es un libro sin principio ni fin, tan impactante y definitivo en una página como en cien. La novela entera, la lectura entera de la novela, de cabo a rabo, es un ejercicio de fascinación sin esperanza, pero yo me temo que habrán sido pocos los que hayan recorrido ese camino tan deslumbrante como agotador.
En el caso de Muñoz Molina, llevamos tantos años de posmodernismo cinematográfico mezclado con autoficción y desprecio de las medidas narrativas, que esa falta de contundencia general de la novela puede que sea una muestra más de lo que se sigue llevando. A la prosa poderosa la lastra, de momento, una falta de definición estética, un hacer cosas muy serias con métodos muy poco serios, poco menos que sacados del folletín y del tebeo, o de esas películas históricas en los que cada personaje representa una cosa, y la dice y se va. Pero así es la imaginación contemporánea, qué le vamos a hacer.
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