24.1.10

Teócrito, El Cíclope

Hablando de Polifemo (un tema que no sólo me interesa porque Góngora escribiera un maravilloso poema, sino por el folletín del año que viene, si es que lo empiezo), esta tarde me ha apetecido leer el idilio XI de Teócrito, cuyos primeros veinte versos, más o menos, dicen así (igual me da por traducirlo entero, no sé):


1

Ninguna medicina cura el mal de amores,

Nicias, ningún ungüento, creo yo, ningún emplasto;

Las Piérides tan solo: hay una dulce y suave

que a todos da remedio, no fácil de encontrar.

5

Yo sé que la conoces, tú que eres buen médico

amén de favorito entre las nueve Musas.

Así al menos halló alivio nuestro Cíclope,

el viejo Polifemo, cuando por las mejillas

y el mentón la barba apenas le apuntaba

10

y se enamoró de la bella Galatea.

Su amor no era cosa de manzanas ni de rosas

ni rizos del cabello, sino ataques de furia.

Nada le importaba. Muchas veces al redil

solas del verde prado volvieron sus ovejas.

15

Y él se consumía cantando a Galatea

desde el amanecer por la ribera algosa,

con la más cruel herida dentro de su corazón,

el dardo de Afrodita clavado en las entrañas.

Mas encontró el remedio, y en una alta piedra

20

mirando el mar sentado esta canción cantaba:

19.1.10

¡Oh Mecenas!

























De Fernando Savater podemos esperar libros buenos o malos, podemos estar o no de acuerdo con sus ideas, pero lo que de veras sorprende es que incurra en alguna clamorosa falta de sagacidad. Hoy me he desayunado leyendo en El País un artículo en el que avisa del retroceso cultural que se desencadenaría si, con el achaque de las descargas gratuitas, resucitara la figura del mecenas. Como Savater es siempre tan didáctico, ha explicado que mecenas es la antonomasia de Mecenas, el noble romano que andaba en el círculo de Augusto y que financiaba la obra de grandes artistas. Viene a decir que entonces, cuando un hombre rico financiaba las artes y las letras, el escultor o el pintor eran reos de sus caprichos, y que si se permitiera en internet el todo gratis volveríamos a la cavernosa situación del caciquismo estético. Incluso pone un ejemplo supremo que me ha llegado al alma: dice que fue Mecenas quien sugirió a Virgilio que escribiera las Geórgicas. ¡Pues alabado sea Mecenas, porque su capricho caciquil consistió en revolucionar la literatura desde su misma raíz y para siempre!
La verdad es que Mecenas se lo sugirió a instancias del mecenas mayor, el propio Augusto, que quería despertar en la clase culta romana el regreso a los abandonados campos. Y la verdad también, como dice Savater, es que Mecenas mantuvo a Virgilio los muy largos años que le costó escribir ese poema y, sobre todo, el siguiente, la Eneida. ¿Es eso para Savater una prueba de falta de libertad para el poeta o su teoría del mecenazgo sólo puede aplicarse ahora? ¿Desde cuándo el mecenazgo es malo, desde que Virgilio se retiraba a escribir a la Campania o desde que Savater siente peligrar sus derechos de autor?
Pero la falta de sagacidad no es esa. Parece mentira que un hombre con sentido global de la realidad (creo que eso es un filósofo) no se dé cuenta de que la figura del mecenas no sólo no ha desaparecido sino que se ha enquistado en las más caciquiles oligarquías artísticas sin la frescura y el capricho de los tiempos de Mecenas. Sí, él encargó a Virgilio un poema a cambio de que tuviese suficiente dinero para no pensar en otra cosa, que es, exactamente, lo que hizo Lara cuando le encargó a Savater que escribiera una novela a cambio de cincuenta kilos limpios. La diferencia es que las Geórgicas de Virgilio siguen siendo, como dijo Dryden, the best poem of the best poet, y la novela de Savater era una mierda.
Porque el mecenazgo virgiliano llegó hasta el siglo XIX, y entonces, más que ser sustituido graciosamente por la voluntad de los lectores, pasó a manos del mercado. Aun con todo, los profesionales como Galdós tuvieron que sudar tinta y escribir con ella, intentaron zafarse de los nuevos mecenas, los editores, que sólo se diferenciaban de los antiguos nobles en que veían la literatura como un negocio, y en el caso de Galdós hubo que bajar los brazos y firmar un contrato con otro mecenas. Antes que él, el patrón de la novela popular, Walter Scott, debió trabajar como un forzado aun en su lecho de muerte para pagar las deudas. Si Góngora pudo largarse de la pestífera corte y escribir a sus anchas el Polifemo no fue gracias a la popularidad de sus poemas (más de la que uno creería) sino a la munificencia del conde de Niebla. El bueno de Lope tenía que escribir comedias en horas veinticuatro porque no llegaba a fin de mes, ¡como para que ahora vengan los de la Sociedad de Autores a sisar dinero cuando unos lugareños representan Fuenteovejuna!
¿Cuándo dejó de haber mecenas, si hasta los toreros se apuntaron en el siglo XX a la costumbre? ¿Qué habría sido de tantos escritores sin el contacto, el amigo, el chanchullo, el confidente? ¿Qué habría sido de Umbral –o de Vicent– si Cela no llega a encargarle, nada más conocerlo, un par de libros? ¿Y de Muñoz Molina si un amigo no le hubiera presentado a Pere Gimferrer? Los mecenas del siglo XX no son bon vivants con puños de celuloide que regalaban su dinero a los ingenios, sino aquellos que te meten en el círculo exclusivo de los artistas oficiales, que ceban la caldera de las ventas y se especializan en comerciar con el gato y la liebre.
Y también parece mentira que Savater no se dé cuenta de que la red tiende a terminar más pronto o más tarde con ese modelo de oligarquía cultural, de artistas por recomendación. La sobreabundancia de personas que saben redactar ha degenerado, cómo no, en el arte como lujo, como actividad a la que sólo pueden dedicarse en exclusiva unos cuantos privilegiados, para siempre y hagan lo que hagan. Si algo demuestra la red es que, junto a escritorzuelos como el que firma este blog, abundan los escritores que no tienen nada que envidiar a la oficialidad editorial, y lo mismo podríamos decir de cineastas y de pintores. Claro que siempre se puede reclamar un mecenas oficial al estilo de Juan Goytisolo, cuando repite que está bien que haya best-sellers porque así los editores pueden invertir en gente tan exquisita como él.
No sé si volverán o no los mecenas, pero estoy seguro de que, si vuelven, la misma red será, más que el Gran Hermano, el Gran Mecenas. Las descargas, sí, sirven para seleccionar, para separar el grano de la paja, el producto de la obra. En la red no interesan los apellidos sino lo que hay escrito, filmado o pintado. Importa la obra singular más que la carrera artística. Y eso no sé si será bueno o malo, pero sí sé que es inevitable. ¿Cómo es que, de pronto, el artistazgo oficial ya no confía en la sabiduría del público? ¿Por qué piensa que el público tiene espíritu delincuente y no voracidad cultural, y, sobre todo, pocas ganas de que lo engañen?
Si la novela con la que ganó Savater el Planeta hubiera estado antes en la red, mucho me temo que ni Dios la habría comprado. Las Geórgicas está entera en internet, y no hay en España librería que de vez en cuando no siga vendiendo un ejemplar. Baroja o Galdós tienen toda su obra en la red, y sus libros se siguen vendiendo como churros. Esa es la diferencia.

18.1.10

Ausencia de piedad

Es difícil que una película de tesis se salga de la tesis para ser una película, es decir, que no sea resumible, que no se quede en una idea, que emocione y desasosiegue y el recuerdo de la experiencia estética trascienda la mera idea. Porque en arte todas las ideas son meras ideas.

A pesar de que Michael Haneke ha divulgado que él no rueda películas de tesis, La cinta blanca lo es, y además es una excelente película, una de esas obras rotundas que van dignificando –acaso enmascarando– el cine contemporáneo. La tesis, también divulgada por Haneke, un poco a pesar suyo, es que los orígenes del nazismo hay que buscarlos en la educación que recibieron los nazis. Cuando esta obviedad cobra cuerpo y celuloide, su amplitud a todos los ámbitos sociales provoca escalofríos. La película está ambientada en los meses previos a la Primera Guerra Mundial, en un pueblo alemán en el que se reproducen todas las castas sociales cuya combinación produjo la deflagración moral del nazismo: los aristócratas de siempre, todavía caciques; los miserables a expensas del cacique, jornaleros y criados; y también lo que pudiéramos llamar la clase media ilustrada, el pastor calvinista de morro prieto, el médico rural, el maestro de escuela. Salvo este último (qué tendrán los maestros que siempre hacen el papel de personas razonables), a casi todos los demás les falta el alma. Son personajes perfectamente compuestos, y forma parte de sus muy matizadas características la de no tener alma: no la tienen los padres que practican el sadomasoquismo como principio educativo, ni tampoco el médico que da más importancia a sus propias secreciones humorales que a la dignidad de las personas, ni el barón que todavía vive en un feudalismo paternalista (con el paternalismo despiadado de los padres sadomasoquistas, claro).

Digo alma por decir algo, pero lo que de veras les falta es piedad. En toda la película sólo hay piedad en un niño que caza un pajarito y no lo quiere matar. A todos los demás da la sensación de que les han extirpado una glándula, tienen todos un aire de personas muertas, salvo quizás aquellos pocos (aparte del maestro, su joven prometida) que se limitan a ser personas normales. Severamente alemanas, pero normales.

Fue esa clase media, en efecto, la que lanzó un doble ataque a la nobleza y a los desposeídos: a los unos se propuso sustituirlos en el más amplio sentido del término, porque la sangre noble ya era otra, y a los otros, a los pobres, no llegó a considerarlos nunca como personas. Había una nueva pureza representada tétricamente en la cinta que da título a la película, un modo de ver el mundo en el que los niños desarrollaban naturalmente lo que sus padres sólo pensaban. Hace poco, a propósito de una entrada en el blog de Mabalot, me preguntaba en qué década del siglo XX se había generalizado el concepto de dignidad de la persona. No en esta Alemania de antes de principios de siglo, desde luego, no en una observancia calvinista delirante que confunde tersura con presión interna: así, luego, más que triunfar, estallaron.

Es verdad que la disciplina inflexible desarrolla en sus víctimas ausencia de piedad. Normalmente, en nuestra jerarquía perruna, sólo se ve la piedad por encima de uno, casi nunca por debajo, o sólo para lavar un poco la conciencia. En el caso del nazismo lo relevante fue que una clase emergente decidiera que sólo sus componentes eran personas, y despreciaran por igual los privilegios heredados que las miserias también hereditarias. Su herencia era otra.

El complicado personaje del médico sería un ejemplo perfecto. En él se abre una sima interpretativa que engrandece la película cada vez que se la recuerda. Es estricto cumplidor de sus obligaciones. Salva vidas que luego desprecia. Practica la ciencia veterinaria sobre los seres humanos. Su egoísmo no tiene límites y en él ya ha desaparecido cualquier sombra de lo pudiera llamarse moral. Por eso es tan importante la primera escena de la película. En esta historia las víctimas son, como decimos, nobles o desposeídos, pero también lo es este médico, el más nazi de los nazis, más incluso que el cura severísimo protestante, no mucho más salvaje que otros curas severísimos católicos que todos hemos conocido, dicho sea de paso.

En esa primera escena, alguien ata un cable a dos árboles para que cuando el médico vuelva galopando a su casa se tropiece y se caiga. El resultado es que le parten las patas al caballo, al que hay que sacrificar, y el médico casi se parte la crisma. Casi. Entiendo las otras víctimas como ilustración de la tesis, de la idea: el hecho de maltratar a un querubín aristócrata o a un pobre retrasado son dos casos de violencia simétrica, típicamente fascista. Pero el hecho de atentar contra el médico, uno de los más evidentes modelos de conducta prenazi, va más allá de la mera descripción política. Y ahí está la cinta blanca.

Esos niños fríos de la película (fríos por fuera, volcánicos por dentro) han sido educados en la pureza. El padre fanático los marca cuando faltan al sagrado ideal de perfección como después los mismos nazis marcarían a las otras razas para ellos prescindibles. De modo que los hijos juegan a constituirse en tribunal de la pureza y atentan contra toda clase de impureza, ya sea la biológica del niño retrasado, la de la madre pobre, la del vástago de la nobleza, o bien la impureza moral que es fácil asignar cuando lo que se necesitan son excusas: es impura la madre soltera y el padre corrupto, es impura la pobre criada y es impuro el cabrón del médico.

Es como un escorpión que termina por atacarse a sí mismo: puestos a implantar la pureza a toda costa y con métodos salvajes, los niños atacan incluso a los responsables de que ellos hayan crecido sin piedad. Son como los niños del Brasil, mecanos que ya no distinguen las personas ni siquiera entre ellos, porque todo se somete a un concepto delirante, mezcla de resentimiento y literalidad, del sagrado ideal de pureza. En su Inquisición infantil merece castigo severo hasta el severo pastor protestante, el que más ha contribuido con su retorcida ortodoxia disciplinaria a volver locos a sus hijos y convertirlos en cruzados de la cinta blanca.

Tiene algo esta película de El señor de las moscas, esa literalidad de las consignas, no matizada por las otras muchas cosas que nos hacen convivir. Los niños aquí no son malos por naturaleza sino pervertidos por el pie de la letra y el ojo por ojo. Ellos ejecutan como un juego de niños los delirios nocturnos de sus mayores, y eso ya no cabe sólo en la época y en la cultura. Esa cuestión es universal, de siempre y para todo el mundo. Los límites de la religión están en la dignidad para con uno mismo y la piedad para con los demás. Eso es lo que estos niños llevaban borrado de su alma, y el espectral, bellísimo blanco y negro de La cinta blanca me resulta otro símbolo de lo mismo. La película no tiene color porque los personajes, el mundo en el que viven, tampoco lo tienen. Sus mentes no dan lugar a dos ideas opuestas pero compatibles. No hay una sola molécula de ironía en sus cerebros inficionados de perfeccionismo. Son brutos en el sentido radical de la palabra. Gente plana, obsesionada. Poner color a sus miradas habría sido como ponerles sentimientos.

17.1.10

Principio

La traducción como experiencia ascética exige buena parte de las virtudes teologales y de las que no son teologales, fundamentalmente la paciencia. El otro día me dio por revisar la versión, ya completa, de la Geórgica primera, y decidí rehacerla casi entera. Un poco por darle flexibilidad al resultado, había empezado no sólo traduciendo en alejandrinos, con acento en sexta, sino en cualquiera otra combinación de versos cuya suma fuera también catorce sílabas.

Esto, me doy ahora cuenta, no funciona. Y la razón la he sabido al convertir los versos todos en alejandrinos con acento en sexta, si bien no con cesura fija ni, claro, con rima, lo cual tengo comprobado que, si se quiere ser fiel al original –un original que tampoco tiene rima– y no caer en ripios ni en morcillos, resulta poco menos que imposible. Es curioso el efecto del acento sobre la ristra de versos, como si a todos les hubiesen ajustado la corbata. El acento obliga a los hipérbatos, y estos aíslan la palabra y le dan un tono más esculpido, a lo mejor un poco menos natural, pero creo que bastante más poético.

Nadie me dice que no vuelva a empezar, pero de momento es esto lo que sale. Cuelgo aquí los cien primeros versos de esta nueva y más ortodoxa versión.

Geórgica I

Cómo tener cosechas fecundas y abundosas,

la vertedera en qué constelación se arrastra

por la tierra y las parras se enredan a los olmos,

los bueyes qué cuidado, qué más dedicación

reclama, oh Mecenas, el ganado menor,

cuánto hay que saber de abejas hacendosas.

De todo esto ahora comienzo a cantar.

Vosotras, oh lumbreras del mundo las más claras,

bordón que sois del año cuando corre el cielo,

Líber, Ceres nutricia, si por mercedes vuestras

bellotas de Caonia la tierra transformara

en turgentes espigas, y con flamante uva

mezcló aguas aqueloas; y vosotros los Faunos,

deidades que amparáis a los labradores todos

(moved el pie a compás, los Faunos y las Dríades,

que a vosotros os canto); y tú, oh dios Neptuno,

por quien la tierra echó al caballo relinchante

al ser de gran tridente por primera vez herida;

y tú, sí, Aristeo, amigo de los bosques,

que allá en las dehesas feraces de la Cea

pacen como la nieve tres cientos de novillos,

y tú también, Pan, tú que custodias las ovejas,

deja el bosque patrio, la fronda del Liceo,

si es que los campos ménalos te preocupan,

ven y asísteme, Tegeo, seme venturoso;

y tú que descubriste las olivas, Minerva,

y tu hijo, que fama diese al corvo arado,

y tú, sacro Silvano, que en tierno ciprés

te apoyas al andar: oh dioses todos y diosas

que al cargo estáis del gobierno de los campos

que alimentáis los no sembrados frutos nuevos

que abastecéis con largas lluvias desde el cielo.

Y tú, César, también, aunque no esté decidida

la asamblea divina que te ha de dar cobijo

ya quieras visitar ciudades y en el campo

ser amparo, y el orbe entero te considere

señor de las tormentas y dueño de los frutos,

con el mirto materno las sienes bien ceñidas;

o acaso vengas hecho el dios del mar infinito

y a tus númenes pidan no más tus marineros

y remota te sirva Tule y Tetis te compre

y te escoja como yerno entre las olas;

o bien, en la porción de cielo que hay abierta

allá entre el Erígone y las vecinas Quelas

te añadas a los lentos meses como estrella nueva

(que ya estrecha sus pinzas el Escorpión fogoso

y de sobras te aparta espacio en las alturas).

Lo que hayas de ser, dame fácil travesía,

pues no como un rey el Tártaro te espera

ni funesto deseo de reinar te invada,

aun si a Grecia le asombran los Campos Elíseos

y en seguir a su madre no piensa Proserpina

cuando ella la reclama). Apiádate conmigo

de aquellos labradores que ignoran el camino,

emprende esta ruta, y desde este momento

acostúmbrate a ser implorado por sus votos.

*

Por primavera, cuando en las montañas blancas

el hielo se derrite y la gleba reseca

el viento la deshace, ya entonces empiece

el toro a gemir con el aladro hundido

y brille en el surco la reja desgastada.

Los votos cumplirá del codicioso labrador

solamente aquella mies que haya sentido

por dos veces el sol, por dos veces el frío.

Mas antes que la tierra virgen rompa el hierro

noticia de los vientos conviene conseguir,

de cómo el cielo va variando sus costumbres,

los cultivos de siempre, los hábitos del sitio,

qué se da bien en esa zona, qué no se da.

Aquí el cereal se cría hermoso, allí

mejor la uva y más allá plantones de arbolillo

y semillas que toman sin cultivarlas nadie .

¿No ves el azafrán que el Tmolo nos envía

y su incienso los flojos sabeos y la India

su marfil; y los Cálibes desnudos, sin embargo,

sacan hierro y el Ponto fétido castóreo

y triunfos el Epiro de yeguas elideas?

Siempre impuso estas leyes Naturaleza,

normas eternas dio a sitios determinados,

desde aquella época en que Deucalión

arrojaba las piedras a un mundo vacío

Y de ellas nació la dura raza humana.

Vamos, entonces, labren pues los bueyes forzudos

la gruesa tierra ya desde los primeros meses

y cueza el estío terrones polvorientos

con el fulgor del sol. Si la tierra es infecunda

basta cavar un surco leve bajo Arturo,

que allí los frutos no se arguellen con las hierbas

y no les falte aquí a los yermos agua escasa.

*

Un año sí y otro no, también dejarás

los campos ya segados descansar, que el barbecho

se vaya haciendo duro con la ausencia de labor.

Pondrás el rubio trigo cuando cambie el tiempo

allí donde legumbres pusiste antes lozanas,

de vaina tremolosa, o delicados brotes

de veza y las quebradizas cañas y el follaje

de amargos altramuces. Queman también la tierra

las hazas de avena y la queman las de lino

y asimismo la queman los campos de amapolas

todas empapadas con el sueño de Leteo.

Con los años alternos, en cambio, la labor

más llevadera llega a ser, si no te apura

cubrir los suelos áridos de untoso fiemo

o esparcir ceniza inmunda por la tierra.

Así también, llevando cultivos alternos,

descansan los bancales y se queda en nada

el fruto mientras tanto de tierra sin arar.

Viene bien a menudo incluso pegar fuego

a los campos agotados, y que ardan livianas

entre las crepitantes llamas las rastrojeras.

Igual da si las tierras, según esta costumbre,

toman fuerzas ocultas y pingüe alimento

o si el fuego funde la maleza entera

y la humedad no necesaria la elimina

como si el calor le abre los poros a la tierra

y los respiraderos ciegos, que es allí

donde la savia alcanza hasta las hierbas nuevas,

o la vuelve más dura y las venas abiertas

contrae por que no la quemen las finas lluvias

o la potencia más dura del sol fulminante

o el frío del Bóreas tan penetrativo.

Igualmente ayuda mucho al labrantío

romper con la legona los ya secos terrones

y pasarles de mimbres el rastrillo, no en vano

lo contempla la rubia Ceres en el Olimpo;

y el que, cuando ya está labrado el bancal,

lo que levanta en recto, con reja de través

de nuevo lo rotura, y remueve la tierra

sin desmayo, y firme manda en sus cosechas.


13.1.10

Se presenta en Madrid el libro de Angélica Morales al que ya dedicamos su correspondiente bernardina. Pulsa en la imagen si la quieres ampliar.








10.1.10

Cromos judíos

La imagen que tenemos de los judíos es una mezcla de Shylock, Einstein, Ana Frank y, últimamente, Vasili Grossman; es decir, el tópico del avaro, del genio científico, de la víctima del Holocausto nazi y de la de otros holocaustos menos conocidos. Particularmente, debo añadir la figura de George Steiner, de cuyo extraordinario libro Presencias reales saqué muchas de las claves que vinculan el Talmud con la mentalidad especulativa, y no por lo que se refiere al dinero. Quizás habría que añadir al cuadro de estereotipos el retrato de Ariel Sharon, el genocida de Sabra y Chatila.

Pero ahora tengo que añadir uno más, el de la película de los hermanos Coen que se acaba de estrenar. Sabía de las manías religiosas de los judíos (los estropajos diferentes, la impureza femenina, etc.), pero no me imaginaba que llegasen a semejante grado de superstición, aunque sí a la extraña convivencia entre la modernidad y el rito, la cultura y el rezo, la exclusividad teológica y la aceptación de cuantos riesgos y placeres comporta la vida de hoy. En A serious man se mezcla el adolescente (actualísimo) que sólo quiere a su padre para que le arreglen la antena de la televisión, la jovencita que reniega de su nariz, el comprensivo abogado con minutas escalofriantes, la esposa que quiere ser honrada y tener un amante, el amante poseído de sí mismo y capaz de dar consejos a la gente como si fuera a venderles un seguro de vida (un personaje interpretado, por cierto, por un clon de Francis Ford Coppola), amén de una colección de sabios ancianos, barbudos y enigmáticos (alguno de ellos no se sabe si está vivo o muerto) y un personaje estupendo: el loco de las matemáticas, incapaz de manejarse por sí mismo, inepto en cuestiones sociales, que anota bellas formulaciones en un cuaderno que le sirven (¡alehop!) para forrarse en las casas de juego con el cálculo de probabilidades.

Y por encima de todos está el modelo encarnado por el protagonista: un hombre acosado por la conciencia, condenado a los buenos modales, que si encima no es del todo hipocondríaco es para que no parezca un trasunto de Woody Allen, otro que tal. Este personaje es como una síntesis de la obsesiva familia católica y la obsesiva familia protestante. De unos, los judíos de esta película tienen el sagrado mandamiento del ritual, la divinización de las relaciones familiares y un puñado de ritos pintorescos; de otros, la voluntad del individuo como único modo de progreso y del dinero como único medio, la necesidad de saltarse las normas para reafirmar esa individualidad y la capacidad para el sarcasmo.

Todo ello en una historia que se puede resumir en dos líneas, como las grandes historias de siempre: un tipo al que todo le va mal, un pobre hombre incapaz de rebelarse, sujeto al destino al que un compañero de facultad (qué gran actor, dicho sea de paso) le va anunciando desde el quicio de la puerta de su despacho, y a las estrategias de un estudiante coreano que con un leve movimiento de manos pone en cuestión la esencia del puritanismo americano. Si esto se decora con escenas imaginativas, planos bellísimos y una engañosa, apacible lentitud, el resultado es un collage de secuencias entre las que abundan las genialidades como en sus mejores películas: el mensaje escrito en los dientes, la vecina en bolas, el cuaderno del hermano (que se pasa la película drenándose el bulbo raquídeo), el vecino nazi con un alce –creo– en la baca del coche, y un etcétera que corre el riesgo de abarcar la película entera.

Son los Coen de siempre: hábiles urdidores de gags al servicio de una historia desatada. Ellos también, a su modo, podrían entrar en el hall of fame del patrón judío: cuando acaba la película, lo primero que admiras es la inteligencia de sus directores.

3.1.10

Retorno a Brideshead revisited, y 3

Retomo estas notas después de unos días de reparadora desconexión en los que la novela se ha ido fijando en la memoria con los primeros filtros importantes. Lo que queda, como siempre, es la narración dramática, las situaciones, las escenas, y no tanto los sucesos contados a lo largo del tiempo. Me quedan la secuencia de Oxford, la del trasatlántico (el amor furtivo –bueno, tampoco tanto– entre Charles y Julia), y la del retorno a Brideshead de lord Marchmain, una vez que su catolicona mujer se ha muerto y él, junto a la espléndida Cara, abandona la vida un tanto lampedusa de Venecia para volver a sus reales. Son, las tres, secuencias que abarcan pocos días, pocas semanas. En el resto de la novela, las secuencias quedan reducidas a su inventario, y en algunos casos es una verdadera lástima (una objeción de las que halagan al autor, porque siempre significa que ha sabido a poco). Los protagonistas van cediendo su protagonismo, el protagonismo de sus escenas, y su peripecia queda reducida a una sucesión de acontecimientos. Es lo que ocurre, sobre todo, con Sebastian. Su periplo magrebí se queda en algunas escenas sueltas y el sumario relato de los acontecimientos (pasados y futuros) por parte de su hermana Cordelia, otro gran personaje del que quisiéramos saber más.

Pero el hecho de que la novela esté en muchas partes resumida es un problema del lector, porque la estructura general no se resiente y un mismo tratamiento dramático para cada personaje hubiera necesitado muchas más páginas. Esa primera parte, los tiempos de Oxford, la Arcadia, es un referente del que el resto de la novela se aleja a velocidad uniformemente acelerada, a la velocidad a la que la vida se aleja de la juventud. El paraíso fue un olvido del futuro, y no fue posible disfrutar casi nada de lo que vino después, salvo, claro, la otra gran escena, el otro gran movimiento, el del barco trasatlántico.

Coinciden pues las secuencias más extensas y dramáticas con los escasos momentos de dicha que recuerda el narrador. Pero así es la memoria, que alterna escenas y acontecimientos, situaciones y relatos. Las tres grandes escenas van arropadas de múltiples acontecimientos relatados sumariamente, porque son esos los dos niveles que una novela debe alternar. Después de la intensidad teatral de las escenas, la narración aporta un remanso, un relajado deambular antes de la siguiente escena. Por eso se dice que Waugh practica la novela clásica. En el siglo XIX se tendió a una novela de escenas, y en el XX a una novela de acontecimientos. La misma idea de que la vida es importante obligaba a resumirla. Pero la novela no es la vida, es una obra de arte que necesita tantos planos como un buen paisaje que aspire a la profundidad. Utilizar sólo escenas o sólo acontecimientos es como no haber salido de las dos dimensiones, como los iconos rusos. Tolstoi practica una proporción casi matemática entre la importancia de los personajes y la extensión y número de sus escenas. Todo está tan bien contado que de ningún personaje desearíamos saber más ni menos, pero a todos los vemos lo que hacen; todos, al menos, se merecen una escena.

Esa es la única pega que se le podría poner a Retorno a Brideshead (el hecho de que haya lamentado no saber más de algunos personajes, que la cámara no se fuera con ellos cuando abandonaban la habitación), de no ser porque ninguno de ellos es más importante que el sentido general de la novela, la extinción de un tipo de vida. Sólo Julia, lady Flyte, persevera en la mansión, pero ya no se ensimisma en ella, y cuando estalla la guerra, muy significativamente, se va con sus hermanos Brideshead y Cordelia a luchar con el ejército inglés ¡en Palestina!, no demasiado lejos, por cierto, de donde el otro hermano, Sebastian, pasa sus días metido en un convento como esos hermanos legos que barrían los zaguanes, y que eran, más que monjes vocacionales, almas necesitadas, beneditos. Tampoco demasiado lejos de donde Dante puso el infierno cristiano, ni tampoco lejos de donde, algunos siglos antes, otros cristianos se inmolaban y mataban sin conocimiento en nombre de la fe.

Ese es el sentido general de la novela, cómo se hunde la rancia mansión del catolicismo, cómo se anegan las cubiertas de aguas bendita, cómo soplan los aires de grandeza, cómo se quiebran las jarcias familiares. Julia está espléndida al final, y en cierto modo colabora en redimir a su hermano Brideshead del aura de imbécil que le ha acompañado hasta entonces. Es ella la que, cuando todo el mundo ha desistido de convencer a lord Marchmain de que se confiese antes de morir, toma la iniciativa y le lleva un cura. Hasta entonces Julia era el elemento imprevisible, la ninfa secuestrada por el lujo, caprichosa pero, en la madurez (en cierta madurez), aparentemente decidida a cumplir con la dignidad de la razón, a liberarse de ataduras y vivir lejos de malos rollos la vida que cualquier mujer moderna quisiera vivir. Y no. Y esa sorpresa del no es un clímax dramático extraordinario, un final sin pero posible, sorprendente y al mismo tiempo revelador, que es lo que tiene que ser un final.

Me gustaría extenderme con Mottram, un tipo que tenía todas las de hundirse en lo que representa cuando es su inteligencia la que lo saca a flote. Qué estupenda manera de aceptar que Julia no lo quiere, o bien que Julia no quiere la transacción económica y social que él representa. Qué sagaz ausencia de dolor. O bien con Brideshead, que tiene un aire al actual príncipe de Gales (yo los veía con la misma cara), que emparenta finalmente con una señora tipo Camila Parker–Bowles, y a quien sólo se le conoce una ocupación regular, aparte de protagonizar cuadros de caza: coleccionista de cerillas. Por eso lord Marchmain, cuando conoce a su mujer, le quita la herencia del castillo. Con esa mujer y semejante material en casa, la tradición familiar iba a arder como ardió el palacio de Windsor.

Me extendería en el propio Charles, un hombre cuya capacidad de resumir puede confundirse a veces con distancia, con cierta elegante frialdad, cuando no con ironía o con cinismo, veteadas de breves, casi secretos momentos de emoción, que siempre lo es discreta, y por discreta y resumida más eficaz y más sincera. O sea, el englishman de toda la vida, que es lo que en el fondo yo disfruto de esta novela. No el carácter británico de los personajes sino sobre todo el de la novela, su elegante arquitectura, eso que, mientras estás acabando la novela, parece desproporción y no es más que perspectiva.

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