27.10.10

El espía irlandés

Aprovecho que John Banville saca nueva novela para leer la que, al menos en España, más fama le granjeó, El intocable, dedicada a la vida de Anthony Blunt, uno de esos personajes de los que no pueden escribirse biografías serias que no sean además muy novelescas, como la muy entretenida y no menos exhaustiva El espía de Cambridge, de Miranda Carter (Tusquets). El novelista debe partir de la idea de que no puede competir en fascinación alicatando su novela de datos. Siendo Blunt, además, un especialista en arte barroco que por la mañana asesoraba a la reina de Inglaterra, por la tarde pasaba informes a la Unión Soviética y por la noche se perdía en escenarios propios de Joe Orton, su condición de héroe novelesco se tambalea. Probablemente cause más fascinación fuera de Inglaterra, a juzgar por el desprecio casi generalizado que se llevó a la tumba una vez que sus actividades fueran aireadas por Margaret Thatcher. Fuera de Inglaterra Blunt es, por así decirlo, el perfecto inglés, el hombre de piernas muy largas y rostro céreo que emplea largos circunloquios para decir que no hace frío. Es un erudito de Cambridge al que las novelas de campus le van como anillo al dedo, desde las intrigas profesionales al mundo de las falsificaciones, pero también sería perfecto, claro, para una novela de espías, e incluso para una novela gay, o, en general, para la quintaesencia de lo british.

En todos estos géneros picotea Banville, desde luego, y uno pasa de recordar constantemente al trío Charles–Julia–Sebastian de Evelyn Waugh (con la aparición estelar de Anthony Blanche) a sumergirse en un célebre urinario londinense, el que estaba más cerca del rincón de los discursos, y que, aunque solo sea por las veces que ha salido en novelas gays de ambiente inglés, merecería ser nombrado monumento nacional. Lo que menos hay es espionaje, y se agradece, porque no le pega nada al ritmo de la novela (unas memorias que escribe o dicta o cuenta un tal Victor/Anthony a una periodista estéticamente muda) el descifrar más código secreto que el de la personalidad de Blunt.

Eso sí que es un hallazgo de la novela, silenciar todo lo que no afectó directamente a su vida personal, y tratarse a sí mismo con, por así decirlo, lo que los irlandeses piensan del carácter inglés. Hay demasiado cinismo subrayado y demasiado masoquismo de conciencia para ser puramente inglés, es decir, flota en el libro cierta severidad moral del héroe contra sí mismo, y eso es, más que irlandés, católico en general. Un inglés nunca sonríe distante y dice ¡oh, mira qué cínico soy! Lo que los irlandeses (los católicos en general) consideran cinismo no es más que una naturalidad sin pamplinas, y los gestos aparentemente despiadados no son sino soluciones racionales a problemas convencionales.

Pero no solo Blunt, sino el propio Banville son irlandeses, y la novela se pierde un poco en ese marasmo autoinculpatorio, que, paradójicamente, toda la textura narrativa que le ofrece la pierde al no desarrollar al resto de personajes, quizá con la excepción de Vivienne, la mujer de Blunt, cuya presencia nos resulta siempre breve. Más breve, por plana, es la de los otros personajes, y aquellos que aparecen reiteradamente (ese Boy que en realidad, supongo, fue Guy Burgess) tan británicamente corrupto, podríamos decir, y tan ingenuo al mismo tiempo. Su presencia, y todo lo que de novela gay lleva aparejado, creo que finalmente se imponen al resto de géneros posibles, por más que al final el autor trate de hilarlo todo con el tono de una novela de espías, distinto al aire estático, pussiniano, detallista y metódico que había hasta entonces en la novela y que reflejaba bien esa compulsividad hierática en que parece moverse Blunt.

Es buena esta novela, pero no es este el Blunt que yo me imaginaba. Sí, pienso que había en la vida de Blunt su punto de cinismo, no sé si inglés o irlandés, pero hay algo que no queda muy claro en el libro y que sí es muy inglés. Esa ingenuidad propia del audaz, del que no se arredra cuando cree en algo, del que muestra toda su confianza cuando decide fiarse de alguien. El que no sospecha o cuestiona por sistema ni finge estar por encima de todo, como si viviera en un país intelectual donde los ideales y los hechos son más elevados que unos cuantos secretos, con ese pánico tan católico a equivocarse, o a que los demás sepan que uno se ha equivocado. Me caía bien el Blunt inglés, el de Miranda Carter, pero este Blunt íntimo, desgarrado y permanentemente arrepentido de no se sabe muy bien de qué (porque no es el espionaje, ni su orientación sexual, ni su desarraigo familiar) quizá sea verosímil y profundo, pero deja una capa de betún de Judea que, si la novela hubiese durado más, habría hecho que terminara resultándome antipático. Esperaba yo al idealista borracho capaz de encontrar la belleza y apresarla durante unos momentos, y luchar con entusiasmo y saludable cinismo para volver a disfrutarla. Me imaginaba yo a un adicto a las verdades superiores y los arrebatos íntimos, no un pájaro apesadumbrado, temblequeante, como el muchacho que al fin se atreve a jugarse la vida para que los demás dejen de burlarse de él, pero no es capaz de conseguir que cesen sus temblores.

19.10.10

Catástrofe


Los 90 terminaron hace diez años, pero en realidad se acaban de morir. En un rincón de un obituario me entero de la muerte de Benoit Mandelbrot, el Señor de las Catástrofes, el hombre que más campos de la cultura conquistó con sus hallazgos matemáticos. Era, aparte de una teoría que los científicos consideran entre fundamental y fantasiosa, un arsenal de datos líricos que introducir en las conversaciones. Era una explicación del mundo, la razón que le faltaba a Heráclito. De pronto no veíamos el mar como una cerúlea tumba fría sino como un red de causas mensurables. Las novelas se llenaron de casualidades, que ya no eran el banal entretejido a lo Anthony Powell (cómo se reía de él Julian Barnes antes de que reinara el caos) sino posmodernismo de altura. Leíamos a Paul Auster convencidos de que esa rima del azar era un fractal que parecía una neurona, atendíamos a las casualidades como si fuesen puntos en el espacio entre los que trazar una línea significativa. Este mandelbrotismo era una complicada teoría de fácil traducción popular. Yo creo que ayudó en la autoestima y en la proliferación de novelistas que encontraban en las triviales casualidades de su vida una línea como la de las manos.

Incluso había motivos para la esperanza. Algunos médicos decían que los tumores podrían curarse porque la metástasis se producía de un modo fractal, y los medicamentos podrían orientarse siguiendo las mismas ecuaciones. Un ruso llamado Prigogine decía que las borrascas se formulan como estructuras disipativas, qué bonito. El catastrofista René Thom aseguraba que los países mantienen conflictos bélicos según la angulación de sus líneas fronterizas. Se pusieron de moda los cuadros de Peitgen y Richter, que eran como estampados de cachemir con su punto de atardecer jipi.

Yo no sé qué ha quedado de eso. No me refiero a su desarrollo teórico y sus aplicaciones concretas, sino a qué ha quedado de sus efectos secundarios sobre las ideas de la gente. Ese aire místico y pueril de quien interpreta los designios de las coincidencias ha dejado un rastro de infantilismo, de superficialidad. Saber que hay una razón suficiente no termina de arreglar las cosas. El verdadero azar es el que no significa nada.

15.10.10

Una nueva edición del Polifemo, 2


No es casual que Góngora haya dado lugar a obras maestras de la crítica y haya necesitado de los más competentes hispanistas para penetrar en el secreto de su genio. Cuando un editor se dispone a escribir un prólogo al Polifemo, se enfrenta a las figuras, casi polifémicas, de Dámaso Alonso, de Robert Jammes o de Antonio Carreira. Y esto es así porque no hay aspecto de la literatura que no aparezca en el poema ni plano interpretativo que no espere ser examinado. Se necesita un experto en lingüística histórica, pero también en música y prosodia, en tradición literaria, en mitología, en retórica y en simbología. Se necesita alguien capaz de ver cómo confluyen en un poema tantos ríos de literatura y de tan lejos, por qué la obra se convierte en objeto de interpretación inagotable. Los espejos del poema están tan bien puestos que las imágenes que proyectan no tienen fin conocido, y eso, en demasiadas ocasiones, produce ensayos peregrinos que no aportan nuevos materiales para la comprensión o avanzan en la exégesis, sino que se dedican a la filigrana teórica, a la ocurrencia congresual.

Entre los libros sobre Góngora o el Polifemo abundan las obras maestras como el ensayo de Emilio Orozco o, sobre todo, los extraordinarios Gongoremas de Antonio Carreira, “imprescindible”, en palabras del propio Ponce Cárdenas, autor de esta nueva edición de Cátedra. Ya lo creo que es imprescindible. Ese libro es un puñetazo en la mesa contra tanta especulación gratuita que fatiga las prensas gongorinas, la prueba de que solo con un completo despliegue de sabidurías humanísticas se puede llegar al fondo del misterio.

Pero ese tipo de libros, los ensayos reunidos, las silvas gongorinas, se pueden permitir licencias de varia índole. Comentar en serio un poema de Góngora es labor muy entretenida en la que suelen florecer las ideas brillantes. Pero redactar una introducción en el formato de las Letras Hispánicas de Cátedra requiere un igual de brillante estudio de conjunto, que sea capaz de recoger las aportaciones de los maestros y en todo caso trate de orientarlas hacia su propio camino. Lo que no se puede hacer es trasladar un libro de ensayos personales, puntuales, menores, a la solemne introducción de un clásico. Eso es lo que ha hecho Ponce Cárdenas, y por eso su introducción sirve más para darse cuenta de lo imaginativos que pueden ser los ensayos gongorinos y la poca sustancia que muchas veces los anima.

Así ocurre, por ejemplo, en el largo pasaje que dedica el editor a la catalogación genérica de la Fábula, a la que decididamente llama epilio, hasta concluir que “con la composición de la Fábula, Góngora daba a sus contemporáneos una respuesta calimaquea a la cuestionable centralidad de la epopeya en el discurso teórico de la poesía”. Toda su argumentación no hace sino glosar las palabras de su admirada Mercedes Blanco, a quien cita el editor profusamente y sin escatimar los máximos elogios. Según esta estudiosa, “frente a la epopeya culta que intenta Lope, como un nuevo Apolonio, Góngora propone el epyllion a la manera de su maestro y rival helenístico, Calímaco.” Ponce redundará en esta idea comparando sin duda la Hécale de Calímaco con el Polifemo, y las Argonáuticas con la Jerusalén conquistada de Lope de Vega.

Lo de llamarlo epilio, para entendernos, no está mal, pero sí si pasa por encima de Ovidio, de Virgilio, incluso de Museo, para dibujar a una especie de Góngora helenístico que hubiera descubierto en las ruinas textuales de Calímaco el sentido de la poesía; y sobre todo si se silencia escandalosamente el punto de partida de cualquier estudio serio sobre el Polifemo, la tradición de la fábula mitológica, se llame epilio o como se llame. Cossío no está ni mencionado, de modo que no extraña el tratamiento como de paso que haga de Castillejo o de Barahona de Soto, y que no mencione siquiera La segunda Diana de Alonso Pérez o la Fábula del Genil de Pedro Espinosa, por nombrar tan sólo a algunos de los poetas ya que se habían ocupado del mito. De su lenguaje, de sus respectivos bodegones literarios y campos de Polifemo se aprende mucho de lo que de veras intentó Góngora con su poema.

Pero, ya que estamos con el epilio, y tratándose de Góngora, la discusión no puede quedarse ahí. De aquella Hécale de quien parece venir esta Galatea nos quedan unos cuantos versos desperdigados de la historia de Teseo cuando acudió a Maratón a matar un toro. Por el camino fue acogido por la anciana Hécale, con quien conversa en unas cuantas migajas de versos de los que se deduce que la anciana habla de la traición de un hombre: “¡Ojalá yo misma pudiera clavarle, vivo él aún, en sus impúdicos ojos espinas y, si crimen no fuera, comerme crudas sus carnes!”, dice, en una de las ruinas conservadas, la dulce ancianita. Es interesante que Calímaco, un poco como harían tanto tiempo después los prerrafaelitas (los unos y los otros), elige temas menores y los equipara con los temas importantes, e incluso los hace sobresalir por encima de ellos. De la lucha de Teseo sabemos poco, pero nos quedamos con toda la conversación con la vieja.

Esto, en la estética del helenismo en general y de Calímaco en particular, es bastante común. Sus Aitiai son también relatos menores, escenas mitológicas, hagiografías paganas. Y también es cierto que la Hécale, muy probablemente, fue compuesta para responder a quienes acusaban a Calímaco de no salir del formato breve, en medio de esa polémica exagerada entre él y Apolonio. Incluso parece ser que escribió otro epilio, Galatea, del que no se sabe casi nada pero que a Ponce Cárdenas seguro que le habría gustado citar.

Hace mal el editor en enfrentar tan a la ligera a Calímaco con Apolonio y trasvasar su ocurrencia a Góngora y a Lope. La genealogía literaria que llega hasta el Polifemo de Góngora le debe más en realidad al poeta épico erudito. Góngora no bebe de Calímaco, como no leyera los dos himnos que tradujo Aquiles Tacio o asistiese a las clases del humanista Lorenzo Palmireno, pero indirectamente, y mucho, sí bebe de Apolonio, y sobre todo del otro helenístico en cuestión, Teócrito, cuyo idilio da mucho más profunda clave del género del Polifemo que las fantasías calimaqueas.

Pero todos esos ríos no son sino afluentes de otro río que es donde bebe Góngora y todos sus contemporáneos, y que por obvio no se puede reducir a un papel casi secundario. El manantial clásico de Góngora es Ovidio, en primer lugar, y Virgilio y la transformación estética a que ambos sometieron a la estética helenística. Ovidio introdujo el epilio calimaqueo en el poema narrativo, le dio movimiento, le incorporó, más acentuado, un contenido trágico que ya está en el canto tercero de las Argonáuticas, otro epilio de los que tanto le gustan a Ponce Cárdenas, donde por cierto habría encontrado material de primera mano para apuntalar su teoría del silencio retórico en el mudo Acis: esos amantes, Medea y Jasón, que se quedan άναυδοι en su amoroso escondite, el mismo que pasó a la cueva cazadora de Dido y Eneas y a las Metamorfosis, el mismo que llegó al humanismo.

Lo que Apolonio había conseguido era una síntesis entre la escena breve y preciosista, el relato épico circunstanciado y la tragedia clásica. Así lo incorporó Virgilio y con más velocidad de crucero el gran Ovidio. Los dos grandes poetas romanos transmitieron no sólo la estampa brillante, los Fasti, las Heroidas, sino que les aplicaron nuevas posibilidades narrativas sin las que la fábula mitológica en España no habría sido lo que fue. Ovidio se echó a Calímaco a la espalda, pero Virgilio se echó a Teócrito, e hizo con él algo proporcional a lo que Góngora consiguió mucho después con la fábula de Polifemo.

Virgilio también fue amigo de lo exquisito, pero en sus Bucólicas dio a la poesía un giro solo comparable al que le dio Arquíloco cuando decidió escribir un poema dedicado a su vecina, o sea, cuando se inventó la lírica. Teócrito pinta pastores rudos, ridículos, tiernos en el mejor de los casos. Virgilio, como es sabido, los elevó de categoría estética, hizo de los aldeanos cultos héroes tranquilos que suspiran de amor en el más elevado lenguaje posible. Los groseros nombres de sus animales y sus frutos fueron admitidos en el olimpo poético: con las mimbres más sencillas podían trenzarse los cestos más historiados. No otra cosa le afeaba Jáuregui al hablar de los “versos groseros” de Góngora, joyas que habíamos visto cada día en nuestras corrientes bocas sin reparar en su belleza.

Porque el Polifemo, si algún género helenístico encarna, es el del idilio, no el del epilio. Lo que Góngora hace con toda la tradición castiza de la fábula polifémica en los siglos XVI y XVII es lo mismo que Virgilio hizo con los idilios de Teócrito, elevarlos de rango, incorporarlos a la poesía grave. El Polifemo es un cuento de pastores, la más bella expresión posible del más rústico tema. “Culta sí aunque bucólica”, como dice nada más empezar. En ese cuento de pastores cabe toda la retórica culta: cabe la ironía trágica del encuentro entre Acis y Galatea, caben preciosos bodegones autónomos y un constante diálogo de registros lingüísticos y poéticos entre la humildad del tema y la majestad del tratamiento. Subsiste, en el fondo, la primera idea de Teócrito. Polifemo es un pobre hombre al que las ninfas no lo quieren porque es feo. Acis no es ningún efebo. Lo primero que sabemos de Acis es que va sudado, pero es hermoso. Acis es lo que no es Polifemo. El fulgor del poema tapa de vez en cuando está verdad permanente, que es un cuento de pastores.

No, no son tan simples las comparaciones con lo helenístico, por más que en el mismo saco se incluya a un autor como Filóstrato, el cuarto (“el que copió a su abuelo”), autor de unas Descripciones de cuadros que Ponce Cárdenas cita muy contento sin advertir, siquiera sea por cortesía, que se trata de un autor más de quinientos años más joven que Calímaco. Y en todo caso su mención habría servido para hablar de otro asunto muy importante en la estética gongorina: la aparente pasividad del poeta, la distancia con las criaturas, la elevación, que sin embargo se lleva muy bien con una empatía virgiliana que Ponce Cárdenas comenta sin mencionar el origen. La estética de los clásicos, fundamentalmente de Virgilio, consiste en un equilibrio entre esa distancia con respecto a lo narrado y el afecto con respecto a los personajes, que en Góngora, como comentaba Jammes, es más que evidente.

Pero tampoco era de recibo la comparación con Lope. No es la Jerusalén conquistada lo que hay que comparar sino La Circe, de la que bien poco se dice en esta introducción, es decir, el momento en el que Lope compitió con el mismo género del Polifemo. Góngora ya había probado la épica (en romance, por cierto), y esto era otra cosa. Una lástima, en fin, tener en tan poca estima el poema de Carrillo, tan revelador, o dejar para los comentarios de las octavas –supongo– todo el caudal de poesía que puso en orden Antonio Vilanova, alguien que sí tenía claro de dónde parten los ríos y se limitaba a trazar su curso, no a interpretarlos a su aire.

Pero bueno, esto era solo por lo del epilio. El resto de la introducción, lo que se refiere a retórica principalmente, está igual de bien que estaba la de Parker. Aquella abundaba mucho más en la teoría del concepto, cuando hace veinte años aún era necesario explicar que conceptismo y culteranismo eran la misma cosa. Esta otra quiere abandonar la circunstancia barroca y llenarnos a Góngora de un helenismo que, más que ser incorrecto, es irrelevante. La desproporción entre extensión y relevancia no es lo que más se parece de esta introducción de Ponce Cárdenas al muy medido Polifemo.

14.10.10

Una nueva edición del Polifemo, 1

La editorial Cátedra ha renovado su vieja edición del Polifemo, de Alexander A. Parker, por otra, mucho más extensa, de Jesús Ponce Cárdenas. Aparte de la introducción y un comentario de cada una de las octavas, que ya comentaré, lo primero que llama la atención es que perpetúe las manías editoras que más han contribuido a hacer de Góngora el poeta inextricable que no necesariamente es.

Salvo en la de Carreira, todas las ediciones modernas, incluida esta de Jesús Ponce Cárdenas, siguen la puntuación que propuso Dámaso Alonso y no la primitiva del manuscrito Chacón. Esperaba de esta nueva edición que no aceptase la inercia crítica de tantos años que nos ha dejado un Góngora señalizado, con flechas que indican accidentes sintácticos y destrozan el ritmo del verso, cuando no tergiversan su intención o su estructura.

Ya desde la primera estrofa el poema no sólo se enreda con la puntuación innecesariamente sino que atenta contra un par de cuestiones fundamentales. La primera es que un poema de Góngora tiene, como mínimo, dos lecturas: la, digamos, lectura musical, el recitado de versos que son palabras de once sílabas la mayoría, donde los ecos sonoros van formando un sentido nebuloso pero suficiente, y otra lectura del contenido, tan detenida como pueda ser la de un poeta clásico. Es entonces cuando nos paramos a contemplar el tejido sintáctico que mantiene en equilibrio esas frases que parecen salirse del idioma, brillar en tanto que palabras antes que como significados.

Si comparamos esa primera estrofa según la editó Chacón con la de Dámaso Alonso, las diferencias siguen siendo tan notables como inexplicables. La de Chacón dice:

Estas, que me dictó, rimas sonoras,

Culta sí, aunque bucólica Talía,

O excelso conde, en las purpúreas horas

Que es rosas la alba, i rosicler el día.

Ahora que de luz tu niebla doras,

Escucha al son de la zampoña mía:

Si ya los muros no te ven de Huelva

Peinar el viento, fatigar la selva.

Y la de Alonso:

Estas que me dictó rimas sonoras,

Culta sí, aunque bucólica, Talía

–¡oh excelso conde!-, en las purpúreas horas

que es rosas la alba y rosicler el día,

ahora que de luz tu Niebla doras,

escucha, al son de la zampoña mía,

si ya los muros no te ven, de Huelva,

peinar el viento, fatigar la selva

Y el caso es que Dámaso Alonso había empezado bien, quitando esas innecesarias, si no incorrectas, comas con que Chacón había separado el que me dictó. En efecto, la cláusula adjetiva no es explicativa sino especificativa, y además va en contra del sentido común. Con toda naturalidad podemos decir: “Toma estas que me dio bien ricas”, si nos estamos refiriendo a unas hortalizas que alguien nos regaló y nosotros ofrecemos al visitante. Sonaría raro “Toma estas, que me dio, bien ricas”, y casi ininteligible.

Era muy loable el afán de desnudez del primer verso, pero en el segundo Alonso operó justo al revés. Chacón no había entorpecido la preciosa secuencia “bucólica Talía”, de buscada eufonía, aunque sí había dejado otra coma innecesaria, la de “Culta sí, aunque bucólica”. No hay editor que no las conserve, pero tampoco que las justifique. La valla que separa bucólica de Talía seguramente nace de un intento reparador, al considerar que la cláusula “aunque bucólica”, debía cerrarse si se había previamente abierto. ¿Era necesario hacerlo? ¿No se entiende la expresión “culta sí aunque bucólica”? De hecho, la expresión “sí aunque” relaciona más la subordinación concesiva con el propio adverbio que con el verbo. En todo caso no es lo mismo decir, por ejemplo, “sí aunque me duela” que decir “sí, aunque me duela”; hay un leve matiz perlocutivo, como dicen los pragmáticos tediosos, un distinto grado de afirmación, y de intención, incluso de decisión.

No era, en resumen, necesaria tampoco esa coma, pero al menos lo era elegir uno de los dos distintos matices que su uso comportaba. Y era un buen momento porque toda la fábula es, en efecto, culta sí aunque bucólica, es decir, culta incluso tratándose de un tema inculto como la bucólica: sigue siendo culta, gravis, aunque trate de un tema bucólico, humilis. Con coma, este seguir siendo desaparece, y el aunque acapara un carácter de objeción que antes solo era de intensidad. Con comas el aunque no significa “aún incluso”. Lo contrario, la simple objeción, sonaría a juicio previo, apresurado y poco halagüeño del propio Góngora.

También fue Alonso el que se empeñó en levantar una empalizada de comas y rayas en torno al “Oh excelso conde”, que se bastaba, como hizo Chacón y continuó Carreira, con una simple coma. El nuevo editor, en este caso, tira por la calle de en medio:

CHACÓN: O excelso conde, en las purpúreas horas

ALONSO: –¡oh excelso conde!-, en las purpúreas horas

CARREIRA: Oh excelso conde, en las purpúreas horas

PONCE: ¡oh excelso conde!, en las purpúreas horas

Otra vez la lectura de Chacón es más que suficiente, y aun esa sería innecesaria, toda vez que no hay posible sinalefa entre “conde” y “en”, y la pausa es obligada. Otra cosa es que se quiera acotar el vocativo, pero en ese caso se sigue perdiendo la posibilidad de la disemia. “En las purpúreas horas”, si lleva coma delante, indica la circunstancia en que el conde de Niebla ha de escuchar las rimas sonoras, como si el conde madrugase para escuchar poesía. Si no la lleva, entonces “en las purpúreas horas” puede también modificar al conde, igual que puede ser un conde en apuros, un conde en horas bajas o un conde en las purpúreas horas. Si ese complemento lo es del verbo dictó y no del nombre o del adjetivo incluso, o por lo menos del otro verbo, escucha, el sentido pierde la parte metafórica que le corresponde en la imagen solar del conde. Es la musa la que dictó los versos al amanecer, pero también el conde el que lee, en sus purpúreas horas, la obra del poeta, que no es quién para señalarle una hora concreta.

Quedan dos comas en esta primera estrofa, y eso por no tener en cuenta las de final de verso, en cierto modo redundantes porque el final del verso ya es suficiente detención y marca sintáctica. Pero en el penúltimo verso hay una coma que me ha dañado la vista desde las primeras veces que leí este maravilloso poema.

Si ya los muros no te ven, de Huelva,

Esto es lo que se llama hipercrítica cómica, por llamarlo de alguna manera. Más de un editor ha comentado que esas comas no indican detención del ritmo, pausa ni anáclasis de ninguna clase, sino que son algo así como una ayuda al lector. Es decir, están para que no se las tenga en cuenta, o para remarcar un solo y principal sentido sintáctico. Y se olvida que el hipérbaton por posposición de adyacente con traslación, en la clasificación de Dámaso Alonso, es lo suficiente natural en nuestra lengua poética para no necesitar señales, del tipo “flores en esta vence de Hipomenes”, “arenas vuelve de la verde vega” o “cristales agotar de clara fuente”, por citar tres versos de Tirso que desde luego no requieren de comas para ser entendidos.

Este miedo a la oscuridad de muchos críticos le ha hecho un cierto daño al gran maestro Cordobés. A veces es costosa la comprensión de sus poemas, pero mucho más si encima de ellos se trazan rayaduras interpretativas, unas veces prescindibles y otras contraproducentes. Si desplumamos la primera octava del poema, de las 11 comas que usa Dámaso Alonso, podríamos dejarlo en 4, y el sentido del poema no sólo no se resentiría sino sonaría con su propia cadencia, no con la del crítico.

Estas que me dictó rimas sonoras

Culta sí aunque bucólica Talía,

oh excelso conde, en las purpúreas horas

que es rosas la alba y rosicler el día,

ahora que de luz tu Niebla doras

escucha al son de la zampoña mía

si ya los muros no te ven de Huelva

peinar el viento, fatigar la selva.

Esto mismo, en fin, habría que hacerlo con las 63 octavas del poema, y devolver de una vez a un Góngora, si no desnudo, que por lo menos su editor no le enmiende tanto la plana al mismísimo señor de Polvoranca.

Cómo distinguir tipos de suelo


Geórgicas, II, vv. 226–258
De cómo conocerlas te hablaré yo ahora.
Para saber si es pobre o gruesa por demás
(que a las mieses presta una, a las vides otra,
la densa más a Ceres, a Baco la más floja)
a ojo escogerás un sitio y dispondrás
cavar profunda hoya en el terreno firme
y con toda la tierra volver a rellenarlo
y la arena somera allanarla con los pies.
Si falta tierra, floja será, pero adecuada
para el verde pasto y las lozanas vides;
mas si a ocupar su espacio se resiste
y sobra tierra cuando ya está lleno el hoyo,
el suelo es compacto: verás densos terrones,
crasos lomos; rotúrenla novillos poderosos.
La tierra salitrosa y la que llaman amarga,
negada para el fruto, indómita al arado,
ni a Baco su estirpe ni a la fruta su nombre
les puede conservar, y así dará la cara:
descuelga de los techos ya negros por el humo
cestas de mimbre prieto, cedazos del lagar;
llénense hasta arriba de aquella tierra mala
y de los dulces chorros de las fuentes: el agua
seguro que se filtra toda y gruesas gotas
se escurren por las mimbres. A todo el que la cate
amarga torcerá la boca en triste mueca.
Sabremos de otro modo si la tierra es crasa:
cuando la manoseas, nunca se desmenuza,
más bien como la pez se pega entre los dedos.
Húmeda cría más altas y espesas las hierbas,
de por sí ya es más fecunda de lo debido.
Que no me sea, ay, excesivamente fértil,
ni tan feraz se exhiba en las espigas nuevas.
La que va bien cargada el peso la delata
y la que es más floja. Y salta a la vista
si es negra o de qué color. Pero es difícil
barruntar el nefasto frío. Sólo, a veces,
la presencia del falso abeto nos lo indica,
o la de hiedras negras, o venenosos tejos.

5.10.10

Clases de tierra


Geórgicas, II, vv. 177–225

Es hora de tratar las condiciones del campo,

cuál es su fortaleza y cuál es su color,

y de saber qué fruto su natural produce.

Tierras duras, collados yermos de arcilla pobre

y de cascajo entre los matorrales piden

bosques de terne olivo a Palas consagrados:

la prueba es la cantidad de acebuches que salen

y los campos cubiertos de endrina silvestre.

También está el terreno fecundo, amerado

de tibia humedad, y las fértiles campiñas

por donde a espuertas las hierbas proliferan,

y están los hondos valles que oteamos

al pie de las montañas (hasta allí los ríos

derrámanse por altas peñas y a su paso

arrastran rico limo), y el campo elevado

que da al viento sur y helechos cría odiosos

para el corvo arado: este un día dará

viñedos vigorosos, manantiales de Baco;

te dará mucha uva, te dará mucho caldo

como el que bebemos en páteras de oro

cuando un etrusco grueso su flauta de marfil

sopló junto al altar, y en bandejas pandeadas

alzamos las entrañas humeantes de las víctimas.

Si pones tu empeño en ganado mayor,

y a criar terneros te dedicas, o bien

corderos recentales y las cabras que pacen

en campos de cultivo, vete a las dehesas

y a las lejanías de la fértil Tarento,

a un campo parecido al que Mantua perdió,

que en ríos frondosos nutre cisnes de nieve.

No habrá de faltar la hierba a los rebaños

ni fuentes limpias: cuanto en días largos coman

devolverá el fresco rocío en noches breves.

La tierra casi negra, gruesa al hundir la reja,

de fosco suelo (pues eso al arar pretendemos)

es buenísima para los trigos; no verás

de ningún otro bancal volver a la masía

a más bueyes ronceros tirando de los carros;

o donde la maleza el bravo labrador

quitó y arrasó bosques yermos muchos años

y descuajó antiguas guaridas de las aves

que dejaron sus nidos y volaron a lo alto,

pero al meter la reja el erial volvió a brillar.

En cambio, el cascajo encosterado y seco

tan apenas romero y humilde cantueso

procura a las abejas; la toba escabrosa

y la greba roída por las serpientes negras

demuestran que no hay ya ningún otro terreno

que dé sustento tan sabroso a las culebras

y les proporcione tan torcidos escondrijos.

La solera que tenue nebulosa exhala

y vapores flotantes, y embebe la humedad

y la escupe por sí misma cuando así lo quiere,

que siempre de jugosa y verde hierba va vestida,

y ni la estropea el moho ni la herrumbre salitrosa,

los olmos esta tierra cubrirá de fértil vid,

buena tierra de aceite, verás al cultivarla

que bien le va al ganado, que aguanta el curvo aladro.

Terrenos como estos labra la rica Capua

y las zonas que lindan con el monte Vesubio

y las del Clanio fatal a la desierta Acerras.

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