23.12.11

Los mejores momentos de la juventud



Tiene gracia que el desprestigio del Estado coincida con el desembarco de un escuadrón de opositores a notarías, jueces, fiscales, registradores o abogados del Estado en el gobierno de Rajoy. Ahí están, ellos son, los buenos estudiantes que quería Fraga, esos compañeros de colegio mayor que, mientras otros salían a pecho descubierto al encuentro de la vida y posponían el estudio para los días previos al examen, ellos ya estaban pensando en el tema 87 de Derecho Civil del primer ejercicio de las oposiciones a fiscal. Les hablabas de Arquíloco de Paros y ellos sonreían con esa mueca ladeada con la que recitaban sus temas cada noche antes de dormir. Los veíamos como sujetos enfermizos por cualquiera de los dos lados: o porque su memoria era tan portentosa que tragarse todo aquello no les costaba el menor esfuerzo, o bien porque, siendo listos pero normales, estaban dejándose la juventud en un empeño de cuyo éxito tampoco albergaban esperanzas muy fundadas. La izquierda, que es una ideología juvenil, rara vez se sometía a semejante renuncia de la vida. La derecha, que es una ideología provecta, inculcaba a sus cachorros que el futuro no es el presente, que el presente era la negación de la realidad y el futuro la conquista del poder. He leído en los primeros brotes biográficos que el padre de Rajoy se empeñó en que sus cuatro hijos fuesen notarios o registradores de la propiedad, y pronto descubrieron –algunos, como Rajoy, muy pronto̶  que el empeño era una garantía de sosiego y perpetuación. Como lo pinta Peridis, tumbado a la bartola, es como se debió de quedar el día que aprobó las oposiciones.
               Porque luego, según me comentaban mis colegas opositores, no todas son iguales. Los notarios y los registradores son, de lejos, los que mejor viven, y, si se lo saben montar, los que menos trabajan. En pocos años ya tienen resueltos todos los casos posibles, si no los tenían ya antes: dan a un botón, rellenan los datos, firman y cobran. Las de jueces y fiscales, en cambio, necesitaban una implicación mayor. Un juez responsable tiene mucho papel mojado que leer y mucha sentencia gris que redactar, y lo mismo cabría decir de los fiscales y de los abogados del Estado en sus respectivos cometidos. Pero meterse en la mollera los alrededor de 4000 folios de que suele constar cualquiera de esas oposiciones no deja de ser un adiestramiento salvaje y fascinante, una forma de encapsularse como los hare-krisna en un mantra demasiado largo como para pasar un solo minuto del día sin rezarlo.
               Los cálculos son curiosos. En las oposiciones a jueces y fiscales hay que recitar, en cada ejercicio, cinco temas en 60 minutos. Normalmente hablamos a catorce líneas por minuto, lo que quiere decir que, si dispone de 12 minutos para cada tema, el opositor tiene 168 líneas por tema si habla con un ritmo normal, es decir, unos siete folios a doble espacio. Pero raro es el tema que, como poco, no tiene diez folios, razón por la que el opositor debe hablar a toda hostia. Tradicionalmente, los preparadores eran más bien entrenadores de atletismo que los adiestraban en remeter el tema más completo posible en esos exiguos e improrrogables doce minutillos. Por eso muchos opositores tienen la boca ladeada, para no perder tiempo en articulaciones. Como además suelen recitar con la mirada perdida, acaban pareciendo ventrílocuos de sí mismos.
               Todo esto, cuando eres joven, te parece una locura, y sin embargo, precisamente por eso, es el único momento de hacerlo. Los opositores de más de treinta años ya tienen una sombra de resentimiento en la mirada. Están invirtiendo toda la juventud y conforme pasa el tiempo van menguando sus posibilidades. Después de los 40, si tienes tiempo y dinero para no ir a trabajar todos los días, desde luego que no lo empleas en eso; si no tienes ni tiempo ni dinero, es directamente imposible.
               Conocer la vida es negarle importancia a los momentos. A quienes nunca detuvieron el tiempo para conseguir algo que requería esfuerzo extremo, los llamamientos al carpe diem de los últimos cincuenta años tampoco han traído nada mejor que a quienes sabían cómo querían ser a los 40, no a los 25. Si casi todos los jueces, fiscales, etc. pertenecen a familias conservadoras es porque, primero, solo ellos pudieron disponer del tiempo a su antojo y aislarse del mundo, y segundo porque habían crecido en una moral que considera la juventud una fase del crecimiento, el momento de estar callado y prepararse para no ser joven. Es muy británico (era) reducir al máximo la juventud, poner corbatas a los hombres cuanto antes, meterles en la cabeza que la vida real es este monótono bogar hacia la muerte, no el alocado cabrioleo de los potros. Saben que el intenso disfrute de la juventud se olvida como casi todo, y que lo único que mantiene la cabeza despejada es no arrepentirse de lo que se ha hecho. Por eso es lógico que las revoluciones juveniles nacieran en países anglosajones, es decir, entre gente que quería ser joven.
               Eso sí, la media de aprobados en cada convocatoria no excede, a veces por mucho, el 10% de los aspirantes, de modo que el asunto se completa con una legión de opositores frustrados, bloqueados, amargados, deprimidos, que durante a veces seis o siete años no dejan de repetirse cuándo pondrán fin a esta tortura. De entre esa gente obligada por tradición familiar a dejarse los sesos en el temario hay mucho personaje trágico. Los que sacan las oposiciones dan lustre a la saga, pero los que fallan acarrean para el resto de su vida el sambenito de perdedores, algo que en la vida corriente resulta de muy buen llevar pero que en el mundo de los altos funcionarios invalida incluso la existencia entera. Mezclan el privilegio con el sacrificio de un modo raro, como una prueba de fuego a la que juegan para heredar el poder de sus antepasados. Cuando, por fin, lo heredan, se sienten dioses, y los demás, por lo que leo en los periódicos, se lo hacen creer.
              Hojeando la prensa me encuentro un artículo del año 85, El largo túnel, sobre un opositor que se lió a tiros con el tribunal de oposiciones, donde se ofrecen datos sobre el temario, el procedimiento y la preparación de los exámenes idénticos a los que padece ahora mismo cualquier opositor. Las leyes cambian, pero no el modo de demostrar que se saben. Entonces ya el más temido era el primer ejercicio, una batería napoleónica de preguntas sobre todo el temario, es decir, donde se demuestra que se conoce el paño. Es en los segundo y tercer ejercicios cuando se escenifica esa tortura de la boca ladeada, quiero decir que se sigue escenificando en 2011, por más que internet haya sustituido a nuestra memoria. Pero qué sería de las conversaciones de bar entre magistrados si a cada paso no calzaran un artículo de derecho mercantil, esa recitación con dedo engreído que por unos momentos los devuelve a su más tierna juventud. Oír hablar a dos viejos magistrados del país es como oír a dos viejos no magistrados hablar de la mili. Estoy convencido de que para muchos de ellos los mejores días de su vida fueron aquellos seis meses últimos horrorosos antes de la oposición, cuando no sales a la calle porque no tienes tiempo y, como se decía en aquel artículo del 85, para no confundir las matrículas de los coches con el Código Civil. Cuando ya no cabe un dato más en la sesera.
               La judicatura aprovechará las ventajas de internet pero no se bajará jamás del viejo método. Ahora mismo, cualquiera que conozca profundamente el temario, aunque no se lo sepa de memoria (aunque no le sea posible la hazaña del segundo y tercer ejercicios) puede desempeñar su cargo bastante mejor que quien aprobó unas oposiciones a fiscal y treinta años después de no ser fiscal lo hacen ministro de Justicia. Pero entonces serían muchos, demasiados los que pueden juzgar y fiscalizar y defender al Estado y cobrar por firmar un documento privado para el que hace más falta un auxiliar administrativo que un notario (en Inglaterra, un país civilizado, ni siquiera eso). Porque el prestigio del juez no le viene de juzgar sino de haber ascendido un Himalaya de leyes que con los nuevos sistemas de concordancia están al alcance de cualquier buen estudiante de Derecho. Es como si certificasen su superioridad de casta con una demostración innecesaria y monstruosa, para que no quepa la menor duda.
               No sé si tenemos un gobierno de gente muy preparada, pero sí, seguro, de gente que desde aquel momento y para siempre se siente superior, y que ojalá, en ratos de melancolía, sienta también que la verdadera felicidad ocurrió allí, entre esas cuatro paredes, en lo único que hicieron en su vida que solo estaba al alcance de sí mismos. En el caso, claro, de que no tuvieran recomendación.

8.12.11

Pera en tabaque



En anotación inédita del 29 de diciembre de 1952, incluida en la edición de 2010 de su Obra completa, Ramón Gaya escribe unas de las, a mi juicio, palabras más transparentes en torno a lo que andaba buscando en 1928, antes de cumplir los dieciocho años, cuando se fue a París a ser pintor y sintió de inmediato, como un olor que le repeliera, los principales defectos del vanguardismo: su condición caduca, casi inmediatamente caduca, y su carácter de banco (nunca mejor dicho) de pruebas, de pasamanería secundaria, de mero esbozo. Las grandes aportaciones a la vanguardia, por viejas que fuesen, sirven en tanto pueden formar parte de la obra, no ser la obra. Eso, desde luego, si hablamos de la vanguardia interesante, no de las audacias niñoides.
               En general, para referirse a la vanguardia, amén de alguna que otra andanada tan contundente como divertida, Ramón Gaya utiliza mucho la palabra ocurrencia. Dejando aparte –siempre- a Picasso, Gaya ve, sobre todo en el cubismo primero, caminos, posibilidades estéticas para buscar lo mismo que buscaba Tiziano, Rembrandt o Velázquez, o incluso Van Gogh, “el último gran artista”, según él. Son recursos, métodos, herramientas al servicio de la pintura, de la revelación de vida que es una pintura, no el centro ni la esencia autosuficiente de nada. Muchos vanguardistas se jactaban de esta condición efímera, antieterna, como si la eternidad, la perdurabilidad, la universalidad y la atemporalidad fuesen también gustos burgueses. Lo que pasa es que luego se han preocupado bien de historificar la vanguardia, de santificarla como a un mártir medieval del que nos quedan reliquias venerables pero que, siendo serios, nunca pasó de ser un entretenimiento para señoritos. De todas formas, Duchamp nunca será antiguo sino viejo. 
               Ramón Gaya, en fin, buscaba otra cosa. Buscaba lo que la gente, artistas incluidos, buscan cuando ya han visto lo que tenían que ver, cuando las vanidades del momento se caen como hojas de colorines y queda el frío desnudo de la verdad, de lo que uno busca de verdad. Copio unos párrafos que parecen la poética de un artista depurado. Es lo que escribió un pintor de 42 años sobre lo que había sentido a los 17.

«Ahora, aquí en París, me doy cuenta de que en el año 1928 ya había tomado –a la vista del espectáculo parisino- determinaciones decisivas. Ya entonces comprendí que lo que aquí se buscaba no era un estilo siquiera –como había sucedido otras veces en Francia-, sino que se buscaba fundar un mercado de estilos. Los pintores se afanaban por encontrar un arabesco inédito y sorprendente, ingenioso, incluso vivo; se trataba de encontrar un artículo para ese mercado, es decir, que se había fundado un mercado y ahora se fabricaba algo que poder vender en él, pero ese algo no era libre, sino hecho a la medida –fabricado a propósito- del mercado fundado con anterioridad. El resultado de todo esto ya se puede suponer: un mercado abstracto, en abstracto, en donde los artículos no tienen necesidad, no son necesidad, sino, a lo sumo, necesidad del mercado.
               «Pero ninguna necesidad exterior. En el primer momento –yo tenía diecisiete años- me afanaba por ser uno de ese mercado y encontrar una mercancía mía, honrada –que yo creía que podía ser mía, ser honrada- para vender en ese mercado. Y no la encontraba, y en mi búsqueda siempre iba a parar al mismo sitio, a una desnudez, a una autenticidad; artículo, claro, invendible. Más tarde pensé que eso, una autenticidad –la autenticidad-, es lo que podía constituir mi estilo; pensé que en vez de hacer estilo de un material muerto  como es la línea o el color, podía hacer estilo de una condición casi moral, es decir, no hacer estilo de un material, sino estilo de una esencia.
               «No iba por mal camino, mi sola equivocación consistía en que de las esencias no puede hacerse estilo; quizá otros ha habían tropezado con esa dificultad, pero entonces, al tener que renunciar, habían renunciado a la esencia y no al estilo –porque el negocio del estilo los mantenía cegados-, y yo terminé por comprender que el estilo era, precisamente el ingrediente que sobraba, que no era de ley, que no había estado nunca en la composición del arte verdadero y grande. El estilo es una conquista de la civilización; estilo es civilización, pero el arte ha sido siempre incivil, ha escapado a las civilizaciones, aunque los historiadores hayan podido confundirse puesto que el arte les ha permitido estudiar las civilizaciones; al ver que el arte les permitía estudiar las civilizaciones tomaron el arte mismo por civilización, pero el arte está, existe, vive  fuera de ellas (las civilizaciones), y su información de ellas no es más que una debilidad suya.»

               Esa inclinación cotilla de todo lector fiel me hace preguntarme cómo pudo ser en realidad es sentimiento visto por el pintor maduro. No digo que Gaya embellezca aquello, todo lo contrario, porque además es un fragmento escrito con mucha intensidad, como… pintado. (Me voy a permitir usar los recursos estilísticos más frecuentes en Gaya; a fin de cuentas estoy hablando de él). La malicia viene al pensar que esa entrada de su diario quedó al margen de anteriores ediciones por, supongamos, exceso de desnudez, es decir, por ser lo mismo que dice, por encarnar las palabras y darles verdad. La prosa de Gaya es clara, pero a veces su imaginería sinestésica es como un envoltorio brillante, como la aplicación concreta de motivos ya utilizados. Aquí, en este fragmento, el motivo es el mismo, pero el esfuerzo de verdad es comparable, en más de un aspecto, a la que era su manera de pintar.
               Juan Ballester, a propósito de esta foto, me contó que el retrato de Rafael de Paula le había costado varias y muy intensas sesiones, que se quedó postrado al terminar, hecho polvo, y no solo porque ya tenía ochenta y tantos años el pintor, porque, en sus anotaciones del Diario (muy especialmente en las recuperadas, las antes inéditas) se ve que su modo de trabajar era un poco virgiliano: un cuadro por la mañana (pasteles, acuarelas, algún óleo) y algún retoque, si acaso, por la tarde. Sus expresiones para juzgar la obra del día son escuetas y contundentes: “creo que está bien”, “no me gusta”, “verdaderamente bueno”. Se podría pensar que tanto el pastel como la acuarela son dos géneros instantáneos, pero, por lo que se desprende del Diario, no más instantáneos que el óleo. Uno no se imagina a Gaya sobredorando el cuadro veinte años, como hace Antonio López (a Gaya, López le parecía tan abstracto como Tápies), ni siquiera el tiempo que emplearía su idolatrado Velázquez, a no ser que hablemos de cuadros como los dos de El jardín de Villa Medici, sino más bien el tiempo que dura un acto creativo, llamémoslo así, un momento que, traducido a prosa, tiene una extensión y una intensidad proporcionales a las de, por ejemplo, sus homenajes a la pintura. Quiero decir que cada una de las entradas de Roca española o Balcón español son acuarelas escritas, el algunos casos óleos inmediatos, abandonados cuando la vida de la prosa (o de la pintura) ha empezado a animar el cuadro, se ha asomado para indicar el camino hacia el abismo de realidad que propone. Y por otra parte es el tipo de artículo que más me gusta. Tengo que copiar, ya que me queda más cerca, la que le dedicó a Albarracín.
               Digo esto porque los tres párrafos que he copiado, aquella entrada inédita en principio, son de la misma extensión y de parecida intensidad. Cualquiera diría que es la medida, la extensión poética más adecuada, y que tenía en Juan Ramón un modelo bien claro. Pero el Juan Ramón de Españoles de tres mundos, un libro que venero, es más, digamos, consciente, más orífice de sus palabras, y eso que son retratos lo que hace. Más cerca de Gaya están los textos de Juan Ramón reunidos en Política poética, que también se llamaron El trabajo gustoso, un título que, si no se lo hubiéramos ya leído a Juan Ramón, diríamos que es típico de Ramón Gaya. Sea lo que fuere, esas estampas del tipo El carbonerillo palermo y así son de lo que hoy yo más admiro de la prosa de Juan Ramón. En mi biblioteca imposible (ese museo soñado del que tantas veces habla Gaya), guardaría como pera en tabaque una edición de El trabajo gustoso con acuarelas de RG.
               Por eso, en fin, este fragmento tiene algo de poema, de versos arrancados de la entraña, con ese aire un tanto furibundo de los momentos creativos, intensos y devastadores, como para pasarse luego el tiempo aplicándole veladuras. A Gaya los óleos le salían o no le salían, igual que sus cartas (le costaba escribirlas lo mismo que pintar un cuadro) o sus prosas descriptivas o líricas o teóricas. Él siempre decía que era muy lento escribiendo. Yo más bien creo que era lento en reunir la disposición adecuada para escribirlos, o rápido en la capacidad de ver cuáles creía buenas, cuáles no le gustaban y cuáles valían de verdad. Su obra literaria no es que sea exigua, es que siempre fue igual de exigente.

2.12.11

Unde pater tiberinus


En las obras del AVE entre Antequera y Granada se han encontrado unos restos arqueológicos de época romana, una cabeza de Alejandro Magno y una Diana descabezada, en una villa en cuyas calles hay un mosaico con un río personificado y la leyenda “unde pater tiberinus”, “un versículo”, dicen las informaciones, de Virgilio. Es un hemistiquio, no un versículo, unde pater tiberinus et unde Aniena fluenta, del libro IV de las Geórgicas, el principio del epilio del pastor Aristeo que culmina la obra con el otro epilio, metido dentro, de Orfeo y Eurídice. El libro termina con la diosa Cirene confiando a Aristeo el secreto de la procreación de las abejas: debe sacrificar en el altar de Orfeo cuatro toros y cuatro novillas, y dejar sus cadáveres pudrirse a la intemperie, para que así, de por entre las vísceras licuefactas, salgan las abejas a borbotones (a ver si un día cuelgo el artículo que hace años publiqué en el DDT sobre este asunto, para mí de la máxima importancia). Imagino que no estarían escritos en el mosaico los 245 versos que tiene el epilio (es decir, la narración en verso de una escena mitológica), sino quizá solo el fragmento en el que Aristeo entra en el fondo del río, a la cueva de Cirene, desde donde surgen los grandes ríos del mundo conocido. Por cierto que esta historia de la generación espontánea de las abejas, que se llamaba, según una leyenda egipcia, las bugonias, no me extrañaría nada que tuviera que ver con uno de los ríos que nombra Virgilio, el Híspanis, en la Sarmacia, que ahora se llama Bug meridional. Me complace pensar que un gobernante culto rindió tributo al Maestro y a la hermosa leyenda poniéndole su nombre a un río.
               Hasta ahora las informaciones mezclan los versos de Virgilio del mosaico de Antequera con la época de que procede. Alguno, más puntilloso, dice que solo hay catorce mosaicos en Hispania con leyendas poéticas o letreros alusivos, información más que suficiente para pensar que el mosaico tiene que ser de finales del siglo II, entre Marco Aurelio y Septimio Severo, como los del Saeculum Aureum de Mérida, donde también hay ríos personificados con letreros, o como esa maravilla de la Domus de Astorga, los motivos de parras tirando al ocre y pajarillos que picotean en las uvas negras, en general un canto a las labores campestres que jalonan, en la parte cubierta del mosaico, la escena de Orfeo rodeado de todo tipo de animales silvestres y tocando la lira; es decir, un mosaico, muy probablemente, inspirado en el mismo pasaje que este que se ha encontrado cerca de Antequera.
               Sería estupendo que dos siglos después de escritas las Geórgicas siguiera vivo su primer empeño, dotar a la agricultura del atractivo de la poesía. Bien es verdad que Virgilio ha sido desde siempre un manantial de frases para decorar las casas de campo. Quizá la más famosa sea la de Laudato ingentia rura, exiguum colito, algo así como Alaba el campo grande, cultiva el reducido. Los lectores del Salón de pasos perdidos saben que es, también, el lema de campestre de Trapiello. O bien aquella tremenda de O fortunatos nimium, sua si bona norint, que viene a querer decir: Dichosos los labriegos que saben lo que tienen. Puede que este mosaico antequerano sea otro canto a la humildad del pequeño agricultor o una elegía a la incapacidad de reconocer la propia dicha, pero el motivo sigue siendo perfecto para decorar el pavimento de un peristilo en una casa de campo. Ya solo falta imaginar al colono, sentado a la sombra, en el patio, aguardando con paciencia a que un tren de alta velocidad le pase por encima. AVE FUGIT, habría que poner.
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