22.6.12

Dos objeciones a 'Pastoral americana'



Después de Némesis he continuado rellenando lagunas con Pastoral americana. Mi caso con Philip Roth es el clásico de haber empezado por donde no debía, por el principio. La trilogía de Zuckerman encadenado no me podía gustar porque en ella viaja, en primera clase, buena parte de lo ya no leo. No leo autobiografías ni mucho menos novelas protagonizadas por un escritor que escribe. No le encuentro la gracia al manierismo y las historias posmodernas suelen pecar de autocomplacientes. Así que lo fui dejando estar, y eso que a mi alrededor la gente leía La mancha humana y Me casé con un comunista y me decía que me estaba perdiendo algo que seguro que me iba a gustar. Cuando, hace unos días, dieron a Roth el Príncipe de Asturias, tuve que escuchar el argumento definitivo: ¿cómo es posible que te gustasen Una mujer difícil y Libertad y no quieras leer Pastoral americana
               Ahora he comprobado que la novela de John Irving se publicó dos años después de la novela de Roth, y la de Franzen, como aquel que dice, acaba de salir. En el reducido mapa genealógico de mis lecturas, las dos le deben algo a Pastoral americana, desde luego. Más incluso la de Franzen, en casi todos los sentidos, incluidos los que menos me interesan. El Irving que se ceba en la documentación exhaustiva en torno a un tema menor que le sirve de símbolo y de itinerario, el de la pesadota Hasta que te encuentre, llena de erudición tatuada, viene a estar representado aquí por la fábrica de guantes de Lou, el patriarca, el padre del Sueco. Y el tema del hombre bienintencionado al que se le acumulan los errores y las desgracias, las mujeres locas y los hijos inflamables, que es el asunto de Libertad, es el que da cuerpo a Pastoral americana, y en ambos casos con parecidas intenciones. Se trata de retratar, a través de un triunfador desgraciado, el decline and fall del sueño americano, que por otra parte debe de ser el tema de otro millón de novelas contemporáneas, por lo menos.
               Es decir, que tenía que gustarme y en efecto me gustó, y sus quinientas y pico absorbentes páginas me hicieron vivir en el mundo que me proponía la novela, una familia cada uno de cuyos miembros representa una forma de ver el mundo. El abuelo Lou es el viejo emprendedor americano, el hombre que se jacta de haber trabajado duro y sobre todo haber mirado la calidad del trabajo por encima de la rentabilidad, el judío que no entiende que su hijo se case con una católica irlandesa, y su abnegada esposa, una señora insignificante que cuando aparece con una frase, como los figurantes, es siempre para templar gaitas, apagar fuegos, seguir corrientes y asistir a su fogoso marido, uno de estos americanos que a los ochenta y tantos años conservan intactas las dotes de mando y los criterios morales.
               El hijo, el protagonista, el Sueco, es el rigor de las desdichas. Todo le sale mal, y en la vida, cuando todo, absolutamente todo sale mal, tanta desgracia junta solo puede mover a la compasión, pero difumina un poco la idea de verdad. Hacia el final de la novela, cuando el Sueco ha visto cómo se destroza la mente de su mujer y cómo la ya destrozada mente de su hija destroza lo que encuentra, sufre un ridículo ataque de celos que ya no pertenece a la novela ni al personaje sino al autor. Hay un momento en la novela, a unas cien páginas del final, en buena parte de la larga última cena en la que no se sabe quién va a traicionar a quién, en que la lógica narrativa deja paso a la ingeniería finalizadora. El personaje deja de vivir y empieza a ser contado, y emerge, ominosa, la figura del autor para empalmar todos los hilos y dejar a todo el mundo sin posible redención. Es una decisión suya, no de la novela.
               Los otros personajes de la edad del Sueco flirtean demasiado a menudo con la caricatura. El vecino rico, Orcutt, diseñador de la nueva vida a la que aspira la mujer del Sueco, está visto con los ojos de un celoso y en ese sentido es bastante creíble. Lo que no es creíble es que, después de todo lo que lleva encima, el Sueco tenga tiempo de caer en el lodazal de los celos, o sacar a pasear a última hora una aventura suya, otro pecado, con la psicóloga de su hija. Es como si ninguna novela pudiera terminar sin rendir tributo a la obsesión sexual que corroe la moral americana. Pero Leviatán, de Auster, anterior a Pastoral americana, usaba un punto de partida parecido sin necesidad de decorar su alrededor con el muladar sentimental de siempre. La hija del Sueco es aquel Sachs de Auster, pero mucho menos sujeto al croquis simbólico de Merry, el tristísimo personaje de Philip Roth. Me da la sensación a veces de que sobrecarga a los personajes de simbología, que no hay nada que no signifique algo, que no sea un ejemplo para explicar algún problema social, laboral, personal o amoroso. Los personajes no son contradictorios en la medida en que han nacido para martillos y del cielo les caen los clavos. No hay redención, y las buenas novelas, incluida la Biblia, necesitan para sostenerse un acto de redención. El lector necesita querer, no solo compadecer. Al final del libro tenía que afinar la vista porque la sombra inquisitorial del autor impedía que entrara un solo rayo de luz.
               El paradigma del paradigma (dicho sea no como superlativo hebreo sino en sentido estricto) es esta muchacha, Merry, que a los 16 años se escapa de casa y se lía a poner bombas, y acaba en un agujero inmundo convertida en psicópata jainita, de estos que no se lavan para no matar los seres vivos que habitan nuestra piel, como franciscanos de la vida que habita en la putrefacción. Es curioso que suceda en los años de la guerra del Vietnam, la última vez en que una generación joven se mostró dispuesta a inmolarse en aras de la ideología. En Libertad, de Franzen, la descomposición es de otra índole, y el hijo, en vez de salir revolucionario, se va a la guerra de Irak a hacerse millonario. Pero en Franzen sí hay redención, y esa redención hace que el personaje sea el mejor de todos, el más vivo.
               Tampoco había que ser tan crudo. Es el tópico de las tres generaciones de empresarios, tan frecuente: el abuelo, de la nada, con esfuerzo y rigor, levanta una gran fábrica de guantería; el hijo, un americano sano, trata de seguir ganando pasta con el mismo entusiasmo, pero el ambiente ya es otro y los usos y costumbres también; el nieto (la nieta) ya no quiere saber nada, aunque lo normal es que sí quiera saber y destroce la obra de sus antepasados. Pero eso ha sucedido siempre, no en los 70 por primera vez, y volverá a suceder porque comienza otro ciclo de vacas flacas, pioneros y hombres cerriles y sacrificados.
               Y eso si son hombres, porque las mujeres, en esta novela, lo tienen bastante crudo. Varias de ellas (la progre Umanoff, la psicóloga con aventura, la compinche de su hija) están pintadas con tanta mala leche que al final resultan un poco mamarrachos, y en el caso de Rita, la compinche, directamente inverosímiles. Pero su mujer, ex miss New Jersey, es de una debilidad que penetra en la moral hasta envilecerla, y Shelly, la mujer del pomposo Orcutt, es una borracha a la que Roth describe con verdadero asco, y a la que da un papel relevante al final, en el más puro final, que, lo siento, me ha parecido del todo gratuito.
               Pero hay otro pero más que me ha dejado su lectura. Es lo mismo que empasta de absorbencia la lectura, pero que en términos narrativos no deja de ser un truco. Roth escamotea la narración a favor del jucio moral, no deja que se desarrollen las secuencias sin someterlas a un veredicto meticuloso que tapa lo que de pura novela debería haber. Uno pronto deja de ver para reflexionar, y la misma carga simbólica que tienen los personajes es la que le falta a lo que hacen los personajes, a lo que Roth les deja hacer. Uno disfruta sabiendo cómo se siente el Sueco y como funciona una fábrica de guantes, cómo eran los concursos de miss América en los años cincuenta y cómo la vieja Newark se viene abajo. Algunas conversaciones son incluso largas (la última con Sheila, la psicóloga, muy pleonástica), pero no hay acciones concretas. Los personajes están colocados en la situación pero no actúan, o han actuado y tienen miedo, o van a actuar y también tienen miedo. Yo diría que Roth es un maestro en mantener la novela sin necesidad de que el lector exija más encarnadura dramática, no más acción sino más situación. Pero, llegados al culo de pollo final, esa misma velocidad, esa misma atención empieza a mosquear un poco. Demasiado tarde, en cambio, para no haber disfrutado.

16.6.12

Objetos gongorinos, 2



Velázquez pintó a Góngora en 1622, al poco de llegar a Madrid. Tenía veintitrés años y ya había pintado la Vieja friendo huevos y El aguador. Era muy joven, aún no había viajado a Italia ni desarrollado su técnica de fondos luminosos, pinceladas sueltas y toques de pigmento en los detalles; aún no había dejado que el cuadro se pintase a sí mismo, sin premeditaciones. Y sin embargo no se puede decir que Velázquez aún no sea Velázquez. No se puede aplicar ningún aún no a ninguna de esas tres obras. Las tres son plenitud. A los diecinueve ya había pintado la gota de agua eterna sobre el cántaro del aguador, a la que también se dedicó aquí, en tiempos, una sentida bernardina cuando me enteré de que había muerto Ramón Gaya.
               Lo que se dice de esa primera etapa sevillana importa poco ahora: que si los colores terrosos, que si el claroscuro, que si la precisión de la pincelada, anterior a la soltura Velazqueña, como si Velázquez aún no se hubiese soltado. Y así se dice, un poco gratuitamente, que el retrato de Góngora está un poco tieso; o bien, desde el otro lado, que el que estaba tieso era Góngora, y Velázquez se limitó a pintarlo como era.
               Llevo muchos años mirando reproducciones de ese cuadro y el otro día pasé un rato contemplando el original, el que han traído de Boston a la Biblioteca Nacional, no las copias del Prado o del Camón Aznar. No desaproveché la oportunidad y, con un libro que llevaba en la mano, lo miré tapando, alternativamente, la visión de cada una de las dos facetas de su cara, la oscura y la iluminada. Cuando aplicamos a algo el concepto de claroscuro solemos quedarnos en lo que, por otra parte, se quedaron muchos, en que la luz tapa y las figuras son más intensas cuando emergen de la oscuridad, pero con ello descuidamos ese interior oscuro, ese cuarto del que apenas se ven contornos y sombras grises, como ocurre en las habitaciones cerradas cuando afuera es de día pero entra una gota de luz. Lo único negro del cuadro es el abrigo, manteo o lo que sea, rematado por un cuello de camisa de un blanco féretro que le llega hasta las orejas. Góngora está remetido en su atuendo de clérigo de provincias, racionero de la catedral de Córdoba, poeta célebre, aspirante a cortesano, un hombre que por aquellos días tenía que hacer los recados de noche, “a lo murciélago”, dice en sus cartas, porque no tiene dinero para tunear la carroza o comprar caballos más lustrosos o darles de comer a los que tiene. Si fuese por el día a pedir un privilegio eclesiástico para el “imbécil” de su sobrino Saavedra (Alonso dixit), o a reclamar al conde duque de Olivares una pensión que siempre le prometió y nunca le concedió, la gente, por la calle, se le reiría: los cortesanos eran la rechifla del pueblo cuando no lo deslumbraban, un sino muy español: "porque me es fuerza, muchos días de concurso, no parecer en el mundo por no encarecer los silbos y las voces del vulgo", escribe el cinco de julio.
Esa camisa de anafaya tapa más que ilumina. Pese a estar Góngora tan abrigado, nada nos dice que no pintase Velázquez el cuadro en verano. El dos de agosto escribe: "yo ando que es vergüenza de vestido, con la misma ropa que el invierno, que diera calor a no estar rota". Hasta el 16 de agosto, que recibe 528 reales "para trastejarme", no puede hacerse ropa nueva. Si se mira el cuadro tapando el blanco desalmado de ese cuello, emerge un personaje inquisitivo y receloso, de hombre que escucha con atención. La boca está cerrada pero los músculos dispuestos a abrirla, como esas personas que cuando miran a alguien parecen pronunciar la primera p de alguna palabra, un pero, seguramente, o una broma que está a punto de salir. Góngora no posa: ve hacer. Góngora está mirando con más curiosidad que desconfianza, si bien el belfo levemente montado (como si estuviese acariciándose la parte interior de las encías con la lengua) puede inducir a que mira con un punto de hastío. Ese mismo belfo, si retiramos la mano con la que tapábamos el cuello blanco frío, vuelve a ser distante, severo, encopetado.
Y, sin embargo, Góngora conserva, con cuello y sin cuello, los ojos de poeta, un punto entrecerrados, del cansancio acumulado de afinar la vista, de los estragos de la lectura. Esos ojos los ponen mucho los poetas, pero no en esta versión penetrante, analítica, sino en la tópica rojez del éxtasis y la emoción. Miran como cansados de ver belleza. Góngora no. Góngora mira como habituado a tratar con ella, como miraría un lector vicioso que no tuviera mayor interés en impresionar a las damas. Es verdad que a esas alturas Góngora ya no quería impresionar a nadie, pero también es verdad que durante el verano de 1622, poco antes de pintarle el retrato, había enfermado de los ojos, y la memoria de lo inmediato no tardaría en empezarle a fallar. "Yo quedo de los ojos tan mal parado que escribo a tiento. Excuso sangrías, contentándome con la dieta que vuesa merced me hace pasar; espero en Dios que ella solo sea medicina", escribe al licenciado Heredia el 6 de junio.
La dieta, por supuesto, es de dinero, y la enfermedad continúa por lo menos hasta agosto, agravada por la necesidad que tiene de que la honra vaya sobre ruedas a pedir mercedes: "Socórrame, que está mi coche que es vergüenza y no pueden parecer los caballos con aquellas guarniciones que vuesa merced vio, ni tengo qué comer, porque cuando viene un socorro, lo debo", escribe el 14 de junio. Las circunstancias del señor severo que Velázquez se encontró en Madrid eran de creciente ruina. Góngora estaba abrumado por las deudas, despagado por los nobles, maltratado por los mismos sobrinos cuyo futuro estaba gestionando en la corte con el aval de su fama. Son pocos los poemas de ese año, pero entre ellos hay versos desengañados, tan descarnados que acaso suenen poco gongorinos:

¡Cuánta esperanza miente a un desdichado!
¿A qué más desengaños me reserva,
a qué escarmientos me vincula el hado?

Es el segundo terceto de un soneto célebre, lo más recordado de aquel año, Al tronco descansaba de una encina, dedicado a los últimos tres amigos con influencias que le quedaban en la corte y le protegían: Rodrigo Calderón, que murió ajusticiado, y los condes de Lemos y Villamediana, los dos pasados a espada por las calles de Madrid. A este hombre que mira se le han muerto los amigos, le han defraudado los cortesanos y lo han traicionado los suyos, no solo sus sobrinos pedigüeños sino su propio administrador, que llena de sacos de grano las estancias de su casa en Córdoba pero no le manda dinero para darles de comer a los caballos. Por cierto que el relato del asesinato del conde de Villamediana, en carta del 23 de agosto, da idea de lo que hubiera dado Góngora de sí si le hubiera apetecido escribir una novela.
Merecería la pena comentar las cartas que escribió por esa época, “deprimentes”, al decir de Dámaso Alonso. Y también tapar ahora con la mano la visión de la parte iluminada de su rostro, la más severa, la más adusta y recelosa, la más inquisitiva y grave, y luminosa, y ver solo la que queda en sombra, esa sombra terrosa, verdosa que pinta Velázquez. Y ahí solo se ve un hombre cansado, mucho más transparente que el de la faceta iluminada, más desvalido. Frente a la luz, en cambio, Góngora es todo dignidad, brillantez, maciza perfección. En la misma exposición está el célebre cuadro de Quevedo, el de la melena de escarola y los quevedos, que al lado de este cuadro da un poco de risa. Góngora, en sombra, en la sombra melancólica de su jardín de Córdoba, es un poeta sin afeites, por más que digan, porque el afeite es siempre prescindible y en la formidable fábrica de Góngora todo tiene su sentido, con frecuencia más de uno.
Bajo los brazos, vuelvo a la imagen completa del cuadro. La descripción de Dámaso Alonso es muy precisa: “calvo, con el pelo aún oscuro, frente despejada, nariz fina, aguileña, pero un poco colgandera, rostro alargado, fuerte entrecejo (dos intensos pliegues verticales y uno horizontal, ya muy bajo), la boca hundida, obstinada, fuertes pliegues en las comisuras y en la barbilla y sobre el bigote; un lunar en la sien derecha. Nos mira de lado. Todo en él indica inteligencia, agudeza, fuerza, precisión, desdén”.
Pero creo que Dámaso Alonso, más que mirar el cuadro, mira la poesía, y aun así le ve una obstinación que a mí se me escapa, pero esto tiene más que ver con Velázquez que con Góngora. Velázquez no pinta a nadie obstinado porque la obstinación es un pobre atavío, una burda capa que tapa la realidad. Góngora no es un poeta obstinado. De haberlo sido, habría terminado las Soledades. En lo que sí se obstinó, como mariposa que se acerca al fuego, fue en pasar malos tragos en Madrid. Nueve años escuchando insultos y recibiendo malas noticias, con algún breve lapso de cielos aparentemente despejados, alguna boda conveniente, alguna promesa esperanzadora, pero ello en un ambiente doloroso para el provinciano que vivía estupendamente bien con mantequillas y pan tierno (y las mañanas de invierno naranjadas y aguardiente). Eso había dicho Góngora en una célebre letrilla de 1581, cuando tenía veinte años, casi los mismos que el joven Velázquez cuando pintó ese retrato, y en su obra ya anidaba la alegría íntima del verso por sí solo, de las palabras desatadas, no esa emoción de pega con que con tanta maestría nos engaña Quevedo. Ese recelo amable de Góngora es desconfianza de buena persona; la gente de pueblo, cuando le hacen un retrato, piensa en toda su cara menos en los labios, que siempre tienen un fruncido de sencilla satisfacción, de querer salir bien, a pesar de todo. Esa mezcla de cautela de provincias, de hastío no aparente sino profundo, a pesar de la solemnidad del gesto, es lo que se ve en el retrato, y esa “boca hundida, obstinada” es más bien el amago de puchero de aquellas buenas personas que ya están hartas de una crueldad tan gratuita. "Deseo salir de aquí decentemente", dice a finales de 1622. Y eso que solo llevaba cinco años en Madrid.

14.6.12

El veneno de los dioses

No suelo hacerlo, pero advierto de que voy a destripar el argumento de una novela que basa en la sorpresa parte de su brillantez, de modo que quien quiera leerla y no le guste saber demasiado de antemano, más vale que no siga.



Némesis, de Philip Roth, es una parábola, un enxiemplo, una novela ejemplar, con moraleja y todo. El héroe, Bucky, toma una decisión que le atormenta porque le parece cobarde, huir de su pueblo, de su trabajo, en el momento en que una epidemia de polio está masacrando a los mismos niños a los que él instruye en un campamento de verano. Huye porque lo reclama su novia, Marcia, pero, una vez allí, la venganza del destino en castigo por su cobardía hace que sea él el Edipo que sin saberlo es el culpable. La culpabilidad primera ya no hace sino engordar. Bucky necesita una expiación, y lo que es una desgracia (las tragedias casuales son desgracia) se vuelve contra él: contrae también la polio, y ese sufrimiento le proporciona la excusa perfecta para lavar sus culpas. La moraleja del final lo resume bastante mejor:
“El sentimiento de culpa en un hombre como Bucky puede parecer absurdo, pero de hecho es inevitable. Una persona así está condenada. Nada de lo que haga estará a la altura de su ideal. Su responsabilidad no conoce límites. De hecho no confía en sus límites porque, cargado con una severa bondad natural que no le permite resignarse al sufrimiento del prójimo, nunca reconocerá que tiene límites sin sentirse culpable. El triunfo de semejante persona es librar a su amada de tener un marido inválido, y su heroísmo consiste en rechazar su deseo más profundo al renunciar a ella”.
La cuestión está, a su vez, en el límite. Confundir causa con culpa y azar con destino no es un juego que a la altura de 2010, cuando se publicó el libro, pudiera dar mucho más de sí, después de tanto Auster en nuestros corazones, pero el verdadero giro final narrativo es esa moraleja, el hecho de que no se trata del azar o de la culpa, sino de la extrema bondad. Por la misma razón por la que muchos se sentirían víctimas, gastarían mala uva de por vida o exigirían una fidelidad aherrojada de conmiseración, otros sienten que amar a una persona significa estar dispuesto a dar la vida por ella, que es exactamente lo que hace Bucky. Dar la vida no solo significa morir, como morían sus hermanos sin dioptrías que se fueron a morir a Europa en la II Guerra Mundial, sino también entregarla entera para lavar una culpa que no lo es tanto.
A dos novelas de Ian McEwan me ha recordado esta novela. A Expiación, que habla de eso, de cómo entregar la vida para reparar un crimen involuntario, y, sobre todo, a Chesyl Beach, en cuanto a sus proporciones, a su lenguaje, a cómo está narrada, incluso a ese casi amor, a ese futuro roto desde el principio que tan magistralmente narró McEwan. Estructuralmente responden a parámetros parecidos, desde luego. Pero resulta que son los parámetros de siempre, el arte refinado de narrar.
Hay un par de cosas que me han gustado mucho. La primera es cómo yo mismo he caído en el viejo truco de ir sacando posibles y verosímiles culpables (sobre todo Horace) y al mismo tiempo creando una trama que puede resolverse perfectamente sin salir de ellos. Cuando Bucky huye, la atmósfera de tragedia inminente está conseguidísima, y también con el mismo método: las escenas de saltos de trampolín nos hacen presentir que va a ser Bucky, conscientemente, quien provoque o no evite un accidente, una caída, un desnucamiento (cuando el chico dice que va a dar un último salto “hacia detrás”); es decir, nos hace presentir en las páginas lo que va a ocurrir de un modo en el que ya nos hemos olvidado de que podría ocurrir. El niño no se parte la crisma por seguir los consejos de Bucky, pero enferma de polio por estar a su lado. Qué bien hecho está eso, y qué bien guardada la última aparición de Marcia, esa discusión que se va postergando, ese contar las cosas desde el punto de vista de Marcia, hasta que, en la última página, Roth nos regala el punto de vista de Bucky para coronar el relato.
La realidad, minuciosa pero no cargante, precisa más que detallista, va envolviendo en verosimilitud un relato trazado con la encarnadura de los mitos, en este caso el de una venganza que tiene mucho que interpretar. La misma irreligiosidad de Bucky hace que, en venganza contra un dios cruel, se comporte como un mártir religioso, con un sentido trascendente de lo que venimos a hacer en esta vida. Pero tampoco está claro cuánto hay de sacrificio y cuánto de autodesprecio. Tampoco es tan raro, ni tan heroico, el que alguien sufra daños irreversibles en alguna parte de su cuerpo y eso entierre su autoestima para siempre. Y quienes hacen eso se sacrifican porque no pueden soportarse a sí mismos entre los demás, mucho más que porque quieran liberar a los demás de su presencia. Roth quizá piense que se apartó del mundo y rumió su amargura para siempre por amor, pero quizá solo fue porque se avergonzaba de sí mismo. Un muchacho no demasiado inteligente pero íntegro hasta el extremo y enamorado del deporte, un héroe que fascinó a los niños y cuyo comportamiento fue tan irreprochable que se ganó una vida mejor de la que en principio le correspondía, alguien así no puede soportar así como así ser otro de quien, muy probablemente, ni Marcia se habría enamorado ni los niños lo admirarían. Su cuerpo atlético era lo más importante que podía ofrecer a los demás, junto con su responsabilidad a prueba de bombas (pero no de polio), y sin eso se siente un sujeto despreciable, sin más. Convertir todo eso en hermosa expiación, en acto de amor, hay que ponerlo en el haber de la literatura, cuyo cometido, casi siempre, consiste en elevar lo humilde, en tratar como un héroe griego a un pobre monitor de verano al que ni siquiera han permitido ir a la guerra, que es donde van los héroes. Ah, esa última escena, Bucky recordado por el narrador cuando era niño, lanzando la jabalina como solo Céfalos la sabría lanzar, sobre todo porque era, la jabalina, un arma infalible. Es ella, la infalibilidad que le han otorgado los dioses, la verdadera responsable de la epidemia. Ella es la polio y Bucky el perfecto lanzador, incapaz de imaginar siquiera que la jabalina está envenenada. No, no fue Bucky. Fueron, en todo caso, los dioses, los mismos que conducen a Bucky a entregar inútilmente su vida.

12.6.12

Objetos gongorinos, 1



Un poco deslavazada encuentro la exposición sobre Góngora en la Biblioteca Nacional, más allá del buen rato que pasé mirando el retrato que le pintó Velázquez y las primeras ediciones de los comentarios de Salcedo Coronel y compañía. El resto es una biblioteca gongorina en la que están todos los que son pero no son todos los que están. Quizá esperaba un muestrario de documentos gongorinos y no solo primeras páginas de primeras ediciones; supuse que iba a ver notas a pie de página en versión original y tuve que conformarme, como era lógico, por otra parte, con tapas de libros. Cierta vanidad bibliomaníaca me hacía sonreír al ver una primera edición de Las fuentes y los temas de Antonio Vilanova (yo tengo una, la misma de 1957: hace unos años la vendía de saldo un librero andaluz), o el importantísimo Cancionero musical de Góngora, de Querol Gavaldá, que me costó lo mío encontrar. Algunas secciones las iba viendo como el que mira un álbum de fotos de su propia vida. Qué alegría ver por fin, en carne y hueso, la defensa del Abad de Rute contra el Antídoto de Jáuregui, que también está.
               Pero sí, estaban allí los objetos, debajo de un cristal, libros que pudo leer Góngora (y cualquier poeta de su época), pero no ediciones antiguas de clásicos. En vez de buscar una edición de la época de Ovidio, han llenado las paredes de cuadros mitológicos de diferentes épocas y estéticas heterogéneas, sobre todo de Píramo y Tisbe, más tres o cuatro que tienen tanto que ver con el Polifemo de Góngora como tendría que ver un fotograma de La Bella y la Bestia en dibujos animados. La sensación de que a la magnífica exposición bibliográfica la han rodeado de relleno temático es creciente, cada vez que levantas la vista de los preciosos manuscritos, sobre todo el Manuscrito Chacón, del que por lo menos queda una edición facsímil para encandilarnos con la mejor péndola para la más bella pluma, o para cargarme de razones con mi teoría sobre dónde hay que poner las comas en su poesía.
El programa engaña un poco. El contexto que se ofrece es una colección de cuadros escogidos por el título, por el tema, pero no por la estética ni por el sentido. Y así caben cuadros venerables del Madrid de la época en vez de los de aquellos otros artistas que trataron, antes y después, de escuchar la misma musa. Ni los retratos de escritores de la época ni los paisajes ni los mapas de Córdoba, bellísimos, tienen nada de gongorino. Para diseñar esta exposición había que interpretar a Góngora, o bien, con más claridad, presentarse como un catálogo bibliográfico, en cuyo caso diríamos que es espléndida, aun a pesar de que uno ve de lejos y no tiene al lado del original un facsímil digitalizado que pueda consultarse con el dedo, como se hace ya en cualquier museo de barrio. Pero el programa está lleno de pomposos títulos que hacían esperar otra cosa. Por ejemplo, uno ve más a Góngora en Patinir que en Pagani, a pesar de que este último tenga un cuadro, otro, de Píramo y Tisbe, amén del rollo claroscúrico y tizianesco. Eso si nos limitamos a los antiguos, porque la exposición, como cabría esperarse, de pronto se olvida de Góngora y se ocupa del coro de grillos del 27, de modo que, si no llega a ser por el impresionante retrato de Velázquez, la joya de la exposición amenazaría con ser otro retrato de García Lorca, ese que sale en los libros de texto que no me acuerdo quién lo pintó, o cualquiera de los múltiples retratos que estos chicos bien se pintaban los unos a los otros para pasar a la historia por la cara, como así ha sido.
Para reivindicar la memoria de Góngora lo primero que hay que hacer es desvincularlo del 27, prescindir de la gongorinidad de todos sus miembros menos de la de Dámaso Alonso. Un poema gongorinoso de Rafael Alberti no pinta nada en ninguna parte, pero mucho menos en una exposición dedicada al maestro. Los hubo, y excelentes, claro, cómo no, pero para ellos no era estética, era juego. Lo único que respecto a Góngora dejaron claro la mayoría de estos poetas de ocasión es que no lo habían entendido, y se pensaron que cualquier cosa que no se entendiese ya sería gongorina; componían adivinanzas pedantescas y se echaban la melena para atrás, que es lo que le pasó, desde el primer día, a la gran mayoría de sus imitadores. Pero en su tiempo los hubo buenos. Mucho más Cossío falta en esa exposición, mucho Polifemo de la época, mucho Silvestre, mucha tradición virgiliana, mucha Circe lopesca. Anda que no había poemas hermosos (y graciosos) que poner por todas partes, y no los de los señoritos del 27, que en vez de luz poética gastaban brillantina.
La exposición, en fin, tiene versos de Góngora escritos por las paredes. Como Góngora no tiene versos malos, todos quedan muy bien, pero no obedecen a más criterio que el del relleno que la decora, que a su vez se desarrolló con un criterio superficial, de cuatro cosas. Es muy completo el apartado de producción crítica, pero volvemos a lo mismo: son objetos, no textos; son nombres, no ideas. El espectador sale de allí después de haber visto algunos cuadros viejos (me refiero a los del siglo XX) y haberse entretenido con hermosos instrumentos de la época, pero, ya en la salida, se topa con el cuadro de Velázquez, y, como suele suceder en estos casos, se siente con creces recompensado. A la muy completa colección bibliográfica se le añade una obra maestra de la pintura. Lo demás solo revela que el comisario de la exposición ha reunido un material bibliográfico inmejorable pero se ha dejado llevar por los tópicos de siempre y no ha sabido mostrar a Góngora. Sin embargo allí estaba Velázquez para arreglarlo todo. Los minutos que pasé mirando el cuadro servirán para otra bernardina.

10.6.12

Columnata



Dejé de escribir columnas porque ya había dejado de leerlas. La columna tradicional, el artículo de opinión, está pasando a mejor vida. Los domingos leo casi con nostalgia las contraportadas de Vicent, que en los tiempos en que había buenas columnas me parecía demasiado manierista y ahora me parece el último de Filipinas. Quedan, sí, algunos articulistas interesantes, sobre todo en la red, pero no es lo mismo.
               La columna de periódico, las veinticinco líneas diarias o semanales, sólo tenía dos alternativas, o convertirse en un microensayo plagado de información reciente, o aspirar al texto autónomo, alejado de la obviedad y espectador distante de lo que ocurre no solo en las portadas de los periódicos. La red ha facilitado el primer tipo de columna, la, digamos, erudita, pero el segundo, que es el que a mí me gustaba, está en las últimas.
               Sigo leyendo, por ejemplo, las columnas de Diego Manrique, más bien reportajes exprimidos, pero a una altura muchos pies por encima del resto. Salvo el domingo, ya digo, las columnas de contraportada de El País son pura opinión gratuita, artículos retóricos, anuentes, cabeceantes, escritos en un castellano plano correctamente redactado, pero nada más. No me interesa leer que Elvira Lindo vive en Nueva York o que Almudena Grandes es de izquierdas. No me interesan los opinadores ni aunque piensen lo mismo que yo, sobre todo si piensan lo mismo que yo. Detesto esta retórica de lo obvio redactada con lenguaje administrativo.
               La crisis está pegando fuerte en muchos sitios, y uno de ellos es el pelotón de columnistas españoles no especializados, o sea, por completo ignorantes de aquello de lo que hablan. Todos sabemos en qué consiste la crisis: en que, como dijo Álvarez Cascos cuando era ministro, “si la gente compra tantos pisos, es porque tiene dinero”. Todo lo que se añada a esa frase ya es materia de experto, no de columnista. El columnista debe bajar al ultramarinos y escuchar a las abuelas; debe ir, un poco umbralianamente, a comprar el pan. Pero los columnistas españoles son demasiado soberbios como para reconocer que van ellos a comprar el pan. Y opinan. Y dicen unas memeces que de tan patéticas empiezan a tener una gracia insana, la risa que nos producen los tontos, a pesar del respeto que tenemos a sus circunstancias.
               Tampoco ha jugado a su favor el hecho de que, como ellos hubieran deseado, todo el mundo los lea. La red hace que consulte varios periódicos al día, nacionales y provinciales, y que mi curiosidad enferma visite de vez en cuando las tonterías y barbaridades que se dicen por ahí. Y, por si era poco, El País ha tenido una gran idea, la de El ojo izquierdo, el repaso a lo que dice el otro. Leer al ignorante de Dávila pontificar sobre la situación financiera española sería divertido si no representase con tanta nitidez un tipo de ciudadano muy español. Encontrarse, después de muchos años, con algún párrafo amojamado de Alfonso Ussía o con los comentarios de borracho de José Luis Alvite o con la nueva hornada de insultadores losantianos solo produce tristeza. Esto es, piensa uno, lo que leen los abuelos en los centros de día. Esta mezcla de esputo verbal y redacción pedestre dan de comer a los peatones conservadores.
               Como no hay sitio para la opinión porque ya solo interesa la del especialista, el columnismo español se ha especializado en hacer el bestia. Es el género del chúpate esa, subgénero con dos cojones, sujetos a los que les pagan por atreverse a decir las burradas que piensan los editores del periódico pero no se atreven a decir tan crudamente. El columnista que no dice alguna salvajada no tiene sitio en estos periódicos nuestros tan dictatoriales, tan rigurosamente contrarios a la libertad de expresión. El día que se murió Umbral, su inefable señorito dijo, en el obituario, que Umbral también había obedecido a lo que le mandaban, que había apoyado “las investigaciones de nuestro periódico”, creo recordar que decía, o sea el 11-M. A Umbral se la sudaba porque Umbral no era tonto, pero fue desagradable verlo tragar de esa manera, y sobre todo cómo su jefe, aún de cuerpo presente, certificaba el trágala.
               Ya sabía yo que acabaría hablando de Umbral. Todos estos deslenguados que hablan de lo que no saben y dicen lo que les mandan proceden de Umbral, pero Umbral no era como ellos, tenía un tipo diferente de ruindad, más bodeleriana que tabernaria, más gauche, y por supuesto nada franquista. Y escribía infinitamente mejor que ellos. Y sin embargo ahora la columna Umbral, la columna ramoniana, la columna Pla e incluso la columna Cunqueiro, el hermoso vuelo sin motor, como decía González Ruano, la prosa rozagante, semoviente, perla de literatura inútil en un fajo de papeles graves, mejor cuanto más irónica y distante, cuanto más ajena, ese tipo de columna está en manazas de viejos latosos convencidos de que tienen cierto gracejo, pero incapaces de volar, de trascender, de sacudirse la cadena que les tiene presos en lo obvio. Parten de la bananera concepción de que todo es susceptible de ser visto desde esa mezcla española de liberalismo y totalitarismo católico tan genuina. Les ha dado por ser sofistas, borregos cuya opinión modorra no se separa un milímetro de la del resto de la tropa, cuyo trabajo consiste en darle la vuelta a cualquier cosa. Umbral tenía una culturilla general con la que iba decorando las columnas, pero estos bárbaros ya no han leído a Baudelaire. Estos bárbaros ya no han leído nada que merezca la pena.
               Hoy he visto las portadas en el kiosko y cualquiera diría que hemos ganado la Eurovisión o que nos ha tocado la lotería. Podía haber ocurrido exactamente lo mismo en la otra acera y habría que estar haciendo acopio de laterío y preparándose para ir al frente. Es ridículo. Pero es el ridículo alimento intelectual de una porción incalculable (no por grande, solo por incalculable) de ciudadanos convencidos de que saben lo que ocurre por boca de semejantes mentecatos. Me comentaba esta mañana el kioskero que estos tontorrones de las columnas le recuerdan al general que había en su escalera cuando era pequeño, un señor mayor que tomaba todas las decisiones y opinaba de todo lo que hubiera que opinar, el que decía, sin tener ni puta idea, que la viga aún podía resistir, y lo decía con tal solvencia y autoridad que todo el mundo lo daba por bueno. Hablan así. Y hablan para gente así.
               Lo cual, en todo caso, es asunto de los votantes. A mí lo que me fastidia es que la columna umbraliana se haya muerto con Umbral. He echado un vistazo en el Huffington y no había una jodida entrada que no fuese de rabiosa actualidad, casi todas bizantinizadas por el fácil acceso a la información decorativa, y por supuesto (estamos en España) todas firmadas por políticos y personajes de la tele. Cualquiera que haya visto el Huffington inglés o americano sabe que por ahí no van los tiros, pero también sabe que allí y aquí ha quedado desterrado el post inactual, llamémoslo así, el texto literario que detiene al lector del periódico en un par de minutos de abstracción, o le permite ver una esquina insípida de su vida como un reducto más de la hermosura. Pero la columna que reparte juego, la que opina, debe afinar mucho si no quiere desleírse; si, por comparación con las wikicolumnas, no quiere resultar irrelevante. Unos salvan esta gratuidad con perspicacia y otros diciendo sandeces. Los primeros están en franco retroceso. Yo ya solo los leo en los blogs. En los periódicos no disfrutan de la suficiente libertad.

6.6.12

El problema del IBI



Cuenta Gibbon que la principal característica del pueblo judío, en tiempos de los romanos, era que no se sometían a las cargas fiscales del resto del imperio porque se las exigía un gobierno politeísta. Sería un crimen subvencionar al diablo. A los romanos de los tiempos de Adriano les sorprendió, después de siglos de un politeísmo civilizado (víctimas aparte) en el que todo el mundo respetaba los cultos de los demás, que una raza tan impermeable como la judía despreciase el laissez faire de la religiosidad romana. Gibbon llama la atención sobre el hecho de que fuera un emperador tan sosegado como Adriano quien, como represalia por las matanzas que practicaron los judíos contra sus vecinos no judíos, organizase a su vez una escabechina de judíos como la que nos cuenta Flavio Josefo. Claro que si uno lee antes a Dion Casio estará también al tanto de cómo se las gastaban unos y otros contra sus más inmediatos vecinos. Hoy en día el pueblo judío paga sus impuestos, como dice Rubalcaba, religiosamente, pero entonces, en los primeros años de nuestra era, como pueblo irreductible, incluso consiguieron que se les obligase a no propagar la costumbre de la circuncisión más allá de sus fronteras.
               Los cristianos, a los que Gibbon llama secta mosaica, conservan de su estirpe la negación de todo lo que no sea propio. La idea de un solo Dios no corresponde a una concepción global del universo sino a ser más que los demás, ser la única verdad. Pero, entre los herméticos judíos, esta soberbia religiosa es de consumo interno. No pagaban impuestos, pero tampoco abandonaban su reducto monoteísta. Los cristianos, en cambio, debían anunciar al mundo entero la buena nueva, es decir, que todas las demás religiones eran impías menos la suya, y penetró por una razón que cuenta Gibbon y que es la que me ha llevado a escribir estas líneas. Los romanos cultos, si es que descendían a mencionarlos en sus escritos, consideraban a los cristianos nada más que “…entusiastas obstinados y perversos que exigían una sumisión absoluta a sus doctrinas misteriosas, sin ser capaces de alegar un solo argumento que pudiera reclamar la atención de hombres sensatos y cultos”[1]. Cuando, tiempo después, aportaron sus argumentos, eso que se llama teología, “la adopción del fraude y la sofistería en la defensa de la Revelación nos recuerda demasiado a menudo la conducta imprudente de aquellos poetas que cargaban a sus héroes invulnerables con el peso inútil de la incómoda y frágil armadura”[2].
               Pero la gran baza de los cristianos fue otra: mientras el imperio romano trataba igual a todas las religiones pero no a todos los habitantes, la religión cristiana penetró entre los pobres, los esclavos y las mujeres, es decir, todos aquellos que no tenían derecho a beneficiarse de los privilegios de la ciudadanía. La misma marginalidad social facilitaba la penetración de las ideas, en tanto que se trataba de un sector de la población inculto y dispuesto a creerse toda clase de prodigios y milagros (¡con qué fina ironía constata Gibbon que ningún escritor romano de la época da noticia de las célebres tinieblas de la Pasión, ellos que recogían como un funesto presagio cualquier tormenta de verano!), de la misma manera que hoy en día la religión que más rápidamente gana adeptos es la iglesia Pentecostal, especializada en pobres, ilusos y desesperados, y dolor de cabeza crónico del Vaticano, incapaz de reconocer que fue exactamente así como ellos empezaron. El pentecostalismo es algo así como un cristianismo a la medida, atomizado casi en tantas ramas como templos, donde, dicen, abundan los milagreros. La sorpresa que se está llevando con ellos el culto y refinado Vaticano es la misma que la culta y refinada Roma se llevó con los milagreros cristianos.
               La iglesia siempre ha estado muy satisfecha de haber ido, desde el principio, a los pobres, a los excluidos, a los desgraciados, e incluso de haber restaurado entre ellos cierta forma de politeísmo a la que naturalmente tienden. Las diferentes advocaciones de la Virgen en la Semana Santa de Sevilla no se distinguen mucho de los diferentes dioses lares a que cada cual honraba en Roma. El santoral en pleno es una forma encubierta de politeísmo. El problema surge cuando los devotos de la virgen de la Macarena se constituyen en secta, diferente de la de los devotos del Cristo del Cachorro, y a veces, incluso, enemigos irreconciliables, como en el fútbol.
               El tema no es la descomposición natural de las creencias, sino que lo único que queda de todo aquel trasiego de apóstoles que daban ejemplo de austeridad es una Iglesia que, cuando a los desposeídos los asfixian con hipotecas o los echan de su casa y les suben los impuestos, declara su derecho divino a no pagar el IBI, exactamente igual que los judíos se negaban entonces a pagar impuestos a recaudadores impíos, o los cristianos porque hacerlo significaría que no son diferentes ni superiores ni están en la posesión de la verdad.


[1] “as obstinate and perverse enthusiasts, who exacted an implicit submission to their mysterious doctrines, without being able to produce a single argument that could engage the attention of men of sense and learning”. La traducción es de Atalanta fugiens.
[2] “the adoption of fraud and sophistry in the defence of revelation, too often reminds us of the injudicious conduct of those poets who load their invulnerable heroes with a useless weight of cumbersome and brittle armour”. (Ídem).
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