29.9.13

Polvo de oro


Así que esta tarde, mientras llovía, hemos estado viendo El Gatopardo, tres horas de luz melosa, de caballos alazanes, vestidos de raso y casacas encarnadas, una colección de cuadros hermosos y encuadres perfectos (Coppola debió de ver esta película lo menos cincuenta veces), y sí, mucho macchiaioli en movimiento, pero solo por lo que respecta a las escenas de exterior, de caza o de guerra, a los mozos que cepillan los caballos y las mammas que dan de comer a las gallinas. Están en esa Sicilia atoscanada, estampada con pinceladas de colores, aquí el fajín azul de un militar, allí un mandil rojo encendido, envueltos todos en el polvo cálido, en un aire ocre donde destacan los colores vivos. No es así, en cambio, en las escenas de salón, en la hora larga que se cascan bailando valses, entretenida por el preciosismo de las secuencias, lo suficiente lentas como para que disfrutemos de un búcaro, de un mueble o de un tapiz, y saquemos a pasear la mirada por la imagen, antes de que cambie el plano.
               Visconti llegó al baile y cerró el libro de Lampedusa. La historia de amor del sobrino (Alain Delon) con la fructosa Claudia Cardinale se queda en un resumen premonitorio, así como la de su propia hija, Conccetta, primer amor de su sobrino, que en la novela tiene largo recorrido. Pero eso es lo de menos. La película es un solapamiento de épocas, un poco como les pasó a los Macchiaioli: la revolución no hizo sino cambiar a los inquilinos de la oligarquía, el rancio abolengo por los rancios prestamistas. Todas las revoluciones, empezando por las pictóricas, terminan así: igual que la obra de los Macchiaioli se quedó en tierra de nadie, abandonada por sus discípulos, embadurnada de ocurrencias, y que los revolucionarios vanguardistas establecieron un circuito cerrado aún más hermético que el de los pintores de salón que los manchistas detestaban, así la revolución garibaldina quedó también en nada, en un asalto al poder no del pueblo sino de los nuevos ricos. El desprecio del príncipe hacia Caloggero, padre de la fruta Cardinale, es el desprecio que, de haber vivido para verlo, habría sentido Abbati por los puntillistas y demás tribus especulativas.
               Pero claramente hay dos películas. Visconti nos da la lección de historia, muy bien dada, y luego vuelve a sus cosas, al decadentismo y la nostalgia, a su Alain Delon e incluso a Terence Hill, con esa mirar desconsolado con el que diez años después rodaría Muerte en Venecia. El casting es gracioso. Los chicos son muy viscontianos (sobre todo el hijo pequeño del príncipe) y las mujeres, por regla general, de un tipo de fealdad muy italiano, boca pequeña, perfil aflechado, mirada negra, beatas abotonadas y con unos tirabuzones que les sientan como un tiro. Cuando Claudia Cardinale brota de una puerta, su presencia se convierte en cómica: es guapa, guapísima, italianísima, pero es exageradamente un fruto comestible, un melocotón de la huerta que se muerde los labios carnosos y mira con esos ojazos. La ironía de Visconti es evidente. Esa moza tan fermosa no tiene más profundidad psicológica que las ganas de emparentar con la nobleza y alejarse del paleto de su padre, pero su hermosura, su frutalidad la convierte en imagen de una juventud esplendorosa más que de una mente limitada. Yo creo que todo esto está hecho adrede, y que Visconti, en el casting, diría cosas como “la quiero un poco más jamona, por favor”.
               Y, con respecto a Burt Lancaster, creo que Visconti se prohibió a sí mismo contratar a nadie que se pareciese a él. El príncipe no es, definitivamente, un personaje más de D’Annunzio. Visconti le quitó todo refinamiento y dejó a un macho culto que en vez de darse a más exquisitos placeres babea con las sonrosadas magras de la Cardinale. Con Lancaster puso distancia, pero también, creo, intentó borrar huellas estéticas. El autor es muy bueno y lo hace muy bien (nunca me gusta cuando hace de saltimbanqui sonriente, pero en ‘Atlantic city’, por ejemplo, con Lancaster ya viejo y retorcido, me gustó mucho), aunque mal asunto es que, en medio de tantísima delicadeza estética, a mitad del baile inacabable, uno se despiste pensando en qué otro actor habría quedado allí como de molde, es decir, como de molde viscontiano. En qué otro intérprete habríamos podido hacer compatible la caza y la religión con la hiperestesia estética que brilla en cada baldosa del suelo y en cada pared. A qué otro actor correspondían esos decorados, el suntuoso palacio y los caminos polvorientos, esa mezcla tan italiana de paroxismo estético y temperamento brutal. Y sí, se le va a uno la mente a Marlon Brando. A Coppola seguro que le pasó lo mismo.
               Pero, aparte de todo, casi sorprende, ahora, ver una película así. Semejante derroche, y no precisamente económico, porque estoy seguro de que ahora se despilfarra mucho más, comparativamente, por cualquier tontada. No, me refiero al derroche de arte, a la buena historia, al encuadre minucioso, siempre justificado por su propia y autónoma condición estética, nunca por simples necesidades de montaje; a las grandes escenas corales, a la belleza extremosa de cada secuencia, a la dulce borrachera de arte, de historia y de literatura que uno va cogiendo sin enterarse, tres horas ensobinado en el sofá. Cada época debería tener un Visconti, alguien que se lance a la gran adaptación literaria de tema histórico desde presupuestos rigurosamente estéticos, sean de la índole que fueren. Por eso me acordaba tanto de Coppola. Y de José Luis Garci. 

28.9.13

Macchiaioli

Giovanni Fattori

Mariano Fortuny, Marroquíes
A principios de los 90 yo iba mucho al Casón del Buen Retiro. Allí se guardaban, y en parte se exponían, los fondos de pintura del siglo XIX del Museo del Prado. Las salas estaban forradas de cuadros enormes, llenos de cirios, paisajes encapotados, momentos históricos y escenas tediosas, caras largas, céreas, amojamadas, y un algo de empastre oscuro que impedía el paso de la luz. En medio de aquella tapicería lúgubre, que a mí, en cierto modo, me reconfortaba, había un cuadro muy pequeño, tamaño postal, que era como si hubieran hecho un agujero en la pared y entrase por él un chorro de sol. El cuadrito se titulaba Marroquíes, de Mariano Fortuny, y no era un cuadro de ese museo, de ese siglo. Destacaba como si hubieran puesto un Sorolla diminuto entre cien lóbregos Muñoz Degraín. Era suelto, restallante de luz, delicado de formas, y la sensación de exactitud era una ilusión óptica y el cuadro como un magma de pintura viva. Después he visto ese cuadro en muchos sitios, y hoy me ha parecido verlo nada más entrar a la exposición de los Macchiaioli en la Mafre, en un cuadro de Giovanni Fattori, quizás, junto a Telémaco Signorini, el más famoso de los manchistas italianos, trece años mayor y mucho más longevo que Fortuny, quien en la radiante brevedad se parece más a Abbatti, el otro grande de los Macchiaioli.

Giuseppe Abbati
Giovanni Fattori
Telemaco Signorini
               Habría estado bien encontrarme con esos marroquíes de Fortuny en esta exposición, aunque sí había varios cuadros suyos, suficientes para darse cuenta de que estaban haciendo lo mismo, rescatando la pintura del dibujo, devolviéndosela a las luces y a las sombras, a la realidad entrevista, aflorante, a la mirada humana. La sensación de cambio de siglo es evidente: algunos, como Silvestro Lega, todavía están en la tiesura meticulosa, pero los colores ya los toma de Masaccio, otro al que admiraba Gaya. El preciosismo que luego encontraremos en Sorolla lo reconocemos en el impactante Signorini, quien tiene un cuadro de arrastradores de barcos que enseguida recuerda al gran cuadro de Ilia Ropin, y la verdad es que lo que hicieron los Macchiaioli en Italia es comparable a lo que hicieron los Peredvízhniki en Rusia, sobre todo Isaak Levitán, alguno de cuyos cuadros tampoco habría desentonado en absoluto en esta exposición.

Telemaco Signorini
Ilia Ropin

Isaak Levitan
Como tampoco habría estado mal uno de los cuadritos de Villa Médici de Velázquez, o alguno del propio Masaccio. Porque no se trata en ellos de inventar ni de imitar, no son impresionistas ni prerrafaelitas, son realistas que despegan la imagen prefigurada como quien despega un precinto, para que respire la pintura, para que una realidad anfibia viva en ella, un realismo más allá de la exactitud, un realismo real.
               A Gaya es de suponer que el que más le gustaba era Fattori (salvo por esos colores Masaccio, no me lo imagino disfrutando de Lega), a quien le dedicó, en grupo y por separado, más de un homenaje, aunque a mí quizá el que más me gusta es uno que no se refiere a ellos explícitamente, Lavandera en el tajo, que de pronto me ha parecido el homenaje a un detalle de otro cuadro del italiano. 

Giovanni Fattori, Aguaderas de Livorno
Ramón Gaya, Lavandera del Tajo

A veces pienso si lo que le gustaba a Gaya de Cezanne no era lo que terminaría viendo en Fattori; si Fortuny y Rosales (y Sorolla) no eran la lógica continuación de aquella idea que él también quería prolongar, de espaldas a una vanguardia que no le interesaba; y, naturalmente, si esa queja suya de que solo no podía porque se necesitaba un movimiento no era sino la certeza de que, con independencia de la maestría de sus miembros, los Macchiaioli o los Peredvízhniki solo mueven en conjunto la pintura, solo como impulso colectivo no solo la hacen avanzar y la devuelven a sí misma, sino que abren todos los caminos posibles, incluidos aquellos que contribuirían a silenciarlos o incluso a desacreditarlos. En eso Gaya sí debió de sentirse muy cercano.

Giuseppe Abbati
Giovanni Fattori
               
Telemaco Signorini
La exposición se cierra con dos gratas sorpresas. Una no tanto porque ya me habían avisado: el hecho de que los Macchiaioli utilizaban la fotografía en la composición y, es de suponer, como orientación para las manchas de luz que nutren sus cuadros. Supongo que es un buen ejemplo para quienes no conciben que la tradición pueda alimentarse de modernidad.
La otra sorpresa obedece solo a mi incultura. No sabía que Visconti había filmado Senso y El Gatopardo con la estética de los Macchiaioli, con su sentido de la luz y del color, con las gentes de sus cuadros, sus ropas y sus casas y sus paisajes. Una pequeña sala de proyección sirve para ver los cuadros de Fattori en movimiento. El resultado es tan gratificante que ya me he hecho con una buena copia de El Gatopardo para verlo con la pintura todavía fresca en la nariz.
Ramón Gaya, Homenaje a los Macchiaioli

Ramón Gaya, Omaggio a Fattori


26.9.13

Materias de estado


Me lo estaba pasando en grande con la lectura de El testimonio de Yarfoz y me dio por mirar a ver qué dicen Ródenas y Gracia en el proceloso tomo séptimo de la Historia de la literatura española de la editorial Crítica, esa de la que ya hemos alabado los tomos de Cecilio Alonso y de Mainer, el director de orquesta. Lo copio íntegro:

Ferlosio ha supuesto el estímulo de una ferocidad crítica sin cataplasmas ni evasivas: radical de pensamiento y escritura, aunque salga lesionado el orgullo o la vanidad del lector, pero también reconfortada la conciencia de comprender áridamente y mejor. Quizá por eso pasó demasiado inadvertida una novela admirablemente ajena a todo, como es El testamento de Yarfoz en el mismo año [1986]. Se trata, al parecer y según introducción del editor Sánchez Ferlosio, de un apéndice tomado del Libro II de la Historia de las guerras barcialeas, pero el resto de la edición quedó a medio camino “por la inconstancia y falta de profesionalidad” que se atribuye el mismo editor, “que dio primero en volver a sus veleidades de gramático y pseudo-filósofo y después en meterse a periodista”. La geografía mítica creada y dibujada remonta el proyecto a los espacios imaginarios donde la lealtad, la guerra y el exilio se viven a través del relato autobiográfico de Yarfoz sobre el príncipe Nébride y el destino de sus pueblos. La meditación monologada o dialogada de carácter ético-político nace de la imposibilidad de acometer una gran obra de desecación y encauzamiento de aguas, que presta a Yarfoz la vía para los asuntos de filosofía política que ocupan habitualmente al autor, con la colisión de los intereses entre lo óptimo y lo posible, y entre el interés individual y el colectivo. (pp. 678-679)

               Me irritan los manuales que hablan de lo que no han leído, más en este caso en el que ni siquiera se cita bien el título (no es “testamento”, es “testimonio”) y, sobre todo, se incurre en lo mismo que parece denunciarse. La novela no pasó inadvertida por culpa de la radicalidad de pensamiento ni mucho menos por “comprender áridamente y mejor”, que sé qué insinúa pero no qué significa, sino porque los críticos la abandonaban a las pocas páginas y le colgaban del dedo del pie una etiqueta metafísica que no podía sino espantar a los lectores. 
               En ese mismo año, en el 86, Benet publicó el tercer volumen de Herrumbrosas lanzas, una novela mucho más pesada y de humor mucho más árido y discreto que El testimonio de Yarfoz, pero que parte de una idea de, digamos, modernidad parecida a aquella de la que partió Ferlosio. Eran los años del reciclaje de géneros, del manierismo. Algunos autores acudían a los géneros populares y detectivescos (Benet también lo hizo con El aire de un crimen), pero otros procedían a la misma operación con géneros elevados. Y algún día los historiadores de la literatura se darán cuenta de que por aquellos años empezaron a salir los libros de la Biblioteca Clásica Gredos, a través de cuyas traducciones muchos hemos podido disfrutar de prosas que los contemporáneos ni solían ni sabían practicar. El propio Benet, en carta a Javier Marías, al hablar de un referente para Herrumbrosas lanzas, nombraba a Tito Livio y el grand style, por más que los tomos de Livio empezasen a ser traducidos en el 90; pero para cuando Benet o Ferlosio escribieron sendas obras ya estaban traducidos los Anales de Tácito, y, lo que es mejor, la colección de Gredos había desenterrado otras colecciones (el Vitrubio de Iberia, el Tucídides de Hernando, el Polibio de Alma Mater, etc.) que hasta entonces eran las que, más bien clandestinamente, se ocupaban de los clásicos.
               De modo que, así como otros, a la moda de la época, remozaban a Plinio (no el Viejo sino el manchego) o a Marcial Lafuente Estefanía, estos dos caballeros practicaron la misma operación con los historiadores antiguos. Ya veremos en su momento cómo lo hizo Benet, pero el método de Ferlosio fue, a mi juicio, más respetuoso con el modelo pero también más ambicioso, y sobre todo mucho más divertido. Asombra pensar la de veces que he oído hablar de El testimonio de Yarfoz en los términos en que hablaríamos de un Heiddeger extravagante, cuando se trata del punto de unión entre el arte de narrar de Cervantes, las técnicas literarias de los logógrafos antiguos, tan entretenidos, y el desbordante sentido del humor metaliterario que destila Ferlosio. Lo que pasa es que Ferlosio, además, se da caprichos, alardes descriptivos y argumentativos, algunos hipertrofiados hasta la parodia.
               El primer gran ejemplo es el de la noria. La descripción de la noria que se debería detener si se consiguiesen desecar los almarjales aguanosos es de una precisión casi lujuriosa; a través de la exactitud, el lenguaje camina hacia un territorio autónomo en el que, por ejemplo, hasta algunos nombres de flores son invención del narrador, y la –breve, nada de rollos- reflexión de Nébride sobre el tiempo y la necesidad de la memoria es bellísima. En cambio, acto seguido, y sin salirse de la extensión de los capítulos de Tito Livio (o de cualquier otro historiador, según las particiones de los editores antiguos), Ferlosio se da un chapuzón en un lío de devengos y usufructos que al mismo tiempo son la forma más civilizada de dialogar, en un registro respetuoso y culto, como habla Don Quijote a los cabreros, pero con regodeo contagioso, sobre todo si prescindes de desentrañar el significado de lo que lleva su sentido en la piel, en la palabra, en la pirotecnia de la exactitud.
               Pero nada es abstruso, todo es ferlosiano del Ferlosio que cultiva con mimo el castellano y nos habla de un paisaje mítico en el que hay moscardas y mozas casaderas y asientos contables, un territorio artúrico-extremeño en el que el contraste entre la fantasía de lo narrado y el precioso casticismo del lenguaje es otro motivo más de ironía y regocijo. Es contagioso el evidente placer que siente Ferlosio al escribir así. Se nota que se lo pasa divinamente, y en cuanto entras en el juego (allá donde los críticos no tienen tiempo de entrar, ni ganas, empachados de prejuicios como están) la novela fluye deliciosamente, alterna, varía como variadas eran las narraciones antiguas, y cada pasaje, con frecuencia, se convierte en relato autónomo, unos divertidos, otros curiosos, otros intensamente poéticos. Igual que Heródoto racionalizó el mito, Ferlosio racionaliza la vanguardia recicladora por la vía de no excederse, de no ser desleal a los métodos antiguos, a la sustancia de lo que recicla. Alterna, como Tucídides, los pasajes narrativos, de aire borgiano (la rampa de los Iscobascos, los babuinos mendicantes, la Gran Reforma Necropolitana, los zarrapastrosos “hijos del rey”, las moscas del presidio, etc., etc., todos ellos estupendos cuentos por sí solos) y los más densos y discursivos, casi todos alardes de derecho tributario y de sucesiones, verdadera pasión del autor, que en su meticulosidad prolija, en su metálica precisión, pasan a ser como parodias de sí mismos, que es lo que ocurre, desde antiguo, cuando un discurso serio se engasta en una situación liviana.
               Los críticos más generosos (no los enterradores que solo ven en él “los asuntos de filosofía política que ocupan habitualmente al autor”) le conceden cierto aire cervantino, sin especificar a qué clase de cervantinismo se refieren, quizá porque piensan que es la historia del príncipe Nébride, un idealista muy sensible que se retira a vivir de incógnito por no refrendar o justificar o consentir el estúpido asesinato (gran cuento) del pacífico Espel, príncipe de los Atánidas, a manos del propio padre de Nébride, rey de los Grágidos. La novela es el relato de ese exilio, pero también el de Sorfos, hijo de Nébride, otra vez, como su abuelo, de espíritu guerrero, pero más elegante y más astuto. Aunque lo que de veras esta novela tiene de cervantino no está tanto -en el tono y en la forma-, en el Quijote como en el Persiles, aunque es en el Quijote donde el cura detalla en qué consiste el género que en 1986 cultivaría Ferlosio en El testimonio de Yarfoz:

Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere.

               Es decir, una novela griega, como la que luego ensayaría el propio Cervantes en el Persiles, un paisaje con verdad y sin historia, sin el truco de forrar la imaginación y apuntalarla de datos históricos, en el caso de Ferlosio, además, con una geografía inventada, a la deriva de la pura narración. Sería interesante comparar con más detenimiento el Persiles y El testimonio de Yarfoz, y no solo en lo que se refiere a los tipos sino a la misma prosa, tan poética y jugosa, y sobre todo a esas “materias de estado” en las que Ferlosio se enjugaza con la erística tributaria, catastral o sucesoria en largos y hermosos periodos. Pero es por culpa de esta afición suya a los reglamentos y las casuísticas quizá por lo que tan bien se aviene con Cervantes (Quijote incluido) en su idea de la historia como caso, paradoja, encrucijada o problema, del que se sale con astucia y buen humor, no con el hierro. Y también, me temo, es culpa de esa misma afinidad el que El testimonio de Yarfoz haya tenido un destino similar al de su modelo, el Persiles. Ambos han sido muy citados y respetados, poco leídos y, al menos en el caso de Ferlosio, nada comprendidos.     

17.9.13

Clasicismo y melopea


Otra definición de clásico: aquel al que vuelves cuando los modernos te saben a poco. Es lo que me pasa con Faulkner. Leo una novelilla irrelevante, bien escrita (y ya molesta decir que una novela está bien escrita, como si al juzgar un edificio lo alabásemos porque no está torcido, como si felicitásemos al hortelano que cava rectos los caballones aunque no sea capaz de criar un jodido tomate), pero nada más, y lo malo es que si la siguiente lectura es igual de inconsistente uno se instala sin querer en ese nivel, y la condescendencia se funde con la aceptación y a veces supura incluso agrado, de modo que, no por aferrarse a ningún canon sino por pura intuición, por sed lectora (igual que cuando uno sufre una hipoglucemia siente necesidad de beber cocacola por más que deteste su sabor u odie su significado), uno vuelve a tipos como Faulkner, sobre todo si queda algún libro suyo que no ha leído o que no supiese que ha sido traducido al español, que es lo que me ocurrió con Intruso en el polvo.
               La estoy terminando y la verdad es que no solo no me importa dejarme arrastrar ahora por su sintaxis de pocas comas sino que me resulta un ejercicio tan gratificante como el de la propia lectura. El problema es que, sobre todo en España, lo que más ha calado de Faulkner ha sido eso, la ausencia de comas, y torticera o ingenuamente se ha creído que Faulkner es un modo de escribir deprisa, nada más, y de dejar que fuesen los dedos los que pensasen. Pero lo que asombra de Faulkner son los detalles, lo que pertenece al territorio de la lentitud, de manera que da la sensación de que Faulkner escribiera dos veces sus relatos y sus novelas enteras, una para descubrir la novela y otra para barnizarla de mímesis. Muchos de esos detalles pueden parecer innecesarios para la trama, pero dan la sensación de que el narrador conoce esa trama tan profundamente que casi sin querer le brotan minucias de parentescos, distancias, objetos, edificaciones, alimentos, olores, sabores y destellos visuales que son los incisos que suele meter en la narración oral quien sabe mucho de algo y todo está pasando por su mente cuando lo cuenta como le pasaba la realidad por delante a Funes el memorioso, salvo que en el caso de Faulkner, y con la frescura que proporciona la apariencia de intuición, de improvisación, esos detalles no han brotado por sí solos, han sido, o parece que han sido, meticulosamente destinados al lugar que ocupan, escogidos con esmero, lo cual no casa mucho con la irrefrenable torrencialidad de su prosa. Pero todo es natural, todo parece escrito a toda mecha en la Underwood que llevaba encima de un carretillo mientras trabajaba en la granja de Mississippi.
               Y esa naturalidad, por más que nadie hable como el narrador de Intruso en el polvo, por más que muchas veces (sobre todo en las filigranas de las acotaciones) sea, cómo decirlo, poco natural, como una deliciosa naturalidad artificiosa, sin embargo se rige por los mismos criterios que el contador de historias de toda la vida, ese a quien nombramos cuando contamos algo que en nuestros labios no tendría la gracia que tuvo en su momento, y entonces decimos Fulano lo cuenta muy bien, y con eso nos referimos sobre todo a que da los detalles precisos, a que no es abrumador ni tampoco soso ni superficial.
Por ejemplo: cuando Lucas Bauchamp ya está en la apestosa cárcel del condado, antes de que los blancos se reúnan a las doce en punto para quemarlo vivo sin dar tiempo a que lo juzguen y él, sereno y distante, tumbado sobre un catre sin colchón, espera que venga un abogado (tío del muchacho desde cuyos ojos se narra la historia), Faulkner de pronto abre un paréntesis de veintitantas líneas para contarnos un morcillo divertido que no tiene, en principio, nada que ver con lo que nos está contando, un por cierto que narra maravillosamente la historia del borracho alegre que empotró el coche contra un escaparate y en vez de irse a un hotel a dormir la mona se empeñó en pasar la noche en el calabozo. Tiene y no tiene que ver, porque el hombre era blanco y estaba borracho de champán, y si eso mismo lo hubiera hecho un negro con una carreta, si –pongamos por caso- el negro se hubiera emborrachado con whiskey casero, lo más seguro es que nadie le hubiese invitado a dormir la mona en el hotel, y desde luego que el mejor sitio para despejarse habría sido entre rejas que lo protegiesen del dueño del escaparate y sus antorchas encendidas. El caso es que lo en apariencia poco relevante para la narración, lo traído por los pelos, por capricho narrativo, resulta ser la argamasa sobre la que se edifica sin un gramo de grasa el sólido edificio del relato. Y todo esto, sobre todo gracias a esa ausencia de comas, parece hecho sin premeditación de ningún tipo, en esa vertiginosa lentitud con que Faulkner cuenta las cosas y distribuye los detalles (el mondadientes de oro de Lucas Bauchamp, su sombrero despectivo), esa presión que el desbordante conocimiento de la trama ejerce sobre el relato y lo llena de tensión sin repetir nunca nada ni hacerse pesado ni dormirse en la suerte.
Así sucede, más o menos, en las primeras dos terceras partes de la novela, hasta que a Faulkner le da un ataque Faulkner y los detalles precisos dejan paso a las lucubraciones, a esas melopeas narrativamente gratuitas que es lo que luego más caló en España, seguramente porque es la faceta de Faulkner que exige menos sabiduría narrativa. Treinta años después de esta novela, que es del 48, aquí solo se imitaban las audacias en materia de puntuación, pero no de trama. Se creía que el método generaba el contenido, que la melopea producía sus propias metáforas, y su sombra se extendió tanto que pronto –en los 80- ya se podía hablar en España de una tercera generación de imitadores, es decir de escritores que en vez de imitar a Faulkner directamente imitaban a alguno de sus imitadores, sobre todo a Onetti y a Benet, y del primero aprendieron que a una novela barata se la puede dotar de intensidad épica y del otro que un argumento confuso admite mejor las hipertrofias narrativas y los rollos macabeos.
Intruso en el polvo tiene algo de los dos (es decir, tiene algo de lo que los dos imitaron por separado de su autor). Es un western sureño, bastante despojado de vericuetos argumentales, de trama clásica y sencilla: Lucas Bauchamp es un anciano negro al que ven junto al cuerpo recién asesinado de uno de los gemelos Gowrie, el más joven de una familia de muchos hermanos blancos y salvajes que se dedican al negocio de la madera. Charlie, el chico blanco de dieciséis años a través de quien se narra la historia, se siente en deuda con él por haber contribuido al desprecio general de Lucas en la cantina, cuando le arrojó al suelo unas monedas. Quiere enmendar su error y se acerca a llevarle tabaco a la casa del alguacil, donde está esposado a la espera de que venga el sheriff y se lo lleve de Jefferson o bien vengan antes los hermanos Gowrie seguidos de una masa de gritos y antorchas para lincharlo, en una época en que linchar a un negro estaba penado con la obligación de cavar su tumba, nada más. El caso es que Lucas, sin dar más explicaciones, dice que él no ha sido, y pide al chico que abra la tumba del fallecido, Vinson Gowrie, y sabrá la verdad. Aparecen por allí una encantadora ancianita, la señora Habersham, que no duda en sumarse a la expedición profanadora en recuerdo de un familiar de Lucas Bauchamp que fue niñera suya, y otro muchacho negro que obedece y come en la cocina y oye ruidos y teme que si son descubiertos el peor parado va a ser él.
Hasta aquí todo está impecablemente narrado. Hasta aquí la ausencia de grasa. Pero luego resulta que en la tumba no está Vinson sino Jake Montgomery, y que cuando por fin llega el sheriff ni siquiera está dentro el cadáver de Jake Montgomery, aunque pronto descubren que Jake está enterrado un poco más allá y en una deducción que dura bastante menos que las, en ocasiones, un poco cansinas parrafadas lucubrantes, llegan a la conclusión de que Vinson está debajo del puente, en las arenas movedizas, y en un santiamén deducen que fue el otro gemelo el que mató a Vinson y sobornó a Jake para que le ayudase a sacar a su hermano de la tumba (de modo que nadie descubriese que no lo había matado con la pistola de Lucas) y después del trabajito le machacó la cabeza con una piedra y lo metió en la tumba de su hermano, etc. Se sabe eso y se sabe que todo era por estar robándose la madera entre los propios hermanos. Lo malo es que todo eso se sabe en medio de un monólogo entre alucinado y sermoneante (pero un poco a la manera de su imitador de tercera generación Sánchez Ostiz en Bayona bajo los porches, es decir, dando toda la pinta de estar diciendo mucho más de lo que realmente se dice) que es como si se hubiera derramado una taza de café sobre un mantel hasta entonces perfectamente hilado. Ya sé que los faulknerianos de pro se extasían con esas melopeas, y no digamos sus imitadores, pero es tan bueno el escritor que narra a la manera clásica los dos primeros tercios de esta novela que cuando irrumpe como un general sudista el renovador de la novela, el sureño lúcido, el mecanógrafo veloz, uno echa de menos la perfección arquitectónica de que había disfrutado hasta entonces, los magníficos diálogos, las brillantísimas descripciones, y tiene la sensación de que, a esas alturas de la novela, la taza derramada no era de café sino de whiskey. Soy más de Sartoris que de Absalom, qué le vamos a hacer, y esta novela tiene un poco de los dos. Creo que si hubiera sido parecida solo a una de ellas, a la que fuera, pero solo a una, me habría gustado todavía más.

12.9.13

Maestros incompatibles


El otro día le preguntaban a Manuel Longares si se sentía un escritor galdosiano, y él, muy ufano, decía que sí, que ojalá, y se lamentaba de lo poco que se le tiene en cuenta. Desde luego que no es lo mismo poner nombres de calles que leer libros. En España enseguida damos premios y erigimos monumentos a los escritores, pero ni los leemos ni, lo que es peor, los imitamos. Esto último no lo dijo Longares, pero es posible que lo piense, todos los fans de Galdós lo hacemos.
               Sólo el hecho de declararse galdosiano ya me movió a leer Los ingenuos, a pesar de que cuando leí Romanticismo, mucho antes de abrir este blog, recuerdo que ya le puse los mismos peros que me temo le voy a poner ahora. Digamos que lo que Los ingenuos tiene de galdosiano está muy bien, pero que lo que tiene de no galdosiano, de longariano tan solo, no tiene ninguna gracia, y además amordaza a los personajes y no les deja seguir siendo galdosianos, los condena a un chafarrinón de brocha gorda y prosa torculada, no les deja ser, porque en Galdós los personajes son más allá del autor y del rancio entretenimiento sintáctico.
               Lo galdosiano es la gran protagonista desaprovechada, Modes. Cuando sale una Modes como esta en una novela, hay que dejar todo lo demás en un segundo plano. Uno no puede empeñarse en seguir con ese lenguaje falsamente campanudo, lleno de ablativos absolutos, y contar una historieta mendociana cuando lo único que le importa al lector es Modes y nada más que Modes. Hay un artificio técnico en la novela del que el autor estará muy orgulloso pero alguien debería decirle que no es mérito suyo sino de su personaje, o, si se quiere, de la lógica de la narración, de la condición orgánica e independiente de una narración. Durante buena parte de la novela, hasta que empieza la risa floja y los chistes verdes contados con retórica pazguata, Longares equilibra bien los estilos adecuados a cada personaje. Todo lo relativo a Gregorio, o a su hijo Goyo, tiene, y no solo por el nombre, un aire un poco Landero, que también es el Mateo Díez de La fuente de la edad o alguna novela de Zúñiga, o ahora mismo los libros de Gonzalo Bayal, pero sobre todo es landerino en esa poquedad de los personajes, esa inocencia tontaina. Te metes en la ficción porque está muy bien escrito pero a poco que lo pienses los personajes te parece que les falta a todos un hervor, no porque estén mal construidos sino porque, más que ingenuos, son idiotas. Estos Gregorios de Longares son un poco como el Gregorio Olías de Landero. Cuando salió Juegos de la edad tardía, coincidí, por primera y última vez en mi vida (tan casual lo uno como lo otro) con Félix Romeo, y él entonces dijo algo que es verdad: “es una novela mesetaria”. Sí, los personajes labran el áspero terreno de la sintaxis de Miranda Podadera, esa morosidad que no se casa mucho con el empuje que reclaman los grandes personajes. Galdós escribía a lápiz para no perder el tiempo mojando en el tintero. Me lo imagino sudando detrás de Isidora, tratando de alcanzarla sin preocuparse lo más mínimo de cómo estaba escribiendo. Al final de la novela se le va. Galdós, jadeante, se sienta en un mojón de la calle del Arenal y la ve perderse entre la multitud, en esa hermosísima escena que luego copió malamente Muñoz Molina para su petardo bélico.
               Los gregorios de Longares, en fin, no están vivos. Caminan encorvados bajo el peso del autor. Pero Modes no. Modes corre, y si, como digo, Longares piensa que ese delicioso estilo de novela rosa que utiliza para narrar sus pensamientos es una decisión suya, se equivoca. De pronto la prosa trasparece y vemos a Modes y la escuchamos y la sentimos sin necesidad de que Longares, y en eso le alabo el gusto, se moleste en describirla. Todo va deprisa porque es urgente saber más de Modes, estar más tiempo con ella. Pero el autor, inmisericorde, ajeno al camino que le marca Galdós, se pierde en un final de sainete que a mí me suena mucho a Mendoza. El cura con el sombrero mejicano echa un tufo al más largo de los Tres cuentos que tira para atrás. El embrollo de misterios ridículos es como el de las novelas que Mendoza no se tomaba en serio. El final de Los ingenuos, tan cansino y decepcionante como el de Una comedia ligera. Y la novela avanza con largas parrafadas y vacíos parlamentos de fantoches y Modes sin aparecer. Qué habrá sido de esta muchacha, piensa uno, si es lo único que merecía la pena entre toda esta mugre.
               Curiosamente, y en otro orden de cosas, a Pombo le ha pasado algo parecido en su última novela, Quédate con nosotros, señor, porque atardece. Con lo interesante que habría sido escuchar a los curas hablar o no hablar, dejarlos en el convento con sus carracas (como ya lo hiciera, maravillosamente, en su paráfrasis de San Francisco, por cierto), sin embargo llena la novela de seres inverosímiles, sobre todo el periodista ese asqueroso que cada vez que salía me daban ganas de tirar el libro. Pues aquí, en la novela de Longares, viene a pasar lo mismo. ¿Qué demonios nos importa esa caricatura de comunista clandestino de los años 60, ese sujeto viscoso del que el autor obliga a enamorarse a la pobre Modes? Y Modes, que tiene una novela de quinientas páginas que contarnos ella sola, acepta su papel en el sainete pero los lectores sabemos que lo hace porque lo manda el guión, pero ella es otra, ella no se enamora de ese sujeto maloliente, ella tiene otro mundo, otra vida, lejos de ese avispero de viejos verdes que pulula por la calle Infantas, que es donde sus padres tienen una portería. Llega el autor hasta el extremo de hacerla parecer, a ella, que es más viva que el hambre, aunque tenga que representar otro papel, como una perfecta imbécil en la escena en la que cree que su hermano ya se ha casado con la Beni, otro buen personaje que se queda en nada, como el de la madre, reducida a un tópico con sabañones. Y el autor casi se limita a sacarlas a pasear y de paso recitarnos el callejero madrileño, un detalle que no sé si a un lector que no viva en Madrid no le parecerá un poco pesado.
               Una pena, no puedo decir otra cosa. Cómo ha sido capaz este hombre de arruinar el papelón del gran personaje que había creado sin querer, que es como nacen los grandes personajes. Es posible que no fuera personaje para este tipo de novela. Fortunata no pinta nada en la taberna de Picalagartos. Y no se puede ser galdosiano con la paleta de don Ramón. Son autorías incompatibles.

10.9.13

Campo eterno

Ensayo de literatura campestre, 12


Merece la pena copiar parte de la nota que el escritor incluye después del prólogo y antes del primero (y hermosísimo) de los relatos que conforman este libro:

Los cuentos que siguen (no así los poemas) han sido impresos en el orden en que fueron escritos durante los años 1974-1978. El modo de contar las historias cambia con el paso de los años. No quiero aplicar el término progreso a ese cambio, pues creo que las primeras tienen una nitidez en el enfoque de los primeros planos, un sentido del presente, que hoy no podría conseguir…

               Creo que cualquier juicio crítico debería empezar por ahí. En realidad se trata de dos libros: media docena de excelentes cuentos breves, sobre todo los dos primeros, el parto de la vaca y el apareamiento de la cabra, que se van hinchando de ideología (el secuestro de los inspectores de sidra ya es literatura panfletaria), y un segundo libro, una novela corta de las mismas dimensiones que todo lo anterior, unas cien páginas, en torno al personaje de la Cocadrille, dividido a su vez en tres secciones, tantas como diferentes vidas (en el pueblo, en el bosque o en el más allá) tiene la protagonista.
               Es gracioso porque, en el ensayo sobre la desaparición del campesinado en Occidente con que se cierra esta miscelánea, habla Berger de que la visión del campesino superviviente es simétrica de la del capitalista de ciudad. Mientras el labrador ve ancho el pasado y estrecho el futuro, el ciudadano moderno ve estrecho el pasado y ancho el futuro. Estos cuentos van de lo estrecho esencial literario a lo ancho ideológico y metaliterario. De nombrar las cosas, las cabras, las vacas, las manzanas, con la poesía precisa y sin más intervención que la de comprender a los personajes, Berger degenera en una parábola de muy evidentes resonancias literarias, que pierde de vista la anterior sustancia poética –o la utiliza como simple adorno- y se esfuerza por el lucimiento y la doctrina. Seríamos más justos con este libro si hablásemos de sus dos partes por separado, y una la celebrásemos y la otra la soslayásemos, pero la mezcla, y sobre todo el orden (el mismo en el que fueron escritos) hace que la impresión final, el recuerdo último no sea bueno.
               La culpa es de la Cocadrille, que tiene casi todo lo que me repele de la manía esa francesa de la sublimación. Berger es inglés, pero la novela es muy francesa, y no solo por sus personajes. La Cocadrille es una mujer diminuta y resistente, despreciada por su familia y visitada por los hombres, que vive entre arbustos y come las bayas del bosque, pero que, al menos eso dice ella, guarda mucho dinero, razón que justificará literariamente su muerte después de un cansino acto final en el que aparecen, casi con sus nombres y apellidos, Rulfo y García Márquez. Cuando el artificio literario se desborda, cuando estamos en el tercer acto espectral de la ópera, sufro un desajuste entre la velocidad de lectura, la previsibilidad del contenido y las ganas de que se termine. Con los primeros cuentos breves, en cambio, habría seguido varios cientos de páginas más. Cada vez que Berger se deja de ideas y literaturas y atrapa la sensación campestre, que es lo que vamos buscando, el libro se ilumina, pero vuelve a ensombrecerse cuando sucumbe a esa moda tan setenta de complicar las cosas sin necesidad. Aun así, con frecuencia da en el clavo:

En las montañas, el pasado nunca se queda atrás; siempre está al lado de uno. Bajas al anochecer desde el bosque, y un perro se pone a ladrar en un caserío. Hace un siglo, en el mismo lugar, a la misma hora, un perro se puso a ladrar al oír a un hombre que bajaba por el bosque, y el intervalo entre los dos momentos no es más que una pausa en los ladridos.

               Esta es, y no otra, la esencia del campo, la pura eternidad, lo que es como ha sido y será, pero no por conservadurismo sino por experiencia. La permanencia en movimiento que es el campo, ese volver todo al mismo sitio sin parar, ese vivir lo mismo de nuevo (y saber que las variaciones no suelen ser buenas) es lo que hace que el campesino pierda con frecuencia la noción del tiempo menudo, ese agobio de minutos en que vivimos los demás. El tiempo para él es una flor, un aire, un rumor. El tiempo es consecuencia de leer el campo. El campesino, y en eso Berger tiene razón, tiene dos características que lo definen: sus manos no saben estar sin hacer algo con ellas (y por eso con frecuencia se anquilosan en la postura que les ponían antes a las manos de plástico, postura de coger cosas), y no dejan pasar un detalle de la naturaleza, imperceptible para los demás pero esencial para entender el más inmediato futuro.
               Y estas dos características las tienen los primeros cuentos: son acciones descriptivas, esto es, hechos menudos, significativos, prácticos de algún modo, sin reflexiones que se salgan de los hechos, la vaca, el establo, la mirada del ternero; pero también son eternos, previsibles, siempre son de nuevo, pero cada vez hay detalles diferentes, muescas del tiempo en los huesos, mensajes silenciosos de la tierra. Lo otro, lo de la Cocadrille, me recuerda, aparte de a las fantasmagorías rulfianas, a ese aire un poco tétrico por blanquecino que uno tiene al leer El gran Maulnes, un libro que recuerdo como algo viscoso, morboso, pero también a ese artificio del enano sabio, el Owen Meany (que es del 89), el monstruo poético, esta vez una mujer tierna, cerril, misántropa y sin desarrollar.
               Lo que vamos buscando en las lecturas es lo otro, lo eterno sin ideas, sin Dios, sin autor, lo constantemente renovado, los detalles del tiempo en la mañana, el color de las nubes. Vamos buscando eso porque eso es suficiente poesía. No era necesario intercalar un poema entre cuento y cuento, porque además son bastante malos. Más que malos, prescindibles, que es peor.
               Por lo demás, Berger estaba convencido (en 1979) de que a finales de siglo se extinguirían los campesinos de Europa. Su razonamiento es previsor: los campesinos que queden no serán superviviente, gente que vive en la tierra y de la tierra, por y para sus bestias y sus hortalizas, sino trabajadores especializados con el mismo régimen de vida que el de una fábrica, pero con diferente olor.
               En ese mismo año 79, un tío mío, labrador de Alfambra, cerró su casa y se fue a trabajar por cuenta ajena a una granja en Barcelona. Cambió un sistema por otro, dejó de ser campesino para ser proletario del campo. El sueldo era fijo y nunca estaban al albur de las tormentas o de la sequía, pero mi tío cogió un mal rollo que casi se muere. A los pocos meses, hizo las maletas y se volvió a su pueblo, a cuidar ovejas y entrecavar tomates, a ordeñar vacas y sembrar pipirigallo. Casi un cuarto de siglo después, ya octogenario, tiene una salud de hierro y es feliz en ese tiempo eternamente renovado que es el que siempre conoció. Y por supuesto atiende las gallinas, los conejos y lo que haga falta.
               Quiero decir con esto que la tesis de Berger se salta un detalle implícito en su propia argumentación: el campo es un modo de vida, una necesidad. Los tiempos vomitan campesinos a la ciudad y los tiempos, como en el reflujo de la marea, los devuelven a la tierra. Las bestias fueron sustituidas por tractores, pero el campo sigue oliendo igual, sigue siendo igual de humano y necesario. “Aquí no hay agricultores, aquí hay jardineros”, suele decirme un amigo de Villarquemado. Bueno, pero son parte del paisaje. El hecho de que el hombre moderno suela volver al campo cuando se jubila no es más que por ansia de eternidad. Eso el progreso puede modificarlo, pero es difícil que lo aniquile.

John Berger, Puerca tierra, 1979 (Alfaguara, 2006), 255 p.

9.9.13

Ejercicios espirituales en la Sierra de Gredos



Queríamos respirar un poco antes de empezar el curso y nos fuimos a Gredos. No es la primera vez. Gredos es mi Quintanilla de Onésimo. Allí respiro unamunianamente, la tierra pedregosa, los valles profundos. Es Ávila, es Castilla, pero no de ovejas sino de vacas, no de trigo sino de granito. Hay una cierta austeridad geológica, un descarnamiento sin monumentalismos que me recuerda más a Gúdar o a la parte castellana de la Cordillera Ibérica que a los Pirineos, y más a Sierra Morena que a los Picos de Europa. Los bosques de pino albar son más azules que en Cazorla, más prietos y frondosos, como pinsapos grandes o píceas oscuras, y todo está lleno de piornales, matas de delgados tallos verdes, como una larga pelambrera crespa peinada por el viento hacia detrás. Son los cítisos de que habla Virgilio, codesos que crecen por entre las piedras y se cuajan de flores amarillas. Entre pinos y piornos está el monte de granito, que en las escorrentías del Tormes, que nace por allí, forma lechos de piedra pulidos como pilas de fregar.
               La ruta que más nos gusta es ir por la carretera de los Pantanos hasta El Barraco y allí coger la que sale a la izquierda hacia Navarredonda y Hoyos del Espino. El regreso merece la pena que sea atravesando la sierra por el puerto del Pico, por una carretera que aún sigue el trazado, más o menos, de la calzada romana, y bajar hasta Arenas de San Pedro.



               Los pueblos tienen cierto aire montañés, pero como son castellanos nunca se han puesto de acuerdo en la estética de las casas. Conozco bien esa negación de la estética tradicional, en Teruel pasa lo mismo. Y con la negación, la hipertrofia, grandes caserones de piedra berroqueña que parecen pazos de narcotraficante gallego. De vez en cuando ves alguna casa con sillares en las jambas y en las columnas y con tapiales de madera, casi siempre en ruinas. En Teruel, ya digo, lo he visto tanto que hace tiempo llegué a la conclusión de que no merece la pena pedir ninguna uniformidad arquitectónica: es la estética del individualismo austero, la del no mirar atrás. Las casas no son antiguas sino viejas, y cuando uno prospera se levanta otra con materiales nuevos. La tradición es eso. Lo que mejor define al paisano es eso. Así como en Navarra y Vascongadas el ser común es anterior y superior al ser individual y las casas recuerdan todas por decreto la tradición postal de Euskalerría, en Castilla la gente va más a lo suyo, y si respetan alguna tradición es porque les sale económicamente rentable. No se cortan, si tienen dinero, en ponerle un friso dórico a una fachada de ladrillo, pero en general las casas no están hechas para recordar. Eso pertenece a los castillos y a los palacios de la Casa de Alba. Lo demás va cambiando con el tiempo.
               Lo que no cambia, ni con el tiempo ni con la telefonía móvil, es el modo de divertirse de la gente. Las fiestas de los pueblos persisten en su esencia: los viejos miran sonriendo y los jóvenes hacen el tonto. Bigardos de treinta y tantos años disfrazados con lo primero que habían encontrado por casa, un albornoz, un bote de detergente, una caja forrada con papel de plata, una imaginación festiva solanesca que no ha variado un milímetro en el último siglo. Es más, yo creo que persevera, que se alarga en el tiempo y en la edad. Los viejos, por otra parte, son los mismos de siempre, desde la señora endomingada de Arenas de San Pedro que no cede el paso al entrar en la iglesia, hasta el hombrecico con gorra que descansa en la esquina de la barra, mira la televisión con ojos pequeños y azules, como desleídos, y se quita el palillo de los labios y dice: “Esa Ana Botella es un poco tonta, ¿no?” Pero allí la gente vive bien. Las calles están llenas de caballos altaneros que cabalgan por el asfalto. La tienda de equitación de Hoyo del Espino está muy bien surtida, y el género se vende caro. No hay burros ni mulas, pero sí carreras de resistencia y concursos de cintas para celebrar las fiestas con caballos andaluces.
               No hay mulas, pero sigue habiendo vacas. En la Venta del Obispo, poco antes de llegar a Navarredonda, nos comimos un chuletón de ternera de Ávila. Las terneras chuleteables mugían en un cercado al otro lado de la carretera como descosidas, tiende a pensar uno que porque olían la sangre de sus hermanas. Las vacas no son los fenómenos rollizos del norte, vacas lentas, de carnes apretadas, regordidas, como envueltas en chuletones, sino vacas negras, andariegas, escurridas, de cuerna fina y veleta, más parecidas a los toros de las cuevas que a los de las plazas.



               El chuletón estaba jasco, esa es la verdad. Las vacas pastan libres por los prados de granito, la terneza se les va enseguida, y el caso es que es así (pero más hecho, porque si no es incomestible) como se ha comido siempre el chuletón, porque esa jugosidad sanguinolenta que pedimos en el restaurán sólo es posible con crías apenas destetadas, o ni siquiera, con becerras nonatas como las que usaban para fabricarle a Benedicto XVI los mocasines. Y eso da mal rollo. En cada viaje que hago retiro un alimento de mi dieta. Para navidades ya seré vegetariano.
               El puerto del Pico es el único paso natural. La calzada romana serpentea por el Alto Tormes, en la cara norte de la sierra. La restauración se conserva bastante bien. La aspereza de los pedruscos serviría de antideslizante para las cureñas y los cascos del caballo, porque las pendientes son muy pronunciadas. Uno ve el valle hasta el fondo con siluetas de montes azules descoloridas de niebla y de sol y se imagina que por aquel paso, en tiempos de los romanos, solo cruzarían tropas, o como mucho algún arriero de carga más bien ligera. Ahora es largo paseo a caballo, y la carretera nueva que asciende a su lado está infestada de moteros.
               Toda esa zona es muy moteril. Siempre que voy por Pelayos de la Presa, San Martín de Valdeiglesias, todo eso, las cunetas están llenas de flores de plástico en recuerdo de algún motorista muerto. Allí en el Puerto del Pico hay varias cruces armadas con pilotes de metal de los que se usan para las señales de tráfico. Desde aquel improvisado camposanto se puede ver, abandonado en mitad del barranco, un coche que se salió de la carretera. La calzada romana remonta el río sin asomarse a los precipicios, y llega al mismo sitio.



               El descenso por la cara sur es siempre una grata sorpresa. Ocurre allí, bajando el valle hasta Arenas de San Pedro, lo mismo que cuando, en Gúdar, se desciende a Olba desde Alcalá de la Selva, que de pronto cambian los pastos de invierno, los pinos silvestres y los recios piornos, y empiezas a ver higueras por las cunetas. La higuera es síntoma de microclima, de valle hondo y cerrado, al abrigo de los vientos. Pronto se ven bancales de olivos y en las pastelerías y en los bares venden aceite de la almazara local e higos recién cogidos. Habría que hacer esta ruta en febrero, con la cosecha. Entre mis más gratos recuerdos de viaje está el de atravesar la Sierra de Segura con las almazaras a pleno rendimiento. Me pasé el camino asomado a la ventanilla, aspirando la brisa. El caso es que en Arenas de San Pedro, donde las higueras salen por las grietas de las aceras, uno ve ya el sol más ancho. Los frutos son más blandos, el andar más descansado, otra vez en la Castilla llana, pero todavía fértil, aún habitantes del valle. Hacia Talavera el horizonte es amarillo.
               Subí hace años al Circo de Gredos, a ver peñascos de granito enmohecido, y desde entonces Gredos ha pasado de ser la unidad unamuniana, el espíritu de la Biblioteca Clásica, la fértil sobriedad de la montaña, lo eterno berroqueño, a una enorme piedra de facetas diferentes, grises o plateadas. Las montañas aíslan y dividen. En cada nuevo lugar es más fácil advertir las diferencias. Gredos es montaña impenetrable, pero también es verdes valles y aguas claras, cabras encaramadas y cencerros de vacas mansas.  
               Compré el periódico en Cuevas del Valle, antes de llegar a Arenas. El quiosquero era un hombre provecto y delgado que me dio explicaciones sobre el río que pasaba por el pueblo, el Arroyo de la Garganta, que baja dando brincos hasta el Tiétar. Cómo me gustó su castellano, limpio y preciso, sin ahorro de verbos ni impurezas de ciudad. Supongo que por esto también le pusieron el nombre a la editorial, para buscar en la roca viva del idioma y, otra vez Unamuno, en el hombre de carne y hueso.

    

2.9.13

La maleta de Virgilio



Entre las maletas que deshago estos días hay una que no volveré a llenar con el mismo equipaje, la de los libros que me han acompañado durante años, pero en especial estos últimos meses, mientras traducía lentamente las Geórgicas. La maleta me la hizo Les, un guarnicionero de la calle del Salvador, amigo de mi padre, hace 40 años, cuando estaba yo dejando el parvulario. La llevé después en el colegio y en el instituto, de profesor y de estudiante, la llevo en los viajes y llegará donde yo llegue, por lo menos. Cuando ponga el pie en el estribo, la colgaré del arzón. 



   El primero de esos libros que ahora repongo en su balda es y debe ser el inagotable comentario de Mynors. Seguí de principio a fin su edición crítica de todo Virgilio (la que tengo firmada por Rafel de Paula)  incluso en aquellos pasajes en los que casi todos los traductores le llevan la contraria. A veces, como en la discusión textual entre el pino y el laurel del canto IV, casi se queda solo, pero a mí me sigue pareciendo convincente. Es el gran legado de Sir Roger Mynors, que murió en 1989, a los 86 años, de un accidente de coche, cuando regresaba de trabajar en el catálogo de los manuscritos de la biblioteca de la catedral de Hereford. Él mismo conducía el coche hacia su casa de campo en Treago, en Gales. “As he left the catedral he was heard to say that he had had a good day”, dice Nisbet en el prefacio a este Comentario. 
   Mynors no solo indaga en el significado exacto de cada término y la lectura correcta de cada verso, sino que aporta todos los elementos de las Geórgicas que aparecen, de una u otra forma, en autores anteriores, principalmente en Lucrecio; discute con escrúpulo la historia de la transmisión de cada mínimo detalle, explica, organiza, recoge los textos griegos más cercanos al poema de Virgilio, de Teócrito, de Arato, y en ninguna de las casi cuatrocientas páginas de apretadísima tipografía (letra de nota al pie para un libro que es un pedestal) su prosa es fría o aburrida, sino la de un investigador con vastísimos conocimientos que disfruta de lo lindo con su trabajo y es un magnífico escritor.




El comentario de Thomas, que apareció un poco antes que el de Mynors, no es tan exhaustivo pero para el traductor quizá sea más útil en algunas ocasiones, porque Mynors da muchas veces por sentadas interpretaciones incontrovertibles de pasajes, muy pocos, de cierta oscuridad, y Thomas no deja pasar ninguno y lo primero que hace es traducirlos literalmente.  Mynors solo se detiene si el pasaje ha dado lugar a confusión, pero si su lectura, aunque difícil, está clara, solo aborda sus aspectos estilísticos, históricos, botánicos, zoológicos, etnográficos, geográficos, textuales y poéticos, pero no da traducciones literales salvo de términos concretos, y lo hace, cómo decirlo, por cortesía hacia el lector. 


          Esos eran los libros imprescindibles, los que estaban siempre abiertos. Ellos me traían lo que otros autores habían investigado, y me animaban a leerlos. Fue el caso, sobre todo, de D. D. White, cuyo estupendo Roman farming me ha acompañado muchas horas de jugosa lectura. Me encanta su orden, su claridad, su minuciosidad, ajena siempre al dato irrelevante, que es lo que humedece y garcea muchas veces los libros de erudición. Un filólogo o un historiador supongo que perdura por un tratado como el de White. Lo demás son, como la introducción a su Comentario que Mynors no pudo terminar, membra disiecta.
   En sus términos más generales (esos libros que son un repaso a toda la literatura antigua en busca de un asunto muy concreto), también es muy agradable  el tratado de Heitland, cuyo tono, siempre suficiente para no dejar de ser ni didáctico ni exhaustivo, me recuerda a otro libro que venero, La aurora del pensamiento antropológico, de Julio Caro. 


En los otros dos libros de White está el material que le sirvió, parcialmente, para componer Roman Farming. Hablan sobre todo de aperos y técnicas de cultivo, pero el autor aporta siempre dibujos de etnógrafo, también tipo Caro Baroja, detallados y sutiles (cuánto hay de don Julio en todo lo que me gusta). White es una de las delicias que me ha traído Virgilio y que, si no eran imprescindibles para traducirlo (aparte de Mynors/Thomas, cualquier traducción rebosa de explicaciones a pie de página), si lo eran para trasladarse al mundo al que se trasladó el poeta.


          El de Wilkinson es el mejor estudio de conjunto que conozco. Para escribir una introducción a las Geórgicas lo primero que hay que hacer es estudiárselo. El libro es del año 69, y permanece. Tanto en el caso de Mynors como en el de Wilkinson, los editores Nisbet y Rudd se ocuparon, respectivamente, de poner al día las cuestiones bibliográficas, asunto para el que lo más reciente quizá sea el trabajo de Volk, que es de 2008 y reúne unos cuantos artículos de distintos autores que repasan y actualizan casi todos los aspectos del poema. A Wilkinson se le cita siempre en la bibliografía, pero pocas veces se dice que se debe a él el orden de factores en el que se suele hablar de las Geórgicas.


          Era también un buen momento para leer a los contemporáneos de Virgilio, a sus maestros helenísticos y arcaicos (hysteron-próteron, no hendíadis): Hesíodo, Teócrito, Apolonio, Arato, y a los maestros de casa, unos por venerables, otros por contemporáneos, la mayoría por seguidores y practicantes del culto virgiliano. Antes, Lucrecio y Catón; durante, Varrón y Plinio el Viejo, quien nació al poco de morir Virgilio; y mucho más tarde Columela o Paladio, además de todos los que de un modo u otro abordaron el tema de la agricultura en la Antigüedad, que es lo que tratan Heitland o White.
          Hesíodo y Teócrito son los maestros griegos de Virgilio. El primero por el tema, y por la naturalidad (a pesar de que en las écfrasis, las descripciones de paisajes y de animales, Virgilio sigue más a Homero), y el segundo porque fue en quien encontró Virgilio el material humilde que quería sublimar, los pastores de los que no se quería reír, el Cíclope joven y soltero que le producía, más que risa, ternura. Traduje ese idilio a propósito, creo, de una nueva edición del Polifemo de Góngora, otro de los temas que me llenan la maleta.



Por lo que a Apolonio respecta, y a pesar del poema Etna, demasiado tieso para ser de Virgilio, es más útil como modelo para el canto cuarto de la Eneida que para este otro poema: el brillo de la exhaustividad, la apoteosis de lo menudo está muy controlada en Virgilio, precisamente por eso, para no convertir la compasión humana en lujuria libresca. 
          Con Lucrecio, el gran maestro de Virgilio, nos topamos con el culpable de todo, Agustín García Calvo. Ya he contado aquí con qué rapidez me contestó el maestro (q. e. p. d.), en carta manuscrita, a unos versos de Lucrecio que traduje yo en el año 87, cuando estudiaba, según el método que él ya había practicado en su antología de Virgilio, un gran libro por muchas razones; una de ellas, la que más me afecta, es que cambió por completo la forma de entender el hexámetro. Incluso traduje, años después, el libro cuarto de las Geórgicas, entero, según esa especie de versículo rimado con que tradujo él por fin a Lucrecio en una versión que debería figurar entre las antologías de vanguardia de todos los tiempos. Lo dejé. El versículo de seis acentos me parecía demasiado largo, y los hipérbatos y ripios a que obligaba la rima demasiado bruscos.



          Por cierto, que la edición de Cátedra es de García Calvo solo en cuanto al prólogo, pero la traducción es del Abate Marchena, de principios del XIX, en uno de sus exilios volterianos en París. La traducción es espléndida, y desde luego está entre lo mejor, si no es lo mejor, de toda la poesía ilustrada española. Y es curioso porque en los endecasílabos de Marchena Lucrecio fluye sin la bronquedad del original (ni de la versión de García Calvo luego, eso es verdad), y que su claro castellano dieciochesco, tan musical, me suena más a Virgilio que a Lucrecio. Marchena no tradujo a Virgilio, pero su versión de Lucrecio es esplendorosa, y, si fuésemos un poco más aficionados a la historia, él mismo habría sido un gran personaje literario, como para meterlo en Historia de dos ciudades, por ejemplo.




          De los otros contemporáneos de Virgilio guardo recuerdos felices. Picotear en Catón, en Plinio, etc. siempre fue un placer, aunque solo fuese para comprobar algo que Mynors y Thomas ya habían comprobado, para estar allí. En cuanto a las traducciones, la de Amelia Castresana es muy Catón, ocupada solo de las cifras y de los contratos, con olor a tesis de Derecho romano.




De Columela apareció un facsímil de 1824, de Álvarez de Sotomayor, que compré pero apenas he consultado porque la traducción de José Ignacio García Armendáriz es extraordinaria, con todo el conocimiento técnico y filológico para hablar del tema y todo el castellano campestre que el traductor maneja como quien lava. Excelente. De Paladio no me paré a saborear la traducción, tan solo algunos datos (la larga discusión entre el pepino y el cohombro en el fragmento del anciano coricio, del libro IV, también pasó por él; al final ganó el pepino), aunque a quien más había que recurrir era, sobre todo, a Varrón, que publicó su tratado al mismo tiempo que Virgilio sus Geórgicas, y es un buen punto de referencia para saber la distancia que media entre ciencia y poesía. Plinio, en fin, es lectura tradicional. Su ciencia ficción me divierte mucho, sobre todo en sus conjeturas etnográficas y zoológicas, pero en lo que respecta a agricultura es de la máxima autoridad.




Cada fragmento traducido había que compararlo con otras traducciones. Si algo exige este poema es precisión; aunque la lengua de Virgilio es muy clara, la proverbial polisemia del latín admite un margen interpretativo a veces excesivamente amplio. Las que más he usado han sido las traducciones en prosa, por ese afán de exactitud y también porque, en tanto que poema didáctico, las Geórgicas tienen algo de prosaico, o, para decirlo en términos de Coleridge, los largos poemas necesitan versos que no sean tan sublimes. Claro que en el Romanticismo, por lo menos al principio, a la gente le gustaban los poemas largos, narrativos, que sin dejar de ser poemas tenían algo del ritmo de la prosa. Lástima que no lo intentara Espronceda con Virgilio, y no aquel Pelayo que no fue nunca a ningún sitio.




          
           Hay más por casa, pero me he manejado bien con tres traducciones en prosa. La de Recio, salvo media docena de pasajes que no acabo de ver por qué los interpreta como los interpreta, es muy fiel al original pero lleva un barniz literario algo desleído, tomado muchas veces de lugares comunes en la traducción de los antiguos. Otras veces, la mayoría, su versión es impecable, pero le falta algo, quizá lo que le sobra a raudales a la traducción de Llorenç Riber, la mejor sin ninguna duda, y no solo de entre las traducciones en prosa. A veces corta por lo sano y otras veces no interpreta bien, pero en su maravilloso castellano está Virgilio, su música, su afecto por las cosas. He tenido que escribir en la foto el nombre del traductor porque en las ediciones de Espasa, por lo menos en esta vieja, no se molestaban en ponerlo. Otro de los grandes descubrimientos que me ha deparado Virgilio ha sido la obra de este gran poeta, en verso y en prosa.



          La versión de Cuatrecasas es un alarde de sencillez y literalidad. Muchas veces que en Recio veo una expresión algo rebuscada de algún verso voy a Cuatrecasas y me encuentro con la forma más directa y familiar. Otras veces, el afán de literalidad apelmaza un poco los versos. Esta moda de las traducciones mascadas tiene su sentido histórico, pero los clásicos están mejor en la mata, no trillados.
          Las traducciones en verso las he mirado poco, la verdad. Tener delante la versión de Antonio Caro, o la de Espinosa, o la de Day Lewis, por supuesto la de fray Luis o más incluso la de Juan de Guzmán, es, sobre todo, una invitación al abandono. Caro es un poeta caribe, las cosas en él están convenientemente agigantadas. Es, como dice Recio, un monumento de la lengua castellana, pero un monumento que no se puede imitar, empezando porque es el último gran traductor de Virgilio que usó la rima en una silva de grandes hojas. Es hermosísima, pero veo más a Virgilio en Llorenç Riber, que bebe, naturalmente, del aire, del plectro luisiano. 




La traducción de fray Luis, incompleta, es otro monumento nacional, clásico, intocable. La leí antes y la leeré después, pero no durante. Los clásicos, para ciertas cosas, desaniman. Porque además la descripción ascética, el bodegón oscuro y la fruta iluminada, viene de Virgilio pero Virgilio no es solo eso. Virgilio es lo que Jorge Guillén entendió perfectamente cuando escribió aquello de "¡Oh piedra!", las criaturas son dignas no solo por ser hijas de Dios, sino por ser. Los ascetas son hijos de Dios, pero Virgilio es. Fray Luis es tan bueno que es demasiado fray Luis, y para ser Virgilio, como para narrar Guerra y paz, también hay que no ser.
   Queda la de Espinosa, la última gran traducción, de los años 60, en endecasílabos más tímidos que los de Caro, más recogidos, más luisianos, pero no por eso más virgilianos. La gran traducción de Espinosa es una versión abacial, bondadosa, como el otro fray Luis, el de Granada, que también sabía nombrar las flores del campo. Emociona menos que la de Caro, pero la de Caro es emoción desatada, cuadro de Botero, fiesta al llegar el tren. 



          Ninguna en español, de las que han optado por el verso largo con mayor o menor versatilidad rítmica, tiene el dulce son de la de Day Lewis al inglés. Es Wordsword, pero también es su contemporáneo Auden, poesía en el tiempo. El propio Day Lewis era partidario de una traducción en verso de las Geórgicas cada cincuenta años, y eso que él la compuso en 1942, en plena guerra, y en ese mismo tiempo se escribieron otras tres traducciones en verso inglés, para que digan luego que Virgilio no es un consuelo.
          No, en español no hay ninguna traducción en verso que me acabe de gustar, donde acabe de ver yo a Virgilio, ni siquiera la de García Calvo, que tiene aciertos deslumbrantes, pero cuando le sale el ramalazo garciacalvino, que es la mayor parte del tiempo, Virgilio desaparece entre el crespo cardado sintáctico del traductor.
          De entre los poetas vivos, uno fantasea con la posibilidad de que las tradujese Antonio Colinas, con versos como los de Noche más allá de la noche, los fragmentos alejandrinos, el poema del soldado, grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio, todo eso. O bien el poeta Rosendo Tello, de quien el otro día Toni Losantos me envió una geórgica de Magia en la montaña estupenda, en alejandrinos voladores, más o menos el tipo de verso que yo intentaba. 



Y es una lástima, en fin, que a don Antonio Machado no se le ocurriera nunca traducir las Geórgicas. Los alejandrinos de Campos de Castilla suenan a Virgilio, son Virgilio. Machado canta a los campos de Soria y en sus versos cobran la emoción y la hermosura que los propios lugareños no sabían ver. Machado nombra las cosas con palabra poética, sobre todo aquellas que parecían no ser materia de poesía, por demasiado humildes, por demasiado grises. Virgilio vistió las sencillas labores del campo con las galas de la más alta poesía, pero, en vez de decorarlas, de magnificarlas, buscó su nombre esacto, las redimió en su propia y desnuda sustancia. Decía el poeta C. Day Lewis que a la fascinación de traducir un trabajo “que es al mismo tiempo serio y encantador, didáctico y apasionado”, se unía el hecho de que “el verso didáctico es el único que puede traducirse literalmente sin perder la calidad poética del original”, precisamente porque las cosas están en los nombres de las cosas, y el poeta no se ocupa de disfrazarlas o de engalanarlas sino de nombrarlas.
          En Virgilio, y en Machado, la poesía no trata de estar a la altura del objeto heroico sino que son los objetos cotidianos los que trascienden al rango de poesía heroica, y todo ello sin afectación, escuchando, observando, animando incluso: admirando. La emoción solo nace de la admiración. Nadie puede emocionarse con algo que desprecia, y los autores omnipresentes, inflexibles, que al denunciar no hacen más que ponerse por encima de lo que dicen, son incapaces de encontrar el punto de vista en el que las cosas, cualquier cosa es digna y bella, y con frecuencia una lección para la vida. 



          Pero, ya digo, Machado no tradujo las Geórgicas, ni a ningún otro se le ocurrió hacerlo, que yo sepa, en verso alejandrino. Solo a finales del siglo pasado la traducción de La Farsalia de Lucano a cargo del poeta Mariano Roldán dejó sentado que el de catorce sílabas (y acento en sexta y mismas normas de escansión para ambos hemistiquios heptasílabos) es el mejor verso castellano para traducir hexámetros. En el caso de Lucano, Roldán usó un alejandrino barroco, como barroco es el original romano, y así es como había que hacerlo si, además del texto, quería traducir la poesía. Virgilio no es barroco, y Machado tampoco, y entre los muchos frutos de los Campos de Castilla se encuentra un poema que nos enseña a leer, y a apreciar, las “monótonas hileras” de Berceo. Sus versos o los del Libro de Alexandre se traslucen en Machado. Son los herederos medievales de Virgilio. Otro de los frutos que le debo: meterme hasta los ojos en nuestra poesía románica culta, el primer mester, el del siglo XIII.



          La cosa empieza y acaba con dos libros. Uno es el discurso de principio del curso 1968-1969 del Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, que a principios de los 90 se vendía en la Cuesta de Moyano y donde reverdecí el mito de las bugonias con que terminan las Geórgicas. El otro, el de Comparetti, llegó a casa cuando, en una de esas búsquedas de versos virgilianos, abrí la puerta del mester y me quedé dentro largo tiempo. El clásico de Comparetti es un festín erudito, cuyas páginas consagradas a oscuros monjes medievales me hacen mirar de reojo el primer tomo del célebre comentario de Austin sobre la Eneida
          Pero no, ya vale.  Largo trecho anduvimos, el tiempo es llegado. Volveré a las Geórgicas porque aún tengo que escribir una pequeña introducción, pero de momento la vieja maleta espera nuevos inquilinos.




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