27.4.14

Inventario


Los lectores de Paul Auster nos sabemos su vida casi al dedillo. Sus libros de non fiction, sobre todo A salto de mata, explican al detalle sus tiempos de estudiante soñador, ese baño europeo que se dio en París antes de cumplir los treinta y que determinó, dice él, para siempre su escritura. El otro día, releyendo por enésima vez La metamorfosis para comentarla en clase, me acordaba de él constantemente, esa permanente sorpresa de lo cotidiano, que siempre es nuevo, inquietante, terrorífico incluso. Sólo con la inocencia con que abordó a Kafka, a Beckett o a Perec podía nutrirse su prosa de un aroma que lo alejaba del realismo exhaustivo norteamericano al tiempo que lo enriquecía. Para decirlo en términos flamencos, Auster es un escritor de ida y vuelta, alguien que tomó cantes europeos, los alimentó de cultura norteamericana y nos los devolvió nuevos, relucientes, originales.
            Todo eso lo sabemos por sus abundantes libros autobiográficos, y también por sus ensayos, en especial ese libro imprescindible que es El artista del hambre. ¿Hacía falta más? Informe del interior, su último libro publicado en España, es en realidad tres libros distintos, y solo el primero, el que se refiere a su infancia, nos resulta diferente, nuevo, otra vez, sobre todo por cómo se enfrenta a ella, a base de breves fragmentos, de recuerdos rescatados, de esos hilos de la memoria de los que uno estira con un esfuerzo de memoria, cuando la memoria empieza a amenazar con no hacer ya demasiados esfuerzos. Escribir sobre la infancia es más un acto de indulgencia que de sinceridad, sobre todo para aquellas personas, entre las que me incluyo, que tienen más memoria para lo malo que para lo bueno. Siempre se nos queda grabado aquello que nadie vio, que nadie supo, lo que podríamos haber borrado de nuestra vida sin que nadie se enterase, pero ahí queda, como una costra que nunca se termina de secar, en un lado invisible de nuestra persona. Auster no comete el error de reconstruir una infancia que no es más que la justificación del triunfo posterior. Sí, habla de que fue un lector precoz, y de que nadie creía que lo fuese de verdad, pero eso no le sirve para colgarse ninguna medalla sino para verse a sí mismo en la situación en la que muchos de sus lectores hemos estado, contarla con transparencia, con un esfuerzo de cercanía, ahora que ya no tiene que justificar nada. Quedan escenas íntimas: un premio de béisbol que deseó no haber conseguido, una meada en la cama durante algún campamento de verano, las orejeras que un niño se pone cuando ve que sus padres no se llevan bien, el despertar silvestre al eterno femenino, rasgos sin más dialecto propio que las circunstancias concretas, pero con un sentimiento comprensible para cualquiera que recuerde sin hipocresía qué fue de él cuando era niño.
            La segunda parte del libro es un ejercicio de estilo, la narración de dos películas, sobre todo una, El increíble hombre menguante, convertida en magnífico relato por los ojos de un niño a quien la ficción le penetra en la mente como si fuera un cuchillo de cortar la realidad. A mí me pasó con King Kong, y aún recuerdo al mono subido al Empire State con el terror de quien piensa que si ese gorila no estaba también en el tejado de mi casa era porque no le daba la gana. No es la primera vez que Auster nos cuenta una película. Incluso, en sus manos, puede hablarse de un género propio, el cine en la memoria, las imágenes en el espectador. La otra película, Soy un fugitivo, ya me interesa menos, sobre todo porque Auster apenas se aparta de la paráfrasis del guión, algo que con la primera película resulta interesantísimo, pero que en esta parece un resumen sin más.



           Baja un poco esa segunda parte, que se despeña, para mi gusto, en la tercera y última, compuesta por fragmentos de las cartas que escribió a su novia entonces y primera mujer después (Lidia Davis) cuando Auster vivía en París, en el difícil equilibrio de librarse del servicio militar y de burlar esos mismos estudios que lo alejaban de la guerra escribiendo sin parar lo que uno escribe cuando tiene veinte años: comienzos apretados, obras informes, deslumbramientos diarios, depresiones instantáneas, y una prosa, y ahí está lo malo, que aún no es Auster y sí un empacho de Samuel Beckett. Uno se pone en la piel de Lidia Davis (hija de profesores eminentes, traductora ella de la mejor literatura francesa) y casi resulta más interesante la paciencia que algunas mujeres han tenido con las pedorreras mentales de sus novios escritores que lo que Auster escribe en páginas húmedas de fiebre, en esa época en la que cualquier letraherido, aunque no sea Paul Auster, siente la obligación de vivir la vida que ya vivió en las páginas de sus escritories más queridos, esa bohemia necesaria que a la larga no deja más que el recuerdo de la resaca. Al joven siempre le parece importante cualquier tontería, las ganas de escribir van más deprisa que su imaginación y, sobre todo, mucho más deprisa que sus lecturas. Alguien debería decirle al joven escritor que debe leer mucho, infinitamente más de lo que escriba, y que debe tirar mucho, casi todo lo que escriba. Pero ningún joven está dispuesto a aceptar una cosa así. Se necesitaría un régimen carcelario, un alcaide ominoso que nos examinase de toda la literatura que hay que leer antes de escribir Érase una vez. Los estudios universitarios de literatura están viciados desde su origen por su punto de llegada: la crítica. Cuando yo era estudiante, la gente de Hispánicas se sabía el manual de Historia y crítica de memoria, pero no encontraba tiempo de leer pacientemente los cien libros imprescindibles para saber en qué consiste la literatura.
            Pero bueno, no nos despeñemos también nosotros. Hay, de todas formas, un par de lugares en esta tercera parte del libro que me han llamado la atención. Uno no lo sabía, o no me acordaba: el extraordinario apoyo que le prestó su río Allen Mandelbaum, que no era un tío cualquiera: traductor de Virgilio, Dante, Homero, Ovidio, Ungaretti, Quasimodo, etc., etc., “sin duda el intelecto más brillante y apasionado que has conocido jamás”, según aclara en nota al pie, en segunda persona, como todo el libro, rasgo no menor del estilo porque es una de las pocas veces en que la segunda persona narrativa no se me ha hecho pesada. Cela la utilizó para dotar de agresividad (de más agresividad) a San Camilo 36, y desde entonces todos los ejemplos que recuerdo, como uno penoso de Juan Goytisolo en sus memorias, me parecen fuegos de artificio, el juego mentiroso de mirarse al espejo y acusarse, generalmente, de ser maravilloso. La sinceridad requiere transparencia, y ese era retórica vacía, opacidad. Aquí no lo es, desde luego, y quizá incluso se echa en falta en las cartas de la tercera parte, escritas, menos mal (pensemos en la novia) en primera persona.
            Digo que el tío aquel, Allen Mandelbaum, debió de ser el alcaide que todo escritor joven necesita, y la novia una buena estudiante que se va cansando un poco (no lo sabemos, son conjeturas mías) de un tipo que tiene a toda su familia detrás de él para que sea un buen escritor y él se empeña en jugar al malditismo parisino. Así formulado parece un buen tema de novela, pero en estas cartas fragmentarias no es más que un asunto menor, porque lo principal es esa metaliteratura de la que enferman los letraheridos, el hecho, no de escribir, sino de ser un escritor. El alcaide de mi escuela ideal obligaría a escribir todos los días una página, una miserable página, y todos los días la tiraría a la basura, y obligaría a escribir de memoria la misma página, una y otra vez, hasta que ya no pudiera podar nada de la memoria sin riesgo de destruir el sentido, cualquier sentido. El escritor debe ser cruel con su propia obra, no temblarle jamás la mano en quitarle lo que sobra, que muchas veces es todo. Y Auster siempre ha demostrado ser así de implacable con la poda. En algún libro suyo, seguramente en el primer libro de poemas suyo que se tradujo, Desapariciones, leí que había llegado a la novela a partir del núcleo duro de la poesía, como si escribir fuese ir agregando elementos a una estructura demasiado frágil como para no sobrecargarse con cualquier pleonasmo y venirse abajo. Desapariciones me gustó mucho cuando lo leí, y ahora me doy cuenta de que son poemas escritos en su mayoría en la época de la que hablan estas cartas que escribió a su novia, en las que, con una caballerosidad elemental por su parte, nunca roza siquiera las cuestiones sentimentales.
            El otro fragmento que me llamó la atención tiene que ver con la carta más larga de todas:  “Últimamente me encanta escribir a máquina… Menos vacilación, mayor fluidez, ejecución más rápida, que, a pesar de la mediación mecánica, parece aproximarse a la inmediatez de mis pensamientos”. Supongo que a algún estudiante de literatura norteamericana ya se le habrá ocurrido el tema para un trabajo: la diferencia, muy notoria, que hay entre esta carta larga y las otras breves (o fragmentadas) escritas a mano. Es otro escritor, o bien es ya el escritor, el poeta que ha tomado impulso en el carro de la máquina de escribir para volar hasta los confines de la novela. El fraseo se alarga, se flexibiliza. Con más frecuencia que en las cartas encontramos la construcción preferida de Auster, las cláusulas concesivas y condicionales antepuestas y construidas con sugerentes locuciones conjuntivas, lo que le da una sinuosidad muy característica, al tiempo que ese peculiar punto de vista de Auster, que siempre se toma en serio a sus personajes, los comprende, se acurruca junto a ellos, los describe como tapándolos de la intemperie, con esa pietas de la que quizá le habló su tío, mientras traducía a Virgilio.
            Así que esta tercera parte, que es la que menos me gusta, resultará para el crítico la más interesante, y no solo por la diferencia entre escribir a mano o a máquina sino con respecto al grado de máxima madurez de su prosa, que yo encuentro, más incluso que en las hermosas ráfagas de infancia, en el relato de El increíble hombre menguante, donde leo al Auster que más me gusta, al que me atrapó en La música del azar y me pareció magistral en El palacio de la luna y, sobre todo, en Leviatán. No es que esas cartas a Lidia Davis me interesen poco porque están peor escritas sino porque es el material sobrante, los retales, la lata de galletas con las fotos, aquello que no se explica por sí mismo sino solo si detrás tiene una obra contundente que lo justifique, como es el caso. El Auster que huye hacia la literatura son papeles de un amigo conocido. Muchos fragmentos de la primera parte, en cambio, son el Auster que vive en la literatura desde hace muchos años, y con otra esposa.

Paul Auster, Informe del interior, Anagrama, 2013, 328 pp.

23.4.14

Postales


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20.4.14

Obesidad



   Después de leer el petardo de La noche de los tiempos (“demasiado arroz para tan poco pollo”, en palabras exactas de Marcelo Cortés), tomé la decisión de no volver a perder el tiempo leyendo un libro de Muñoz Molina. Pero lo he perdido, esta vez para sobrellevar el tedio del avión, leyendo Ventanas de Manhattan, que terminé porque el viaje es muy largo y no había metido otro libro en el equipaje de mano. Puesto que iba a visitar la Meca de Occidente, a donde, como es sabido, la Cristiandad entera peregrina para comprar calzoncillos de Calvin Klein, me tomé su lectura como una guía para peatones, más sugestiva, en principio, que aquellas otras que se limitan a dar corporeidad (y olor, y frío) a lo que uno ya conoce o puede conocer casi al milímetro con solo apretar un botón. Y resultó lo que uno podía esperar: un brillante ejercicio de estilo, como también dijo Marcelo Cortés, pero al fin un monótono rimero de artículos sobrecargados de palabras, y vacíos, como es norma, de cualquier brizna de imaginación, de ingenio o de sentido del humor.
   Lo primero no es reprochable porque se trata de un ejercicio autobiográfico, y además es la causa por la que decidí leerlo, desde el momento en que Ardor guerrero me parece, con bastante diferencia, el mejor libro que ha escrito. Aquella novela (aquello sí era una novela, y no tenía nada ficticio) era un ejercicio muy audaz: Muñoz Molina escogió el tema del que todo el mundo huye, las batallas de la mili, y no solo no se apartó de la cruda realidad sino que consiguió un libro terso e intenso, no muy atacado de palabras, como si el autor aún no hubiera empezado a engordar de premios y nombramientos, y en el que el ritmo mantenido en un mismo nivel de intensidad aún no era insoportable monotonía. Sigo recomendando ese libro, pero los anteriores me parecen inflados, pesados, con esa pseudoimaginación cinematográfica que tanto ha dado de comer a escritores sin inventiva, y los posteriores me recuerdan las palabras que una arrobada Marina Castaño dedicó en público a su monumental esposo: “Qué bien escribes, Camilo”. Pues eso, qué bien escribes, Muñoz Molina, pero qué pesado eres, qué repetitivo. La prosa de mecanógrafo veloz de sus primeros libros se ha cargado de espaldas, es como ese sonido invariable que se oye cuando sube o baja la presión, no sé, y se te taponan los oídos, o cuando duermes en un hotel barato y el ruido del aire acondicionado en la ventana no deja de sonar. De hecho es prosa de sordo, pero no en el sentido que empleamos para la prosa que no sabe captar la música y el ritmo del lenguaje, porque eso M2, como lo llamaba Cela, lo sabe hacer, sino en el de que no varía ni intercala ni estructura ni compone una narración, sea o no ficticia. Digamos que MM domina como pocos la elocución, pero solo un tipo de elocución, únicamente un tono y una voz, y desde luego no sabe mantener las proporciones de la invención, el acopio de materiales, ni mucho menos disponerla, o más bien confía en que sea ella misma y el azar de lo que se le vaya ocurriendo la que arme un libro como armaba el editor los libros de Pla. En el caso de Ventanas de Manhattan la excusa la repite unas cuantas veces, una de ellas a propósito de La señora Dalloway, la novela de Virginia Woolf que relata exhaustivamente todas las horas de un día, una cacería de momentos que, como también repite una y otra vez, Muñoz Molina intenta capturar con un cuaderno de tapas verdes y un rotulador muy fino. Así que la cosa es que MM pasea por Manhattan como si fuese un fotógrafo sin cámara, anotando hasta el último detalle de lo que en ese momento está observando. Y así le salen, uno detrás de otro, brillantes ejercicios de anotación, sobre todo de gente pobre, de la mucha gente pobre que hay en Nueva York, pero arrojados a un grado irreversible de miseria, esa desgracia que mata el alma y corrompe el cuerpo lentamente, y huele mal. Muñoz Molina se fija obsesivamente en mendigos locos y borrachos, en ancianas hediondas y bolsas de basura, de las que nos detalla cada pliegue de las latas arrugadas y cada textura de las casi infinitas formas de mierda que empastran la ciudad de Nueva York. En la memoria se me quedó una larguísima descripción de un tipo que tocaba la batería con cubos de plástico de la basura y varillas de paraguas viejos, muy impactante, pero el resto de olores nauseabundos se me mezclan en la memoria y no definen bien el verdadero olor nauseabundo que hay en aquella ciudad, olor a aceitazo requemado, a boñigas industriales, a enfermo de aerofagia, a fósil de ácaro, a moquetas insalubres, a mucha higiene corporal y ninguna higiene urbana. Muñoz Molina rellena esos capítulos sobre la mugre y la miseria y los carga de palabras tan brillantes como innecesarias, aunque en este sentido procede con extrema coherencia porque no hay mejor manera de describir el hacinamiento caótico de objetos inservibles que enumerarlos uno por uno. 
   Otra parte del libro, otro tipo de capítulos barajados, se refiere a los salones y las personas, a los museos y a los apellidos. Habla de un prestigioso cirujano, de un atento diplomático, de un famoso escultor, de un popular actor y de un profesor de escuela secundaria que a MM le resulta admirable porque, pudiendo aspirar a un destino mucho más importante, se conforma con ese humilde trabajo. Hay dos esbozos que están bien y que a un novelista de verdad le habrían dado para un libro entero, el de los dos jubilados que enseñan castellano como voluntarios en un piso del Flat Iron, el primer y más hermoso rascacielos de Manhattan, el de la portada del libro, una elección en la que le alabo el gusto. Pero los demás retratos, salvo el del profesor, son retratos de cóctel, de periodista de posibles, en salones perfumados, en estudios de artista, en apartamentos caros, en el mundo al que Zapatero mandó a MM como concesión graciosa, y en el que, en un alarde de sinceridad que no lo deja bien ni a él ni a Zapatero, MM se jacta de haber hecho el zángano y de aprovechar la encomienda para pasearse por la Gran Manzana. Quizá sea este libro lo que MM dio a cambio a Zapatero. A él, al menos, le gustaría.
   Nada de eso es reprochable desde un punto de vista estrictamente literario, pero me irrita que un individuo al que han enviado a Nueva York como representación de nuestro idioma hable de España con sistemático desprecio, y dé la sensación de que cada vez que olfatea por la calle a los “ruidosos españoles” (eso es mentira) se suba las solapas del abrigo y se cambie de acera. Hay un paletismo atávico en MM que le lleva a babear con cosas que si las viera en España le producirían bochorno. Se empeña en ver, o en hacer ver, el mundo de sesión de tarde que soñó de muchacho, como si fuera verdad, y por eso hay otra tediosa sección, acaso la más brillante, compuesta por descripciones minuciosas de piezas de jazz; brillante pero gratuita, porque ya Cortázar nos enseñó que la descripción de una pieza de jazz admite cualquier metáfora. MM describe el jazz como si aún se pudiese fumar en los garitos, y a cantantes que más que a Billy Holliday nos recuerdan a Manolita Chen.
   Por lo demás, el libro tiene, por así decir, en medio del vertedero de pleonasmos, dos focos narrativos que podrían haber iluminado la novela entera pero se quedan en sus capítulos correspondientes. Uno es el 11-M, que al parecer MM vivió en situ y del que nos da noticia de todas las motas de polvo que generaron las torres en su caída, de todas las banderas que desplegaron al día siguiente los ciudadanos y de todas las calles de nombre novelesco que atravesó sin enterarse de lo que ocurría. Otro es el inevitable capítulo sentimental, cuando se encontró con su amante en Nueva York y el pianista se llamaba Sam. Desde que leí aquella bochornosa descripción de su primer matrimonio en El dueño del secreto (uno puede cometer errores, pero no hacérselos pagar a nadie), las páginas sentimentales de MM siempre me han producido un poco de vergüenza ajena. Aquí la amante (se conoce que su actual esposa) se disfraza de mujer desnuda pintada por Hopper, con el pelo rojo (teñido).
   En todo caso, a lo que yo iba es a si la novela sirve para hacerse una idea cabal de Manhattan, y es posible que así sea para gente como él, paseantes que no hablan nunca con nadie que no sea un prestigioso dignatario, pero no, en absoluto, la que me he hecho yo. Eso sí, le tengo que agradecer que hablase de la Frick Collection, un museo que me impresionó pero tampoco, en absoluto, por lo mismo que le impresionó a él. 
   Para la vuelta ya me traje una preciosa edición deluxe de The New York Trilogy, que habría disfrutado más de no tener a mi lado a dos franceses imbéciles, niñatos malcriados, borrachos del vino que sin cesar les servían las azafatas de Iberia, que me obligaron a escuchar la música demasiado alta como para concentrarme a mi gusto en el terso e intenso, ese sí, inglés del gran Paul Auster. 

9.4.14

El oficio del funambulista


La revista Turia, en su edición digital, publica El oficio del funambulista, artículo de Pedro Moreno sobre mis novelas por entregas.

3.4.14

Los del bronce

            
Volvemos, después de unas cuantas novelas cincuentonas, a los primeros años, a 1905, con un Baroja exultante que un año antes había dado a luz su gran trilogía La lucha por la vida, la que lo consagró como escritor. Tiene, entonces, 32 años, los mismos que el protagonista de La feria de los discretos, Quintín, cuando acaba la novela, que transcurre toda ella en la edad taurina de los 25. En esos seis años (Baroja cumple los años en diciembre, por eso siempre parece que uno haya sumado mal) Quintín ya no es el romántico byroniano decidido a hacerse rico gracias a la impostura, sino un hombre con “el corazón vacío” que marcha “hacia el spleen”. Es decir, que la novela, que transcurre en Córdoba hacia 1868, está compuesta con el espíritu romántico de un hombre moderno. En esos seis años hay metida mucha literatura.
            Uno tiende a imaginar que después del esfuerzo realista le apetecía regocijarse un poco de literatura folletinesca, un ir y venir que había comenzado con la trilogía vasca y que duraría toda su carrera. De la rama folletinesca colgarían las novelas históricas, y de la realista las contemporáneas. El Mayorazgo de Labraz es un novelón romántico, y La busca, a pesar de que el oficio del folletín queda patente,  es novela de un testigo de su tiempo, no de un lector de folletines. Y así resulta que unas, las contemporáneas, aún aspiran a ser un trozo de vida, en tanto que las otras, las históricas, son un trozo de literatura, que manejan a su antojo elementos clásicos y añaden sorprendentes invenciones, en este caso labradas en La lucha por la vida; por ejemplo una, cuando Quintín conoce a la banda de Pacheco, que suena muy cercana a esas escenas de hampones que borda Eduardo Mendoza, desde el final de Una comedia ligera al bandido de El año del diluvio, que, si no recuerdo mal, se llamaba Mierdafrita. Los dos beben de la misma fuente: estas largas y tumultuosas conversaciones entre la gente del bronce suenan, naturalmente, a la banda de Fagin, pero es extraordinario cómo se sostienen sin apenas argumento, algo, lo que podríamos llamar los diálogos semovientes , que ya me sorprendió hace mucho en Mala hierba, y me pareció, como me ha parecido aquí, de lo más moderno.
            Quintín es un joven de 24 años que vuelve a su Córdoba natal desde Inglaterra, de recibir una educación selecta y, suponemos, leer mucho a Dickens. Su familia lo recibe con la frialdad con que en los folletines se recibe a los hijos ilegítimos cuando vuelven de estudiar en Inglaterra. Aquí Baroja tira de determinismo folletinesco, o sea de tal palo tal astilla, y explica la frialdad acudiendo a una historia romántica: el padre de Quintín fue hijo disoluto de una familia noble, el don Juan que huye de sus acreedores, se refugia en una venta y seduce a la dueña, y escapa por la ventana pero entre la luna verdosa de los olivares cae abatido por las balas. La ventera, Fuensanta, pare a Quintín y casa con un comerciante serio y trabajador, hijo a su vez de un randa que sin embargo fue reformado a tiempo por la madre de Quintín, lo que quiere decir que a veces las mujeres enderezan el destino de los héroes naturalistas.
            A Quintín, en cambio, no lo ha enderezado nadie. Es el joven desbocado que vive a tumba abierta, pero también que es consciente de que lo hace. En cierto modo la modernidad es un romanticismo premeditado, manierista, no un ser héroe sino hacer lo que hacen los héroes, pero contado con un dominio de lo trepidante propio de los mejores productos originales. El propio Quintín se lo dice a sí mismo: “Tú vencerás, Quintín, tú vencerás –se dijo alegremente-. ¿Qué deseas tú? Vivir bien, tener una hermosa casa, no trabajar. ¿Acaso esto es un crimen? Y si fuera un crimen, ¿qué? No le llevan a uno por eso a la cárcel. No. Tú eres un buen beocio, un buen cerdo de la piara de Epicuro. Tú no has nacido para viles menesteres de comerciante. Finge un poco, hijo mío, finge un poco; ¿por qué no? afortunadamente para ti, eres un gran farsante”.
            Y su farsa consiste en bajar al fango, rodearse de indeseables de divertido nombre, en cuyas vidas de truhán Baroja se engolfa y saca páginas extraordinarias, pero no con la mirada agria de La Busca sino con esa especie de redención barojiana que es como la redención cervantina: los malos que acaban cayendo simpáticos. Es el caso de Pacheco, el bandido bueno, el hombre de palabra, el idealista primitivo que quiere armar él solo la revolución. Quintín urde un plan para hacerse rico aprovechándose de Pacheco, es decir, llevando el riesgo al límite, porque el bandido es noble, pero no admite traiciones. La escena cumbre de la novela es el secuestro de La Aceitunera,  la mujer con la que vive el aristócrata del que se supone que desciende Quintín, una marquesa que suponemos caprichosa y emperifollada, sibilina y despiadada, y que cuando aparece por la novela es el retrato mismo de Isabel II, una mujer ocurrente, salada, vividora, que sabe dominar a los poderosos y atraerse a los desheredados, como en la escena del cortijo donde celebran eso que por esta parte llamamos bureo, con apagón de velas incluido.
La Aceitunera  es, con Pacheco, la gran sorpresa entre los personajes, porque el erudito de provincias, don Gil (muy, al principio, en el tono del Satur aquel de Clarín, aunque luego vuela), o la pareja de hermanas, Remedios y Rosario, a la que habría que inscribir en el censo de parejas de personajes femeninos que se complementan: la buena y la lista, la sosegada y la desenvuelta, la doméstica y la silvestre, nos resultan personajes conocidos. Ya no es nada romántico que al final Quintín decida no redimirse a sí mismo, y por una vez tiene un comportamiento noble: avisar a Rosario de que no es un hombre de fiar, y seguir su senda de hombre de acción, algo que se repite varias veces en el libro y que ayuda a ver en Quintín un antecedente de Aviraneta y sobre todo de César Moncada. Lo que en Quintín es cinismo decadente, en Aviraneta ya será misantropía, pero a ambos les mueve parecido romanticismo. Con Moncada comparte esa ambición un poco enloquecida, esa enfermiza valentía.
El frescor que uno siente al volver a estas historias tan desenfadadas, con personajes llenos de literatura, sin obligación de ser serios al leer, también lo produce una mayor presencia de la descripción que en, por ejemplo, los últimos tomos de Aviraneta. Volvemos al Baroja entusiasmado con el vocabulario:

Se prepararon los arrieros para comer. La Temeraria tomó uno de los candiles negros por la tizne de la tabla de la chimenea, lo encendió, y viendo que no alumbraba bien, sacó una horquilla del pelo, la clavó en la mecha del candil para despabilarlo y airear la torcida, y hecho esto lo sujetó con la uña del garabato en una viga saliente de la pared.

Reconozco mi debilidad por estos pasajes.  El amor a la palabra por sí misma, enjaezada de ritmo, no de adjetivos, es la verdadera clave de su prosa. Y es lo mismo en la descripción de alguien en movimiento que en la de un paisaje:

Recorrieron el huerto abandonado; una alfombra espesa de lampazos y beleños, de digitales y de ortigas cubría el suelo. En medio, rodeado de un círculo de arrayanes amarillos, se levantaba un cenador con una puerta podrida; dentro de él se advertían en las paredes restos de pintura y de dorado. En la vieja tapia se enredaban las hiedras. Envuelta en su follaje negruzco y adosada a la pared se adivinaba una fuente con una cabeza de Medusa, por cuya boca, de un caño roñoso, salía un hilo cristalino que caía sonoro sobre el pilón cuadrado, lleno de agua hasta los bordes. Había para subir a la fuente dos anchos escalones musgosos, y los hierbajos y las higueras silvestres nacían en las junturas, levantando las losas. Entre las hierbas brotaba un pedestal de mármol, y un naranjo silvestre, con sus frutos pequeños y rojos, parecía salpicado de sangre.

¿Alguien ha visto una metáfora? Aparte del “salpicado de sangre”, ¿alguien ha encontrado alguna comparación? Y, sin embargo, ¿alguien duda de que se trata de un petit poéme? Hemos sobrevalorado las metáforas. O más bien las hemos confundido con las imágines. Virgilio describía con exactitud escenas de la naturaleza que eran hondas metáforas, pero no hacía retruécanos. La vanguardia instaló una dictadura del retruécano gratuito que afectó, y de qué modo, a la prosa, así que esta limpidez, esta tersura, esta perfección en el dominio del ritmo y del lenguaje nos parecen la única poética que merece la pena. Baroja, a los 32 años, ya llevaba años dominándola, pero se nota que entre El Mayorazgo de Labraz y La feria de los discretos ya han pasado Fernando y Manuel, los paisajes del 98 y los arrabales de Madrid. El folletín vasco era de prosa más desparramada, más grandilocuente y recargada de influencias, pero esta pieza cordobesa es, en parte, como los cuadros que su amigo Darío de Regoyos pintaría en el viaje que ambos hicieron a Córdoba, y del que salió la novela.
            Se ha dicho, por cierto, que La feria de los discretos es algo así como un pastiche de la literatura regionalista, o del romanticismo a lo Irving, e incluso he leído por ahí que en Córdoba hay eruditos que la toman como la típica imagen de la Andalucía de hamaca y de guitarra. En absoluto. Decir que María Lucena, la amante bailarina de Quintín, es un topicazo folklórico es tan estúpido como decirlo de María Coral, otra vez Mendoza. Aunque solo sea por las magníficas descripciones de Córdoba y alrededores, ya deberían mirar en Córdoba esta novela con más afecto que miran en Zaragoza la que les dedicó Galdós. Allí sí que los llamó brutos, allí.
            Quizá esa crítica facilona sea un lugar común como otros muchos sobre Baroja, nacidos de leer tan solo las primeras páginas, los libros por encima, la plantilla folletinesca del principio, no las curvas que vienen después, sorprendentes para el lector y, se nota, y para bien, que también para el autor, que incluso interviene, en forma de señor de barba negra, un tal Escobedo, para insistir en la juerga literaria que se está corriendo con la gente del bronce, y el poco afecto que le inspiran quienes viven más allá de sus novelas.

            
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