19.11.14

Limpieza de corrales


 
       Además de El capitán Malasombra, de 1917, otras tres novelas cortas (más una coda narrativa) componen Los contrastes de la vida, publicada en 1920.

El niño de Baza

            No todas tienen, desde luego, el interés narrativo de El capitán Malasombra, entre otras razones porque Baroja cuenta tres veces la misma historia en el mismo libro. En aquella primera parte, un italiano desaprensivo, Pancalieri, llegaba con sus dotes descaradas de donjuán a remover el gallinero, “un gavilán entre palomas”, como dirá de este otro Niño de Baza. Aquí es este zángano el que, después de una chulería de niño bonito al principio (Aviraneta, que es quien cuenta la historia, le dice que no estorbe en el barco que los lleva a Tánger), una vez desembarcados, cuando su padre se vuelve a España y el niño pasa hambre, agacha las orejas y pide sumiso el auxilio de don Eugenio. Este lo lleva a su casa de huéspedes, regentada por una viuda judía y sus cuatro hijas y sus dos criadas.
            Pero la historia, lo que Aviraneta cuenta a Leguía después de encenderse un puro, no era la del pisaverde de Baza, sino la de Borja Tarrius, otra muestra de las veleidades de la fortuna: “Jamás hubiera pensado, por ejemplo, que mi amigo don Bernardo Borja Tarrius fuera hombre que pasara por la vida sin dejar el menor rastro, ni el más pequeño recuerdo”, dice Aviraneta, nada más empezar. Tarrius cualidades tenía, desde luego, de hombre célebre y de buen personaje, pero Baroja lo abandona pronto.
            Uno tiende a pensar que para este viaje no se necesitaban alforjas. Cuando todos están metidos en la casa, Aviraneta, Tarrius, el diputado por Córdoba Moreno Guerra (más moro que los moros a los que desprecia) y el pájaro de Baza, con las siete mujeres judías, Baroja cierra la puerta y se deja acciones. Tarrius demuestra a la señora Toledano, la dueña de la casa, cómo puede ganar el doble trabajando lo mismo en su taller de sedas y brocados. Es el momento en que Tarrius, hombre de acción, capaz de hacer rentable a una familia judía de la noche a la mañana, que no es poco, desaparece de la escena y entra el Shylock de la obra, Samuel Lione, tratante de esclavos, y la más tópica caricatura de un judío que podían encontrar quienes pergeñaron aquel triste libro, Comunistas, judíos y demás ralea, apañado a partir de unos cuantos recortes de artículos y otros tantos fragmentos de tres novelas: Aurora roja, Los visionarios y Rapsodia. Con respecto a la primera, es una pequeña canallada que entre unos y otros le hicieron al gran Manuel y a su hermano Juan. Las otras dos no son novelas, más bien dos muestras de la época en la que Baroja había ya perdido el interés por novelar y se dedicaba al despotrique.
            Digo que si hubiesen leído esta novelilla habrían sacado material por lo menos más divertido, por ejemplo esta descripción de la casa del judío:

La casa era de aspecto más humilde que la de Mesoda. Nos recibió el señor Samuel en un despacho muy mísero de la planta baja, con grandes saludos y zalemas, y nos hizo sentarnos. Este Shylock hablaba de una manera balbuceante y lacrimosa. Nuestra santa nación, nuestra tribu, el patriarca Abraham estaban a cada momento en su boca. Durante su charla se interrumpía para dar una indicación a dos escribientes que tenía, los dos, sin duda, judíos, de cara atormentada y labios gruesos.
Le avisaron para almorzar, y yo me levanté con intención de marcharme; pero Samuel me agarró de la mano.
—No, no; venid —me dijo— ; que venga con vos este joven cristiano; comeréis conmigo, la miseria que uno tiene.
Subimos una escalera estrecha y llegamos a un comedorcito pequeño que daba a un patio, con una puerta, lleno de macetas con flores. Estaban en el
comedor la mujer y una hermana de Samuel, dos hijas de unos cincuenta años, un hijo y una porción de nietos, entre los cuales había una muchachita de unos diez y siete o diez y ocho años, muy bonita.
Entre todas estas caras judaicas había el tipo correcto y muy perfilado y el tipo un poco repulsivo del judío narigudo, con los labios gruesos y abultados y los ojos pequeños.
Había en toda la casa un olor a cerrado y al mismo tiempo a estoraque, o alguna otra cosa aromática, que no me hizo ninguna gracia.

            Cuando Baroja termina la caricatura, se quita la novela de encima: el Niño de Baza se casa con la nieta del negrero y le deja un hijo a la criada de la judía, Tarrius se queda a educar hijos de cónsules, Moreno Guerra muere “misteriosamente”, y Aviraneta coge un barco rumbo a Gibraltar. Todo eso en cinco líneas.
            La impresión es que Baroja ha intentado envolver con materiales reciclados la historia de dos malas personas: el judío traficante de esclavos y el pícaro español, buscador de fortunas, de chicas guapas y, a ser posible, de ambas cosas a la vez. El sarcasmo viene de creer que un vasco puede explicar a un judío cómo se hacen los negocios o que un judío entregaría así como así su hija y su negocio negrero a un tirillas como el Niño de Baza.
            Yo tengo para mí que ese Borja Tarrius estaba llamado, además de a modernizar la empresa artesanal de la viuda, a hacer estragos entre las mujeres, y que en vez de Tarrius se llamaba, en un principio, Eguaguirre, y Eguaguirre también se llamaba Basterreca, alias Mandi, el protagonista de Rosa de Alejandría, la siguiente novelilla. Me parece verosímil que Baroja trocease una novela dedicada al donjuán vasco cuyo primer y mejor capítulo era El convento de Monsant, pero que, visto el resultado de El niño de Baza y Rosa de Alejandría, decidió dejarla en aquel primer y feliz episodio.

Rosa de Alejandría

            Si así fuera, desde luego que hizo bien, porque la siguiente historia tampoco remonta el vuelo. Al contrario, podríamos incluirla en el género de las novelas sacadas de la manga. Aviraneta decide ir a Alejandría desde Gibraltar con cierta ligereza:

“Yo había pensado ir a Grecia y hacer campaña contra los turcos; pero como todo el mundo me habla aquí mal de los griegos, he decidido ir a Egipto y ofrecerme al gobierno del virrey como oficial”

            Así que lo visten de guardia marina inglés y lo suben a un bergantín nuevo. Otra vez una mujer con dos hijas en una casa de huéspedes, con un marido, el griego Chiaramonte, que se merecía más que el triste destino que le depara la novela. Y allí aparece Mendi, el vasco, y se lía con la señora de Chiaramonte, aunque pretende a una de sus hijas. Quizá sea más cínico que Eguaguirre (poco más), pero ese ritornello dickensiano del “¡no hay elementos!” que lleva siempre en la boca le habría pegado igual de bien a Tarrius en el anterior relato.
            De la casa queda un personaje, Rosa, en la que casi puede entreverse la futura Nelly de El gran torbellino del mundo, y que sueña con la isla de Gozzo, una arcadia feliz donde “todos eran pescadores, y los chicos se divertían descolgándose hasta el mar, con cuerdas, desde los más altos acantilados, para cazar palomas”. De algún modo esa isla de Gozzo emergería en El laberinto de las sirenas, pero de momento se queda en un personaje mudo al que Baroja no pone demasiado interés.
            Como remate, el autor abandona la trama y pone a Aviraneta en mitad de una acción, un altercado con soldados árabes en el que le cae un escupitajo y algunos latigazos, que Aviraneta devuelve uno por uno al cabo Yusuf cuando las autoridades lo socorren, y deja caer una de esas sentencias de quien allá donde va come lo que se estila, por áspero que le sepa.
            Queda un par de descripciones, pocas y breves, la de las callejas de Alejandría y los árabes “flacos, morenos, como si fueran de barro cocido”, o la todavía más breve del pachá, uno de esos casos en los que Baroja prefiere tirar de repertorio antes que penar con la ambientación:

Al día siguiente, el coronel Frossard me dijo que íbamos a visitar al pachá de Alejandría. Fuimos con una escolta de cuatro hombres, llegamos al palacio y esperamos a que saliera el pachá, que era un antiguo mameluco seco, cetrino, mal encarado y de aspecto desagradable.
Estuvo conmigo muy displicente y muy áspero.  

            Y eso es todo, ya no hay nada más que decir del Pachá. En este libro se empieza a ver algo que luego se extenderá, en los años treinta, por el resto de su obra: este arte de enhebrar historias y personajes pintorescos y fugaces que hasta ahora ha sido su modo de ambientar pero que llegará a ser un fin en sí mismo, una suerte dominada, un método para escribir cuando no hay mucho de lo que escribir, algo de lo que nos da Baroja una muestra bien elocuente al final de este libro, en el relato de la muerte del Empecinado.

La aventura de Missolonghi

            Pero antes Baroja incluye otra novela corta, esta vez narrada por Thompson, quien prometió escribirla al final de El viaje sin objeto. La aventura de Missolonghi pertenecería más bien, por tanto, a La ruta del aventurero. Pero es inútil recomponer la baraja de todas estas narraciones que suceden entre 1820 y 1923 según el orden del avío editorial, más que del argumental. Las tres primeras, incluida El capitán Malasombra, son historias que cuenta Aviraneta, y eso las une, pero en esta Aviraneta vuelve a ser esa figura un poco cómica del personaje extemporáneo que se sienta a la mesa de los reyes para trazarnos una semblanza y que tanto ha dado de sí.
            En este caso el rey es Lord Byron. Thompson, inglés, culto y romántico, no puede acercarse a él (como Fabrizzio del Dongo con Napoleón), pero Aviraneta come a su mesa y no lo nombra su secretario de milagro. Y así el retrato del poeta está envuelto por algunas reflexiones metafóricas sobre el Mediterráneo comparado con el Atlántico y algunas hermosas descripciones, la marina nocturna o el pueblecito de Argostoli, además, claro, de Missolongui, para el que Baroja usa una batería de datos geográficos con que defender la plaza.
            Baroja se ocupa de las marinas pero también de tratar aquella aventura mítica como si fuera otro desastre del 98:

La verdad es que entre aquellos filohelenos, al menos de nombre, no había ninguno que tuviese una idea aproximada de Grecia ni de su historia.
Ninguno de nosotros sabía gran cosa de la antigüedad clásica, y absolutamente nada de la historia griega moderna. unos se habían enganchado por miseria y por desesperación; otros, por espíritu de aventura.

            En esas circunstancias, Thompson presenta a Byron como un mito que Aviraneta desmitificará después. Thompson, al que le pasó como a Fabrizio del Dongo, para el que no hubo manera de conocer de cerca a Napoleón, tampoco pudo acercarse al célebre poeta, y sí darse cuenta de que aquella expedición fue “una de las más célebres del siglo XIX, principalmente por la intención, porque por lodemás apenas hicimos nada”. Byron estaba hecho con el barro del rumor:

Para muchos era un misántropo y un anglófobo; para otros, una especie de Manfredo desesperado, altanero, que vivía fuera de la sociedad, que mandaba matar al que le disgustaba; algunos lo tenían como un Don Juan terrible, un pirata, que conquistaba mujeres y bebía el vino en una calavera; para los más cultos era principalmente un revolucionario. La verdad es que no sabíamos lo que nos esperaba. No conocíamos ni Grecia, ni el jefe que nos iba a mandar.

            Pero sí sabe Thompson que aquella aventura no podía salir adelante mientras el coronel  Stanhope y lord Byron no estuviesen de acuerdo en nada, sobre todo porque el militar no comprendía la “guerra literaria” del poeta ni tampoco que si aquella batalla era tan famosa se debía a Byron, no a él.
            Thompson tiene, en fin, el punto de vista de un romántico que se ha encontrado con el realismo cuando lo que él va buscando es la modernidad, y quizá por eso introduce un fragmento en su cuaderno que parece que se le haya caído a Baroja de su diario íntimo:

He pasado los días mirando el Mediterráneo, intentando ver si se me ocurre algo nuevo en la contemplación de un mar tan bello. Sólo cuando se van articulando los lugares comunes en la cabeza es cuando se empieza a discurrir, vulgarmente, cierto, pero únicamente entonces.
Antes de esa articulación de lugares comunes por el solo ímpetu del espíritu no hay ideas. ¡Es lástima! He escrito unas cuantas frases en mi cuaderno, pero no tienen ninguna originalidad.

            Y eso en una historia que deja espacio a la descripción (a veces cartográfica) y a la interpretación del paisaje. ¿Pero qué es eso de la articulación de los lugares comunes? Thompson no cree en “el solo ímpetu del espíritu”. Cree en las ideas, un poco en contradicción con esa imagen del hombre de acción que no tiene ideas sino impulsos, o que deja quietas las ideas para que no refrenen las acciones.
            Es posible que Thompson no se pudiese acercar a Byron por exceso de ideas, de escrúpulos. Con cuidar a su compañero Mac Clair ya tiene bastante, y el mismo Nápoles que le brindará tres años después las memorables páginas de El laberinto de las sirenas no es ahora un sitio que le inspire nada. Ni a él ni a Mac Clair, porque “para comprender los pueblos hay que ser occidental unas veces, y oriental otras, y tener el alma con muelles como los coches de doble suspensión”.  Tres años después ya no dirá eso.
            El que no tiene esas dudas stendhalianas es Aviraneta, que nada más llegar ya está sentado a la mesa de Lord Byron, recomendado por el cónsul de Alejandría y sin bajarse siquiera de la goleta Chipriota, al mando del capitán
Spiro Sarompas. Su descripción no está hecha de bisutería mítica:

Lord Byron me recibió y me dio la mano. Me chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color de carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la cabeza, pero no tenía aire de serenidad ni de fuerza; parecía una mujer. Sus rasgos eran demasiado correctos, y su cuello, que llevaba desnudo, me pareció excesivamente redondo.

            Y el caso es que el retrato de Aviraneta, de tan desprejuiciado, tan desmitificado, es más sugestivo que el de Thompson. Comparece aquí un Byron verosímil, “un hombre raro, medio afeminado, pero no débil, ni mucho menos”, que se levanta a las cinco de la mañana para leer y escribir, que hace todos los días lo mismo y a la misma hora, hasta beber vino, que no se pasa el tiempo mirándose las lágrimas en el espejo y que, cuando habla con “el único español que ha acudido a secundar mi empresa”, Aviraneta, no duda en simpatizar con él y en llamarlo “nieto del Cid”.
            Luego, cuando Aviraneta cuenta a Thompson sus impresiones, dice algo que me imagino que los estudiosos del pensamiento de Pío Baroja ya habrán colocado en su lugar correspondiente: “Byron tenía ideas de poeta. Creía que era necesario para Europa que Grecia se reconstituyera”. Aunque reconoce que Byron no había ido allí a que le pintasen un retrato, Aviraneta no siente “esa religiosidad y esa pasión” por Grecia, y no le replicaba nada: “Yo no soy poeta. Yo me callaba”.
            El episodio tiene el interés de ese retrato doble, de una desmitificación que corre a cargo del personaje ficticio en una situación inverosímil, más allá de los tópicos que el primer y perspicaz narrador ha logrado reunir. Baroja equilibra la irrealidad de Aviraneta con la realidad de Byron, y el realismo de Thompson con la vaga mitología del poeta.

El final del empecinado

            Las últimas diez páginas del libro están dedicadas a narrar en pocas líneas el encierro de don Juan Martín, contado por Bienvengas en diálogo con Aviraneta, que retoma el papel de narrador: cómo lo exhibían en una jaula para que la gente le escupiese, su madre llorase arrodillada y su mujer se pasease por delante con un joven realista. Aviraneta pasa revista a los antiguos compañeros del Empecinado, dolidos por su situación, pero incapaces de hacer nada para liberarlo. Aviraneta, como buen hombre de acción que lo quiere seguir siendo, se lava las manos:

Lo comprendí yo también así, y tuve que olvidar la suerte lamentable de mi general y mi amigo.
Desterrando el recuerdo de lo pasado, me dediqué a pensar en el porvenir.

            En el último párrafo, que cierra el relato y el libro entero, se nos cuenta también el final del Empecinado:

El guerrillero, al. ser conducido de la prisión de Roa al cadalso, había roto las cuerdas que le ataban, y, arrancando la espada de las manos del jefe de la escolta, había intentado abrirse paso entre los esbirros. Los voluntarios realistas se habían echado sobre él y le habían cosido a bayonetazos. El corregidor, don Domingo Fuentenebro, mandó subir el cadáver al tablado y ordenó colgarlo por el cuello.

            Ese párrafo justifica el relato entero, pero hay otro detalle interesante. Aparte del relato del final del Empecinado, casi todo está envuelto en nombres y recuerdos de nombres, como un inventario del material sobrante que es una forma semoviente de narrar. Esa hilatura de apellidos y de biografías mínimas, de personajes recordados y parientes característicos, es un tapiz que envuelve la sustancia del relato. Hay una ambientación barojiana que cada vez más se desprende de su condición narrativa para limitarse a labores descriptivas. Proporcionalmente, el recurso es tan abundante –y tan eficaz- en este relato como en los dos libros siguientes de la serie, La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que juntos componen una sola novela.

16.11.14

Una faena redonda


           Los contrastes de la vida se publicó en 1920, después de La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que forman una sola novela, y también de La Isabelina, pero Baroja la puso antes en las Memorias de un hombre de acción, en el tomo VII.
            Ese año de 1920 fue especialmente productivo para Baroja. Publicó también La sensualidad pervertida, otra de sus novelas cumbre, y sus Divagaciones sobre la cultura, en la estela de los libros autobiográficos que venía publicando desde el éxito, en 1917, de Juventud, egolatría. Pero es curioso que desde 1914, año de publicación de Los caminos del mundo, y hasta 1918, cuando publica otra estupenda novela, La veleta de Gastizar, Baroja se dedique solo al ensayo autobiográfico y a las novelas cortas y a las breves. Además de La ruta del aventurero y Los recursos de la astucia, había publicado otro importante relato, La dama de Urtubi, y aun antes de Los contrastes de la vida publicaría otra novela corta, El cura Santa Cruz y su partida. La publicación en 1915 de la novela larga Con el sable y con la espada casi es una excepción.
Ya comentaremos cómo esa proliferación de novelas cortas influyó mucho en la distancia que recorrió Baroja desde 1915. En esas diez novelas cortas, la mayoría muy buenas, hay una condensación del arte de novelar pero también un tránsito hacia su deliberada disgregación. Colocarlas casi todas (dos quedaron fuera) en las memorias de Aviraneta casi exigía juntarlas en tomos sucesivos.
Comento esto porque con cambiarla de sitio en la estantería no bastaba. Este es uno de los casos en que el empeño de las Memorias de un hombre de acción ensombrece algunas obras que las hicieron así de grandes. Cuando hablamos de Tolstoi o del Dostoievski, tan barojiano, empezamos por dividir su obra en novelas, novelas cortas, cuentos y ensayos. Esa distinción, tan necesaria para que breves piezas maestras brillen como los grandes mamotretos, Baroja la resolvió metiendo en un cajón la mayoría, el cajón de Aviraneta, donde la mayoría están por la época o por alguna línea entremetida, no porque tengan que ver con su aventura. ¿Qué habría pasado con estas novelas si en lugar de estar metidas en uno de los veintidós tomos hubieran formado a su vez trilogías de novelas cortas, tan independientes como sus grandes novelas no aviranetianas?
Es una pregunta que me tiene sin dormir, y en el insomnio aprovecho para seguir leyendo.
El capitán mala sombra es el primero de los cuatro relatos de que consta Los contrastes de la vida. En realidad son dos: la primera mitad es el relato de la maniobra envolvente que diseñaron los liberales en Alba de Tormes, con un Empecinado apopléjico al que tienen que llevar en parihuelas. Como relato bélico hay que colocarlo junto a los buenos de El escuadrón del Brigante o el bueno de Con la pluma y con el sable. Lo que no es acción es estrategia, la prosa vuela minuciosa en proporciones épicas perfectas.
Entre los muchos personajes que aparecen en esa primera parte está Juan de Dios, el capitán Malasombra, un buen soldado que le escribe versos a su amada. Él protagoniza el desenlace, en un duelo taurino de aire lopesco en el que acaba pescando un italiano que pasaba por allí.
Baroja no hace más sangre que la de citar a Jovellanos a propósito de las corridas de toros y narrar la cornada fatal con la fuerza con que narraba en los tiempos de La Busca, esa novela que tantas veces se nos apareció en La ruta del aventurero. No sé si Baroja, aparte de aquella de La Busca (“¡mira, mira, el mondongo!”) escribió alguna otra crónica taurina en su vida, pero esta, desde luego, es de antología, y bastante rara, porque trata la suerte de la mancuerna. El propio Baroja explica en qué consiste:

-El mancornar –me contestó el espada- es una suerte de vaqueros. Un hombre puede coger (así decía él) un novillo de tres años; pero a un toro es imposible sujetarlo. Cuando se trata de coger un toro, se le debe primero capear, haciéndole sufrir todo el destronque posible, y cuando se nota que ya está sin fuerzas, lo cual se consigue muy pronto en sabiendo bien sacarle la capa, va uno y le agarra de la cola; el que mancornea, al pasar el toro junto a él le coge el pitón derecho con la mano derecha y, con la izquierda, el pitón del otro lado. Entonces, a fuerza de pulso, se le vuelve al animal la cabeza y se le echa en tierra.

Más adelante, la crónica dice así:

El último toro era grande, negro, con una cornamenta larga y afilada. Perseguía furioso a quien se ponía frente a él. El público vociferaba entusiasmado; los toreros apenas se atrevían a acercarse al animal. Únicamente el Ochavito y el Buñolero se plantaban delante y le daban recortes con la capa. A fuerza de estos lances el animal pareció cansarse, y en un momento que se paró el Buñolero le agarró de la cola.
Entonces se vio a Mala Sombra que avanzaba con el Ochavito, acercándose al toro. En un momento se agarró con presteza a las astas, cuadrándose de pechos ante la fiera. El hombre y el toro quedaron inmóviles; el hombre empujó la cabeza del animal por las puntas, la bestia alzó el hocico, y entonces el hombre metió el hombro por debajo de la barba del animal, y de un empujón lo tumbó al suelo, le puso el pie en el hocico y lo sujetó así.
Hubo una tempestad de aplausos. El capitán Mala Sombra miró entonces al sitio donde estaba su amada. ¿Que vio? No sé. Quizá comprendió rápidamente lo que pasaba entre Conchita y Pancalieri; el caso fue que el capitán soltó el pie, el toro se levantó de improviso, dio un topetazo con el cuerno en mitad del pecho al capitán y pasó por encima de él.
Después se vio al capitán erguirse un momento echando sangre a borbotones por la boca, y luego caer desplomado.
Hubo un momento de pánico entre los toreros.
El público aullaba como una mujer loca, y salía de él un largo y enorme alarido. Algunos querían escapar, pero la mayoría estaba anhelante de angustia, de curiosidad y de pasión.
—¡Calma! , calma! —dijo el Ochavito.
—Esperaos, que ahora viene lo bueno —gritó el Buñolero, como si el espectáculo de la muerte no le afectase lo más mínimo.
El Ochavito y el Buñolero metieron sus capotes y jugaron con el toro, mientras dos alguaciles recogían el muerto.
Algunos pidieron a gritos a la presidencia que terminara la corrida y retiraran al toro, pero esto no era fácil, ni mucho menos.
—Dejadlo —dijo el Ochavito—, yo lo mataré.
El Ochavito y el Buñolero fueron llevando al toro hasta un ángulo de la plaza. El Ochavito dio unos pases de muleta mientras el Buñolero le ayudaba con el capote.
—Échale un poco más allá —decía el Ochavito—. Bueno, bueno; ya está.
Después de algunos vanos intentos, cuando le tuvo a su gusto el Ochavito, se cuadró, y de una estocada como un rayo dejó al toro muerto.
El Buñolero se acercó con una bayoneta en la mano y le dio la puntilla.
La gente, olvidada ya del capitán, comenzó a aplaudir y a gritar. El público fue despejando la plaza; marchaban las mujeres llevando lágrimas en los ojos.

La novela retrocede a los tiempos en que Diamante estaba vivo (murió en Sevilla, por no quererse disfrazar como Aviraneta para emprender la huida), cuando El Empecinado se encontró en Valladolid con el conde de Cartagena, general en jefe del ejército de Galicia. El remate de la entrevista es admirable:

Don Juan Martín se arregló la capa con un movimiento suyo de labriego, que me hacía pensar en el alcalde de Zalamez, y, sin saludar a Morillo, salimos los dos de la sala, dejando al general en su sillón, brillante de galones, como un ídolo de oro.

            La novela se adorna con buenos personajes como el Chiquet, quien “como buen catalán, era muy torero” y de algún, breve, alegato antitaurino:

Era don Juan Martín enemigo acérrimo de los toros; creía que ete espectáculo no solo no fomentaba el valor, sino que acrecentaba la indiferencia por los dolores ajenos y l cobardía. Entre los liberales las ideas de don Gaspar Melchor de Jovellanos sobre las corridas estaban entonces muy en auge.

            Y, en tratándose de una novela taurina, Baroja la termina con un remate airoso, el desplante del italiano, un donjuán que tiene otro punto de vista sobre la amada del coronel Malasombra. La novela entera es una buena pieza taurina: Baroja deja que se dosfogue la narración en el episodio bélico, luego pone banderillas de celos al capitán Malasombra, que no hacen sino aumentar su acometividad, hasta el punto de crecerse en el castigo como un castellano del XVII y cometer el error del sentimiento. El toro lo estoquea y cuando ya está en el suelo el italiano lo apuntilla.
            Una faena redonda.

14.11.14

La novela deshuesada

            

La primera parte de este libro, El convento de Monsant, ya la hemos comentado aprovechando que se acaba de editar en volumen aparte. La segunda, El viaje sin objeto, creo que también se ha publicado como pieza suelta, pero no sé si en esa edición se ha incluido el final, La aventura de Missolongui, que Baroja publicó cuatro años después, en 1920, en Los contrastes de la vida, tomo VII de las Memorias de un hombre de acción, a pesar de que cronológicamente debiera ser el tomo X.
            En todo caso, La ruta del aventurero es uno de los libros donde menos aparece Aviraneta, sendos cameos fugaces, más fugaz aún el de El viaje sin objeto, y al mismo tiempo uno de los más gozosamente barojianos. Con La aventura de Missolongui o sin ella, ya he colocado este tomo en la vitrina de los grandes libros de Baroja.
            La ruta del aventurero es un libro antológico en un doble sentido: el de ser uno de los libros más característicos de su autor y el de contener retazos de sus obras anteriores. En él hay paisajes calcinados que nos recuerdan a las visiones febriles de Fernando Ossorio, y un tipo de guasa que nos remite a los tiempos de Silvestre Paradox, a sus aficiones dickensianas y a ese personaje, pintor aventurero, caminante de chaqueta al hombro que ahora se llama Thompson y que en otras novelas se llama de otro modo pero es el mismo tipo. Es como si, diez años después, Baroja hubiera revisado la trilogía La vida fantástica, más bien la hubiera adaptado a un estilo más sobrio y punzante, más maduro y socarrón, con frecuencia igual de hermoso. En varias páginas he anotado incluso las iniciales CJC, porque su lectura me ha convencido de que el Viaje a la Alcarria procede más incluso de aquí que de esa otra España negra que pintó y describió Solana.
El libro, en fin, es un ejemplo lozano de cómo no es una estructura dramática lo único que puede armar una novela que es una mezcla de cuaderno de viajes, memorias inventadas e historias de dulce sabor popular. Con los excesos de erudición histórica echábamos de menos la narración, el puro acto de contar, te voy a contar, tengo una historia que contarte, que es en lo que consiste al fin y al cabo una novela. En estos dos últimos tomos Baroja decidió publicar las novelas cortas o relatos cortos que en principio no daban para apañar una novela, por mucho que El viaje sin objeto sea más largo que otras novelas de un solo tomo. El hecho de meterlos en la serie de Aviraneta solo se justifica porque los hechos acaecieron en el primer tercio del siglo XIX, pero uno podría prescindir del decorado histórico y con los mismos mimbres escribir un libro de viajes y meditaciones de ambiente contemporáneo. Es más, El viaje sin objeto ya no sucede en el XIX ni en el XX sino en esa edad barojiana que comprendemos mejor con los dibujos festivos de Julio Caro que con los periódicos de cualquier época. Faltan pocos años, cinco, para que Baroja se instale definitivamente en un mundo de fantasías barojianas en las que él es otro personaje más. Estas novelas cortas ya van ahuecando los cojines.
            El lector barojiano se entretiene a veces con la reordenación de la obra de Baroja. El viaje sin objeto pertenece a la trilogía La vida fantástica igual que El convento de Monsant pertenecía a la tetralogía El mar. Ambos están remetidos en estas Memorias, apenas perfumados por unos datos históricos tan magros que Baroja podría haber metido sin problemas en cualquiera otra de sus novelas. La poca acción histórica, la prisión y la fuga con la que termina el libro ya las ha utilizado en otras novelas de la serie, pero el resto, lo no aviranetiano, es sin embargo altamente barojiano, fresco, terso, luminoso. El problema de Baroja no es que escribiese demasiadas novelas sino que escribió demasiadas novelas buenas, las de la vitrina principal, y algunas como esta, que debería ser un clásico absoluto, permanecen ocultas para la mayoría de los lectores, incluidos algunos estudiosos de su obra.
            Las primeras líneas llaman la atención como si fueran un eslabón perdido:

            Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, sin saber por qué, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.

            No es que suene a Cela; es que Cela suena a 98. Sus querencias bestiales le arrimaban a Solana, pero esta prosa tan limpia… Cela aprendió que si quería domar su prosa tenía que poner la coma después de guerra. Luego se la quitó, esa y todas, pero para entonces ya había escrito el Viaje a la Alcarria, que es lo que importa. Ese proceso de desmitificación y emoción, de ternura y realismo crudo que los del 98, sobre todo Baroja y Machado, aplicaron al paisaje (Unamuno es más campanudo, Azorín más fino), es sobre el que luego construiría Cela su prosa, insensible a la emoción machadiana por efecto de la retranca barojiana, sus breves carcajadas sin abrir la boca.
            Porque en La ruta del aventurero, además, hay mucho humor. Toda la primera parte es un ejercicio de dickensianismo, o incluso, además, muy inglés: “Desde la más remota infancia estoy acostumbrado a contemplar la ruina como un estado natural de mi casa”, dice Thompson, que se pasea por Lincolns Inn, como en Bleak House, o recrea un ambiente circense que nos recuerda a Hard times, monta una sociedad no muy limpia con Will Tick, el Houthorn (¿se llamaba así?) de David Copperfield. Thompson elabora gráficos robinsonianos para estructurar y mensurar sus condiciones como persona, o ensaya un lirismo muy británico, con su punto ácido, en el epitafio a su amigo Burton.
            Su punto de vista es el de un inglés que pensase lo mismo que Blanco White, al que cita, así como en Los contrastes de la vida, y a propósito de los toros, citará al antitaurino Jovellanos). La ilustración española coincidió con la borrachera romántica europea: es perfectamente compatible seguir viendo las cosas como Montesquieu y pintar pañuelos de pirata.
            Este tono dickensiano coincide con la estancia en Londres de Thompson. En la manera de componer barojiana hay algo que me gusta mucho. La historia y los caracteres se subordinan a uno de los detalles. Compositivamente, el héroe no está en Londres porque es inglés, sino que es inglés, y dickensiano, porque está en Londres. Es evidente, y así lo deja entrever, que Thompson pensaba en gente como Blanco, porque las siguientes partes parecerán escritas por el más pesimista de los ilustrados o por el más sarcástico de los románticos.
            Esta novela se publicó en 1916, doce años después del año 98, 1902. Pero el que habla sin piedad del país es el mismo cáustico jovenzano: “Es imposible que la gente sea civilizada y sociable en una tierra gris, abrasada por el sol, olvidada por las personas ricas, donde no hay frescura, ni sombra, ni medias tintas y a la cual no llega ni el eco más lejano de la cultura de Europa”. Todo el capítulo ‘Revelación de la España clásica’ es una página importante para la gran antología de la España negra: “Este polvo, este calor, esta mezcla de barbarie y de simplicidad, este contraste de la pobreza de los callejones del pueblo con la pompa de la catedral me dio la revelación de la España clásica, emborrachada con su sol, con su vino, con su fanatismo y con su violencia”.
            No falta la crítica del covachuelismo galdosiano (origen Larra), con ese trabajo inútil que consigue un taxidermista inglés como Thompson en el museo de Historia natural, y el habitual ramalazo anticlerical: “la política de los católicos siempre ha sido igual. Ellos harán una deslealtad o una infamia; pero, eso sí, la harán con reservas mentales; luego oirán su misa con devoción, se confesarán, tendrán propósito de enmienda, se darán unos golpes de pecho, y limpios para hacer otra canallada”.
            Pero estas opiniones, que en este libro están bien proporcionadas, en los años treinta concluirán por devorar la trama entera. Tengo Los visionarios como el primer libro que leí de Baroja que me parecía ya casi sin interés, y Los visionarios está habitado por gente que da opiniones absolutas, crudas y bien dichas, con su punto de escandalosas, o de cascarrabias. Pero nada más.
            Pero el noventayochismo de este libro no se articula solo en frases contundentes sobre los males del país, cosa que Valle-Inclán seguiría haciendo (en cierto modo, comenzaría a hacer) cuatro años después, cuando Baroja parece alejarse un poco de ese tipo de compromiso narrativo y, después de La sensualidad pervertida, sus novelas se alejan del presente combativo yo diría que definitivamente. Podemos pensar que Baroja pone a hervir materiales que aflorarán en la cabeza de Luis Murguía, pero también que Baroja empieza a revisarse, a usar sus propias obras como materia narrativa.
Al margen del dickensiano Silvestre Paradox, en este libro hay huellas claras de La busca y de Camino de perfección. Es difícil no acordarse de don Alonso con la divertida historia del domador de panteras, o de Roberto Hastings cuando Thompson se inventa una fortuna del ascendido comandante Cox, o del Valencia con la pelea del matón de la cárcel de Sanlúcar, o de la pensión de doña Casiana en todo el capítulo ‘La casa de huéspedes’; o, en fin, del propio Manuel cuando encuentra cobijo en casa del señor Custodio: “Ya que no puedo ser un criminal hábil, intentaré ser una persona honrada”.
            Y es imposible no acordarse de Camino de perfección cuando uno lee estas líneas:
El primer alto en mi marcha lo hice en la venta de las Campanas, donde tomé unos huevos cocidos y pan, y por la tarde seguí hasta llegar a Barasoaín, rendido de cansancio y, sobre todo, de calor. Dormí bastante mal en una posada y me levanté al amanecer a continuar mi ruta.
El día prometía ser tan ardoroso como el anterior.
Avancé todo lo que pude por la mañana. Al llegar al puente sobre el Cidacos se despertaba una tropa de gitanos. Dos o tres hombres se desperezaban extendiendo los brazos, una mujer hacía fuego con unas ramas y unos chicos dormían al sol, medio desnudos.
El calor y el bochorno seguían terribles. El cielo echaba lumbre ; los montones de gavillas parecían rebaños de oro sobre un campo ceniciento.
A lo lejos veía pueblos con tejados blanquecinos que con la fuerza de la luz del sol me parecían nevados. Las mujeres, montadas en los trillos, daban vuelta a las eras.
Cuando más apretaba el sol, muerto de sudor, llegué a Tafalla y entré en una posada. El posadero era hombre amable que nos recibió bien a Philonous y a mí.

            Quizá el epítome de todos esos homenajes a sí mismo sea el capítulo ‘Las moscas’, con –extraña- ecuación incorporada.
            Pronto los capítulos empiezan a variar de tono y de forma, poemas en prosa que deja caer por el camino, como el discurso al amigo muerto, o algo después la canción a Mary la de Biriatu, creo que un claro antecedente de la Pamposha, la ninfa de La leyenda de Jaun de Alzate, y también del tono poético que emplearía en esa pieza; o la elegía ‘Mare serenitatis’, en un procedimiento que llevaría a su expresión más acabada, quizá, en El gran torbellino del mundo.
            Thompson es un viajero que cuando cruza los Pirineos practica la antropología general: los vascos son celosos y exagerados ( no obstante, vuelve a pasearse por las páginas el teniente Leguía, ministro de Zalacaín), los aristócratas son feos y degenerados,  “en toda la ribera de Navarra la agresividad es una costumbre”, y en ese plan, sobre todo cuando le toca el turno a Pamplona, “un pueblo intoxicado por la clericalina”.
El análisis social de la sociedad pamplonesa tiene ese tono ilustrado (a lo Borrow), de inglés pragmático que desprecia ciertas inútiles convenciones o las trata como enfermedades endémicas. Muy cínicamente, en el buen sentido, se hace un buen amigo, Philonous, un perro, que lo acompaña casi toda la novela, hasta que Thompson se tiene que meter en una cárcel (pero qué cárcel, en un cuarto ventilado, con vistas sevillanas y una fugitiva, Tránsito, que le limpia y lo ama) para terminar la novela, como de costumbre últimamente, con una evasión llena de cordeles y ventanucos.
Pero lo histórico específico, la ambientación del 1823, se queda en un desprecio compartido a los realistas franceses y españoles y a unas noticias históricas que están remetidas en tres páginas escasas. Mejor. Baroja lleva varios tomos sin cometer los excesos de Con la pluma y conel sable. Cada vez hay más imaginación y menos historia comprobable, síntoma de salud novelesca, de fortaleza narrativa. La novela termina con algún apunte de romanticismo pintoresco: la seducción de la sobrina de la señora Landon, las armas para Grecia, locos, bandidos, hazañas piscatorias y de un donjuanismo moderadamente maldito. Al final aparece el cabo de unión con el principio de El convento de Monsant, el coronel Mac Clair, que morirá al principio de este libro, lo que quiere decir que todo él empieza en un naufragio y termina poco antes de ese mismo naufragio (falta la aventura en Grecia), como en la primera parte de la Odisea. Y todo ello en unas cuartillas que leyó Thompson a Kitty, la mujer del pobre coronel Hervés.
Este es el plan que seguirá después de las Memorias: unas veces estará más fresco y ocurrente; otras, más espeso. Baroja opta por deshuesar la novela, en suculentos relatos como El convento de Monsant y en fibrosas magras como en El viaje sin objeto. En la primera uno disfruta de la pieza bien hecha; en la segunda, de un método, el de agregar breves fragmentos, pecios de colores, que no necesita de fin. 

10.11.14

Acuarelas levantinas


       
Este año la editorial Caro Raggio ha tenido el buen gusto de reeditar por separado la novela El convento de Monsant, una joya de ciento y pico páginas escondida en la primera parte del tomo quinto de las Memorias de un hombre de acción. Ya sé lo que voy a regalar este año por Navidad, porque además de ser una novela hermosísima, muy importante en la trayectoria de Baroja, está editada como se merece.
            Es importante porque parte de aquella estética dickensiana de Silvestre Paradox, a propósito de aquel viajero inglés, José Statford, que aparecía en El mayorazgo de Labraz y en Arte, cine y ametralladora, de su hermano Ricardo. Pero este propósito, que se nos recuerda en un prólogo con cocodrilos disecados, como corresponde, no se queda el la figura de J. H. Thompson, “ex disecador, ex acuarelista, es caricaturista y vendedor de pasas”, alguien que conserva “la pulpila fría de un hombre del Norte, acostumbrado, como disecador, a ver la entraña de las cosas”. El lector pasa la página y se encuentra con una larga y deslumbrante descripción de Ondara, un pueblo levantino asomado al mar entre las rocas, con un castillo y un convento y tres calas románticas, suficiente para armar una historia de raptos y amoríos.
            La impresionante marina mediterránea está pintada por Sorolla, para que luego digan que Baroja solo escribe al estilo de Zuloaga. Ni uno ni otro más que el sencillo Darío de Regoyos, pero en este caso Baroja se luce atrapando la luz mediterránea como se lucirá, y de qué modo, en el maravilloso comienzo de El laberinto de las Sirenas, esa gran novela de la que esta novela corta es sin duda su más directo antecedente estético.
            Y no solo por el mar, por ese arte descriptivo que en esta novelita llega a su máximo nivel, sino porque tiene ese aire geográfico limitado, intensamente literario, de espaldas al mundo, en este caso a la España de Aviraneta, y de frente a un Mediterráneo lleno de velas latinas y estatuas antiguas, de citas de Goethe y recuerdos de Byron. Los personajes se funden en símbolos entre el paisaje, como haría, pocos años después, en Jaun de Alzate y en El laberinto.
            Es el Baroja más estético, desde luego, pero también el más proporcionado, mucho más, a mi juicio, que en La Canóniga, también escondida pero con mejor fortuna crítica. Navegamos al pairo de la narración, que nunca se apresura, que siempre describe. Desde luego que en las Memorias de un hombre de acción esta proliferación de descripciones pictóricas no es nada habitual, al menos no tan frecuentes y demoradas. Las descripciones del castillo y del convento son de pulida orfebrería, y las de las olas que golpean contra los peñascos nos recordaba el viaje que Shanti hizo de niño en una chalupa hasta la cueva aquella, pero las del pueblo, las de la gente, tienen el aire abigarrado y chillón de las mañanas valencianas, del cuadro aquel de los pescadores y las redes debajo de la parra. Es un constante modelo de escritura.
            Con eso uno ya tendría más que suficiente, con ese leve alargamiento elegíaco de sus fraseos, esa discreta emoción al nombrar imágenes hermosas, sean de románticos acantilados o de lonjas de pescado. Pero resulta que además la trama, con su aire también cervantino, está muy bien. En el castillo de Ondara vive el coronel Hervés y su señora, Kitty, treinta años más joven que él, que “tenía una pequeña biblioteca, un piano y un arpa, y cuadernos de música clásica y de canciones populares inglesas”. Lee a Walter Scott, a lod Byron y a Shelley, pero también a Sterne, a Fielding y a Goethe, aunque estas lecturas parecen como las del narrador de El gran torbellino del mundo, el material en el que se inspiró Baroja.
            En la isla son desembarcados, por sospechosos de contagio, tres marinos ingleses, Thompson, un capitán y Mac Clair, que morirá poco después de paludismo en un infecto lazareto que ellos, como buenos ingleses robinsonianos, arreglan hasta lo habitable. Pronto se curan los vivos y, en una tertulia con el coronel Hervés, aparece Eguaguirre, el don Juan de esta novela, el verdadero hombre de acción. Eguaguirre es un hombre Sterne, un hombre Fielding, y se enamora de él Kitty, una mujer demasiado Scott.
            “Eguaguirre no era de los hombres que sienten temor a coger las flores del precipicio”, como buen don Juan, pero también sabe salir de naja cuando pintan bastos, no sin antes dejar su rastro. Y así hace con Kitty, la joven culta, y con Dolores la Clavariesa, más morena. Dolores era pretendida por Urbina, un oficial muy tímido, pero Aguaguirre se metió por medio y el padre de la dama la mandó a un convento, al convento de Monsant. A Kitty también la enamora, y Kitty, para que no se la quite la Clavariesa, intenta que Urbina y ella se vuelvan a arreglar, para lo cual, cómo no, se necesita secuestrar a una doncella del convento, una verdadera “obra de arte”.
            El Capitán le explica bien a Thompson cuál es ese secreto de los hombres interesantes, por qué Eguaguirre se las lleva de calle:

Las mujeres se enamoran de hombres altos y bajos, buenos y malos, raros y vulgares; pero entre éstos no cabe duda que hay unos que, sin saber por qué, hacen mover con más facilidad esa maquinaria de afectos, de deseos, de vanidades, de inclinaciones que hay en una mujer. Esos son los donjuanes, los hombres interesantes, los codiciados... Y uno se pregunta el porqué. ¿Es que estos hombres tienen una perspicacia especial para ver los puntos flacos del sexo contrario? No. ¿Es que comprenden a las mujeres mejor que los otros? Tampoco. Como todos los demás, en estas cuestiones amorosas disparan su flecha con los ojos cerrados; pero, a diferencia de los demás, dan casi siempre en el blanco. Ahora usted dirá: ¿Por qué dan en el blanco? Por la razón sencilla de que la mujer que hace de juez y de árbitro en el juego está dispuesta a creerque para aquel hombre escogido por ella donde dé la flecha estará el blanco. Es la arbitrariedad de
la Naturaleza.

            Merece la pena no destripar el final, sobre todo ese giro último, entre cínico y romántico, que toman los acontecimientos. Aquí, de entre las muchas hermosas descripciones que uno ha disfrutado en este libro, dejaremos dos: la que quizá más nos recuerda a Shanti Andía y esa otra descripción sorollesca del pueblo de Ondara. Definitivamente, Baroja no estuvo tan brillante al colocar la novela en ese tomo de Aviraneta. Con Shanti Andía y con El laberinto de las Sirenas habría formado una de sus mejores trilogías.

Hacía un viento vivo; el falucho marchaba rápidamente, con la vela grande y el foque inflados por el viento, haciendo murmurar las aguas que cortaba con la proa y dejando una estela de remolinos espumosos.
Doblaron la punta del Monsant, terminada en un amontonamiento de grandes rocas que formaban una cueva abierta por ambos lados; entraron en la ensenada y se dirigieron, en línea recta, hacia el islote del Farallón.
El islote brillaba al sol, seco, como un trozo de lava, amarillo y rojo, lleno de rajaduras y de agujeros, sin una mata de verde en los resquicios. Uno de sus lados estaba cortado a pico; el otro se alargaba en una roca horadada que formaba un arco, por debajo del cual pasaban las olas.
Dieron la vuelta al islote, que desde algunos sitios, al reflejar el sol, parecía un témpano de hielo; acercaron el falucho, a golpes de remo, hasta un canal angosto, entre grandes piedras, y lo encallaron. El Dragó, el perro de Rabec, fue el primero que saltó a tierra y subió a la parte alta del Farallón, espantando a una nube de gaviotas que tenían allí su nido.
Había arriba, una pequeña explanada en cuesta cubierta de esqueletos de aves.
Thompson y el Capitán subieron a la explanada y se tendieron a contemplar la costa.
Brillaba el mar, como una roca azul de diversos matices, bajo el esplendor del cielo inflamado. El aire estaba tibio, impregnado de esencias salobres. Un delfín jugueteaba entre las olas.


Ondara no ofrecía nada de caprichoso ni de pintoresco; tenía un barrio de campesinos y otro de pescadores. El centro lo formaban dos o tres calles bastante anchas, con comercios importantes. Paseaban por ellas los señoritos desocupados, los jóvenes militares, arrastrando el sable, y los curas, con su gran teja y las manos a la espalda, recogiendo el manteo por detrás. A ciertas horas cruzaban grupos de mocitas muy garbosas, muy limpias y pizpiretas, que trabajaban en el embalaje de las naranjas.
De vez en cuando pasaba algún coche o una tartana de familia rica, y los jóvenes sabían inmediatamente si era Vicenteta o Doloretes, o el padre o la madre de una de éstas, la que iba en el carruaje.
Fuera de las calles céntricas y comerciales, las demás eran rectas, bastante anchas y desiertas. Las casas, bajas, sin alero, de grandes puertas y rejas pintadas de verde, se alineaban una tras otra, inundadas de sol, como ensimismadas en la calma soñolienta.
Los transeúntes eran escasos.
Sólo por la mañana se veían viejas vestidas de negro, de ojos desconfiados, y alguna con su poco de barba, que sacaban una llave de debajo del manto, abrían un postigo y cerraban después dando un gran portazo, manifestando su desprecio para el resto de los mortales.
El barrio de pescadores era lo más pintoresco de Ondara: allí se veían calles estrechas y en cuesta, con casuchas pequeñas, chozas, barcas metidas en los corrales y una población marinera expresiva, exagerada y gesticulante. Los hombres trabajaban, hablando, gritando, en su lengua mediterránea; las viejas, ennegrecidas por el sol, componían redes y velas, y los chiquillos haraposos, con harapos rojos, amarillos, verdes, de los colores más vivos, correteaban con los pies descalzos... 

9.11.14

La canónica


La Canóniga

            De las dos novelas que componen Los recursos de la astucia, la primera y más breve, La Canóniga, es la que señaló Ortega y Gasset como “un ejemplo del arte de Baroja”, y el propio don Pío no quedó nada insatisfecho de ella.
            La Canóniga es una excepción literaria en las Memorias de un hombre de acción. La novela sucede en Cuenca, en 1821, y aparte del ambiente cada vez más escabroso entre realistas y liberales del Trienio liberal, y de la idea, constante en Baroja, de que los realistas ya entonces se valieron de “la plebe brutal y fanática” para engordar sus filas, lo único que pertenece propiamente a las memorias de Aviraneta es el plan de Bessières para tomar Cuenca. En ese pasaje aparece un momento Aviraneta, como si asomase por una puerta la cabeza y se volviese a marchar.
            También es excepcional que Baroja cuide tanto la carpintería trágica. Aquí le vamos a poner el pero de que es una larga novela resumida, que con el mismo argumento perfectamente le habría podido salir una novela de trescientas páginas. Y si lo coge por banda Dostoievski, de mil. Esa estructura dramática, ese presentar a los personajes y a mitad de novela desatar un vertiginoso desenlace, no sé si Baroja lo tomó de Dostoievski, pero sería una más de las cosas que felizmente adoptó, él que descreía de los armazones previos, aunque no tanto como los críticos creen.
            La novela, en efecto, es una crónica ficticia, la narración de una leyenda popular en el momento en que sucedió, el testimonio notarial y folletinesco de los hechos cuando fueron hechos, antes de convertirse en mito. Lo folletinesco es la historia; lo notarial, cómo está narrada, eso que a mí me resulta un poco demasiado denso, demasiado resumido. Aunque contada por Pedro Leguía en 1837, a partir de lo que le contó un constructor de ataúdes de Cuenca, la novela respeta ese tono de tragedia sentenciosa, que podría recibir un título por cada uno de los personajes que la protagonizan: la pasión y muerte de Miguelito Torralba; la locura de Cándida, “la ansiosa advenediza, que intentaba apoderarse de la vieja morada de la Sirena”; la traición de Sansirgue, el cura corrompido; o incluso la firmeza de doña Gertrudis, o la triste historia de la huérfana Asunción…
Todos los personajes podrían ser protagonistas de su propio folletín, pero el mejor de todos, y acaso el más barojiano, es Miguelito Torralba. El señorito perdis nos recuerda un poco a La feria de losdiscretos, pero aquí comete el error trágico de convertirse en el Fernando Ossorio que busca “un amor vulgar y corriente” en la huérfana Asunción, cuya madrastra, con rasgos de tía borracha y avariciosa, en connivencia repugnante con el cura Sansirgue, destrozan la vida de Miguelito.
Baroja plantea la redención de Miguelito en una primera parte muy 98 y luego deja respirar un poco la acción con la historia del sepulturero y la incursión de Sansirgue en casa de la Dominica. Baroja se despacha con los curas y su sentido hipócrita de la humildad, e introduce a otro cura razonable, don Víctor, para soldar los hilos de la trama. Las páginas del repelente Sansirgue, su sermón improvisado, nos recuerdan el aire rancio y venenoso de los Fermines de Pas que en el mundo han sido.
Pero a partir de ahí la novela se precipita en varios desenlaces, la muerte de Miguelito, el juicio a Sansirgue, similar al juicio de Regato en Con la pluma y con el sable, la ruina de la Cándida, todo contado a toda velocidad, para mi gusto a demasiada velocidad. Es posible que una novela corta canónica exija este movimiento acelerado, de modo que una descripción de Cuenca del principio dura lo mismo que la muerte trágica del protagonista, y la conversación entre un sepulturero y un constructor de ataúdes lo mismo que la huida, persecución, captura, juicio y ejecución de su antagonista.
Por lo demás, uno tiene la sensación de que esta es la clásica historia que Baroja, o su hermano Ricardo, escucharon en su primer viaje a Salvacañete, sitio importante en esta serie, aquí y en Lanave de los locos. Es también muy 98 visitar una ciudad pequeña, tomar apuntes y acuarelas, recoger alguna leyenda y con todo eso armar un breve folletín. Ya el zoom con que comienza, de Cuenca a la Casa de la Sirena, un espacio cerrado donde reunir los elementos de la trama ficticia, como sucederá en El laberinto de las sirenas y como había sucedido en El mayorazgo de Labraz, es el mismo que había usado al principio de la entrega anterior, con la descripción de Aranda de Duero. Allí fue muy duro con el campo y con sus habitantes, pero aquí, quizá por lo rocoso del paraje, Baroja lo describe con mayor romanticismo. En este tomo de Los recursos de la astucia, pero en la segunda novela corta, hay otro pasaje de Aviranta mirando el campo de Coria también muy emotivo, como si fueran las casas, las peñas, los ríos y las callejas las que redimiesen esa brutalidad mezquina que en determinadas circunstancias manifiestan sus habitantes.
Y así la descripción de Cuenca da ya el tono romántico y desgarrado a que aspira la narración, un tono que es el de principios de siglo, una pose romántica que aquí Baroja no emplea en son de befa:

Si por su poca vida comercial e industrial Cuenca estaba entre las últimas capitales de España, por su aspecto dramático y romántico podía considerársela de las primeras.
Recorrer las dos Hoces desde abajo, entre los nogales, olmos y huertas de las orillas del Júcar y del Huécar, o contemplarlas desde arriba, viendo cómo en su fondo se deslizaba la cinta verde de sus ríos, era siempre un espectáculo sorprendente y admirable.
También admirable por lo extraño era recorrerla de noche a la luz de la luna, y, sentándose en una piedra de la muralla, mirarla envuelta en luz de plata hundida en el silencio.
Poco a poco, para el paseante solitario y nocturno, este silencio tomaba el carácter de una sinfonía, murmuraban los ríos, estallaba el ladrido de un perro, sonaba el chirriar de las lechuzas, silbaba el viento en la capa de los árboles y se oía a intervalos el cantar agorero del búho como el lamenta de una doncella estrechada en los brazos de un ogro en el fondo de los bosques.
En aquellas noches claras, las callejas solitarias, las encrucijadas, los grandes paredones, las esquinas, los saledizos, alumbrados por la luz espectral de la luna, tenían un aire de irrealidad y de misterio extraordinario. Los riscos de las Hoces brillaban con resplandores argentinos, y el río en el fondo del barranco murmuraba confusamente su eterna canción, su eterna queja, huyendo y brillando con reflejos inciertos entre las rocas.

            Es este “misterio extraordinario” el que Baroja buscaba en las fachadas de las casas, en este caso en la Casa de la Sirena. Es el arranque literario del escritor cuando pasea, que se ha impuesto la obligación de trazar la crónica de un país imposible, pero que con ciertos paisajes siente cómo se excita su imaginación de lector de folletines. Yo creo que el que me parezca muy apretada, sobre todo al final, es solo síntoma de que me duele no seguir leyéndola.

Los guerrilleros del Empecinado en 1823

            ¿Qué quería decir entonces Ortega con que La canóniga era un modelo de su arte? Sospecho que para él era como esos críticos que no entienden a Góngora y siempre citan su soneto más petrarquista y menos gongorino, es decir, un modo de decir que así sí, que eso sí podría llamarse arte exento, mientras reunía colillas y materiales para escribir sobre la deshumanización del arte.
            Más canónica barojiana me parece a mí esta segunda novela corta, que no creo que pueda juzgarse con los mismos parámetros genéricos que la anterior. De hecho, Los guerrilleros del Empecinado en 1823 es más larga que varias novelas de un solo tomo de esta misma serie, Las furias, las dos del conde de España, La venta de Mirambel, etc. Más bien parece que a esta novela breve, que no corta, Baroja agregó un relato que sí era novela corta (y en este caso, además, breve).
            Los guerrilleros… utiliza un método que podríamos llamar cervantino o folletinesco, según los casos y con las mismas razones. Al comienzo de la novela, en 1823, el ministro Evaristo San Miguel encomienda a Aviraneta la tarea de indagar en San Sebastián cómo va de fuerzas el ejército de Angulema, y al Empecinado, en la misma reunión, que extienda su actividad guerrillera por las dos Castillas.
            Así, por un lado, se nos describe la situación más que lamentable del ejército liberal, la proliferación de grupúsculos absurdos y jaurías sanguinarias, el Batallón de los hombres libres, las Tropas de la Fe, un desastre: “Con este ambiente de indisciplina, de vacilaciones y desconfianzas, era imposible que el país y el ejército hicieran algo serio”.
            Las dos misiones, la de Aviraneta y el Empecinado, confluyen en las luchas contra Aviraneta, a partir de un largo y entretenido episodio, el de la toma de Coria, donde el aparato documental deja paso a la descripción de las acciones y a los deliciosos añadidos barojianos. Ya al principio decía, muy serio, Leguía (suponemos) que “la acción por la acción es el ideal del hombre sano y fuerte; lo demás es parálisis que nos ha producido la vida sedentaria”, de modo que da la sensación de que Baroja ha pulido en esta novela lo que había de sedentario, la proliferación de documentos, que incluso, cuando son largos, como la carta final del Empecinado (un despacho firmado por Máximo Reinoso), le produce el suficiente fastidio como para contestarla en cuatro líneas. Es decir, si comparamos esta novela y la anterior, Con la pluma y con el sable, se nota que Baroja ha prescindido de todo exceso en ese cuerpo interior que acolcha de sabiduría histórica la novela. Aunque solo sea por eso, me parece más redonda.
            Pero no es solo una cuestión de proporciones. Todo está contado entre un nutrido grupo de parientes barojianos. Por allí aparece Mercedes, la viuda de Arteaga, y Corito, pero también el banquero y la Sole, con Aviraneta metido en un armario y sin mayores consecuencias. Y se incorporan otros, unos meros figurantes (el padre Marañón, el Trapense que viaja con un látigo en la mano y Josefina Comerford a su lado), o la galería de guerrilleros desharrapados, de entre los que casi solo se salva el Arranchale, el Zalacaín que se trae Baroja para que la tropa entera no sea chusma. El pescador, el Arranchale, “ágil como un mono”, es capaz de despertarse a las tantas de la mañana, subir y bajar por una fachada interior (esas barojianas que siempre dan a un patio con una puerta pequeña), regresar a su cuarto y, sin solución de continuidad, echarse a dormir. El Arranchale es el pueblo fiable, el que trae a la caballería cuando podría huir sin dejar rastro.
            Y con los personajes vienen las historias mínimas, la aventura de Trigueros, la historia del Hereje, que tiró los santos al río, o la estratagema de la cuerda, en esos rasgos de imaginación algo infantil y doméstica con que Aviraneta escribe sus páginas de gloria, todo como preámbulo de la gran aventura, la toma de Coria. Están aquí las mejores descripciones del relato, la de Diamante y los milicianos, la de la ciudad levítica o esa genuina descripción barojiana que es lo que ve Aviraneta desde un altozano y de lo que se ríe su lugarteniente Diamante, el liberal de espada en pecho que acabará en un paredón improvisado por no usar de la astucia y del disimulo como hace Aviraneta, y que en cualquier caso sirve para salvarlo de milagro.
            Aviraneta, en efecto, decide pasar a Portugal disfrazado de aldeano, pero es preso en Sevilla (y la cuerda de presos pasa el puente de Triana entre la cada vez más agresiva locura de la chusma, aquella gente del ¡Vivan las caenas! que ni entonces aceptaba Baroja ni ahora podríamos aceptar cualquiera de los que nos desesperamos viendo reacciones semejantes de la gente que sufre.
            Dejémoslo en la descripción de Coria, en esos momentos de paz en que Aviraneta y Baroja, lejos de las balas y de los legajos, son el mismo más que nunca.

Aviraneta se sentó en el pretil de piedra del Paredón.
A don Eugenio le gustaba contemplar el paisaje: le producía, momentáneamente, un olvido de todo; le recordaba los días de su infancia, cuando iba a la Peña de Aya y al monte Larun a ver el mar a lo lejos. Ese germen ahogado que tenemos todos de otro hombre o de otros hombres despertaba en él con la contemplación. Aviraneta quedó inmóvil y en silencio.
Era una tarde espléndida, gloriosa: los campos verdes relucían frescos después de la lluvia; el río venía crecido y alguna nubecilla blanca se miraba en su superficie como en un espejo azulado. Dentro de la iglesia, los canónigos cantaban en el coro y se oían las notas del órgano.
En el aire pasaban las cigüeñas con ramas en el pico y quedaban en extrañas actitudes sobre sus nidos; los gorriones y los vencejos chillaban, y una nube de cernícalos, que al transparentarse tenían un color morado, lanzaban un grito agudo.
Había al mismo tiempo ligeros incidentes que animaban el conjunto: un burro que corría por los hierbales y hacía sonar un cencerro; unas ovejas esquiladas que saltaban sobre unas piedras; un hombre que pasaba a caballo por el puente. A lo lejos, una galera de siete mulas venía despacio por el camino.
Este silencio, lleno de ruidos, de ladridos de perros, de cacareo de gallos, de balidos de ovejas, del canto suave del abejaruco, tenía un gran encanto. De pronto, las campanadas del reloj de la iglesia sonaban allí cerca con un fragor imponente.
Aviraneta se sentía saturado de tranquilidad, de paz, ante aquella majestuosa tarde que marchaba con su ritmo lento hacia el crepúsculo...
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