27.1.15

Baroja introducido

               

A pesar de que suelo ilustrarlo con las hermosas portadas de Caro Raggio, este viaje por los libros de Baroja lo estoy haciendo en diferentes medios de transporte. La serie de Aviraneta sí la leí entera en Caro Raggio: aparte de que me gustan los diferentes tonos del grabado de Ricardo Baroja, los márgenes son amplios y la grama gruesa (no de muy buen papel), y se prestan a las anotaciones. Pero Paradox  ya lo he leído en la vieja edición de Austral, que ha terminado desbarajada porque el pegamento original era ya un fósil ambarino.
            Volveré también al tren de lujo de las Obras Completas que dirigió Mainer, pero ahora tenía ganas de leer La lucha por la vida en la edición de de Juan M. Marín Martínez (Cátedra, 2010). Muy bien presentada, con gran trapío de introducciones y notas (entre los tres tomos hay cerca de 500 páginas de estudio, casi más que de novela), la edición pone al día la bibliografía barojiana y expone las más candentes discusiones.
Hay algún gazapo: habla de «El convento de Monserrat» en vez de El convento de Monsant; fecha en 1926 la representación en El Mirlo Blanco de su pieza teatral Adiós a la bohemia como si fuera su estreno, que tuvo lugar en febrero de 1923, o en 1922 viajes por Europa que corresponden al año siguiente, o bien se olvida del bueno de Ciro Bayo, el «amigo» que acompañó a Pío y Ricardo en el viaje a la Vera. Ninguno tiene mayor importancia, vaya, pero sí decir, en la introducción general a su obra, que en las Memorias de un hombre de acción «ya no se renueva la técnica literaria». A pesar de libros como el de Longhurst, la crítica barojiana sigue viendo las novelas históricas de Baroja como un magma homogéneo que por regla general tienden a obviar. Las archivan todas juntas y las catalogan por lotes, sin molestarse en algo tan sencillo como ponerlas en la lista de las fechas de publicación, no en la de subgéneros. Entonces se apreciaría que esas 22 novelas son un extraordinario taller en el que Baroja ensayó una porción de variantes narrativas, algunas tan audaces como conseguidas; que introdujo un puñado de excelentes novelas cortas que nada tienen que ver con Aviraneta y que repartió en media docena de volúmenes al menos tres o cuatro magníficas novelas, a la altura de La sensualidad pervertida, la novela a partir de la cual los críticos parecen cansarse de leer a Baroja.
Marín Martínez cita con frecuencia en su ensayo introductorio un libro que me temo que es uno de los causantes de esta costumbre de obviar treinta y seis años de la vida de un escritor. Me refiero a La evolución novelística de Pío Baroja, de Mary Lee Bretz, de 1979, un libro que se detiene cuando Baroja tenía 48 años y que pasa de puntillas por esas «primeras entregas» de las Memorias de un hombre de acción. Me da la sensación de que Bretz es la responsable de un canon barojiano que hasta los más sesudos investigadores dan por bueno. No todos: el magnífico estudio de Ascensión Rivas Hernández, que es de 1998 (Pío Baroja. Aspectos de la técnica narrativa) está mucho mejor proporcionado que ese canon de Bretz. Rivas estudia cinco novelas anteriores a 1920 y trece posteriores, casi todas fijas en un renovado canon barojiano. Faltan piezas maestras como El laberinto de las sirenas, pero atiende a los libros de novelas cortas que Baroja publicó en la serie de Aviraneta.
Bretz partía de una base falsa: que el Baroja posterior a 1920 ya no hizo más que sestear. Pero en la década de los 20 Baroja consigue un nivel de calidad altísimo y varias novelas de entre las mejores, y en la década de los treinta, si asumimos un cambio de registro deliberado, más discursivo y menos narrativo, siempre encontramos perlas como La familia de Errotacho.
Bien es verdad que el ensayo introductorio de Marín prologa su primera gran trilogía, pero las casi cien páginas que dedica a repasar su vida y obra pecan del mismo canon que, supongo que sin proponérselo, impuso Bretz hace casi cuarenta años. Y en todo caso no es esa su única desproporción. Hay otra más moderna, posterior a Bretz, que es juzgar sumariamente a Baroja por lo que le ocurrió en la Guerra Civil. De las 63 páginas de que consta ese repaso general a su vida y obra, 9 están dedicadas a su infancia juventud, 28 al grueso de su vida y de su obra, y 26 a su actitud durante la guerra.
En este sentido, la verdad es que Marín es un crítico de su tiempo. Los últimos libros que se han escrito sobre Baroja se dedican a hurgar en su biografía, y más concretamente en esa parte de su biografía. El divertido Sánchez Ostiz y el desagradable Gil Bera, que tiene prosa de delator, se han cebado en el asunto de qué hizo Pío Baroja, si dijo «lo que sea costumbre» o «lo que me manden» al jerifalte franquista, si lo iban a fusilar o no, si era fascista o no. Cuando uno ha leído las memorias de Baroja y las de su sobrino, ya sabe todo lo que le interesa; dicho de otro modo, cuando uno ha leído mucho a Baroja, lo de la guerra le parece una cuestión de poca monta, y sobre todo mal planteada: el heroísmo no es decir frases y llevar una regalada vida en el exilio; el heroísmo, quizá, es mantener a la familia a costa del propio prestigio, o defender un punto de vista que a estas alturas, cuando ya hemos rescatado a Chaves Nogales, empieza a verse de otro modo. Marín insiste no sé cuántas veces en que Baroja era partidario de la dictadura, pero no de la que vino ni de la que pudo haber venido, y que la democracia no le gustaba nada. Pero al mismo tiempo se afana en rebajar el tono fascista y consentidor que pudiera haber en ello. El pensamiento político de Baroja se puede resumir de muchas maneras y en todas ellas el escritor no necesita de exégesis benevolentes. Baroja siempre estuvo en su sitio, y a la altura de sus sesenta y tantos años no podía ser optimista ante nada de lo que veía, y su único deseo sincero, lógicamente, era que lo dejasen en paz.
Pero es lo que hay. Nos interesa la vida, los hechos, los documentos, no las imaginaciones. Hablamos de Baroja porque es novelista, pero la mayor parte de sus novelas no nos interesan, y sí lo que decía mientras las estaba escribiendo. El canon barojiano no cambiará mientras no invirtamos el orden.
La introducción de Marín dedica generoso espacio a los temas inevitables: el estilo de Baroja y la clasificación de las novelas. Con respecto a lo primero, seguimos en lo que dijo en 1972 Biruté Ciplijauskaité. Pero hay dos aspectos que Marín menciona muy de pasada y que a mi juicio son esenciales para entender a Baroja, y más al Baroja de La busca: esa radical renuncia al pleonasmo, aunque fuera para parodiar, que Baroja inicia en La lucha por la vida, y lo que podríamos llamar la escritura poética de Baroja, con muchos más poemas en prosa esparcidos por sus novelas de lo que sugiere esa machacona insistencia en lo «pedestre». Baroja no es pedestre. Baroja pule, lima, esmera, hasta que un poco más de esmero desdibujaría la prosa, la llenaría de estilo. Baroja usa un idiolecto, un idioma que no se estudia buscando errores gramaticales sino analizando el alcance pictórico y emocional de su escritura.
Porque Baroja pinta, es decir, describe las líneas que su hermano habría necesitado para dibujar la realidad. Trabaja con fondos, distribuye las tonalidades (más que las historias), distingue entre personajes y siluetas y caracteriza con una precisión algo engañosa, porque no lo es con respecto al objeto real sino a la hipotética obra de arte que lo mediatiza. Su amigo Juan de la Encina, en un memorable y olvidado artículo de 1923, al poco de publicarse El laberinto de las Sirenas, dio en el clavo del que Baroja colgaba sus cuadros, pero pocos después han reparado en ello más allá, que yo sepa, de Gullón y su defensa del modernismo barojiano.
A ello habría que añadir la fragua del folletín, que es donde aprendió Baroja a componer novelas: cada capítulo es un mundo en sí mismo, una transición hacia el siguiente y el peligro de que el lector no quiera continuar. Con las bromas pesadas de Silvestre Paradox  (el cuento macabro de la dentadura postiza, esos personajes repulsivos) es difícil mantener al público dos meses enganchado, por mucho que le gusten los folletines de crímenes. El folletín no puede producir empacho, y eso se traduce en una serie de servidumbres compositivas y estilísticas sobre las que Baroja construyó su arte de narrar. 
De esto Marín no dice nada, pero, por lo que respecta al segundo tema inevitable, la clasificación de las novelas, el estudioso da un repaso demasiado condescendiente a todo tipo de taxonomías: novela viática, social, histórica, crónica, épica, dramática, lírica, autobiográfica, semiautobiográfica, etc. No creo que haya un solo barojianista que no haya dado su propia clasificación. Yo, por mi parte, tengo una muy sencilla. Bueno, dos.
Baroja tiene, en primer lugar, novelas cortas y novelas largas. Cuando estudiamos a Tolstoi y a Dostoievski es lo primero que tenemos que distinguir. Guerra y paz es una novela tendida, pero la Sonata a Kreutzer  es un artefacto muy medido. Marín casi ni menciona la extraordinaria colección de novelas cortas que escribió Baroja, que están escritas, pensadas y compuestas de manera distinta a como lo están las novelas largas. Por ejemplo, las cortas no tienen fondo, pero las largas suelen partir con un zoom descriptivo que a veces se come media novela; las cortas cuentan una sola historia, pero las largas trenzan historias a partir de personajes; las cortas, en suma, disponen una arquitectura en principio más cuidada que las novelas, porque las novelas necesitan transmitir ambientes y sensaciones, y esa tarea necesita un largo plazo. A veces (El convento de Monsant), emplea el mismo sistema, en pequeño, que para las largas, pero aun en esos casos destaca una proporcionalidad narrativa que en las largas tiende a disiparse. Claro que Baroja no ayudaba mucho con su forma de editar. Quizá si se desclasificase  la obra de Baroja veríamos con más nitidez su tipología.
La otra clasificación es la de novelas Andía y novelas Hurtado, es decir, novelas de la arcadia de Itzea, de las estampas de la biblioteca y los sueños románticos, y novelas de la casa de Madrid, pesimistas y contemporáneas, invernales y desapacibles. Novelas del hombre que imagina lo que leyeron, y novelas del hombre que anota lo que ve.
Con esos distingos, yo, al menos, me apaño. Pero la crítica, en esto de clasificar, seguirá siendo insaciable.
Dejamos la parte de la introducción que habla de La busca para cuando leamos la novela. Uno ha perdido ya la cuenta de las veces que la ha leído; eso sí, cada vez que hay que volver a ella es una grata noticia.


Pío Baroja, La busca, edición de Juan M. Marín Martínez, Cátedra, 2010

25.1.15

Baroja Rocambole


A Baroja no le gustaba mucho su Silvestre Paradox, uno no sabe si porque le desagradaba recordar los tiempos salvajes de la bohemia o porque es una de sus pocas novelas en las que no se salva casi nadie. O quizá no le gustaba porque es la más explícitamente autobiográfica de todas, mucho más, incluso, que sus papeles de cincuentón, sus Murguías y sus Larrañagas (y luego sus Acha, etc.). O, quién sabe, quizá porque es una novela heterogénea, que es lo que al crítico más le interesa: Paradox  está compuesto por formas novelísticas muy diferentes, alguna de las cuales darán material para buenas novelas.
Camino de perfección ya empieza en esta novela, y La Busca también. De joven, Silvestre Paradox tuvo una infancia en Pamplona como la de Manuel Alcázar, no tan miserable pero igual de desoladora, y los viajes a los bajos fondos de Silvestre y don Pelayo son un anticipo de los de Manuel y Roberto Hastings. Por lo que respecta a Camino de perfección, Baroja encuentra un personaje, un primo de María Flora, ilustrador de profesión, Fernando Ossorio, que contrasta con Silvestre porque es todo acción, nobleza y desparpajo, más o menos como contrastará Fernando después con Shultz, el alemán, que también tiene un breve cameo, con otro nombre, en Silvestre Paradox.
Podríamos decir que Manuel es el resultado del fortalecimiento de Silvestre, que dio en Fernando, y de la extirpación de cualquier rasgo autobiográfico. En La busca, Baroja ya escribía novelas sin contar su vida y sin aparecer en ellas. Es decir, había encontrado su voz. Esta inconsistencia, este carácter movedizo de los personajes es lo que hace interesante la lectura de Silvestre Paradox.
Era su segunda novela, después de un libro de cuentos, Vidas sombrías, y de La casade Aizgorri, una novela muy seria, muy aplicada, respetuosa con los cánones decimonónicos pero también con el nuevo lenguaje modernista y el celebrado dramón ibseniano.  En La casa de Aizgorri  hay una extraordinaria aplicación, Baroja se presenta con el traje nuevo, serio, negro, entallado, con crujidos del apresto. En Silvestre Paradox  ya va vestido de cualquier manera y la acción se desmadra, crece por sí misma, indulgente con el pleonasmo y con la risa floja. Esta polaridad cambiaría de formas, pero la dialéctica sería una constante: entre las novelas románticas y el realismo contemporáneo; entre el lenguaje emotivo, simbolista, y el retrato crudo; entre la autoficción y el distanciamiento. La cosa, finalmente, se aclararía entre las novelas contemporáneas, encapotadas y pesimistas, y las novelas históricas, románticas y soleadas.
En ese viaje iniciático Baroja se desprendería de ciertas rebabas retóricas, esos primeros párrafos largos de algunos capítulos, pero sobre todo del humor forzado, de la risa floja. Baroja debió de aprender en esta novela humorística que el humor, en literatura, es una actitud, no un objetivo. Al principio del libro vemos al escritor que no teme no ser gracioso, y entorna los ojos y sonríe de medio lado antes de contar un chiste. Ese principio y la larga y anodina escena de la comida con casi todo el elenco de la farsa son pasajes de humor forzado, del que decide ser gracioso. Baroja no volvió a caer en esos errores (las primeras líneas de La Busca son quizá la última huella), y su humor, a veces tronchante, ya es una cuestión de actitud: las bromas saltan a la prosa sin que se las espere, los comentarios sarcásticos vienen por sí mismos, sin necesidad de carraspeos previos.
Pero eso es poco. Triunfa la novela en cuanto el escritor se mete en ella, es decir en cuanto deja de pensar en ella, por mucho que vaya enhebrando un alambicado discurso de identidades. El vía crucis de Silvestre tiene la fragmentación inconsecuente de las novelas picarescas. Por primera vez utiliza el método familia, infancia y juventud para caracterizar a un personaje, con esa infancia pamplonesa de Silvestre que releeremos aumentada, veinte años después, en La sensualidadpervertida. La muerte del padre de Silvestre, por ejemplo, es un anticipo de la muerte de la madre de Manuel en La Busca:

Después de contemplar muchas veces a su padre muerto, en el gabinete del papel con los barcos, que olía a cirio y a pintura de caja fúnebre, cuando Silvestre se acercó al balcón mientrs su madre y su abuela lloraban y vio el coche mortuorio, modesto, que se alejaba, seguido de dos simones, por la carretera blanca, muy blanca, cubierta de nieve, sintió la primera idea negra de su vida.
¡Oh, qué fría debe de estar la tierra!

            Ese “mundo de tipos” con que Baroja decora los días pamploneses también será ya una marca de fábrica. Aquí todavía están suavizados por la sombra dulce de Charles Dickens, con un Silvestre ingenuo y una especie de Micawber, Macbeth el feriante, su primer amo una vez se escapó de casa, primero de una larga saga de ingleses interesantes que poblarán su obra entera. Este Macbeth, no por inglés, sino por contador de aventuras fantásticas en otro continente, se parece mucho al don Alonso de La Busca, y ambos cuentan anécdotas inverosímiles como las que contaba Valle-Inclán de México. Macbeth las cuenta de África, y cuando Pérez del Corral, la contrafigura de Valle-Inclán, cuente las suyas en Hispanoamérica, la exageración divertida será del mismo corte.
            A cada paso nos vamos encontrando detalles que crecerán y se multiplicarán en posteriores novelas. Es aquí la primera vez que se lee el adagio de la iglesia de Urrugne, Vulnerant omnes, ultima necat, que reaparecerá en su espléndido Jaun de Alzate, escrita, por cierto, también al modo humorístico, pero sin risa floja. Silvestre lee El burgués gentilhombre, que dos décadas después representarían los personajes de La veleta de Gastizar, y entra en tratos con el dueño de una barraca de feria donde se exhiben figuras de cera pintarrajeadas.
            Es lo que pasa con las novelas primerizas de los buenos escritores, que son hontanares de ideas, de historias, de personajes. El genio se amontona. Luego, cuando flojea, siempre quedan esas muchas buenas novelas no más que apuntadas que quedaron en las novelas malas. Suelo sospechar de esos autores que escriben una primera gran novela en la que no sobra una palabra ni un pasaje. O no era la primera, o no era suya, o ya no tenían nada más que decir. O no es tan buena, vaya.
            Todas estas probatinas de las primeras sesenta páginas, incluida una ya muy barojiana descripción de París o el catálogo de animales disecados, que parece que van a decorar la novela entera pero desaparecen hasta el último capítulo, cuando Baroja recoge los hilos sueltos, los personajes olvidados, dan paso, un paso de tiempo gigantesco, a la verdadera novela, en la que Silvestre ya no es el personaje estrafalario sino el agente de Pío Baroja, y los protagonistas son otros. Visto así, la novela puede verse de dos modos: o bien la novela sobre la bohemia miserable madrileña triunfó sobre el personaje inventor de cosas raras, o bien Baroja emparedó una novela corta, la novela de la bohemia, entre los bichos disecados del principio y el espectáculo de los Labarta, uno médico y el otro pintor.
            Da igual cómo fuera. El caso es que la novela va cambiando de motivo, de punto de vista, de tema incluso. El paisaje madrileño que inaugura esta segunda parte, a partir del capítulo V, es otra literatura. El zoom sobre la posada ruinosa sabe a inicio de novela, entre otras razones porque Baroja lo utilizará muy a menudo. Como no hay que copiarlo a mano, reproduzco el zoom entero, el de un escritor que ya tiene en los dedos su primera gran trilogía.

Salió Silvestre de su nueva casa, tomó la calle Ancha de San Bernardo, y por la cuesta de Santo Domingo bajó a la plaza de Oriente.
El día era de otoño, templado, tibio, convidaba al ocio. En los bancos de la plaza, apoyados en la verja, tomaban el sol, envueltos en la pañosa parda, algunos vagos, dulce y apacible reminiscencia de los buenos tiempos de nuestra hermosa España. Silvestre comenzó a bajar por la Cuesta de la Vega. Desde allí, bajo el sol pálido y el cielo lleno de nubes algodonosas, se veía extender el severo paisaje madrileño de El Pardo y de la Casa de Campo, envuelto en una gasa de tenues neblinas. A la izquierda se destacaba por encima de algunas casas de la calle de Segovia la pesada mole de San Francisco el Grande, y de la hundida calle, hacia el lado izquierdo de la iglesia, se veía subir la escalera de la Cuesta de los Cojos: un rincón de aldea encantador.
Silvestre bajó la calle de Segovia, pasó el puente, atravesó una plaza en donde se veían tenderetes con sus calderos de aceite hirviendo para freír gallinejas, siguió la carretera de Extremadura, y luego, apartándose de ella, echó a andar por la vereda de un descampado, dividido por varios caminos cubiertos de hierba. Pastaba allí un rebaño de cabras. Un pastor, envuelto en amarillenta capa, tendido en el suelo, dormía al sol tranquilamente. Se oían a lo lejos toque de cornetas y tañido de campanas.
Junto a una casa que se veía en medio del descampado se detuvo Silvestre. Era un caserón grande y pintado de blanco, derrengado e irregular; sus aristas no guardaban el menor paralelismo: cada una tomaba la dirección que quería. Un sinnúmero de ventanas estrechas y simétricamente colocadas se abrían en la
pared.
Sobre una de las puertas de la casa estaba escrito el letrero Tahona con
letras mayúsculas, sin h y con la n al revés.
Silvestre empujó la puerta y entró por un corredor de techo de bóveda y suelo empedrado con pedruscos como cabezas de chiquillo a un patio ancho y rectangular, con un cobertizo de cinc en medio, sostenido por dos pies derechos. Debajo del cubierto se veían dos carros con las varas al aire y un montón de maderas y ladrillos y puertas viejas, entre cuyos agujeros corrían y jugueteaban unos cuantos gazapos alegremente.
El patio o corral estaba cercado en sitios por una pared de cascote medio derruida; en otros, por una tapia baja de tierra apisonada y llena de pedazos de cristal en lo alto, y en otros, por latas de petróleo extendidas y clavadas sobre estacas.
Silvestre entró en el patio, y por una puerta baja pasó a la cocina. Allí, una vieja negruzca que parecía gitana estaba peinando a una mujer joven, sucia y desgreñada, que tenía el pelo negro como el azabache.
Silvestre saludó a las dos mujeres y se sentó en una silla. La vieja no hizo
caso del visitante; después, refunfuñando, sacó del puchero una taza de caldo y se la ofreció a Silvestre, y le dió un pedazo de pan. Silvestre desmigó el pan en el caldo y fue tomando las sopas con resignación; luego, la vieja, cuando concluyó de peinar a la joven, cogió un puchero y vertió en un plato unos garbanzos y un trozo de carne.
Silvestre tomó el plato de cocido, y entre él y Yock lo comieron.

            En esta segunda parte Baroja inicia un regreso a la fantasía ensayando con el modelo de Bouvard y Pécuchet, en este caso Silvestre y Avelino, otra vez la sonrisa previa, pero va dejando migas que uno se detiene en recoger. El pintoresco Silvestre habla con el tono grave de Baroja: “¿Qué van a hacer el débil, el impotente –pensaba él- en una sociedad complicada como la que se presenta; en una sociedad basada en la lucha por la vida, no una lucha brutal de sangre, pero no por ser intelectual menos terrible?” Baroja muestra su pesimismo y su desprecio por la masa, que no por los humildes, sustanciado en el afecto que nace entre Silvestre y una chiquilla, Cristina Borrego, muy similar a la que veremos en Camino de perfección.
            Entre Bouvard y Pecuchet, entre la discusión con don Avelino y su reconciliación, entre el caimán colgado del techo y el submarino que funciona pero ya estaba inventado, Baroja nos regala una de sus hermosas descripciones anímicas, virgilianas, de sentimientos del que mira proyectados en lo que mira. Aquí Silvestre ya no es Silvestre sino casi Fernando Ossorio, antes de que aparezca de verdad en la novela. Es frágil de voluntad, “se entusiasmaba pronto y se desentusiasmaba con la misma facilidad”, incluso piensa que se necesita “un matadero de hombres” para terminar con esa angustia que aún huele a spleen.

Don Avelino tampoco se presentaba en casa; no tenía Paradox con quién consultar sus dudas científicas y abandonó sus trabajos.
Asomado a la ventana solía mirar distraído los paisajes de tejas arriba, las chimeneas que se destacaban en el cielo gris, echando el humo sin fuerza, débil, anémico, en el aire plomizo de las lúgubres tardes de diciembre. Las tejavanas y las guardillas parecían casas colocadas encima de los tejados, que formaban pueblos con sus calles y sus plazas, no transitados más que por gatos. Entre todas aquellas ventanas de tabucos, de miserables sotabancos, de hogares pobres, sólo en una se traslucía algo así como una lejana y pálida manifestación de alegría de vivir: era en una ventana en cuyos cristales se veían cortinillas, y en el alféizar dos cajones de tierra que en el verano habían tenido plantas de enredaderas y guisantes, que aún quedaban como filamentos secos y negruzcos colgados de unos hilos.
Al anochecer, sobre todo cuando el cuarto se llenaba de sombras, le acometía a Silvestre una amargura de pensamiento, que subía a su cerebro como una oleada, náusea de vivir, náusea de la gente y de las cosas, y se marchaba a la calle y le disgustaba todo lo que pasaba ante sus ojos, y recorría calles y calles
tratando de mitigar lo sombrío de sus pensamientos con la velocidad de la marcha.

Fernando Ossorio ya está, pues, moldeado en Silvestre, y con él un modo de ser que tardará en acostumbrarse a la resignación, única aspiración filosófica de Paradox. Pero esta parte dura otros cinco capítulos, hasta que empieza una tercera dedicada en general a la bohemia golfa y en particular a Pérez del Corral, inconfundible Ramón del Valle-Inclán. Es la más larga, nos llevará hasta el capítulo XVII, desde la fundación de la revista Lumen hasta la muerte del bohemio, y tiene, como decíamos, autonomía de novela corta. Me imagino que con la cantidad de cameos que hay es esta parte los críticos la habrán exprimido para compararla con Luces de bohemia, con la que tiene sorprendentes afinidades (teniendo en cuenta que se escribió dos décadas antes), o incluso con el Cela de La Colmena, que parece que se la hubiera leído varias veces antes de empezar con su café de doña Rosa.  
Pero sobre todo se habrán interesado por los Labarta, los panaderos, el médico y el pintor, Pío y Ricardo. El fragmento es célebre y no creo que fuera posible excluirlo de ninguna antología:

-Estos Labartas, así se llaman los dos panaderos -dijo Silvestre a Ramírez mientras esperaban-, son tipos bastante curiosos: uno es pintor; el otro, médico.
Tienen esta tahona, que anda a la buena de Dios, porque ninguno de ellos se ocupa de la casa. El pintor no pinta; se pasa la vida ideando máquinas con un amigo suyo; el médico tiene, en ocasiones, accesos de misantropía y entonces se marcha a la guardilla y se encierra allí para estar solo. Les conocí a estos dos hermanos -concluyó diciendo Paradox- cuando traté de hacer un pan medicinal, glicero-ferro-fosfatado-glutinoso. Al principio tomaron mi proyecto con entusiasmo, pero se cansaron en seguida. No tienen constancia.
(…)
En las paredes, recubiertas con papel amarillento, había una porción de cuadros; sobre todo grabados y fotografías de obras del Greco. Del techo colgaban pedazos de papel despegados.
 Silvestre presentó a Ramírez a Labarta el médico -un tipo con una calva que más parecía tonsura de fraile, de edad indefinible, huraño, sombrío y triste, vestido con un chaquetón raído y un pañuelo en el cuello-, que estaba escribiendo a la luz de un velón convertido en lámpara eléctrica.
 Se sentaron los tres; Paradox explicó lo que quería, y Labarta, después de oír la petición de Silvestre, dijo que no tenía ningún inconveniente en que se llevaran lo que quisieran del desván, porque todo lo que había allí no valía nada.
 La frase recordaba un tanto el ofrecimiento del labriego que le decía al obispo: "Puede su eminencia comer todas las frutas que quiera. No sirven más que para los cerdos".
(…)
Entró Labarta el pintor, hombre alto, flaco, macilento; oyó lo que le contaba Paradox con una sonrisa irónica, se echó en el sofá y dijo con indolencia:
-Mañana, a la hora que ustedes quieran, pueden venir por los muebles. Y pensar, amigo Paradox, que me he levantado a las cuatro de la tarde y no puedo con el sueño.
 Y el hombre se desperezó y extendió los brazos.

            Cuando uno ha leído Los Baroja, de Julio Caro, reconoce en ese autorretrato con hermano una escena más exacta de lo que indica su tono burlesco. Y también intuye cuál fue siempre lo que distinguió hasta casi separarlos a los dos hermanos. He leído por ahí que el personaje de Silvestre está inspirado en un amigo de Ricardo, inventor de cosas raras, y desde luego en los círculos de la golfemia que Ricardo frecuentó más que Pío. Porque ese es, llegados al ecuador de la novela, el que parece ser el tema, aunque solo sea por lo que Baroja recrudece las tintas. Nos presenta una bohemia canalla, innoble, miserable, con frecuencia estúpida, llena de vagos que se pasan el día gastando bromas pesadas y diciendo frases y dando sablazos. El encanto que pudiera tener en una biografía de Valle-Inclán o incluso, aunque no ahorre detalles desagradables, en La novela de un literato, la procelosa crónica de Cansinos-Assens, en Baroja es de una moral hedionda y andrajosa.
            Decimos que Pérez del Corral es Valle-Inclán, aunque no solo él. Es suya la arrogancia cínica, los viajes por América, los fragmentos de teatro clásico que se sabía de memoria (en este caso, por cierto, de Los amantes de Teruel). Pero el romance con la sobrina de la patrona, casada con un bendito, quizá sea demasiado canalla para las costumbres de Valle. Es otro, no Valle, el que dice eso de que le gustaría ser “confesor de princesas”, y es Alejandro Sawa, no Valle, el de la anécdota de las tres pesetas prestadas, algo que le ocurrió al propio Baroja, según cuenta, creo recordar, en Juventud, egolatría.
            En todo caso, la mala uva que Baroja le pone al personaje llega a desdibujarlo un poco, sobre todo en esa larga y un tanto anodina escena en la que Baroja reúne a todo el dramatis personae, en un tono de relato horizontal casi naturalista, en el tono de la boda aquella de L’Assomoir, un poco largo. La novela pierde intensidad por la vía del regodeo, del dormirse en la suerte, como decía su hermano Ricardo de cierta posadera que se encontró en Tragacete. Pero a ese costumbrismo bufo le seguirá un espléndido final, la muerte de Pérez del Corral y la visita de Silvestre a los barrios bajos, una bajada a los infiernos muy bien orquestada que no tiene nada que envidiar a esas muchas muertes de bohemio que leeríamos después, desde la muerte de Teófilo/Villaespesa, contada por Pérez de Ayala, hasta la de Sawa/Estrella contada por Valle-Inclán o por el propio Baroja.
            Cuando visita el lumpen madrileño, Silvestre ha encontrado un trabajillo escribiendo folletines de crímenes, un género que Baroja practicaría con asiduidad. Aquí Silvestre es otra vez Baroja, el escritor que se pasea por lo que nadie quiere ver y lo anota con exactitud. Pero aquí hay un tono moralizante muy explícito que desaparecerá, en futuras novelas, en aras de la exactitud. Baroja se ensaña con lo que llama “monstruosidades”, y el sentimiento al que más alude es a la repugnancia. Su interrogatorio al mendigo que comparte sala de hospital con Pérez del Corral es otro valioso ejemplo de por dónde iban los intereses literarios y humanos de Baroja.
            En cuanto a la muerte del bohemio, Baroja se luce con cierta magnanimidad narrativa, el respeto que convierte en constatación escueta lo que antes era burla desmadrada. El propio Pérez del Corral tiene un último gesto de nobleza con el mendigo que lo acompaña. Atrás quedan los brillos apagados, la sombra reconocible de Rubén (“con cara de cerdo triste”, por cierto), la ética del sablazo y la estética de los andrajos. Con no ser una novela redonda, Silvestre Paradox es una de las que más páginas aportan a una hipotética antología. El final del bohemio es una parte del mejor Baroja:

Paradox, después de interrogar al mendigo, se despidió para marcharse a su casa. A las dos o tres semanas de entrar el bohemio en la sala, Silvestre lo
encontró muy fatigado y calenturiento.
            A pesar de esto se encontraba más animado que nunca, pensando en sus viajes; pero hablaba con cierta incoherencia de las monjas, que se enamoraban de él; de los internos, que tenían celos; del olor a comida que le repugnaba.
            Días después, una mañana, cuando Paradox entró en la sala del hospital, vio la cama de su amigo sin colchones ni jergones. El bohemio había muerto por la noche. Preguntó Silvestre dónde le habían llevado, y como le dijeran que al depósito de cadáveres, fue allá, en donde vio tendido a Pérez del Corral sobre el suelo, completamente desnudo. Parecía un esqueleto.
            En su pobre cuerpo escuálido se dibujaban las costillas como si fueran a romper la piel, y de su cuello colgaba, por una cinta mugrienta, un escapulario y una medalla de cobre.
            La cara del muerto no tenía expresión ninguna, ni de dolor ni de angustia; los ojos estaban abiertos, empañados y turbios; las ventanas de las narices negruzcas, la boca abierta.
            Silvestre se enteró en las oficinas del hospital lo que podía costar un entierro, y pidió dinero a Castillejo; con aquel dinero pagó el funeral.
            Acompañó solo al bohemio al Este, una tarde muy hermosa, con un sol espléndido.
            Después de enterrado el cadáver, Silvestre paseó por entre aquellas tumbas, pensando en lo horrible de morir en una gran ciudad, en donde a uno lo catalogan como a un documento en un archivo, y contempló con punzante tristeza Madrid a lo lejos, en medio de campos áridos y desolados, bajo un cielo enrojecido...

            En la última parte de la novela Baroja ya se ha apoderado por completo de Paradox como sitio desde el que contemplar verdaderos protagonistas. El protagonista, pues, pierde fuelle hasta que se convierte en el mejor punto de vista. La literatura comienza en el otro, cuando lo importante es el otro. No la reanudan las andanzas de Paradox, que encuentra un empleo como profesor particular, sino la joven María Flora, cuyo retrato también deberíamos antologar para la sección de personajes femeninos, apartado de el club de Lulú, aunque María Flora tenga ese albayalde de la degeneración que el Baroja moralista le quiere pintar y que no cuela porque maría Flora es un gran personaje. Ella y su primo (en realidad folletinesca, su hermano), Fernando Ossorio, y es Fernando Ossorio quien ve en la muchacha “la mirada limpia” que Silvestre, acobardado por Baroja, no se atreve a reconocer. Prefiere detenerse en la descripción del niño Octavio, un ejemplo de “desequilibrio sexual genético”, o en la de la tía de Fernando, Laura, que dará pie en Camino de perfección a uno de los personajes más impactantes de esta primera etapa, la prima ninfómana y masoca.
            En realidad ya estamos en esa otra novela. Silvestre se ha desvanecido. Su puesto está en el despacho, escribiendo, no metiendo las narices en las historias. Paradox ha empezado siendo Ricardo visto por su hermano y acaba siendo Pío visto por el hermano de Ricardo, una situación muy ingeniosa pero algo paralizante. De modo que Baroja decide cerrar el garito y lleva a Silvestre de nuevo a los inventos, a los tiempos del inglés Macbeth, a un largo sueño y una huida por los tejados muy bien contada, además de una última rúbrica con una descripción de Madrid que suena a lo que algunos años después pintaría Gutiérrez Solana. Silvestre y Avelino consiguen un billete a Burjasot, donde la ciudad no pese tanto (”¡Cómo pesa Madrid!”), y tras una francachela con los hermanos Labarta-Baroja, con los que a pesar de todo Silvestre no se siente cómodo, ambos parten a tierras donde el sol caliente al perro, y no solo a Yock. Quizá esté en este disgusto el único rasgo propio que le queda a Silvestre Paradox y que no está tomado de los Baroja o de Fernando Ossorio, la debilidad, el sentido de la repugnancia, de sentirse determinado a ser la víctima pero encontrar en el propio sentido común la única brújula posible. En Silvestre, en este Silvestre poca cosa, ya está impreso el gran personaje que será Manuel Alcázar. Fernando Ossorio se llevará de viaje el noventayochismo intelectual. Silvestre guardará la esencia del personaje que Baroja necesitaba para ser un gran narrador.

18.1.15

El diario de Pepe Carmona

  
         Así como en El sabor de la venganza la estructura, el trenzado de las historias, es tan buena que convierte a los relatos sueltos en novela única, en el caso de Las furias  Baroja echó a perder, editorialmente hablando, una magnífica novela, El diario de Pepe Carmona, una de esas joyas del estilo de El convento de Monsant  que nos encontramos de vez en cuando emboscadas en otros títulos de otras series. Las furias tiene 222 páginas, de tal manera que, de la 1 a la 130 y de la 169 a la 188, se nos transcribe el diario, la novela buena, y entre la 131 y la 169, y luego entre la 188 y la 222, Baroja remete los papeles sueltos de Aviraneta, que ya no tienen nada que ver con Carmona y que se terminan disolviendo en un retrato burlesco del general Narváez. Con que Baroja hubiera publicado en volumen aparte esas 130 páginas primeras no solo ya tendríamos una novela de primera línea, sino un texto muy importante para entender la evolución de su obra por aquellos años.
            El diario de Pepe Carmona es una novela mediterránea, como lo eran, además de El convento de Monsant, La aventura de Missolonghi, si es que ambas no son partes de la misma novela escritas en libros diferentes. En esta otra incluida en Las furias hay elementos comunes con aquellas: el contraste entre el romanticismo flojo del narrador y el donjuán activo y algo canalla; la inusual, en esta serie de Aviraneta, extensión de las descripciones; el modelo de mujer aristócrata y un tanto fantasiosa, con su punto de Carmen huyendo con un picador. Pero en este diario se agrega un elemento que por otra parte ya había ido apareciendo, a veces en relatos sueltos y a veces como parte de una novela, sobre todo en La veleta de Gastizar; se trata de un bucolismo pictórico, teocríteo, de celebración de la antigüedad clásica y, sobre todo, de la transposición de un mundo verosímil a la metáfora de los mitos antiguos. Este es el camino que, Jaunde Alzate por medio, desembocará gloriosamente dos años después, en 1923, en El laberinto de las sirenas, de la que este diario es quizá su más claro y cercano antecedente.
            Pepe Carmona, por otra parte, es un Luis Murguía vestido de romántico, empeñado en escribir un largo poema sobre la batalla de Lepanto, un malagueño “amable y distinguido, pero no pasaba de ahí”. Lee a Ossian y a Walter Scott, y su padre era un anglófilo que había estado en Liverpool soñaba con ser un gentleman por encima de todo. El mismo Pepe “parece un inglés”, y la verdad es que su papel parece el de Thompson, quien tiene un breve cameo al final de la novela, o incluso, después, el de O’Neil, ese inglés cándido y perezoso que se retira a las costas italianas.
            Al morir su padre, Carmona deja Málaga por la ruina de la casa comercial y la tristeza de amar a una muchacha que no le corresponde, Teresa, y se marcha a Tarragona. Allí Baroja reparte juego en un momento: las tarjetas de recomendación llevan a Carmona a la primera galería de tertulianos, el capitán Arnau, el comerciante Serra, patrón de Carmona, las damas Gertrudis y Eulalia,  pero en vez de ponerlos a charlar de historia, que es lo que ha hecho más de una vez, Baroja sale a pintar acuarelas: “Aunque no conocía Grecia”, dice Pepe Carmona, “me figuraba que así debían ser los paisajes cantados por los antiguos poetas de la Hélade”. A través de Eulalia conoce él las ruinas romanas y el lector una breve historia de Tarragona, aliñada con los tiempos de terror del conde de España, personaje siniestro en el que no es la primera vez que se detiene Baroja y que dará lugar a dos de las mejores piezas de la serie, Humano enigma  y La senda dolorosa.  
            El poeta blando pasa un año en Tarragona , en medio de un ambiente “apacible y algo melancólico”. De fondo, Zumalacárregui y Cabrera se detestan como las dos Españas en el mismo bando, y Baroja deja unas cuantas perlas sobre el catalán, lo catalán y los catalanes, que leídas ahora suenan un poco tremendas. Pero siguen triunfando las descripciones bucólicas y Carmona va convirtiendo convierte el jardín de una torre campestre en el de las Herpérides, “con sus ninfas guardadoras de las manzanas de oro”, en este caso ninfas románticas o realistas, María Rosa o Pepeta, con un surtido de genuinos figurantes barojianos, de esos ante los que uno tiene a sensación de que carecen de pasado, de que esa es su formulación definitiva, lo que han sido siempre y lo que siempre serán, eso que en pintura se llama caracterización.
            Pese a estar en el mar (y dejarnos alguna marina hermosa) Baroja describe con el espíritu de interior, con esa melancolía que ya hemos nombrado varias veces con que Aviraneta contempla Toledo desde lejos en, creo, Con la plumay con el sable, entregado al ascetismo de las gallinicas.

Cerca de la torre de Arnáu, y entre la carretera y el mar, delante de una estrecha playa pedregosa, se levantaba una casucha terrera, construida con adobes, que tenía al lado un corralillo y un pequeño bancal, verde o amarillento, según las estaciones. En el corralillo se veían constantemente harapos puestos a secar al sol, sobre cuerdas de esparto, y algún montón de fiemo, a cuyo alrededor picoteaban gallinas, y comía una cabra. En la playa, al lado de la puerta del corral, hasta donde subían las olas, que echaban sobre la arena grandes madejas de algas harapientas, se veía una barca vieja, con la quilla al aire, que se pudría con la humedad y el sol.

Allí cerca, en una casucha, como el señor Custodio, vive El Negre, un pescador vasco catalanizado, que en vez de zorcicos canta coplas en catalán, pero tiene la misma imaginación jovial y fuma la misma pipa. Este Negre descubre (el recuerdo de Shanti es inevitable) La Roca de las Sirenas, un recodo de olas rotas donde, según decía, vio claramente “una sirena blanca que tenía el tronco de una mujer y el resto del cuerpo de pez, con escamas”, según la recatada fantasía de Baroja. Más ninfas, más sirenas, incluso una, Dora, que es como la ninfa nórdica de El laberinto, y que “hubiera podido servir de modelo a una Venus Calipigia”. Junto a ellas, en cambio, aparecen las arpías, tres coimas de un medio gitano, tres furias contrabandistas que Baroja usará para coser los añadidos de este libro. A Carmona estas mujeres le daban “una profunda lástima”, pero a Baroja le sirven para uno de sus temas favoritos, “el rencor de los parias”.
La novela navega entre descripciones de “la tristeza de los pueblos del sol”, con una de Tarragona que ocupa varias páginas, llena de estampas luminosas: “Con frecuencia venían faluchos cargados hasta el tope de naranjas, y estos faluchos, con sus grandes velas y su cargamento de frutos dorados, sobre el mar negruzco de puro azul, me parecían el símbolo del mar Mediterráneo”. Son descripciones melancólicas que se adornan con la incapacidad de Pepe Carmona para trasladarlas al papel, en ese poema que le sale muerto, lleno de “pesadas octavas reales, sonoras y rimbombantes”.
En estas cincuenta primeras páginas Baroja nos decora el gabinete, hasta que asome Elena de Montferrat, una mujer de distinción aristocrática que vuelve a traernos el recuerdo de Montsant, y al dickensiano tío Juan, “tímido y asustadizo”, robinsoniano metido en su cuarto, un poco como Baroja cuando remataba estas páginas en Itzea, en junio de 1921.
Frente a Elena, Pepe Carmona adquiere la atractiva inconsistencia que años después tendrá Larrañaga en Agonías de nuestro tiempo. “Qué poca sangre tiene usted”, le dice Elena, que se acaba encaprichando de un italiano, Julio Moro-Rinaldi, “hijo de un oficial corso del ejército de Napoleón y de una gitana croata de Dalmacia”. Es como el italiano que aparece en El capitán Malasombra , y Carmona, en vez de luchar por Elena, lo mete en su poema como “un pirata berberisco, hombre violento y atrevido, sin ley y sin honor, que arrebata en su barca a una princesa griega”. Un Paris que, como reconoce Carmona, no tiene Menelao. Elena lo despacha como despachaban a Luis Murguía y despacharán a Larrañaga: “Yo no quiero hombres que me tengan miedo; prefiero mejor los que intentan dominarme y protegerme”.
En este punto los historiadores barojianos ya tendrían suficiente para agregar detalles al affaire  que por aquellos años había tenido Baroja con la mujer en la que está inspirada Ana de Lomonosof en La sensualidad pervertida. Sí, Elena es la misma mujer elegante y arbitraria, que a Baroja debía de desconcertarle porque con ella comete el único fallo de script de la novela, desde el momento en que no justifica por qué Carmona conoce el contenido de las conversaciones entre ella y el italiano.
Pero Baroja tiene preparado un noble y amargo final para Elena. Hasta él nos lleva en descripciones que sus contemporáneos están pintando o han pintado ya por esas mismas fechas, con el mismo sentido de la pincelada y del color, la misma clase de emoción y de belleza.

Era la cocina grande y no muy clara; un olor de aceite frito y de tabaco llenaba el aire y se agarraba a la garganta. En el hogar colgaba un gran caldero, y alrededor de la lumbre había varios pucheros y cazuelas de barro. En medio de la estancia, en una mesa larga con dos bancos, estaban sentados varios hombres, atezados por el sol y por el aire del mar. Eran hombres de bronce, serios, graves, con gorros rojos y morados y trajes de color; algunos llevaban mantas a cuadros; todos hablaban el catalán como por explosiones.
Unos comían en platos de porcelana basta una sopa coloreada de azafrán; otros, legumbres o un guiso de pescado muy rojo por el tomate y el pimentón; algunos tenían delante porrones verdosos llenos de vino; otros tomaban café y se servían copas de una botella ventruda de aguardiente. Las moscas revoloteaban por el aire con un rumor sordo. En un rincón, dos marineros cantaban en castellano, acompañándose de la guitarra, una canción sentimental.

            Y lo mismo podríamos decir del paseo en barca hasta la Roca de la Sirena, lugar donde se acaba el idilio porque irrumpe la Historia en forma de torbellino. Elena y María Rosa se escapan con Moro y con Vidal, respectivamente, y se casan en la iglesia de Torredembarra, pero en la misma página son encarcelados por carlistas en la ciudadela de Barcelona, con lo que Baroja ya tiene armado un gran final que inexplicablemente se empeñó en prolongar. El asalto a la ciudadela por parte del pueblo descontrolado para degollar a los presos anticonstitucionales, entre los que están, injustamente, el Moro y Vidal, son siete páginas de una calidad extraordinaria, que de vez en cuando nos recuerda al aire de la Historia de dos ciudades. Las viejas arpías se lanzan al degüello y Baroja echa sal en la herida de la locura sanguinaria.
            El final de El diario de Pepe Carmona, después de la tormenta, tiene el grado exacto de amargura. Elena mendigó la libertad de su marido como una troyana enlutada por las calles de Barcelona. Luego se retiró. Pepe Carmona vuelve a Málaga, y tira a la basura su poema sobre la batalla de Lepanto. Sin embargo, queda un párrafo, el final inmejorable:


Al acabar la guerra civil me volvió a escribir Eulalia; me decía que había visto a Elena en Tarragona, que tenía una niña y que estaba guapísima.
Eulalia añadía que Elena me recordaba constantemente, y me aconsejaba que tuviera un arranque, fuese a Tarragona y. me casara con ella. Se me ocurrió consultar el caso con mi hermana y contarle la historia de Elena; mi hermana me disuadió; me convenció de que una mujer así tan decidida, no me convenía. Después me arrepentí de seguir su consejo. 

            Aquí termina la gran novela y empieza algo que está bien pero que sobra, incluida la continuación del diario, centrada en los sucesos de Málaga, la revuelta reprimida por el general San Just, y en la muerte de María Teresa sin que Pepe se atreva a visitarla. Sobra, creo, tanta pusilanimidad. Con lo que le pasó con Elena ya teníamos bastante. Esto es una excusa, un hilo que sobraba, que no le sienta bien ni a María Teresa ni a Pepe, pero sí a la galería de maleantes con que Baroja nos entretiene. Aviraneta se mete a estorbar en su propia historia, seguramente porque la historia de Pepe Carmona no era de aquellos libros. Está bien el retrato de Narváez, con esa historia de amoríos y ese sarcástico cuento de metempsicosis en el que las monjas le toman el pelo al general.
            Muy entretenido todo, pero la buena historia ya se había terminado. Así queda como un estudio preparatorio de El laberinto de las Sirenas, como un descanso en las praderas descriptivas, un aislamiento provisional. Llegan tiempos de novelas largas e importantes que aún esperan cola para su reconocimiento y de paso le hacen sombra a joyas como esta. 

14.1.15

La novela por mitosis


     
   Quizá de todas estas entregas de las Memorias de un hombre de acción en las que agavilla novelas cortas, y que tantas agradables sorpresas nos ha traído (y lo que nos depara la última de ellas, Las furias, con el estupendo Pepe Carmona), El sabor de la venganza es la que tiene una estructura general más cuidada. Baroja no se limitó esta vez al mero agrupamiento. Ahora el orden narrativo nos recuerda más bien a esos trenzados de vidas que se cruzan tan habituales en la literatura contemporánea, sobre todo la cinematográfica. Para los amantes del encaje, que son los que con más displicencia suelen hablar del orden barojiano, esta novela es un ejemplo de lo que podríamos llamar novela por mitosis, en la que, como en las células, una parte menor, un personaje secundario de una célula, se separa y forma otra de iguales dimensiones, pero lo hace de modo que comparte argumento con la historia de la que procede.
            El método, claro, viene de Cervantes, uno más de los varios recursos y alusiones cervantinas que hay en este libro, demasiado compacto para llamarlo conjunto de novelas cortas, a pesar de que una de ellas, El crimen de la calle de Misericordia, haya conocido algo más de celebridad autónoma, digámoslo así, no solo porque se reeditase seis años después, en el primer número de La novela mundialsino porque Eugenio de Nora le colgó un sambenito favorecedor, el de ser una historia inspirada en los cuentos de Poe, algo que, por cierto, ya dijo, allá por 1900, su primer crítico, Miguel de Unamuno, cuando Baroja publicó Vidas sombrías.
            El marco general del libro son las historias que Aviraneta cuenta en su retiro de San Leonardo, en Soria, a unos pastores que lo escuchan junto al fuego, con quienes está también Leguía, que transcribe la historia. Aquí, pues, Leguía es trascriptor de un relato oral, de unas historias que asombran y entretienen a un auditorio iletrado, es decir, el grado cero de la narración, el principio de la cosa, su pilar fundamental. Cuénteme aquella historia, os voy a contar una historia. Eso es todo. Eso ha sido siempre todo.
            A estos pastores cervantinos Aviraneta les habla (nos habla) de los días de 1834 en que estuvo preso en la Cárcel de Corte. La primera de las cuatro historias que componen a partir de entonces el libro es en realidad una larga introducción descriptiva del ambiente en la cárcel. Si Baroja hubiese tenido la intención de escribir una sola novela que sucediese allí, habría empezado del mismo modo, como ha hecho ya en Con la pluma y con el sable y hará con más frecuencia, de ahora en adelante, en las novelas largas. En este caso Baroja nos pasea por un ambiente de subsuelo dostoievskiano con figuras solanescas de pícaros y maleantes, más algún rebrote de personajes anteriores  como el del bienintencionado padre Anselmo, no tan interesante como el padre Chamizo, quien sin embargo reaparecerá in absentia hacia el final de la novela.
            La narración empieza en la segunda historia, cuando el joven Miguel Rocaforte ingresa en la cárcel. Se le acusa de haber robado la cartera de un tal Castelo, que se la dejó, metida en el gabán, en la silla de un casino. Cuando la policía fue a registrar al muchacho, este se negó, lo que constituyó prueba suficiente para meterlo en chirona. Aviraneta dedujo enseguida la superchería y, muy en Dupin (más que en Holmes), averiguó que Castelo había perdido el dinero en una timba y después fingido el robo. Y también se enteró la policía, en este caso el policía García Chico, personaje real que acabó ejecutado por la gente en la plaza de la Cebada, junto a la Fuentecilla, donde ahora, en 2015, se sientan los mendigos a tomar el sol. García Chico tomó declaración a Castelo, sacó de la cárcel a Miguel Rocaforte y echó tierra sobre el asunto.
            Este García Chico, al parecer, conocía a Paca Dávalos, camarera de María Cristina, que a su vez vivía en régimen de ajuntamiento con el farsante Castelo. Al policía no se le ocurrió otra idea más que extorsionar a la Paca para que se acostase con él, con la amenaza de sacar la confesión de Castelo, su marido de facto, y meterlo en la cárcel. La Paca tragó y Castelo no tardó en enterarse, ni tampoco en intrigar contra García Chico para que, en una de las revueltas populares de 1834 (era la época de la matanza de los frailes de San Isidro), un piquete de toreros capitaneado por un tal Muñoz lo fusilase en ejecución pública, para regocijo de unas viejas furias muy tricoteuse  que atarán las historias de la siguiente entrega, Las Furias.
            La tercera historia nos cuenta qué había hecho Miguel Rocaforte antes de ir a la cárcel. Abundan en esta parte de la obra barojiana los personajes que empiezan siendo donjuanes tan altaneros como atolondrados pero se redimen poco después como tipos interesantes, que es lo que pasó con Lacy o con Tilly en La veleta de Gastizar. Miguel es, en este caso, y más en 1834, un romántico de reglamento con métodos cervantinos. Nada más llegar a Madrid, va a parar a casa de un comerciante avaro, don Tomás, patrón también de una sanguijuela miserable, El cuervo, que odia a Miguel por ser joven y fuerte. Miguel tarda poco en enamorarse de la mujer del jefe, Soledad, y se mandan cartas con una cuerda desde el sotabanco, que es lo que hacía, al revés, el capitán cautivo con Zoraida, y lo que también haría después Fabricio del Dongo con la hija del alcaide de la prisión.
            Así que, cuando Castelo acusó a Miguel de haberle robado la cartera, este no quiso ser registrado para que no saliesen a la luz sus cartas de amor con Soledad, y eso, su caballerosidad –y su prudencia- lo llevaron a la cárcel. Pero luego, al salir, lo esperaba el marido… El asesinato que traman él y El Cuervo sí tiene varios toques de Poe. Recuerda un poco al Tonel de amontillado, menos morboso, más Pepe Gotera y Otilio, y luego incluye una alucinación del jefe, que, perseguido por las erinias del remordimiento, no deja de oír el grito que dio Miguel al caer por el agujero de la bodega. El final podría ser romanticón y Bécquer, pero reaparece Zapata, compañero de Miguel, quien ya al principio del libro conjeturó que Miguel había ido a la cárcel por una cuestión de amor, y se carga a don Tomás de la manera más cómica y romántica posible: vestido de fantasma (con una sábana) le da un susto de muerte. El final de Castelo y la Paca no fue más noble, incluido ese eco dickensiano de la muchacha que va a visitar a la madre destruida. No es el único. La casa de la calle de la Misericordia también tiene escalones entre las habitaciones, como en Bleak house.
            La última historia vuelve a rescatar a un personaje secundario, pero no de esta historia sino de La Isabelina, si no recuerdo mal, aquel Gasparito que se hacía el enfermo delirante para confundir al padre Chamizo, y que, como todos los personajes nobles y astutos que aparecen por la cárcel, entra bajo la protección de Aviraneta. Este Gasparito es, a su vez, amigo de Adán, personaje real que inspiró a Espronceda El diablo mundo, un muchacho hermoso y débil que cayó en los abismos de la perdición. Durante el Carnaval (¡en la cárcel!), un mafioso sarasa (la homofobia de Baroja no admite paños calientes), el Fortuna, se atrae al bello Adán y Gasparito tiene un encontronazo con él, como aquellos del Valencia, una escena de puñaladas breve y brillante. Quizá esta escena y los delirios de don Tomás son los dos fragmentos que yo incorporaría a una antología barojiana, no así el final histórico, lo único que interesa a los críticos de novela histórica, y que poco mencionan los historiadores de la literatura.
            Al parecer ese final histórico, el pronunciamiento de la Milicia Urbana en Madrid y el papel de Aviraneta, pertenece a la documentación que le sobraba. La novela ya ha terminado y Baroja le añade un festón histórico con la traición del general Quesada. Pero el libro, la novela, porque sí es una novela y no un manojo de historias, ya está terminado, y solo queda decir aquello que al principio era lo único que había que decir.

7.1.15

Essential Turner


            De las tres películas que se han hecho últimamente sobre Goya, Volaverunt, Goya en Burdeos y Los fantasmas de Goya, solo conozco la segunda, de Saura/Storaro, que tiene algo, poco que ver con esta espléndida Mr. Turner, de Mike Leigh, dos horas y media de placer continuado. Y lo poco que tiene que ver procede precisamente de esa exigencia mínima que plantean las películas sobre pintores: que hay que pintar filmando. Esa pudo ser la ocurrencia sagaz de Saura, por más que el recurso al recuerdo empastase todo un poco demasiado.
            Pero si las comparo no es porque los resultados puedan compararse sino porque Goya es el Turner español: un pintor privilegiado que inventó el papel de celofán para envolver familias reales, al que la vejez y el aislamiento arrancaron lo más desesperadamente moderno de su pintura. En el caso de Goya, los muros de la Quinta del Sordo inauguraron la modernidad; en el de Turner, la muerte de su padre (amigo, compañero y asistente) removió sus cimientos y los de la pintura. Esa transición se presta mucho a los rataplanes orquestales y al modelo de pintor que azota el cuadro. A todos se nos viene a la cabeza Kirk Douglas, el mito del genio dramático y los ojos desorbitados. Hasta tal punto hemos pensado que eso era así, que muchos pintores empiezan a pintar trágicamente, como en arrebatos paulinos.

           
             Ya la imagen de Shelley que daba Jane Campion es la de un genio romántico sin arrebatos, más bien languideciente, en proceso de consunción, sin necesidad de cargarse la vajilla. Mr. Turner  va más por ahí, por la fluidez sin estridencias. En toda la película solo se le da una patada a un taburete, y no por motivos artísticos. La película retrata escenas que acompañaron a Turner en sus últimos cuarenta años de carrera, y digo retratan porque tienen el buen gusto de ser una ilustración del argumento, no su contenido.
            Turner es, en la película, el pintor entregado a su pintura que sin embargo se pasea por la Academia como Pedro por su casa desde que tenía quince años, con esa voz más alta con la que hablan los curas dentro del templo. Tiene una forma muy inglesa de grosería que es un viaje de vuelta, un haber perdido deliberadamente los modales, lo que no impide moverse con soltura entre los grandes de su época. Todo lo que hace viene avalado por la conciencia de que ya ha demostrado que puede hacer cualquier otra cosa. Solo con una carrera como la de Turner se puede escupir en un cuadro y emborronarlo un poco con el dedo mientras al lado, pulcramente, está pintando un tema histórico John Constable. Es el Turner del alarde, del cuadro restallante, alguien que se puede permitir prestarle dinero al patético Benjamin Haydon, un desesperado de verdad (que en la vida real se pegó un tiro y, como también le salió mal, se remató cortándose el cuello), o soltar bromas pesadas a sus colegas ilustres, pero también prescindir por completo de su mujer y sus hijas, convivir tranquilamente con un padre que es el chico para todo y con una criada que también. Con ellos nutre su necesidad de afecto y compañía, de tener limpios los cuencos de trementina y de echar un polvo de vez en cuando. Pero la aparente animalidad con que lo hace todo es un riguroso ejercicio de simplicidad. Su vida, por famoso que sea, está al servicio de su pintura. No necesita una familia sino un equipo, no un padre sino un hombre de confianza, no una mujer sino una especie de animal doméstico. Vivía como un cura, y desde el primer momento queda claro que sus gruñidos son formas simples del habla, economía, no exabrupto. Son un ritornello que va cambiando de significado según la escena. A veces son de desagrado, pero otras veces de placer, y aun de tristeza, o incluso de delicadeza. Turner nos cae simpático por su desenvoltura, por eso tan inglés de dejarse de tonterías. Y cuando hace cosas reprobables, sobre todo ahora (si lo coge Claire Tomalin lo machaca), no nos cuesta comprenderlas, más allá de aceptarlas o no.


           Cuando muere su padre, Turner se queda sin equipo, pero no tarda en reestructurarlo. Las labores de utiliería las seguirá desempeñando la criada, cada día más escrofulosa, y los afectos, incluidos los desahogos, recaerán en otro gran personaje, la viuda que encuentra en el pueblo de pescadores donde acude a pintar amaneceres. Duele al espectador actual el desamparo en el que queda la criada, lo único que habríamos necesitado para justificarlo todo, pero la necesidad tanto argumental como estética hace que con ello la historia se redondee más incluso.
Turner era un hombre tan egoísta como cualquier otro. Pero él se bastaba con un anciano servicial y una criada tullida, o con una dueña muy dispuesta. Le sobraban los alardes, y es ahí donde se produce el cambio hacia sus particulares pinturas negras. Allá donde se juntan Goya y Turner (en El perro semihundido) es un territorio donde solo cabe lo esencial. El desprecio de sus contemporáneos escurre todavía más su vida, la reduce a su compañera y a sus cuadros, a sus paseos por paisajes amarillentos y su necesidad de ir más allá de su propio prestigio. Y ahí vemos a un hombre que gruñe de felicidad, una alegría que ya ha sido tamizada por el dolor, que ya es patrimonio del sosiego.


Nada de esto sería indiscutible de no ser por la extraordinaria calidad de la película. El reto de que la fotografía sea la de Turner está logrado desde los hermosos títulos de crédito. Los actores, para variar, son impecables, con alguna concesión al frikismo de época, tan resultón, pero siempre agradables de contemplar. Timothy Spall está para todos los premios que le quieran dar y alguno más, sobre todo porque nos hace pensar en Turner, no en él, pero es una delicia escuchar al pedantuelo hijo de Rushkin en un inglés desinfectado, o ver en acción al angustioso Haydon, o preguntarse por los sentimientos de la criada, inmejorable en su papel de escoria útil, o comprender lo que es la necesidad de compañía con solo ver desplegar a la viuda una sonrisa. Grande el padre en su entrega entusiasta, y grandes hasta los figurantes que menean el pescado y pasean un perrito.
Porque ese es el gran placer añadido que exigíamos de esta película, la recreación de la vista. No bastaban los colores. La ambientación debía ser y es impresionante. Estamos allí, mecidos por la luz amarillenta, oliendo la trementina y el pescado. Nos hemos ahorrado el drama de la incomprensión de los contemporáneos y tal y cual. Nos hemos ahorrado casi todos los dramas, no el de la muerte del padre, sobria y tiernamente relatado, pero sí el de la depresión. Una vez reorganizado el equipo, triunfaba la pintura. 

5.1.15

Sorolla de ida y vuelta


La exposición Sorolla y los Estados Unidos, en la Fundación Mapfre, es la quinta gran antológica de Sorolla que uno ha podido ver en los últimos cinco años. A las imprescindibles de la Fundación Bancaja y y la Visión de España de la Hispanic Society, entre Valencia y Madrid, se añadía una, muy especial, de cuadros muy pequeños, la mayoría pintados en las tapas de las cajas de puros, que se organizó en Burgos, otra de jardines amontonados en su casa museo, y ahora esta, que contiene algo de las otras más unos pocos cuadros que aún no habían vuelto a cruzar el océano.
La novedad, en este caso, son unos cuantos retratos de señoras norteamericanas, todas enjoyadas ellas, de cuando los millonarios americanos, envidiosos del mecenas Huntington, hacían cola para les retratase a sus madres y amantes. Y a todas las saca frescas, lustrosas, soleadas, con esa habilidad en la caracterización que permite que el retratado vea sus virtudes y el espectador sus miserias. La severidad enteca de una madre, la gordura saludable de una dama, la inocencia mimada de una muchacha. Y unos brocados en las delanteras de los vestidos que ampliados serían como Jackson Pollocks.


Sorolla se puso morado de pintar y vender sus miradas valencianas por Estados Unidos. La intelligentsia crítica europea tiende a menospreciar, en pleno siglo XX, el retrato de encargo, y, según sea el cliente, a combatirlo como servilismo vergonzoso. Sorolla sube y baja en las cotizaciones estéticas (que no bursátiles) según los críticos se despojen de más o de menos prejuicios. El encargo, la mujer desconocida, es un territorio muy limitado en donde el artista no puede adocenarse. Las manos blancas de las damas son en cada cuadro un pie de foto, una historia de su vida y de sus firmezas y sus ñoñerías, intuidas, desde luego, y precisamente por eso abstraídas, es decir, elevadas a la categoría de paradigma. Distintas son las caras de los varios retratos de Clotilde, su modelo de siempre, su mujer, su compañera, donde el esfuerzo consiste en apresar lo sentido y conocido. En el caso de las ricachonas, lo que se busca es lo que cualquiera vería, pero sobre todo que ellas, y sus maridos, que son los que pagan, se vean bien. En todos ellos hay una ironía que es como esa sobreexposición lumínica de sus paisajes valencianos. En todos dan ganas de decir ¡Mírala ella!, con ese doble sentido con que admiramos y criticamos al mismo tiempo.


Junto a estos retratos americanos hay unos cuantos paisajes cenitales de Nueva York interesantísimos, y una colección de apuntes a lápiz tomados en un café que me atraparon largo rato. Las vistas son espléndidos carteles, y me extrañaría que la Maratón de Nueva York no hubiera tomado como reclamo una imagen de la carrera desde allá ribotas. Todas son apuntes, partidas rápidas, pinceladas sueltas que sin embargo encajan en la mirada como llenas de vida. Es lo que uno más admira de un artista, que no siempre tenga la coartada de la minuciosidad. Que en cinco minutos consiga algo perdurable.
Otras veces le lleva más tiempo. En la exposición hay series de estudios para un mismo cuadro, en particular dos, las de Colón saliendo del puerto de Palos y las de Corriendo por la playa. Cuando uno ha disfrutado tanto con Sorolla se toma la licencia de encontrar cosas que no le gustan, por ejemplo el cuadro de Colón, el resultado, quiero decir, porque cualquiera de los estudios preparatorios en mucho más sugestivo, incluso diríamos que más moderno. Entre sombras de brochazos gordos aparece el héroe Colón, erguido por el empeño, anubarrado por las dudas, pero en el cuadro final hay un príncipe cualquiera de sonrisa tonta, con un grado de perfección que casi se amojama de madracismo.


En el otro caso, Corriendo por la playa, el niño le salió a la primera, un niño de principios de siglo que es el niño que (vestido) pintaría luego Norman Rockwell; ese correr sin técnica, el perneo descontrolado y el tronco echado hacia delante, que es donde está la infancia del cuadro. Porque las niñas, vestidas, son olas, ráfagas de viento, velas latinas, sonrisas mediterráneas, mecidas por el incesante movimiento de las pinceladas. En este caso el resultado definitivo, el cuadro, sí es la suma condensada de los anteriores, pero a ello se le añade el mar, el agua en movimiento, cada vez con más colores y más gruesas pinceladas, desde ese mar al mar de los niños subiéndose a la barca o el de algunos cuadros de fuentes que ya habíamos visto en esa exposición del año pasado en su casa de Madrid. Al movimiento por el color. Los reflejos de la luz y el oleaje de las aguas descomponen la pintura sin afectar la verdad identificable del objeto. La realidad en movimiento es un deshacerse permanente, una multitud de ráfagas, de estelas. Nada más empezar la exposición, a mano izquierda, frente al famoso retrato naturalista de la joven custodiada por la guardia civil, hay una marina popular, unos niños entre barcas varadas, que es un cuadro de distancia exacta, de nitidez propia de la memoria, de claridad infantil, que en las cercanías es de una voluptuosidad matérica fascinante.


Aunque tengo que reconocer que lo que más me animó era ver de nuevo el impresionante Triste herencia, los niños huérfanos, la mayoría tullidos, sus cuerpos macilentos, apacentados por un fraile de hábito negro, que chapotean con sus muletas en un mar desapacible, sin sonrisas de luz. El cuadro es de grandes dimensiones, y la iluminación de la sala verdaderamente lamentable, con focos que velan el cuadro y proyectan las sombras del marco sobre la pintura, pero aun así se ve al Sorolla encapotado, al Sorolla Zuloaga, al gran pintor que si no era más siniestro era por un exceso de piedad y porque las nubes lo deprimían. Los otros paisajes oscuros de la exposición son una vista fluvial de Asturias algo decimonónica y un paisaje americano pintado como sin ganas. Sorolla era la luz del sol, y hasta en las escenas de Biarritz luce con alegría restallante. Con esaTriste herencia, por su excepcionalidad tenebrosa en la obra de Sorolla, uno tiende a pensar que fue para el autor un mal trago necesario, un dictado de la conciencia y de la reivindicación artística: “Si no hago esto así de bien más a menudo”, parece decir, “es porque lo paso fatal”.


Sorolla está definitivamente por encima de esos dengues de moral estética. Lo mismo que le ha perjudicado durante décadas, su aparente poco rigor intelectual, su fácil superficialidad, es lo que lo consagra como un pintor verdadero. A mí no me avergüenza decir que en los cuadros busco la fascinación de lo que no sé hacer, la maestría de quien maneja los pinceles como quien lava. Por eso babeo con Velázquez y con Sorolla, porque son pintura, pinceles inquietos, naturaleza viva.
No me canso de Sorolla. Es el retratista de la edad de oro y de una idea de felicidad que no desdeña la elegancia pero se conforma con la sombra traspasada de un parral, entre el murmullo de las olas y el griterío de los pájaros y de los niños. Sorolla es un mundo aparte, uno de esos países completos a los que nos vamos exiliando.


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