28.3.15

Sentir con los sentidos

El año pasado tuve que hacer un trabajillo sobre Santa Teresa de Jesús que se había quedado en el limbo de silicio. Aprovecharemos que hoy se cumple su aniversario para desempolvarlo.

Sobre el verbo ‘sentir’ en el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús



Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma
cuando está en esta divina unión 
(V18,2)           


§1. En una de las sesiones del curso Teresa de Jesús (1515-2015): lenguaje y experiencia mística, el ponente, Juan Antonio Marcos Rodríguez, comentó un texto (V27, 2) en el que Teresa describía la presencia de Dios en estos términos:

Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida podía ignorar que estaba cabe mí.

            Entre las cuestiones que suscitó el comentario, me surgió la de plantear al ponente qué sentido exacto tenía en ese pasaje el verbo sentir, teniendo en cuenta que en el lenguaje popular del siglo XVI que tan bien manejaba Teresa no es raro encontrar el verbo sentir en su acepción de oír. Naturalmente, la cuestión no podía resolverse sin acudir a las concordancias, que es la tarea que, por lo que respecta tan solo el Libro de la vida, hemos llevado a cabo en el presente trabajo. Para ello hemos examinado los pasajes en los que aparece el verbo sentir en cualquiera de sus tiempos, modos, números y personas, es decir, la raíz *sent- con sus respectivos apertura y cierre de vocal lexemática en *sient- y *sint-; así como el sustantivo sentido y sentimiento, si bien ya no el derivado consentir, de significado unívoco.

§2. En el Tesoro de la lengua castellana, Sebastián de Covarrubias aporta esta definición de sentir:

SENTIR. Latine sentiré, sensu percipere. Notorio es a todos llamar cinco sentidos corporales: la vista, el oydo, el gusto, el odorato y el tacto; y muchas vezes sentir se pone por entender, como decir: Yo siento esto así, yo lo entiendo así. Sentimiento, el acto de sentir, y algunas vezes demonstración de descontento.

            La mucho más matizada definición del DRAE abunda en esas cuatro nociones básicas de percibir, experimentar, entender y lamentar.

Covarrubias
DRAE
sentire, sensu percipere
2. tr. Oír o percibir con el sentido del oído. Siento pasos.
3. tr. Experimentar una impresión, placer o dolor corporal. Sentir fresco, sed.
1. tr. Experimentar sensaciones producidas por causas externas o internas.

entender
6. tr. Juzgar, opinar, formar parecer o dictamen. Digo lo que siento.

acto de sentir
4. tr. Experimentar una impresión, placer o dolor espiritual. Sentir alegría, miedo.

demonstración de descontento
5. tr. Lamentar, tener por doloroso y malo algo.

Si descomponemos estas acepciones en sus semas correspondientes, el verbo sentir agrupa sus significados bajo el hiperónimo de percepción, ya sea esta sensorial o intelectual (espiritual) y en cada caso con connotaciones meliorativas o peyorativas. En la acepción de ‘percepción sensorial’ no es muy amplio el abanico de matices: la positiva va del gusto al deleite, en diferentes grados; la negativa, de la contrariedad al dolor, también en diferentes grados; la denotativa, por su parte, alude a cualquiera de los cinco sentidos, incluso a varios, aunque, en efecto, el más frecuente sean el del oído y el del tacto. La ‘percepción intelectual o espiritual’ plantea muchos más matices no dependientes del grado de uno o muy pocos de ellos.

Percepción
Sensorial
Positiva: sentir placer
Negativa: sentir dolor
Denotativa: sentir pasos
Intelectual
Positiva: inclinación, aprecio, preferencia, satisfacción, etc. Sentir amor, cariño, simpatía, aprecio, afecto, admiración, predilección, debilidad, consideración, respeto, estima, orgullo, pasión, delirio, devoción, fascinación, adoración, veneración, interés, atracción, afición, seducción.
Negativa: odio, rechazo, deseo de alejamiento, aversión, desprecio, fobia, distanciamiento, pena, tristeza, lástima, compasión, conmiseración, inquietud, preocupación, temor, terror, reparo, zozobra, culpa, culpabilidad.

Es sintomático que el idioma haya alejado las palabras neutras, denotativas, del verbo sentir cuando se usa como percepción intelectual, algo que Teresa hace con relativa frecuencia.

§3. La siguiente tabla da idea de los distintos usos del verbo sentir y de los sustantivos sentido y sentimiento que hemos rastreado en el Libro de la vida.

sentire, sensu percipere:
sentir con los sentidos
Percepción sensorial
positiva, “deleite exterior”
Tabla, 14; 4, 5; 15, 10; 16, 5; 18, 10; 18, 11; 20, 3; 22, 15; 23, 2; 25, 1; 27, 2-3; 27, 3; 28, 6; 31, 4; 38, 2; 40, 1
Percepción sensorial
negativa
5, 10; 6, 1; 7, 16; 20, 10; 29, 12; 32, 1; 32, 2; 32, 3
Percepción sensorial neutra
5, 9; 7, 16; 11, 9; 18, 12; 18, 12; 19, 2; 20, 18; 20, 19; 31, 12
entender
Percepción intelectual positiva
“deleite interior”
Prólogo; 10, 1; 11, 9; 12, 4; 14, subtítulo; 14, 4; 14, 5; 15, 1; 15, 7; 15, 9; 16, 3; 16, 4; 17, 5; 19, 1; 20, 9; 22, 11; 24, 4; 24, 11; 26, 1; 27, 4; 27, 7; 27, 12; 31, 4; 31, 20; 33, 9; 34, 10; 38, 16; 38, 21; 39, 6; 39, 22
Percepción intelectual negativa: “demostración de
descontento”
2, 4; 2, 8; 4, 1; 4, 2; 4, 3; 4, 3; 5, 9; 6, 4; 7, 11; 7, 19; 8, 11; 9, 1; 9, 2; 21, 6; 21, 7; 22, 3; 24, 2; 24, 4; 25, 13; 26, 4; 26, 5; 28, 4; 28, 10; 28, 17; 29, 4; 29, 6; 29, 9; 29, 9; 29, 12; 29, 14; 30, 9; 30, 12; 31, 4; 32, 12; 33, 5; 33, 6; 33, 7; 33, 9; 34, 10; 34, 10; 35, 9; 35, 10; 35, 11; 38, 1; 38, 16; 38, 22; 40, 10; 40, 21; 40, 22; Epílogo, 1
Percepción intelectual neutra
7, 14; 9, 8; 18, 1; 18, 2; 18, 14; 19, 1; 20, 7; 20, 11; 20, 18; 21, subtítulo; 22, 7; 25, 10; 30, 16; 30, 18; 33, 6; 34, 17; 37, 9; 38, 22; 39, 6; 40, 22


§4 DELEITE EXTERIOR: LA PERCEPCIÓN SENSORIAL POSITIVA.

            No solo es esta acepción mucho menos utilizada por Teresa que la de ‘percepción intelectual’, sobre todo la “demostración de descontento”, sino que en muchos casos es lenguaje metafórico. Teresa suele usar la metáfora sensorial para referirse a objetos intelectuales precisamente cuando no habla de la comprensión o de la sensación, de la mente o los sentidos, sino del espíritu o del alma. Así es cuando habla de “sentir gustos más particulares” como una concesión del Señor al alma, o de que el alma siente “deleite y suavidad”. Incluso cuando habla del “gozo que esta pena siente”, ambos sustantivos fluctúan en su significado sensorial o intelectual, habida cuenta que ‘pena’ suele acompañar a ‘tormento’ (cf. 32,3).
            El sentido metafórico es evidente en el caso del “deleite que en mí sentía”, por mor de la oración, o en el del “sentido interior”. Pero hay algunos otros usos puramente sensoriales. Este fragmento quizá sea el más claro:

Estando así el alma buscando a Dios, siente con un deleite grandísimo y suave casi desfallecer toda con una manera de desmayo que le va faltando el huelgo y todas las fuerzas corporales, de manera que, si no es con mucha pena, no puede aun menear las manos; los ojos se le cierran sin quererlos cerrar, o si los tiene abiertos, no ve casi nada; ni, si lee, acierta a decir letra, ni casi atina a conocerla bien; ve que hay letra, mas, como el entendimiento no ayuda, no la sabe leer aunque quiera; oye, mas no entiende lo que oye. Así que de los sentidos no se aprovecha nada, si no es para no la acabar de dejar a su placer; y así antes la dañan. Hablar es por demás, que no atina a formar palabra, ni hay fuerza, ya que atinase, para poderla pronunciar; porque toda la fuerza exterior se pierde y se aumenta en las del alma para mejor poder gozar de su gloria. El deleite exterior que se siente es grande y muy conocido. (V18,10)

            Este “deleite exterior” no es en absoluto metafórico, y lo mismo cabría decir del pasaje que suscitó el tema de este trabajo:

A cabo de dos años que andaba con toda esta oración mía y de otras personas para lo dicho, o que el Señor me llevase por otro camino, o declarase la verdad, porque eran muy continuo las hablas que he dicho me hacía el Señor, me acaeció esto: estando un día del glorioso San Pedro en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor decir, que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, mas parecíame estaba junto cabe mi Cristo y veía ser El el que me hablaba, a mi parecer. Yo, como estaba ignorantísima de que podía haber semejante visión, diome gran temor al principio, y no hacía sino llorar, aunque, en diciéndome una palabra sola de asegurarme, quedaba como solía, quieta y con regalo y sin ningún temor. Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida podía ignorar que estaba cabe mí.
Luego fui a mi confesor, harto fatigada, a decírselo. Preguntóme que en qué forma le veía. Yo le dije que no le veía. Díjome que cómo sabía yo que era Cristo. Yo le dije que no sabía cómo, maque no podía dejar de entender estaba cabe mí y lo veía claro y sentía, y que el recogimiento del alma era muy mayor, en oración de quietud y muy continua, y los efectos que eran muy otros que solía tener, y que era cosa muy clara. (V27,2-3)

            Detengámonos en los tres casos en los que aparece en este fragmento el verbo sentir:

a)     “vi cabe mí o sentí”. La disyunción es de equivalencia, no excluyente; es decir, no en el sentido de ‘vi cabe mí o me pareció ver’, sino en el de ‘supe de su presencia física’. En todo caso, “sentí” tiene aquí un espectro significativo más amplio que el de un sinónimo de ‘oí’.

b)     “mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro”. Otra vez una interpretación conservadora (‘era consciente’) resulta más aconsejable que la del sentido físico (‘oíalo muy claro’), quizá más amplio y más difuso. Sin embaro, hay un pasaje (25,1) en el que las cosas no están tan claras: “Paréceme será bien declarar cómo es este hablar que hace Dios al alma y lo que ella siente, para que vuestra merced lo entienda.” Entramos en el ámbito de las “hablas” de Dios, pero no es que aquí el alma, en efecto, escuche, sino que la misma metáfora del hablar de Dios se corresponde con el sentir del alma, es decir, que sí puede estar utilizada en el sentido de ‘oír’.

c)     “no podía dejar de entender estaba cabe mí y lo veía claro y sentía”. Nuevamente, si ‘ver claro’ se corresponde metafóricamente con ‘sentir’, su acepción también debe ser la de ‘oír’. O, en un sentido más amplio, con la de ‘percibir sensorialmente’. También podría interpretarse como hendíadis, como pleonasmo intensificador o como metáfora de diferente registro. Pero no solo es ver, es ver claro, y sentir.

Claro que Teresa de inmediato aclara que esa sensorialidad no es estrictamente física:

Porque si digo que con los ojos del cuerpo ni del alma no lo veo, porque no es imaginaria visión, ¿cómo entiendo y me afirmo con más claridad que está cabe mí que si lo viese? Porque parecer que es como una persona que está a oscuras, que no ve a otra que está cabe ella, o si es ciega, no va bien. Alguna semejanza tiene, mas no mucha, porque siente con los sentidos, o la oye hablar o menear, o la toca. Acá no hay nada de esto, ni se ve oscuridad, sino que se representa por una noticia al alma más clara que el sol.

Y así ‘ver claro’ no es “una imaginaria visión”, y la brillante metáfora de la oscuridad, el de sentir, barruntar en la oscuridad, cuando el cuerpo “siente con los sentidos”, y oye o toca, no tiene nada que ver con sus visiones: “Acá no hay nada de esto”. Y sin embargo (38,2) “todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad”.

§5. LA PENA Y EL DOLOR: LA PERCEPCIÓN SENSORIAL NEGATIVA.

¿Qué es, pues, sentir con los sentidos si no es oír y tocar? No puede ser lo mismo que la percepción física “como si uno estuviese con mucha calor y sed y bebiese un jarro de agua fría, que parece todo él sintió el refrigerio” (31,4). Casi siempre que Teresa se refiere a este uso elemental de los sentidos es en contextos de dolor. Bastaría con el hermoso fragmento en el que detalla los efectos de la enfermedad:

Quedé de estos cuatro días de paroxismo de manera que sólo el Señor puede saber los incomportables tormentos que sentía en mí: la lengua hecha pedazos de mordida; la garganta, de no haber pasado nada y de la gran flaqueza que me ahogaba, que aun el agua no podía pasar; toda me parecía estaba descoyuntada; con grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo, porque en esto paró el tormento de aquellos días, sin poderme menear, ni brazo ni pie ni mano ni cabeza, más que si estuviera muerta, si no me meneaban; sólo un dedo me parece podía menear de la mano derecha. Pues llegar a mí no había cómo, porque todo estaba tan lastimado que no lo podía sufrir. En una sábana, una de un cabo y otra de otro, me meneaban. (V, 6, 1)

            Esta percepción sensorial negativa podría tomarse como metafórica en el parágrafo segundo del capítulo 32:

Estotro me parece que aun principio de encarecerse como es no le puede haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan incomportables, que, con haberlos pasado en esta vida gravísimos y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar (porque fue encogérseme todos los nervios cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aun algunos, como he dicho, causados del demonio), no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar.
Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma: un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sentible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco, porque aun parece que otro os acaba la vida; mas aquí el alma misma es la que se despedaza.
El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior y aquel desesperamiento, sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, mas sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece. Y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.

Partiendo de la base de que “ni se puede entender” ese “fuego en el alma”, el dolor físico es solo un punto de comparación insuficiente. Pero es muy interesante la voz ‘sentible’, única vez que aparece en todo el libro, porque, al margen de que hable “del agonizar del alma”, los términos (‘apretamiento’, ‘ahogamiento’, ‘aflicción’) escapan tan apenas del significado estrictamente físico. Este “afligido descontento”, esta “aflicción tan sentible” puede que no sea solo física, pero desde luego no es tampoco solamente intelectual o espiritual. Se diría que Teresa, al desdibujar los límites entre los físico y lo psíquico, plantea una forma distinta, inefable y superior de sentir: aquella en la que el sentimiento corporal y el espiritual son tan indiscernibles como las aguas de un estuario.

Después he visto otra visión de cosas espantosas, de algunos vicios el castigo. Cuanto a la vista, muy más espantosos me parecieron, mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor; que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo. (V32,3)

§6. SENTIDO Y SENTIDOS: LA PERCEPCIÓN SENSORIAL NEUTRA.

            Es bien difícil, en un lenguaje tan intenso y emotivo como el de Teresa, encontrar el verbo sentir en términos denotativos. ‘Sentido’, en singular, suele referirse a la capacidad de sentir y comprender, a las “potencias” del alma tanto como a la percepción sensible:

 Y nótese esto, que a mi parecer por largo que sea el espacio de estar el alma en esta suspensión de todas las potencias, es bien breve: cuando estuviese media hora, es muy mucho; yo nunca, a mi parecer, estuve tanto. Verdad es que se puede mal sentir lo que se está, pues no se siente; mas digo que de una vez es muy poco espacio sin tornar alguna potencia en sí. La voluntad es la que mantiene la tela, mas las otras dos potencias presto tornan a importunar. Como la voluntad está queda, tórnalas a suspender y están otro poco y tornan a vivir. (V18, 12)

            La paradoja del sentir con las potencias en suspenso, del sentir sin sensorialidad, da pie a una de esas declaraciones de fracaso, de impotencia descriptiva, que durante el curso se comentaron a propósito de un estudio del escritor Javier Marías sobre Teresa de Jesús y que en el fondo son una hermosa forma de practicar la lítotes.
            Cuando Teresa dice que “estuvo tres días muy falto el sentido” (V7, 16), se refiere a la capacidad física de ser consciente, o bien a la misma percepción sensorial, al “estar sin ningún sentido” (V5,9). El valor del determinante ningún es importante en este pasaje porque singulariza un sustantivo en la acepción que tiene cuando está en plural. Encontraremos muchas veces la palabra ‘sentido’ aplicado a las potencias del alma, pero casi todos los usos del plural se refieren a percepción sensorial: “en estas señales exteriores ni en la falta de los sentidos no se da tanto a entender cuando pasa con brevedad” (V18,12), “no la estorben también los sentidos; y así hace que estén suspendidos” (V20, 19), etc.
            Particularmente interesante es el uso de ‘sentidos’ cuando se trata de negarlos, cuando habla de “recoger los sentidos” (V11, 9), de cerrar “la puerta a todos los sentidos para que más pudiese gozar del Señor” (V19,2), en honda paradoja, siempre con términos de comparación sensibles y referentes espirituales. En uno de estos casos, esta vez con el verbo sentir, Teresa utiliza indistintamente los agentes de percepción:

No digo que entiende y oye cuando está en lo subido de él (digo subido, en los tiempos que se pierden las potencias, porque están muy unidas con Dios), que entonces no ve ni oye ni siente, a mi parecer; mas, como dije en la oración de unión pasada, este transformamiento del alma del todo en Dios dura poco; mas eso que dura, ninguna potencia se siente, ni sabe lo que pasa allí. (V20,18)

            Otra vez, como en los casos que comentábamos en §4, no podemos asegurar que el primero ‘siente’ sea otra percepción distinta a la de ver u oír, o bien sea una recapitulación intensiva de ver y oír, pero siempre en su acepción de sensorialidad. El segundo ‘siente’, sin embargo, habla más de la consciencia, de la capacidad de sentir, pero no tanto del espíritu, como si las potencias fuesen otra forma de sentido, tan terrenales como el tacto.

§7. CONCLUSIÓN

            Sólo hemos encontrado un caso en el que pueda hablarse del verbo ‘sentir’ en su acepción de percepción física auditiva, que es el asunto que motivó este trabajo: “Paréceme será bien declarar cómo es este hablar que hace Dios al alma y lo que ella siente, para que vuestra merced lo entienda” (25,1), pero su condición metafórica lo determina. En todos los demás casos, hemos visto que la percepción sensible suele ser usada como término de comparación para designar metafóricamente un referente inefable. Solo se reduce el ámbito significativo de ‘sentir’ al terreno de lo sensible cuando no está expresando el arrobo místico, sobre todo cuando se trata del dolor o de la enfermedad.
            En todo caso, y como se detalla en el Anexo de correspondencias, es muy mayoritario el uso del verbo ‘sentir’ como percepción intelectual, sobre todo negativa. Aquí nos hemos limitado a su uso como percepción sensible, sin demasiadas esperanzas en encontrar semas que deslindasen sus acepciones con claridad. Un ejemplo de esa polisemia que constituye, de hecho, una nueva acepción, lo tenemos en el parágrafo primero del capítulo 18:

El Señor me enseñe palabras cómo se pueda decir algo de la cuarta agua. Bien es menester su favor, aun más que para la pasada; porque en ella aún siente el alma no está muerta del todo, que así lo podemos decir, pues lo está al mundo; mas, como dije, tiene sentido para entender que está en él y sentir su soledad, y aprovéchase de lo exterior para dar a entender lo que siente, siquiera por señas.
En toda la oración y modos de ella que queda dicho, alguna cosa trabaja el hortelano; aunque en estas postreras va el trabajo acompañado de tanta gloria y consuelo del alma, que jamás querría salir de él, y así no se siente por trabajo, sino por gloria. Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza un bien, adonde juntos se encierran todos los bienes, mas no se comprende este bien. Ocúpanse todos los sentidos en este gozo, de manera que no queda ninguno desocupado para poder en otra cosa, exterior ni interiormente.
Antes dábaseles licencia para que, como digo, hagan algunas muestras del gran gozo que sienten; acá el alma goza más sin comparación, y puédese dar a entender muy menos, porque no queda poder en el cuerpo, ni el alma le tiene para poder comunicar aquel gozo. En aquel tiempo todo le sería gran embarazo y tormento y estorbo de su descanso; y digo que si es unión de todas las potencias, que, aunque quiera -estando en ello digo- no puede, y si puede, ya no es unión.

            Es, quizá, el ejemplo más claro en todo el Libro de la Vida en el que el verbo ‘sentir’ es objeto de uno de esos poliptoton o figuras de traducción que forman característica esencial de su lenguaje, y que puede que, como algunas otras imágenes (la del castillo interior, según se comentó durante el curso), también proceda de la retórica de las novelas de caballerías, más incluso que de la de la predicación. En este caso, el uso de ‘sentir’ fluctúa entre la percepción sensible en la intelectual, a veces se confunde o se utiliza como elemento de comparación, y, en medio de todas ellas, sirve para declarar su fracaso semántico, pues “acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”. 

27.3.15

¡Más carácter!


           No es la primera vez, ni tampoco será la última, que Baroja se resarce de una novela más bien floja echando en la siguiente toda la carne en el asador. Es el caso de Las tragedias grotescas, de la que Los últimos románticos queda finalmente como un prólogo extenso y anodino de esta buena segunda parte. Es como si Baroja, después de las humoradas cochambrosas de Silvestre Paradox, se hubiera dejado en Camino de perfección de tonterías, y así le salió una de sus obras maestras. Ese humor de risa floja tenía, en Silvestre Paradox y en Los últimos románticos, demasiada salsa bohemia. En ambas un personaje volteriano asiste entre resignado y sorprendido a las miserias económicas y morales de los eternos aprendices de artista. Algo así me pareció también el cambio entre la algo más plana Mala hierba y la potente Aurora roja. Es decir: Baroja escribió malas novelas, detrás de las cuales con frecuencia nos regala una pieza maestra.
            Y el método lo dice el propio autor en este libro, al denostar uno de sus personajes a un escritor de noveluchas cuyos personajes “no tienen carácter”. Don Fausto no había tenido ningún carácter, pero el carácter de sus secundarios era poco más que pintoresco, y es por ahí por donde empieza Las tragedias grotescas, con dos o tres personajes de carácter. Don Fausto, harto de mariposear, y después de la muerte de doña Blanca, había traído a su esposa, Clementina, y a sus hijas Asunción y Pilar con él a París, todas ellas encantadas con el mundo elegante de la margen derecha del Sena. Al mismo tiempo, y como quien mete buen recado de leña en la estufa para que no se le vuelva a apagar, aparece Carlos Yarza, todo voluntad y buena parte de cinismo. Yarza, disolvente como el propio Baroja, romántico resabiado, o sea moderno, es de la raza compulsiva de Quintín y de Fernando Ossorio, y no se conforma con ser desde el principio el futuro yerno decorativo de don Fausto. Es cáustico y aprovechado, pero directo, insultantemente claro, como esos personajes arrojados que nos llevarán dos años después hasta César Moncada, pasando por los personajes arrojados de la trilogía La raza. Un tipo interesante al que Baroja va a administrar cuidadosamente como contrapunto de la sociedad ñoña en la que se desenvuelve don Fausto y como aglutinante de unas cuantas amargas historias de amor, porque este Yarza es un donjuán listo, un buen tipo del que las muchachas más inteligentes se enamoran, o se enamoran con lo más inteligente que hay en ellas, como es el caso de Asunción, la hija de don Fausto, pero también de Paulina, huérfana soltera, hermana de un jorobadillo dickensiano, de la raza de los Aristones, y de Nannette, que a partes iguales nos recuerda, sobre todo al final, episodios de la Historia de dos ciudades, de Crimen y castigo y de Fortunata y Jacinta. El propio don Fausto, impertérrito en su condición cobarde, de cándido que no solo se despreocupa laborando el huerto (paseando en este caso por las aceras) sino que no le importa que su mujer lo engañe. Y este es el centro y la parte más larga y brillante de esta novela, el adulterio de Clementina visto por un marido pusilánime.
            El azar folletinesco había dado a Baroja la clave oculta para que funcione tan bien esta novela. Mientras la mujer se lanza a la vida demimondaine, como las coccottes que tiempo después retrataría Proust, Fausto sobrelleva su vergüenza con estoicismo. Se marcha de casa mientras su mujer organiza fiestas y bailes, y escucha desde la cama, a las tantas de la noche, cómo su mujer se mete en su cuarto con un amante. El moralista Baroja constata la perversión moral, no ya tanto de convertirse en puta de alto copete como de perder cualquier sentido de la consideración o de la decencia. Clementina no solo es un putón verbenero, sino que es, sobre todo, chic, el tipo de mujer que se estila en esas esferas suntuosas a las que la suerte los ha empujado a vivir. La herencia de doña Paula estaba envenenada, pero Fausto no puede hacer nada, no es el hombre de la casa, no es quién para imponer su ley, al menos para exigirle a su mujer que no se tire a los amantes bajo el techo conyugal, o que no lo trate como a un perro. La odiosa mujer de Pierre, el de Guerra y paz, se me venía una y otra vez a la cabeza, pero Clementina no es mala por sí misma (ya al principio de Los últimos románticos se nos habló de su falta de escrúpulos, de su casquivanía y de lo poco que le importaba que Fausto se fuese solo a París) sino como castigo a la necedad de don Fausto y como imagen de una descomposición moral que afectaba a la época entera y que, en paralelo lejano con la Gloriosa, traerá el derrumbamiento del Segundo Imperio y la época sangrienta de la Comuna. En todo caso, y pese a estar en París y contársenos todo en parisino, en la novela solo hay personajes españoles, salvo la vieja que mete a Clementina en el barro de cristal y alguno que otro más.
            Baroja, para terminar de cargar la estufa, ya no quiere personajes solo pintorescos. Prefiere que tengan un rasgo de heroísmo, como Pipot, como el propio Yarza al final, o que sean rematadamente desaprensivos, como el tal Mingote, un personaje, por cierto, que a los amantes de la cronología de La lucha por la vida quizá les viniera bien, sobre todo porque aparece, y mucho, en Mala hierba. No hay, pues, medias tintas ni autocomplacencias de ninguna clase. Salvo la madre, que acaba fugándose con un alemán, todos pagan con algo. Todas las mujeres que merecían la pena, sobre todo Paulina y Nannette, las Lulús de la novela, chicas pobres, dulces, francas, decididas, enamoradas las dos del hombre equivocado. Esta última, Nannette, acabará de la mano de un Fausto por fin, muy al final, decidido a ser útil a alguien por un poco de cariño. Hasta entonces es, sí, grotesca la pertinacia de don Fausto en su inoperancia, pero al mismo tiempo, a medida que transcurren las bacanales de su esposa, nos va pareciendo una inutilidad con carácter, filosófica, impasible, existencialista incluso, avant la lettre, ya que estamos en París.
            La actitud de Yarza también es volteriana, pero lo es de otro modo, rebelde contra el plan previo, decidido a “ser lobo”, no cordero, y no entregarse a la humildad vacuna que se le presenta en cualquiera de los matrimonios verosímiles que elija. Fausto, en cambio, lleva su inacción hasta las últimas consecuencias: como todo heroísmo, se hace el cojo para que no le recluten en las algaradas de la Comuna. Pero luego sí, muy al final, cuando todo está hundido, cuando Pipot y Yarza han entregado sus vidas por una idea y él, sin ideas, sin dignidad, vaga cojeando por las calles, Baroja rehabilita a don Fausto, le pide a Nannette nada más que un poco de atención, la protege y se comporta con ella como esos viejos galdosianos que apadrinaban jovenzuelas descarriadas, aquel Feijoo de Fortunata y Jacinta, o como será, mucho tiempo después, el Larrañaga de El gran torbellino del mundo. Baroja se ha excedido con él en cuanto a capacidad de aguante y falta de cuajo, pero le compensa con un final hermoso, tapizado por el relato trepidante de los disturbios, adornado con delicadas estampas parisinas y un lirismo sobrio de la mejor calidad. Así piensa Fausto, abrumado de indignidad, mientras los árboles se le desnudan.

“Es la voz del otoño –pensaba-, la voz del buen sentido la sabiduría que hablaba y decía suavemente: “Desdichados los que no tienen hogar! ¡Felices los que ahora duermen entre sábanas! No os preocupéis por lo que hagan vuestra mujer o vuestro amigo. ¿Qué importa eso ante los siglos que pasan? Todas vuestras construcciones, grandes o pequeñas, serán barridas por el vendaval de las horas, que corren frenéticas. Saboread el minuto presente. ¡Aprovechad la vida! Cada día es una ganancia sobre el abismo que nos rodea. ¡Exprimidla! ¡Abandonad lo imposible! Reducid vuestros proyectos a los estrechos límites de la existencia, y puesto que la vida es breve no intentéis llevar demasiado lejos vuestros planes”

         No, no suena sarcástico. En ningún momento Baroja comete el error que cometió en Los últimos románticos. Ahora es la novela la que se ensaña con don Fausto, no Baroja. La novela lo pone al borde de un muelle, incapaz de evitar que un anciano se suicide, incapaz de hacer nada, pero Baroja no hace leña, no molesta al personaje trágico en su, a fin de cuentas, digna cobardía. No hay sarcasmo, hay amargura, y está toda en el personaje, no en Baroja. Bueno, no del todo. Su idea más sarcástica del matrimonio no se aparta gran cosa de la que pinta aquí, con Isabel II en persona encargando legiones de honor para sus viejos conocidos, entre ellos, y de rebote, el propio Fausto.
            Buena novela Las tragedias grotescas. Otra vez estamos en las mismas: si Baroja reduce Los últimos románticos a la mitad y la antepone a esta novela, el resultado habría sido una pieza mucho más redonda y conocida, y así son dos novelas de la que una es mala y está metida en una trilogía con otra novela que no está mal pero que no tiene nada que ver. Menos mal que Baroja no trabajó de archivero, porque lo habría revuelto todo. 

23.3.15

El héroe atontolinado


Al leer La feria de los discretos , de 1905, hablábamos del respiro folletinesco que Baroja se había tomado después del esfuerzo (y la satisfacción) de La lucha por la vida. En Quintín veíamos un personaje salido de Fernando Ossorio que estaba transformándose en Eugenio de Aviraneta. Quintín tenía el entusiasmo por la acción y el desprecio por las sensiblerías que luego, con la astucia de los años, tanto nos habría de gustar en don Eugenio.
            Pero La feria de los discretos era una novela compacta, de sólido armazón, con un héroe cuya trayectoria dramática libra de responsabilidad argumental a la peripecia. Baroja no sostiene las novelas con sus argumentos sino con sus personajes. La visión romántica que pintó Baroja en Quintín es tan coherente que no buscamos ya más desproporciones, el mito campa en el recuerdo.
            El problema surge cuando el héroe no tiene sustancia y el argumento funciona como si la tuviese. Es lo que pasa en Los últimos románticos, de 1906, primera parte de esa novela larga que compone junto a Las tragedias grotescas, publicada un año después. El héroe, don Fausto Gamboa, es de la estirpe dickensiana de Silvestre Paradox: el protagonista ingenuo, un poco tonto, que contempla con admiración la panda de mamarrachos que se hacen pasar por bohemios. En Silvestre Paradox había un personaje al que los bohemios sableaban a cambio de regarle un poco la vanidad literaria. Este Gamboa es así, un tontilán, uno de esos ingenuos que, más que gracia, dan ganas de darle una colleja, a ver si despabila. Esta estirpe de zanahorios llegará hasta el cándido Alvarito, que narra varias de las entregas de Aviraneta, pero se perfeccionará en esos tipos de romántico apalominado como Lacy o Tilly, mucho más interesantes porque son hiperestésicos y confiados, pero no son tontos.
            Y don Fausto es tonto, qué le vamos a hacer. Ya sé que la novela del protagonista estúpido ha dado grandes obras, pero a mí, por no gustarme, no me gusta ni la raíz volteriana de muchas de ellas. A Baroja le encantaba el Cándido, al menos la idea, y en el final de Camino de perfección ya vimos que era una cita casi explícita que, sin embargo, se podía adjudicar, más intelectualmente, a cenizos como Shopenhauer. Lo que habría que mirar con más cuidado es si esa candidez le venía a Baroja de una idea muy simple, como todas las de la época, de Voltaire, o estaba ya filtrada por los personajes simplones de Dickens. ¿Quién no ha estado a punto, más de una vez, leyendo OliverTwist, de decir “este chico es tonto”?
            Lo peor que tiene don Fausto es que nos quita la miel de los labios. Baroja enoja gravemente al lector cuando, después de la presentación de doña Blanca, una dama venida a menos y redimida a fuerza de trabajo y de carácter, sin dar explicaciones se centra en el instrumento que nos había llevado hasta ella, Gamboa.
Doña Blanca es una anciana en sus últimos amenes que languidece en su casa de París, allá por 1868, y manda venir de España al hijo de su gran amiga, Fausto, para pedirle que le lleve a su hija Asunción, a que le haga compañía y, cuando se muera ella, herede su fortuna. El plan está bien. Doña Blanca tiene toda la fuerza que le falta a Fausto, pero ya Fausto, siendo muy joven (ahora tiene cuarenta y tantos) se enamoró de ella en un viaje de Blanca a Madrid, de modo que podemos asistir al romance decadente y revenido que… Ni hablar. En una escena de lo más abrupto, Blanca le dice a Fausto que no puede quedarse a vivir en su casa el tiempo que pase en París. Se comprende que la dama, a punto de morir, no quiera convertirse en otra Concha valleinclanesca. Lo que no se comprende, empero, es que Baroja se lleve a Fausto a un barrio pintoresco, lejos de la dama, y ya no lo saque de allí hasta las últimas páginas de la novela, cuando llega por fin Asuncioncita y su madre, se muere doña Blanca sin decir esta boca es mía, la moza hereda y aquí paz y después gloria.
Pero esto, contado solo en su principio y su final, y en ambos casos resumidamente, ocupa muy pocas páginas. El grueso del libro está dedicado a pasear por París y a presentar personajes cuya vocación de caricatura les quita el interés. Es el caso de Pipot, un republicano español que lleva a don Fausto por los cutrichiles del exilio y le enseña siluetas pintorescas y sin vida. La gente llega, se saluda, bebe, dice una frase, emite una opinión gratuita, se va, pasea por los barrios más cochambrosos y nombra las calles y los edificios. Más que pesado (Baroja nunca es pesado) se pone un poco impertinente, con tantos personajillos que le hacen a él más gracia que al lector y tantos zurcidos de folletín grueso, con hijos secretos (que tampoco dicen ni pío) y toda la cohorte de artistas de postal. Baroja anota sus curiosidades y de vez en cuando le echa un poco de sal gorda folletinesca, que en la medida en que nace como parodia ya está condenada a no tener demasiada gracia. No hay en esas tres cuartas partes de novela más andanzas que las rutas turísticas parisinas de don Fausto, al que ni siquiera arruina nadie, y que tiene esa inclinación por las casas negras, las prostitutas borrachas y los hampones de medio pelo que sin embargo no le lleva nunca a situaciones embarazosas ni mucho menos peligrosas. Me acordaba yo del Braulio de La ciudad de los prodigios, pero don Fausto ni siquiera tiene vicios ocultos. Ni trabaja en nada.
Cuando este mismo Fausto se cargue de melancolía (y deje de hacer el tonto) tendremos grandes personajes como Larrañaga, veinte años después, también viajero de circunstancias, apocado y sobrio, y muy sentimental. De momento nos queda un estupendo yacimiento arqueológico para los estudiosos de las Memorias de un hombre de acción, porque el método compositivo que utiliza en Los últimos románticos acabará siendo la plantilla de unas cuantas novelas de aquella serie. Por plantilla no me refiero a una estructura sino a un método, a un ir trenzando conversaciones históricas y lances de opereta, librerías de viejo y bohemios miserables, judíos encorvados y mujeres con peligro. Por todos pasa, en ninguno se queda, y pasa alguien, don Fausto, que tampoco es nadie, de modo que muchas veces sobrevuela la sensación de que la novela es una de esas composiciones sin contenido que tejería tiempo después Cela en la mayor parte de sus escritos, un seguir contando cosas por la inercia de los dedos, cuando lo que se tiene, descontando el material histórico y descriptivo, es más bien poco.
O mucho, porque tenía a doña Blanca, pero Baroja, que estaba descansando, prefirió apañar un bocadillo de anécdotas intrascendentes. Queda la segunda mitad, Las tragedias grotescas. Espero que no la dedique otra vez a la bohemia y sus harapos. Con Silvestre Paradox y Los últimos románticos yo diría que ya hemos tenido bastante.

19.3.15

La novela rellena

  
          Últimas tardes con Teresa también cumple medio siglo. No la había leído desde el principio, desde que fue obligatorio, no porque me lo exigiesen los estudios o el trabajo sino la búsqueda de novelas que me animasen a escribir, cuando había que rellenar todos los huecos del mundo con libros imprescindibles de los que se hablaba con respeto en los manuales. A finales de los 70 era lectura obligatoria en los institutos, lo fue para mi hermana, cinco años mayor que yo, pero ya no para mí. A mí ya me tocó leer Tiempo de silencio.
            En cualquier caso, de todo esto ya hacía bastante tiempo. Al Marsé de esta novela yo lo tenía catalogado como el realista no ramplón, ni tan presuntuoso como Goytisolo ni tan politizado como Vázquez Montalbán, y nombro estos dos autores porque los he recordado con frecuencia durante la lectura. De Goytisolo me acordaba cada vez que Marsé aprovechaba un cambio de escena para meternos un ejercicio de estilo de esos con cambios de voces y así, con el resultado, más palpable a medida que avanzan sus páginas, de que la novela se acaba gripando en un final que es como una cuesta retórica, como un calvario afrancesado, tan hermoso como gratuito.
Pero me acordaba del realismo barcelonés, rápido y serio de Vázquez Montalbán, que yo he disfrutado tanto, en las magníficas escenas en las que Marsé sólo narra, no especula. Son escenas limpias, veloces como el Pijoaparte zumbando por el Paseo de Gracia con una moto robada. Las descripciones del Carmelo, de los tipos y de los ambientes, la Jeringa y las Sisters, las parejas gauche divine y los perros callejeros, siguen frescos como el primer día. El brío, la narración, se conserva muy bien, pero el rollo de novela experimental de los sesenta, tema ocho, se ha quedado definitivamente amarillo. Vas leyendo a velocidad de Montesa Ossa las andanzas de Pijoaparte para llevar un duro en el bolsillo y de pronto te sube a un motocarro de figuras retóricas, de esa extraña seriedad con que los experimentalistas españoles nos contaban todo, deslumbrados por sus habilidades mecanográficas, jueces severos de un mundo cruel.
            Si lo miramos con cierta perspectiva, la novela realista española del siglo XX consistió en ir añadiéndole grasa retórica a la novela escurrida de Baroja. La fueron engordando de personajes múltiples, de puntos de vista, de alardes joyceanos. Los argumentos se iban deshidratando y la masa especulativa los rebozaba por completo. Sobra, siembre sobra la presunción, el ahí queda eso. El joven Marsé aún no había aprendido (no tardaría) que en una novela la que manda es la novela, no la revista de estudios literarios.
            No toda la novela es así, claro, pero el largo rataplán final es eso lo que deja en la memoria del lector. Hasta mediada la novela no solo no me resultaban cargantes esos interludios estilísticos sino que los veía muy bien dispuestos en la narración. El problema viene cuando la novela echa a volar y el autor no modifica las proporciones de lo narrativo y lo discursivo, que se convierten en fuerzas opuestas que te van llevando a trompicones. Era muy de la época eso de amontonarlo todo en el final, como si la orquesta entera se desgañitase, con lo buenos que son los finales deshuesados. Sigue siendo interesante, pero los personajes esperan incluso a sus propios pensamientos. Cuando su tarea es hablar, sobre todo al final, el autor los acalla con la trompetería intelectual, piensa por ellos. Teresa se esfuma en aras de la crítica social. Pijoaparte queda como un personaje que se ha hecho mito precisamente por un desajuste nada realista: su edad. Pijoaparte tiene lo menos cinco años más de los que dice la novela, y Teresa también. De Pijoaparte no se dan cifras, pero Teresa tiene dieciocho años y ya habla como hablaría la editora de Marsé. Lo poco que habla, porque en el fondo hablan poco: se nos dice mucho de ellos, se nos describen desde el otro, minuciosamente, sensitivamente, pero hablar hablan bien poco.
Pijoaparte fue bautizado con un feo nombre feliz que lo ha mantenido en la memoria colectiva todos estos años. Su mito se resume en las portadas: el murciano renegrido que quiere conquistar a la rubia catalana, el ladronzuelo del barrio del Carmelo que va buscando niñas de apellido terminado en t. Luego la construcción narrativa está bien pero es previa, francesa: el verano (aquel verano), el muchacho que se cuela en una fiesta de ricos y solo puede ligar con la criada, la criada que se pega un golpe en la cabeza (el muchacho la abandona vergonzosamente, después de eso ya no te vuelve a caer bien) y está tres cuartas partes de la novela en coma en el hospital, mientras su novio y su señorita, Pijoaparte y Teresa, se lían entre los pinos. La novia y criada finalmente muere y con ella el soplo de amor, la rebelión furtiva del pobre que seduce a una pija y la de una pija que pone en práctica sus ideas y sus instintos, la brisa de conquista mutua que había refrescado el ambiente. Los amores de Teresa y Pijoaparte son ilícitos desde todos los puntos de vista, el social y el moral, pero son naturales. Las mejores páginas son aquellas en las que solo ves a dos muchachos que se han liado. Solo entonces tienen la edad que dicen tener. El envoltorio intelectual los avejenta.
Fuera de ahí, Pijoaparte es poco menos que el amo del barrio, un zagal capaz de reunir a los viejos de colmillo retorcido en torno a una timba y desplumarlos, o de robar motos forzando los candados con la mano, o de contestar con frases de Hollywood en las situaciones más comprometidas, o de darle un palizón a su mejor amigo porque se ha metido con su chica, la pija. Es un poco héroe de tebeo, Pijoaparte, con ciertas inclinaciones innobles, desagradables no por sí mismas sino porque suenan a intervencionismo del autor, a pinceladas de más, al ánimo de remarcar lo que se veía perfectamente.
Pero quizá sea eso lo que lo ha hecho mito, su escaso realismo. A veces parecen dos héroes en color pegados sobre una foto en blanco y negro. Lo que sí es con frecuencia muy bueno es ese blanco y negro, ese neorrealismo que la vanguardia de los sesenta intentó hacer compatible con el lujo experimental a base de quitar sustancia narrativa.
Luego sabemos por dónde siguió la cosa, lo suficiente como para constatar que todas estas marcas de tiempo también son las propias de un autor joven que tiene un gran instinto narrativo y maneja el castellano con soltura de escritor maduro, claro y preciso. Por eso choca tanto que esa misma claridad y precisión se emplee también para los párrafos ahumados. Es un hallazgo, desde luego, pero un hallazgo de la época, un exceso que envejece.
Me reía yo al final de la novela, cuando Manolo quiere encontrar a Teresa, a la que sus padres, escamados con el xarnego, se han llevado a su finca de recreo. Esa escena hoy es imposible. Buscar a alguien, preguntar por alguien, enviar un recado, escribir una carta y dejarla en un bar por si pasa el que la tiene que recoger, ese mundo de comunicaciones difíciles quizá fuera lo que más melancolía me ha producido. Ahora el Pijoaparte está idiotizado con un teléfono y unos cascos, viste chándal y se tatúa imágenes de serie, y Teresa es una niña de Pedralbes, también idiotizada por el móvil, que los veranos los pasa en Estados Unidos y cuando habla emite mensajes infantiles. A Marsé le parecía entonces casi imposible que algo así sucediese. Ahora es directamente inconcebible, ni siquiera en una novela experimental. 

8.3.15

La verde Erín


Aunque no sea una película redonda, creo, Calvary es muy interesante, que es bastante más de lo que se nos suele dar para comer. Incluso podría decirse que ese deslavazamiento es otro factor estético añadido, una deliberada propuesta narrativa, no muy original pero sí muy conseguida.
               La novela nos cuenta el calvario por el que pasa un cura en un pueblecito del noroeste de Irlanda. Nada más empezar, como en las buenas tragedias, se nos cuenta el final que el protagonista no podrá eludir, y ese cumplimiento es quizá lo más sorprendente de la película, acostumbrados como estamos a un mundo de falsos perdones. El cura ha sido designado como víctima del sacrificio para redimir, o por lo menos vengar, si es que se puede, las culpas de la iglesia irlandesa, al menos de aquella iglesia consentida que aprovechó el autosatisfecho fanatismo católico para torturar sexualmente a niños durante décadas. De hecho, el verdadero culpable había muerto de viejo sin que nadie le reprochase nada.
               La película es, a partir de ahí, una parada de monstruos. Los personajes son encarnaciones de la podredumbre moral: el especulador obscenamente rico que no encuentra motivos ni para despreciarse a sí mismo, el policía depravado que parece más un capo de pueblo que un guardián del orden, la mujer enferma de despecho que exhibe su triunfo contra el pecado, el médico que apaga las colillas en las vísceras de sus pacientes, la hija abandonada por la debilidad egoísta de su padre, el cornudo apaleado que se pasa el día destazando sus propios recuerdos, el chapero endemoniado, obsceno y resentido. Todos, excepto, quizá, el viejo escritor y el niño pintor, ambos salvados por la soledad y la imaginación, son fantoches exagerados, sujetos repulsivos de un humor descarnadamente cínico. De fuera llegan también dos mujeres devastadas pero aún no corrompidas. La propia hija del cura (que tomó los votos al enviurdar) y una joven viuda repentina que estaba de paso. Pero dentro del pueblo, o en la provincia, no se salva ni el otro cura, un idiota irrelevante, ni el obispo, un diletante del placer.
               Lo que no me acaba de convencer de la película es que todas estas figuras son tan expresivas como planas. Están poseídas de una inmoralidad desesperada y un comprensible rencor. No tienen recorrido, pronuncian las palabras propias de la idea que representan, no se ve en ellos lo que fueron antes de ser ni lo que al mismo tiempo también son. Más que personajes, son ejemplos de conducta salvaje. Bien es verdad que todos están borrachos la mayor parte del tiempo y flota en ellos, detrás de su sonrisa achispada y el afecto por la broma hiriente, faltona, una violencia destemplada, y eso, tratándose del noroeste de Irlanda, es muy realista.  
               Todo está al servicio de un cura bueno que paga (él y su perro) los pecados de los curas malos, pero en su calvario los conoce a todos, e intenta comprenderlos, y cae más de una vez víctima de la exagerada carga de su cruz, y es consciente de que todo el odio que se posa sobre él es tan injusto como justificado. Con un actor menos verosímil o que ocupase menos pantalla no creo que la cosa hubiera funcionado. Los desechos danzantes de alrededor necesitan el contrapunto de un gran hombre, en todos los sentidos, y ahí Brendan Gleeson está estupendo. Más de una vez, en las escenas que comparte con su hija, deseé que se callasen los frikis y la película siguiera con ellos dos, si acaso con el escritor o con el niño, es decir, en otra película que no fuera tan cruda. Pero la película, la idea, era cruda, y esas imágenes ventosas de lluvia recién terminada, que me recordaban al desasosiego que sentí en Rompiendo las olas, son, en conjunto, un retrato muy acabado de un problema y de un carácter compartido, pero no de unos personajes. Claro que muchas veces basta con uno solo, en este caso el protagonista, pacientemente sometido a la liturgia tétrica con la que se ordenó sacerdote.
               La película da que pensar, desde luego. Sabemos que todo es exagerado, pero transparente para que detrás veamos la sencilla realidad de donde mana, en este caso un cóctel de crisis económica y degeneración moral. Uno termina pensando que los personajes son como son para mostrar la obra de la iglesia católica irlandesa, el tipo de conciencia que ha alimentado, los monstruos que ha producido. Un solo cura, por honesto que sea, es poco para redimir semejante valle de lágrimas.
               Conforme vas quitando capas la película crece como idea, que es a lo que aspiran las parábolas, no a que disfrutemos de su complejidad estructural. Calvary es una yuxtaposición de personajes, una serie de testimonios rematados con carpintería de western posmoderno según el método del ¿seré yo? evangélico, por cuanto hay muchas víctimas de una educación demencial que podrían empuñar el cuchillo del sacrificio. Todas son el resultado del entorno católico ventoso, con un sentido del determinismo tan negro como el del humor. No se trata de individuos arrastrados por un drama, sino de que por aquella zona deben de ser un poco así.

5.3.15

Nota sobre el descubrimiento de la fórmula del 'garum' romano


He leído con entusiasmo la noticia de que el biólogo extremeño Álvaro Rodríguez Alcántara ha descubierto, reproducido y comercializado, por fin, la fórmula del garum, la salsa más exquisita de la antigua Roma, permanentemente mencionada por Apicio en su De re coquinaria. Lo más sorprendente del descubrimiento es que, según el biólogo extremeño, el garum no se hacía con pescado en descomposición. Debo decir que es una afirmación un tanto parcial y distorsionada. Una cosa es que ciertas recetas de garum se hiciesen con caballa escabechada, pero la receta madre, la que nos ha legado Plinio el Viejo, desde luego que no dice eso. Séneca dice que era lo que más dañaba la salud entre los ricos de la época, que sobre todo lo usaban para abrir el apetito; y, por lo que dice Marcial («expirantis scombri»), el olor debía de ser nauseabundo.
       He encontrado tres recetas distintas, a cual más sabrosa. Según cuenta Plinio el Viejo, se hacía con los intestinos de pescados como el tinícalo, la anchoa o el mújol, salados, metidos en un recipiente y puestos al sol, dándole la vuelta de vez en cuando para acelerar la descomposición. Cuando ya estaba en su punto, se metía en una banasta. El líquido de la mezcla que se colaba por entre las mallas era el garum.
       Esto es lo que siempre se ha sabido. Pero había otra forma de hacerlo en Bitinia. Allí el pescado se metía en una vasija con harina [1] y se añadían dos medidas de sal por cada modio, el equivalente a nueve litros. Se tenía así una noche y luego la mezcla se dejaba en una tinaja de barro abierta que se ponía al sol durante dos o tres meses y se removía de cuando en cuando. Luego se cerraba la tinaja y se añadían dos vasos de vino añejo.
       En vez de ponerlo al sol también se podía guisar. Para ello se hacía un adobo lo suficiente fuerte como para que flotase un huevo y se metía a marinar el pescado con un poco de mejorana. Después de cocer y de enfriarse, el líquido se pasaba por un colador hasta quitarle todas las impurezas. Pero lo mejor, parece ser, era meter los intestinos y la sangre del atún con sal y dejarlo reposar dos meses, después de los cuales se perforaba la tinaja.
       Dicen que favorecía la digestión pero que era muy amargo. Un garum muy apreciado era el que se hacía en Clazomene, en Pompeya y en Léptide, pero el más valorado era el de Cartagena. Se hacía con caballa o atún pescado en las playas de la Bética y de Mauritania, que, y en eso tiene razón el artículo, se pescaba solo para este propósito, y que se llamaba «garum sociorum».
       En Antibes, con los intestinos del atún se hacía un garum llamado muria, pero parece ser que era de peor calidad que el de caballa. El humanista francés Guillaume Rondelet, en su célebre Libri de piscibus marinis, in quibus verae piscium effigies expressae sunt, habla de una receta de garum hecha con lucio en escabeche, y dice que la probó, a mediados del siglo XVI, en casa del obispo de Montpelier, que seguro que estaba gordo.
       Todas estas evidencias me hacen pensar que Álvaro Rodríguez Alcántara y su equipo de biólogos especializados han reproducido el garum cocido, sin licuefacción natural, que de todas formas debe de saber a rayos.


1. En los Geopónica, Baso habla de que la mezcla de peces se echa sobre una mesa de panadero y se amasa con la sal, pero no dice nada de añadirle harina. Desde el punto de vista químico tampoco cuadra. Si al amasijo le pones harina, la dextrosa se transformará en dextrina (como fruto del calor de la fermentación del pescado), lo que daría lugar a una masa pastosa, salvo que la cantidad de harina sea mínima.” Bolo dixit.  

4.3.15

Terapia de novelón


A veces el cuerpo pide un novelón, un tomazo considerable en el que exiliarse durante varios días. Mientras iba en el tren al trabajo, cada mañana, en medio de la España candy-crush que subroga su cerebro cuando tiene tiempo libre, me lo he pasado en grande con la edición de Norte y sur, de Elyzabeth Gaskell, que acaba de publicar la editorial Cátedra.
Ya de por sí es una delicia leer los tomos de la colección Letras Universales, los blancos, igual de agradables que los de Letras Hispánicas, los negros. Encuentro un placer delicado en el papel hueso con tipos garamond, cuando paso las páginas y abro bien el libro para que se suelten los picos de papel que quedan de pasar el hilo por los pliegos, de manera que hacen de topes para que la página siguiente no se venga ni tampoco se esgualdramille. Pero esos picos solo salen en un lado del pliegue, de modo que, una vez se ha llegado a la mitad del pliego y se ven los hilos blancos nacarados, las siguientes páginas hay que abrirlas hasta que se ve el pliegue de la siguiente, recto y bien atado. A ver cómo le explicas esto a esos tipos que matan el tiempo haciendo solitarios con el teléfono, o incluso a los que leen en un aparato que hace renglones de dos palabras. La diferencia entre lo que siente la yema de mi dedo corazón cuando acaricio los hilos de los pliegos y la que experimenta cuando paso un dedazo por el plasma es la que explica que yo haya marcado mis límites tecnológicos con vallas llenas de concertinas.
Elizabeth Gaskell, por otra parte, invita a un estado de ánimo de piernas largas oxonienses, de ojos caedizos cantabrigenses. Es imposible no cruzar las piernas mientras la estás leyendo y recostarse un poco en el brazo del sillón (en este caso el quicio de la ventanilla), y dejarse llevar por una prosa en la que humean las tazas de té y las chimeneas de las fábricas. Los personajes hablan con sintaxis exquisita y respetuosa precisión, en el tono de Jane Austen, atenta siempre a los gestos, los cambios de voz, las manos, las miradas. Gaskell no pierde muchas líneas (las que pierde son muy hermosas) en describir lugares y paisajes, pero emplea casi todas en hurgar en los sentimientos. Que me aspen si Álvaro Pombo no ha pasado muchas tardes de otoño en su mesa camilla leyendo a Gaskell mientras atardece.
El asunto es que una joven de diecinueve años, Margaret (una Catherine sin alegría, una Emma frágil), vive con su padre, vicario en un aldea de la campiña inglesa, con su madre, una señora llena de aprensiones, y con Dixon, una criada vieja y retorcida de la que, allá por la página seiscientos y pico, te enteras de que tiene cincuenta años.
En ese principio ya había puesto yo la sonrisa blanda de la literatura campestre, pero al vicario le entran dudas, se convierte en un dissenter, y decide abandonar la regalada vida de la parroquia y los cantos de los pájaros y marcharse a vivir a una ciudad llena de humo, Milton, contemporánea de Cocktown, la ciudad industrial de Hard times, publicada solo un año antes, en 1854. Dickens y Gaskell eran amigos y tomaban el té en una casa de Manchester pintada de rosa con los capiteles del pórtico en forma de nenúfar. Del Cocktown de Dickens ya se habló aquí, pero este Milton no se queda atrás en evidencias sociales. Un colega que ya la había leído me comentó que es una de las mejores novelas que conoce para describir el mundo de la industria textil victoriana, lleno de niños que morían prematuramente por aspirar la borra de los tejidos y de adultos que se negaban a invertir en un jodido ventilador. Sin embargo no se lee como una novela histórica, acaso porque está escrita desde dentro, pero resulta más eficaz y mejor que la mayoría de las novelas históricas. El buen escritor es el que hace las novelas históricas del futuro, para que suenen siempre igual de frescas que el primer día.


Por la época en la que sucede la acción, supongo que la edad de entrar a trabajar en una fábrica ya había subido a los doce años, algo que no consiguieron las huelgas ni las conciencias sino la evidencia científica de que salía menos rentable un niño de nueve años porque solo duraba cuatro o cinco, y menos aún uno de tres años, como fue al principio, porque estos se morían enseguida, de modo que más valía invertir en un mozalbete que iba a durar toda su vida laboral, hasta los cuarenta por lo menos, que ir comprando niños nuevos cada pocos años. Lo de Swift de la modesta proposición no es tan sarcástico como creemos.
En fin, el caso es que en Cocktown el vicario se gana la vida dando clases particulares, la madre cae enferma de no estar a gusto y la hija va sorteando pretendientes. En pocas novelas he visto un tratamiento tan sensato de la religión, tan comprensible. Margaret es recatada, pero no cursi ni ñoña. A uno lo despacha por lanzado, como Galatea, si bien es un abogado muy prometedor, y al otro porque es el clásico patrono inglés, desalmado con sus obreros y con pujos de aspirar a una clase social que puede permitirse. Se llama Thornton, solo digo eso.
El elenco principal lo remata Frederik, un teniente exiliado en Cádiz que no puede volver a Inglaterra porque encabezó un motín en un barco de la Royal Army. El motín estaba justificado, era una cuestión de abuso flagrante, pero las ordenanzas no entienden de excepciones. Así planteadas las cosas, el galán austeniano no tiene sitio, porque su cuerpo y sus modales los ocupa el hermano de la protagonista. Tendrá que conformarse con el abogado voraz o con el industrial soberbio, pero sucede algo que convierte esta historia, y cualquiera, en una gran novela: la capacidad de cambiar de los personajes. El abogado no se sale de su papel, pero el retrato de Thornton, el emprendedor  inculto rechazado por la culta dama, es ciertamente memorable.
Todo cambia y se acelera de interés con el estallido de una huelga, una larga escena con hordas de figurantes enfurecidos, magnífica, con lo difícil que es narrar con tanta gente. Y no merece la pena desvelar lo que sigue porque sí la merece leerlo. Digamos que Margaret es (Pombo) una unidad de medida de la bondad, pero también del amor propio, que sustituye el sentimentalismo por la convicción y que comprendemos aun cuando su estricta moral victoriana nos hace pedir que dé un puñetazo en la mesa. 
Al final vuelve al territorio Austen, una vez hemos disfrutado con el gran Adam Bell, pariente del Brownlow de Oliver Twist, pero bastante más verosímil, un viejo profesor de Oxford que representa el grado más admirable de caballerosidad británica. Pero Gaskell solo podía regresar a los amoríos de su amiga Brontë después de hurgar cuidadosamente en las grandezas y las miserias del tiempo que les tocó vivir, y que sin necesidad de recurrir a la casquería naturalista, sin apartarse nunca de la formalidad sintáctica ni de la sinuosidad poética, y obrando, además, con el vidrioso asunto de los buenos sentimientos, sea fiel en el retrato de un mundo que debía cambiar. La novela de Gaskell es también una seria proposición. Su amigo Dickens se había embarcado en el empeño de humanizar un poco la cortés y despiadada sociedad inglesa, y Gaskell pone los puntos sobre las íes en cuanto a las relaciones del patrón y sus trabajadores. Es una dama victoriana, no una sufragista de medio siglo después, pero si todos los empresarios supiesen leer, no les sentaría mal, aún hoy, pasearse por estas páginas tan bien cosidas.
Sabía de Gaskell solo lo de las novelas de Cranford, que estaban aguardando turno en el rimero de literatura campestre y que voy a colar inmediatamente, pero Norte y sur ha sido una muy grata sorpresa. Es muy reconfortante tener la edad de la vieja Dixon y descubrir un autor nuevo. Sí, sí, piensa uno, cincuenta años, y lo que me queda por leer.  


Elizabeth Gaskell, Norte y Sur, trad. María José Coperías, Cátedra, 2015, 711 pág.
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