20.2.16

Stat rosa pristina...


En febrero de 1983 yo no había cumplido aún los 18 años y un primo mío se fue de viaje a Sevilla. Allí, en la librería Padilla, me compró dos libros que yo le había encargado, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que acaba de morir. Pongo la fecha no para dejar claro que yo era un lector prematuro sino constancia de que aquello, entonces, era normal. Ambos libros nos los había recomendado mi querido Marcial Ramírez, el profesor de lengua que tuve en COU, en el instituto Francés de Aranda, el mismo que me animó a continuar mis estudios de latín en la universidad. Fue también el profesor adecuado en el momento oportuno, un joven catedrático enamorado de los antiguos que nos ponía en clase al día de las más recientes e interesantes publicaciones, entre ellas un clásico desconocido entonces en España como Broch y un autor relativamente nuevo de cuyas obras La estructura ausente y Obra abierta ya nos había hablado en clase. Eco era un reconocido semiólogo que había saltado al mundo de la ficción con lo que en principio se publicitó como una especie de novela intelectual. Todo un misterio.
Con Broch hice el esfuerzo de leer un libro de vanguardia que requería un poco más de sosiego que el que yo tenía a los diecisiete añicos, y eso que Virgilio ya nunca me ha abandonado ni creo que me abandone. Pero el libro de Eco me lo bebí. Es lo mejor que hice en todo el curso. Aquellas célebres primeras cien páginas, llenas de historia de las herejías medievales, que Eco había incluido —según diría luego en sus Apostillas— para meter al lector en la Edad Media antes de contarle nada, a mí me resultaron un placer casi lujurioso. Era el gozo de la erudición, hurgar en los desvanes de la historia, ese mundo subterráneo infinitamente más rico y complejo que los magros momentos estelares que vivían en los manuales rodeados de estrecheces. No me interesaba especialmente la historia de la Iglesia sino el placer de lo escondido, la literatura erudita. Al año siguiente, llevado por el mismo impulso, devoraba los libros de Ernst Robert Curtius o de Mijail Bajtin y vivía como en una incubadora dentro del tocho de Werner Jaeger, tres de los autores que se citaban en clase de literatura medieval o de filosofía. ¡Y qué gozo leer con otros ojos a Berceo, encorvado como los monjes del scriptorium de Eco! Su novela me había contagiado el placer de lo escondido, la eternidad que se enrarece por las catacumbas del saber. 
Y eso solo por lo que respecta a las cien primeras páginas. El resto de la novela, una historia policiaca holmesiana, era como bajar deslizándote por la pradera después de haber subido por trochas pedregosas hasta la fuente Castalia. Otra clase de placer. Y sin embargo ambos eran de la misma especie narrativa, porque en uno y otro caso yo disfrutaba, más que de los datos o de las pesquisas, del ambiente, de un monasterio en el que no me costaba ningún esfuerzo vivir. Muchos años después, cuando se estrenó en las salas El gran silencio, un documental de tres horas sobre la vida de los cartujos en una abadía perdida en las montañas, fui a verlo por si volvía a experimentar la misma sensación. Fue otra, también muy reconfortante, pero ya no intelectual sino puramente estética. En la novela de Eco todo iba a velocidad creciente y yo navegaba in fabula. Nada más llegar a la universidad, el primer artículo que escribí para una revista del colegio universitario se titulaba ‘La rosa de la risa’, no sé por dónde andará.  
Después he seguido leyendo a Eco, otras novelas, los viejos ensayos, pero sobre todo, tres o cuatro veces, El nombre de la rosa. Para mí supone revivir aquel entusiasmo, celebrar un libro que llegó a su tiempo, cuando el muchacho lo miraba todo con los mismos ojos desorbitados. La última que leí, El cementerio de Praga, no me gustó. El tiempo me ha quitado la afición por la permanente referencia culta y por los géneros detectivescos. Ahora que no hay manera de escribir una novela sin un muerto en la piscina, prefiero el realismo cotidiano y la novela lírica; y la erudición, un vicio que no he dejado, ya me la bebo directamente de la botella, en las fuentes originales, sin pasar por las aguas de la narración. Eco supo juntar las dos con una gracia que después no me prendía. En El péndulo de Foucoult ya todo era ingenio pulp y citas raras, y La isla del día de antes se amparaba en lo mismo que la impedía avanzar, su desmelenado barroquismo. Eco había sido para mí un nutriente muy poderoso en la edad de crecimiento, pero su interés fue decreciendo a medida que aprendí a volar. Sus lectores dirán que es injusto etiquetarlo tan solo como el autor de aquella novela de laboratorio, pero los grandes autores, muchas veces, no dejan más de un título para la historia, una puerta abierta permanente al resto de su obra. 
Así que es lógico que luego haya frecuentado más su obra ensayística que la narrativa. Aquella novela se codeaba con la Estética de la recepción que entonces leíamos en teoría de la literatura. Era una propuesta tan actualizada como las formas más modernas de retórica que tanto me entretenían, sobre todo porque significaban una permanente actualización de otra retórica, la clásica, con la que al mismo tiempo me iba familiarizando. A veces pienso que Eco fue un profesor más, y aquella novela la más interesante asignatura que pude cursar en COU, en un tiempo en el que las humanidades tenían el mismo prestigio que las ciencias y a nadie le importaba lo más mínimo la utilidad práctica sino el crecimiento intelectual. Las letras eran la batalla, no el descanso del guerrero. 
Escribo este obituario como escribiría el de aquel maestro que te mostró un camino, aquella coincidencia de los astros que hizo que alguien pronunciase las palabras que necesitabas oír. Seguiré recitando en clase el stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus, y el verso de Gertrude Stein y el madrigalete de Gutierre de Cetina y los versos de Juan Ramón cuando lleguemos al episodio de la rosa en Romeo y Julieta, y cuando cite el verso con que se cierra El nombre de la rosa les hablaré también de la novela, y honraré la memoria del profesor. 

14.2.16

Moscas de invierno













Cuando leí El trampero, de Vardis Fisher, me debatía entre aquella hermosa primera parte, llena de naturaleza virgen, aguas bravas y costumbres robinsonianas, y la truculenta segunda parte, donde se trasparentaba la sonrisa de americano violento, sediento de litros de sangre, racista y de un egoísmo patológico, como es, en el fondo, la cultura norteamericana. Sidney Pollack utilizó muy bien aquella primera parte en Las aventuras de Jeremías Johnson, que tanto se ha citado para hablar de El renacido, y con razón. Robert Redford era un trampero sin las obsesiones sanguinolentas de Sam Mynard, el protagonista del libro. Era un buen hombre sometido a la crueldad del monte, los indios tenían dignidad y hacía sol por las mañanas. El resultado es que Las aventuras de Jeremías Johnson no es tan sádica como la novela de Vardis Fisher pero resulta mucho más emotiva. Robert Redford supo llenar de humanidad creíble una aventura por el límite de la resistencia. Pollack confió en la naturaleza tal como era, sin filtros de luz.
Iñárritu, con El renacido, ha usado más bien la segunda parte de El trampero y abusado generosamente de ella, por más que los créditos digan que está basada en la novela de un tal Michael Punke. Es posible, aunque en ese caso habría que ver la lista de episodios que Punke ha copiado de Fisher, me temo que unos cuantos. Da igual. El resultado dice mucho de cómo ha cambiado el cine entre aquella película de Sidney Pollack y esta de González Iñárritu, de 1972 a 2015.
Y la diferencia es de emoción y de medios. En la de Pollack da la sensación de que retrataron el invierno sin efectos especiales, y en la de Iñárritu que todo es producto de un último modelo de recreación virtual. En aquella cantaban los pájaros y había una naturaleza esplendorosa, razón por la cual la posterior crudeza del invierno resultaba tan verosímil como emocionante. En la de Iñárritu todo se lo come la cámara, más bien lamparoscopia, que se mueve como una mosca entre los personajes y tiende a posarse en las heridas y en las tripas humeantes de hombres y caballos. La luz es tétrica, con ese toque fade que ahora está tan de moda en las películas violentas y en los videojuegos. Los paisajes son buenas fotografías. Buenas e irrelevantes fotografías. La cámara hipertrofia la suntuosidad de aquellos valles rocosos, yo creo si se hubiese estado más quieta nos habría llegado más adentro. Pero todo es del color morado de los que se mueren de frío, los labios y el cielo y los caballos y el agua del río. Y todo es colosalmente inverosímil. 
El otro día lo decía Savater a propósito de una especie de remake de Moby Dick, que yo no he visto. Él decía que la nueva ballena era un prodigio de fidelidad, y que comparada con ella la de Gregory Peck era una carroza de cartón, pero que ese mar acartonado en blanco y negro transmitía mucha más emoción que los sofisticados efectos especiales de la superproducción recién estrenada. Aquí pasa un poco lo mismo. El naturalismo tiene el límite de la verdad, de la realidad, y cuando lo fuerzas corres el riesgo de resultar cómico en vez de trágico, por muchos dedos que cortes de cuajo con un hacha encima de la nieve y por muchos flechazos que sorprenden al público como los ilusionistas de las ferias, no tanto por la belleza del truco como por la curiosidad de saber en qué consiste. Vemos a un oso pegando unos zarpazos que serían más que suficiente para arrancarle la cabeza al protagonista y disfrutamos (es un decir) tratando de averiguar qué dos planos han superpuesto para conseguir el efecto y tal y cual, pero tenemos ganas de que largue el oso, y no por afecto a DiCaprio, al que deja hecho un colador, sino porque los alardes cansan, y rara vez convencen. 
Y en el fondo estoy contento de que eso sea así. A veces nos pensamos que la técnica puede mejorarlo todo, cuando lo único que hace es falsearlo. No necesitábamos ver brotar la sangre de la herida. La lupa miente, solo la distancia emociona. Pero a la gente le gusta este tipo de cosas, confunde realidad con casquería, y el invierno con el infierno. Si además se le añaden las insoportables escenas oníricas (insoportables en cualquier película de cualquier género, tediosas y ridículas sin excepción, aunque las haga Malik), el resultado es de una pretenciosidad enteca, hierática, amortajada de técnica, de filtros, de empalmes y de fotoshop. Y aun así cometen un par de errores de script: uno —creo— cuando sale del caballo (otra escena tomada de Vardis Fisher, continuación del episodio más increíble y cómico de toda la película); y otro en un cambio de paisaje imposible, como si hubieran saltado de Canadá a la Patagonia en un abrir y cerrar de plano. Son esos detalles que obligan a desconfiar de una máquina de precisión más pensada para exhibir destrezas técnicas que para contar una buena historia. 
  Porque la historia que aquí se cuenta es francamente vulgar. No hay nadie que cambie el gesto al hablar, entre otras razones porque el único que habla es el malo, y es tan malo que con su muerte no sentimos ni tan siquiera alivio, ese infantil sentido de la justicia que nos hace respirar. En la última escena, DiCaprio, después de una epopeya tan grotescamente exagerada, jadea como si se le estuviera escapando la vida. Uno no quiere saber si muere o no, pero desea que se acabe. Puede prescindir de esa información y de casi todas las demás. Hace mucho tiempo que sabe que esa noche no lo van a emocionar.  

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