31.3.16

Aquellos nuevos narradores


No tengo el don de la oportunidad. Leí tarde a Chirbes, cuando salió En la orilla, un buen libro que no me pareció, a pesar de la lluvia de premios, una buena novela. Y ahora un azar amable ha hecho que me lea La buena letra, del año 92, una época en la que yo ya no leía libros como este, y eso que el testimonialismo estaba haciendo furor. Pero ya se estaba pasando esa subclase del testimonialismo bélico, la del autor joven que por fin podía escribir en una novela lo cruda que fue la guerra en su familia. Llamazares recreaba un episodio leonés, para mayor gloria del maquis, en el que intervenía el padre de otro novelista en el bando de la guardia civil. La novela dejó esa anécdota, que tampoco lleva a ninguna parte, pero era una historia de cine pobre, acartonada, el joven progre que camina encogido y viaja en un Dos Caballos por los paisajes de la memoria. Era tan simple que tuvo un buen pasar como literatura juvenil. Poesía fácil, emotiva, de cafetera italiana y un abuelo picador. 
Chirbes es mucho más crudo, claro. La buena letra es una novela corta, poco más de cien páginas de letra gorda y fragmentos separados como capítulos, que cuenta lo mal que lo pasaron en la guerra unos antepasados, sus sombras, con un artificio narrativo, el de la narradora, que sencillamente no funciona. No tiene Chirbes voz de mujer, pero no me voy a detener mucho en este punto porque cada vez que lo digo de algún autor (Marías el último) se me llena el buzón de comentarios con los improperios de una dama que me tiene ojeriza. En este otro caso, la voz está viciada de literatura: una mujer sin estudios, hija de la guerra, no escribe así, y si lo hace hay que explicar cuándo aprendió a soltar párrafos como este:    

Me daba vergüenza cuando me encontraba ante él, que pudiera descubrir que yo estaba dejando de ser desdichada, y su palidez me parecía una acusación y me turbaba la oscuridad de su mirada. Seguía pendiendo sobre él la amenaza de la pena de muerte, y tuve esa terrible certeza una mañana en que, al llegar a la estación, cundió el rumor de que la noche antes había salido de la cárcel una conducción de doce presos para cumplir otras tantas penas de muerte.

Pero esto también es muy ochentero. No se podía contar una historia sin más: tenía que narrarla un personaje y dirigirla a otro, o bien plantar al inevitable periodista que está escribiendo un libro que…, algo que llegó hasta entrado el siglo XXI y que siguió entusiasmando incomprensiblemente a la crítica. Echadle un vistazo ahora, por ejemplo, a Soldados de Salamina y veréis lo mal que el tiempo le ha sentado. En el caso de La buena letra, la narradora es una mujer que pasó el hambre de la guerra y, para decirlo con ringorrango americano, el hambre del amor. Y todo se cuenta a un hijo que, aunque no se diga, uno tiende a suponer que es el hijo culto, ya estudiado, que rinde homenaje a la madre paciente, por más que ese hijo culto la intente convencer de que venda el solar de sus antepasados a una constructora, tema, por cierto, que nos lleva, tras muchas enfermedades, a En la orilla.
De manera que hay dos testimonios diferentes, el bélico y el amoroso. En cuanto al primero, que ocupa la primera parte de la novela, para un tipo como yo, nacido en Teruel, no hay más testimonio válido que el de libros que no intentan ser novelas, desde el terrorífico El holocausto español, de Paul Preston, a testimonios directos como el de James Neugass, La guerra es bella, todavía el mejor libro sobre la guerra en Teruel que yo haya leído. Cuando aquí en Teruel han querido convertir aquella barbaridad sin límites en novela (Ildefonso Manuel Gil a la cabeza), se han cargado la verosimilitud a fuerza de retórica. En Chirbes, en esa primera parte de la novela, llena de inmundos calabozos y tapias de cementerio, con personajes ojerosos de inanición, de sufrimiento y de injusticia, el testimonio comprometido corre siempre el riesgo del panfleto, cosa que suele ocurrirle a ese buena narradora que es Almudena Grandes. El escritor implicado siempre escribe con la falsilla de la implicación, y una novela, y sobre todo una novela tan triste, necesita, sobre todo, verdad. Y es raro porque se nota que los materiales son auténticos, pero el atavío literario los amortigua, los empaqueta de poesía. De todas formas, y aun con lo cerca que me queda ese mundo, en el tiempo y en el espacio (la novela sucede en un pueblo de Valencia), sigo pensando que en una novela lo mejor es inventárselo todo, hable de lo que hable. Si al final da la impresión de que lo más novelesco y estrambótico de todo es lo más estrictamente veraz (que no es lo mismo que verdadero), señal de que la novela ha cumplido su misión. 
Este asunto nos llevaría demasiado lejos. Para empezar, la verosimilitud de un testimonio real requiere una deliberada ausencia de mímesis. El que ha vivido lo que cuenta no se para a dar detalles de la época. Si yo escribo un relato sobre Madrid, seguro que se me olvida mencionar los autobuses azules, del mismo modo que a quien escribió el Corán se le olvidó nombrar la palabra camello, detalle clásico del que se coscó Gibbon en su día y que Borges difundió entre nosotros. Por eso, en las novelas, suele escogerse un narrador que habla desde la vejez, una edad en la que la mímesis regresa envuelta de nostalgia. Oh aquellos autobuses azules, dirá algún futuro anciano, cuando la gente vaya a la oficina montada en un dron. 
En el caso de La buena letra, el equilibrio entre veracidad y verosimilitud sí está bastante conseguido en cuanto al empleo de la mímesis, pero de nuevo la carpintería literaria lo envara un poco todo. La primera parte nos había contado cómo en los pueblos la gente pasaba años en la cárcel, esperando que viniera su familia a traerle algo de comer o los guardias a fusilarlo, y cómo lo vivían eso las mujeres que quedaban en casa, con hijos y sin dinero. Chirbes lo pinta con dureza escueta y transparente, y podría haber cargado aún más las tintas y seguiría quedándose corto, y cuando llegase al nivel de bestialidad que se alcanzó entonces todo se teñiría de sangre y acabaría pareciendo una parodia de lo mismo que se contara. 
La segunda parte, la posguerra, es la de los amores contrariados, ay. Resulta que el preso republicano estaba enamorado de su cuñada, a la que hacía dibujos, pero se casa con una servilleta que llega a mantel, como decimos en mi pueblo, una antigua criada que se las da de señorita y se aprovecha de la cuñada silenciosa y la humilla, etc., etc. El contraste sirve para que toda la primera parte quede reducida a un ejercicio de ambientación. En la guerra hubo hambre, y en la posguerra, además, muchas clases de rencor. 
Y eso sin olvidarnos de que se trata de una novela corta. Meter la guerra y la posguerra en menos de cien páginas es tarea complicada, sobre todo si ocurren tantas cosas que uno no sabe si está leyendo una novela o su argumento. Contar, como decía Tierno Galván, es empezar por el uno y seguir por el dos, es decir, una cuestión de proporciones. El material narrativo de esta novela da sin problemas para un grueso novelón, de manera que todo suena un poco a resumen acicalado de lirismo. No se detiene, cuenta más épocas que episodios, más generalidades que momentos, y eso es algo que a mí me hace perder la confianza en que acabaré disfrutando de un libro. 
Debería escribir solo de los libros que me gustan. Chirbes falleció hace poco, y además es un autor que me cae muy bien, y en su momento escribí aquí que es el único de su generación que supo coger la crisis por los cuernos. La buena letra, novela temprana, tiene ese lirismo reivindicativo que había en la época, ese amor constante a la literatura, ese homenaje involuntario a los grandes maestros. A pesar de mis manías seguiré frecuentando a Chirbes hasta formarme una opinión más completa de su obra. Y a pesar de todos los defectos que le sacan mis manías, he pasado un buen rato leyéndola, que es lo principal. 

29.3.16

Acérrimo del cante


La poesía nace de los límites, de la presencia permanente de lo que no se puede hacer. El poeta se sobrepone a esas limitaciones, cuya ausencia, por otra parte, daría para un manual de psiquiatría o de geografía descriptiva, pero no para un poema. 
Con la novela sucede algo parecido. Suele ser más poética cuantos más límites asume. Por eso El Jarama es una novela lírica, por ese sometimiento. En las normas de El Jarama no puede escribirse, por ejemplo, el verbo soler, porque su enunciación implica un conocimiento mayor del que se puede ver en una situación presente. No puede explicarse la historia de las cosas porque las cosas no llevan un cartel donde se cuente su historia, y como con eso con todo lo demás: frases como “alguna vez lo había visto”, “llevaba unos días sintiéndose mal”, “cruzaron el puente del siglo XIII”, etc., etc., están vedadas al narrador, y solo son posibles en el marco del diálogo, que a su vez no puede ser capa de nada que no tenga que ver con el personaje que lo dice y con la situación en la que lo dice, que no suele ser una conferencia pronunciada ante unos espectadores sino una conversación sinuosa y desustanciada. Afortunadamente, los personajes de la vida real chismorrean los unos de los otros, esa gatera por la que se cuela la narración pura y sin más límite que su oralidad.
Para el narrador principal quedan solo el manual de geografía, no el de psiquiatría, y siglos de literatura. Para el diálogo queda lo que uno quiera siempre que sea verosímil. No es verosímil decir: “he esperado muchos años para decirte esto”, pero sí “pues mira, no pensába decírtelo pero te lo voy a decir, que bastantes años me lo he callado”. Cada intervención debe ser audible, reconocible como parte del hablar, no como diálogo de película. Creo que fue Saura el que intentó adaptar al cine El Jarama y desistió, he leído, porque las circunstancias socioculturales habían cambiado ya en los años sesenta. Nanay: esos diálogos no se pueden cortar ni resumir. Su grandeza se nutre de su extensión, de la sensación de tiempo hablando, escuchando una conversación ajena. La sensación de realidad está precisamente en la escasa densidad informativa de los diálogos, que muy de cuando en cuando aportan algún dato narrativo de los personajes, tampoco demasiado importante. La concentración de significado que exigen los diálogos teatrales disiparía esa sensación de tiempo, lo convertiría en una historia llena de momentos importantes. 
No, El Jarama no está hecho para el cine. Su realismo es literario, intrasvasable. Los cosas lucen la belleza sobria de quien las nombra, no de quien las ve. Un juego de la rana entre lugareños de los años 50 en un ventorro de San Fernando de Henares no es tan hermoso como cuando Ferlosio lo describe con apariencia de extrema exactitud. Entre lo uno y lo otro está ese algo que pone el artista, y que en esta novela es espléndida y absolutamente verbal. 
Aquello del realismo cinematográfico no tenía sentido, pero tampoco lo del realismo objetivo, porque tampoco lo es. Ferlosio está tan presente en El Jarama como Cela en La colmena, pero no es lo mismo el humor solanesco de Cela que la exactitud sibilina de Ferlosio, su oído superdotado. Eso de “acérrimo del cante” es lo que decía un compañero mío de estudios bastante guasón cada vez que conocía a alguien aficionado al flamenco. Era una cita de El Jarama, dicha por un pueblerino que oiría cantar flamenco en alguna venta cuando era joven, y desde entonces se quedó con la afición como un rasgo original de su personalidad que subraya con palabras cultas y un precioso heptasílabo en el que se ve el gesto al decirlo de la cara, a la distancia precisa de la ironía con que lo dice Ferlosio, para que se la pueda ver limpia de sarcasmo, en buen castellano, con pinceladas claras, elevada a una belleza que desautoriza toda crítica y muestra una verdad difícil de glosar, sencilla y contundente, profundamente humana. 
Y así todo el rato. El único episodio novelesco en el sentido de excepcional, no de inverosímil, es el ahogamiento de Lucita, cuyo relato nos  sobresalta porque imprime una intensidad trágica que no es la que nos había ido transportando por la novela, una hermosura incómoda que más allá de aportar el lado trágico de la existencia nos estropea el dulce fluir de la vida. Más que ninguna otra vez he sentido esa muerte como un inconveniente, un claro de palabras mayores en medio de un bosque fluvial de episodios mínimos, crispados y con su punto de bárbaros, porque la gente no hace más que discutir en unos términos que ahora consideraríamos inaceptables: las pullas sangrantes al inválido Coca-Coña, la bronca de la Justa y el novio, representante de botones; los malos modos del borrachuzo Daniel con sus compañeros, las mezquindades, las bromas pesadas, las palabras gruesas. Todo forma parte de una normalidad que convive con su condición cruel, esa “banalidad” que los críticos se empeñan en subrayar y que yo no veo por ninguna parte. 
Porque llaman banalidad a lo que es la vida, entonces y ahora, con franquismo y sin él, del mismo modo que yo motejaría de novelesco, pinturero y falso el extremo de lo excepcional. Vivimos con la gente, la escuchamos, somos testigos hasta cierto punto comprensivos. Los muchachos nos parecen egoístas y primitivos, y las chicas resabiadas o bobaliconas, dueñas de sus novios, en actitudes con las que la vida las ha impregnado. Cuando estamos con los otros solo a medias somos nosotros mismos: nos vemos obligados a un papel sin pensamiento, a la improvisación permanente y a la lucha perdida entre nuestras intenciones y la naturalidad de nuestra lengua. Hablando somos siempre un resumen injusto de nosotros mismos, una mezcla de lo que quisiéramos decir y lo que nuestro papel en el mundo nos hace decir. La realidad es cómo encajan las bromas, cómo se entregan al vino, cómo llevan los cigarrillos con cuentagotas, cómo juegan al dominó, cómo la dueña rescata al conejo de los bárbaros del merendero, cómo la mujer del taxista está obsesionada con que se cambie el coche, y cómo el marido los hace esperar, a ella y a los hijos, mientras cae la noche. ¿Es eso banalidad? ¿Hay alguna frase en El Jarama que no encarne el espíritu de quien la pronuncia?, ¿alguna afirmación que no contenga una pregunta? ¿Hay en El Jarama alguna línea sin emoción?
No sé dónde ven los críticos la banalidad. A mí se me representa como el método Acme, el más difícil todavía, usar las armas que podría usar cualquier guionista, pero dejar a la gente que se exprese, dejarlos en su realidad no excepcional, escucharlos un buen rato, sin que aporten ninguna información narrativa, hasta que aflore su alma. Porque el hecho de que transcurra en los 50, en la España gris, no tiene por qué prejuzgar el sentido de la novela. No me imagino yo que un relato actual según el mismo método arrojase resultados más polícromos. Antes no tenían un duro ni perspectivas de tenerlo y ahora casi tampoco, pero cuando lo han tenido no han sido capaces, en grupo, en conjunto, hablando solamente, de ser menos primitivos que en los 50 o que en los 20. La gente es así. Cambian las tonalidades de las épocas, pero no su esencia resentida y avariciosa, lo cual tampoco convierte a El Jarama en una lección moral. La moral también está prohibida en la buena poesía. Si es buena es redentora, precisamente porque no pone paños calientes. Los malos poetas no abandonan el sermón, y los malos críticos tampoco.
El Jarama es ahora una invitación a cierto método pictórico, no cinematográfico. La dichosa desaparición del autor sirve sobre todo para estar en lo que se celebra y dejarse de frases o de ir pensando por escrito. Este gran monumento al castellano viene a probar que la literatura es resultado, no proceso. O, en todo caso, y valga la expresión, ‘resultado en marcha’. Los únicos peros razonables en materia de narración proceden precisamente de ahí, de lo indeclinable del proyecto suceda lo que suceda, del sometimiento a un mismo ritmo por más que la narración se tense al llegar a su final o despliegue las ruedas para aterrizar. En mitad del drama de Lucita, el desagradable Coca-Coña sigue metiéndose con todo bicho viviente, hurgando en sus defectos, en medio de una charla, digamos, de filosofía popular que nos parece anaclásica porque la acción ya se ha desatado. 
Pero no es algo privativo de Ferlosio sino de su época. Cela no cambia el rictus ni el paso hasta que no pone el final, que podría ser ese o cualquier otro. Y eso de acabar una novela como el que levanta la aguja de un tocadiscos no solo lo hizo también, a su modo, Delibes, sino todos los retro-vanguardistas que vinieron después. De manera que la única faceta defectuosa, creo yo, es haber servido de coartada para muchos que no sabían armar un buen final. Un buen final es aquel que deja la sensación de que ya no merece la pena decir nada más, pero que todo lo anterior era imprescindible. Y eso, a pesar de lo que, por las mismas fechas, practicaban los franceses, no tiene nada que ver con un argumento clásico o moderno, sino con la sensación que deja la lectura. Coca-coña es el enfermo que hace bromas sin ser consciente de que ha muerto su compañero de cama. El argumento sería solo el muerto, pero la vida es lo que persiste a su lado. Ferlosio ensombrece el final con un aire sentencioso a veces un poco prolijo, y sin embargo esa prolijidad ha sido siempre una marca de la casa, la huella de un estilo. Ferlosio sabe que el estilo es lo inevitable, y que, si uno tiene inclinaciones pervertidas, lo mejor que puede hacer es insistir en ellas hasta que suenen a obra de arte. En eso, como casi todo lo demás, Ferlosio es un maestro.
Hacía más de una década que no leía El Jarama. La primera lectura (o tempora, etc.) fue cuando estudiaba COU. Un trabajo consistía en estudiar su español coloquial con la ayuda de clásicos de la filología como el de Werner Weinhauer. Reconozco, pasado el tiempo, que a mí entonces el que me privaba era Cela. Consideraba El Jarama una novela escrita con prosa de secano, lejos del fragor jugoso, siempre algo gallego de don Camilo. La mala leche de Cela me llegaba antes que las sutilezas de Ferlosio. Pero había entre los dos un punto en común, ese “acérrimo del cante” que es como los hectómetros de que habla el niño de Casasana en el glorioso Viaje a la Alcarria: un pájaro cogido al vuelo, un compás lleno de matices que solo el artista sabe oír. Cela continuó hasta el absurdo su programa de minuciosidad indeclinable, cada vez más plana, más sin principio ni fin, y por tanto sin necesidad de ser leída con algún tipo de orden. San Camilo 36 fue, nos pongamos como nos pongamos, su obra maestra. Pero Ferlosio, que en el fondo fue quien inició el método (La Colmena tenía una estructura narrativa mucho más pronunciada y patente), se olvidó de él nada más llevarlo a estas alturas, e incluso, como repiten también los críticos, ha hablado siempre con desdén de aquella epopeya verbal. No lo sé. A mí me sigue fascinando, pero sobre todo marca una pauta que va más allá de una época o de una etiqueta: diálogo y descripción de lo presente, nada más, y la tajante prohibición de lo insólito más allá de las proporciones con que lo insólito se manifiesta en la vida real.
Pero cuando uno, a pocas páginas del final, se topa con el discurso del pastor Amalio sobre los poderes del río, el resultado ya no es lenguaje hablado sino, más bien, épica oral, la misma que luego interpretaría en ese cuento imprescindible que es Dientes, pólvora, febrero; y cuando, poco después, Ferlosio empalma el acta levantada por el secretario con el monólogo angustiado de Paulina, uno asiste a un catálogo de registros tan distintos como conseguidos, que se van acumulando al diálogo despaciado, lleno de puntos muertos, que es de lo que está llena la vida, y a las descripciones de alta poesía. Los versos heroicos, no obstante, aparecen por cualquier parte: “los rostros escondidos en los brazos”, o ese heptasílabo, un poco después, “con el fragor del agua”, que Giménez Corbatón usó como hexasílabo para su más celebrada novela. Por haber hay hasta poesía garciacalvina, porque hay mucho en esta novela de lo que habría luego en el Círculo Lingüístico de Madrid, hasta el punto de que, más que una reflexión sobre la realidad, lo viene a ser sobre la lengua misma, su cambiante superficie, sus destellos plateados, sus ondas sinuosas, sus aguas profundas:

El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde. Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel, y andaba rebrillando por el centro del corro de los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadricules servilletas, extendidas sobre el polvo.

12.3.16

Ascetismo y duralex


Antes de ver en el Thyssen la exposición Realistas de Madrid me he sentado un rato a leer El Jarama. El otro día entrevistaron a Antonio López, el gran reclamo de la exposición, y dijo que en aquella época, años 50, cuando se formó en la facultad de Bellas Artes de Madrid este grupo de amigos realistas, hubo un libro, el de Ferlosio, que causó a todos una profunda impresión. Y tanto. El Jarama es un tesoro, una de nuestras cumbres literarias de todos los tiempos, y está compuesto de un modo que ayuda a explicar muchos de estos cuadros. Ferlosio combinó unos diálogos meticulosos, plenos de frescura y de verdad, con unas descripciones en las que dejaba correr su vena lírica, esa permanente oda al objeto cotidiano, al paisaje del descampado, a los zapatos feos. Así, sin emitir una opinión ni media, sin meterse en los diálogos ni en las descripciones, el libro santifica a los personajes a fuerza de respeto y comprensión, como si siempre los escuchase (los supiese escuchar) con la misma cara concentrada y seria con que pinta un lavabo Antonio López. La diferencia entre una fotografía y un cuadro de López es la que hay entre un reportaje de costumbrismo antropológico y la maravillosa novela de Ferlosio. En El Jarama es ese aire de objetividad clamorosa, de descripción épica que en España yo creo que le debe bastante al 98. Lo abro por cualquier página:

Bajaba el sol. Si tenía el tamaño de una bandeja de café, apenas unos seis o siete metros lo separaban ya del horizonte. Los altos de paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas sobre el jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas, hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en cerribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.

            Esta descripción está en El Jarama pero si digo que la he sacado de El testimonio de Yarfoz tampoco pasaría nada. Ese tono de oda elegíaca, de afecto y lamento simultáneos, de grandeza humilde, Soria cantada por Machado, el pobre corral de muertos de Unamuno, los arrabales barojianos, la glorificación de lo sencillo, el descampado  lleno de polvo y cascotes de ladrillo que exige tanto lujo verbal y tanta poesía como los escenarios de batallas legendarias. En la novela estas descripciones son como un contrapunto musical al fascinante detallismo del diálogo, en el que no hay ni una sola frase que no esté llena del ser humano que la pronuncia, de los buenos sentimientos que le impulsan a seguir o que le abastecen de resignación. Y digo fascinante porque cada breve intervención es un acto de ascetismo literario por parte del autor, quien, como se sabe, se entretuvo en las horas muertas de la mili en apuntar listas de giros y frases hechas que oía en los reclutas llegados de media España. Y así todo suena a presente, a realmente oído, a escuchado con respeto.


               Si trasplantamos este método a los cuadros, ese engrandecimiento poético de las palanganas está hecho con veladuras blancas, como un nimbo de humildad inmaculada, de verdad cercana y al mismo tiempo nublada de santidad. Esto se ve mucho en el gran Antonio López y todavía más en María Moreno, cuyos paisajes se desdibujan en una neblina de la misma consistencia que el recuerdo. López tiende a no apartarse de la nitidez, salvo en esa invitación a la pintura abstracta que son los horizontes planos. Allí están algunos paisajes vallecanos para corroborarlo, y alguna de las vistas desde la ventana, pero sobre todo dos de los mejores de la serie de cuartos de baño, el célebre lavabo que nos emocionó hace 25 años en el Reina Sofía, en una exposición histórica, y otro de gran formato, del 66, el mismo cuarto de baño visto desde fuera, baño de azulejos blancos, de baldosines hexagonales blancos, de altos techos de cal blancos, de luz blanca tras el cristal biselado de la ventana. Pero es todo un blanco deslustrado, ocupado por la vida y relleno por la luz algo espectral de los lavabos, es decir ocupado por el fantasma de la vida, blanco sobre blanco, con esa desolación tan humana de los lugares de paso. En el caso de María Moreno, la inundación de luz lo cubre todo, no está tan recogida en el interior del frío, sino desparramada por el cielo. Y sin embargo el efecto también es de ascetismo bondadoso, de reivindicación de aquellos rincones olvidados donde quedan frescas las huellas de la vida.
               Lo otro, lo que en Ferlosio es la perfección de los diálogos, en estos pintores es la entrega a la minuciosidad en el detalle. Cada grieta del marco de la ventana es una cicatriz de la vida real, y en cada una de ellas se afanan estos realistas con el mismo impulso beatificador de objetos que tenía Patinir pintando espigas.


               Pero junto a este realismo nimbado del matrimonio López Moreno hay otro modo de realismo con el mismo equilibrio entre la luz y los detalles, el de Isabel Quintanilla, otra de las más y mejor representadas en la exposición. Y es una grata sorpresa ver unos cuantos cuadros juntos de esta pintora. Me gusta ese todavía desnudarlo más, esa disipación de la neblina que deja al descubierto la misma realidad clamante. López, como cualquier otro pintor, se ampara en su lenguaje, en su caso de lienzos manchados, rozados, ajados, y en esa veladura blanca de la vida. Pero Quintanilla parece concentrarse únicamente en buscar la luz que hay detrás de la capa de bondad. Y lo que hay es de una perfección hasta optimista, la alegría de llegar al fondo de las cosas, no ese aroma de memento mori que despiden a veces los cuadros de Antonio López, como si nos enseñase la foto de las cosas que pondríamos en su tumba. El optimismo colorido de Quintanilla es una forma de mirar esas mismas cosas sin condescendencia. El afecto es a veces deferencia, el hueco entre las manos que se le hace a los gorriones, ese Conejo desollado que nos llega al alma. No está el conejo en esta exposición, pero sí unos cuantos platos de duralex. 
               Pero otras veces es un gesto de sumisión a lo que son las cosas y una búsqueda obstinada en el grado exacto de luz que nos hizo amar ese espacio una vez que lo vimos al pasar, o que de pronto entramos y tenemos sensación de tiempo porque lo vemos y lo hemos visto, porque estamos y hemos estado. Quintanilla busca el calor en los tonos poco mezclados, poco sofisticados, en los barnices de bote, en las paredes de cal, en el color sin gracia del contrachapado, en tonos caramelizados de optimismo y al mismo tiempo de honesta sumisión a esa nitidez que tienen las cosas cuando cesa la lluvia, antes de que salga el sol. ¡Esos colores parecen de plastilina!, decía, a mi lado, una señora muy cool. Claro que, al ver los lavabos de López, otra señora decía que también podía haberlos limpiado un poco antes de pintarlos. La realidad es infinita.



               Hay más formas de verlo, claro. La de Amalia Avia me resulta demasiado naïf, demasiado pendiente de desdibujar, de navegar en lo abstracto que anida en lo real. Los otros, también Quintanilla, son de la estirpe velazqueña, de la verdad tersa, más entrevista, más asomada en López y en Moreno que en Quintanilla, pero igual de interrogativa, de acariciadora, de respetuosa. La exposición se completa con algunas esculturas, entre ellas un impresionante alcalde de Julio López, o los niños de Francisco López, que tiene también cuadros con ventanas. Alternan los óleos con dibujos de cuando el dibujo era casi un acto de contrición y en las facultades enseñaban a dibujar un vaso. 
              No es la exposición de Antonio López y los demás, sino una muestra muy completa en la que más de uno se dará cuenta de que el aparente acto de largueza de Antonio López no es sino, en todo caso, de afecto y honestidad. Qué bien leyeron todos el libro de Ferlosio, qué militancia en la dignificación de lo insignificante, y qué vigente lo veo ahora, inundados como estamos de un fotografismo que no tiene nada que ver con la realidad. La realidad, desde el primer día, es sentir sin explicar, tan solo con mostrar. 

11.3.16

Para qué nos vamos a incomodar


1859 es un año inagotable. Darwin, sin querer, y Baudelaire queriendo sentaron los fundamentos de la literatura para los siguientes cien años por lo menos. En Rusia, por esas fechas, Tolstoi y Dostoievski ya habían comenzado sus carreras, pero aún no les había brotado ninguna de sus obras inmortales. Aparte de Gogol y de su abrigo, del que según Dostoievski salía toda la moderna literatura rusa, solo Turgueniev había publicado sus imprescindibles Memorias de un cazador, pero tampoco había firmado ninguna de sus grandes obras, por supuesto no Padres e hijos, aunque sí el Diario de un hombre superfluo.
Pero en 1859 se publicó Oblómov, de Iván Gonchárov, quien precisamente se obsesionó con la idea de que Turgueniev le copiaba los argumentos. Su novela se convirtió en un mito de la apatía rusa pero también en otro mito que daría bastantes obras maestras, desde El idiota de Dostoievski a, aquí en España, El doctor Centeno. Las raíces del personaje es fácil rastrearlas en piezas como Ricardo III, el héroe flojo que se deja caer al abismo con una sonrisa de hastío y desprecio, o a esos personajes volterianos que encuentran la paz con su sabina horaciana. Oblómov es un vago y un irresoluto, un tontaina y un ingenuo, tan limpio de corazón como vacío de la mínima e imprescindible picardía. Es un solterón que ha perdido el instinto de supervivencia, tonto como un caballo (Faulkner dixit), capaz de hacer cabriolas y piruetas pero incapaz de buscarse la vida o distinguir lo inconveniente, de insistir en otra cosa que no sea comer o trabajar hasta que se reviente. Oblómov no trabaja, quizá sea lo que lo hace más humano. Claro que un caballo, si no lo obligan, tampoco. Oblómov flota en la realidad gracias a la ayuda de aquellos a quienes su falta de voluntad termina produciendo pena. Él y su siervo, el mujik Zajar (el yahoo de la novela) son una idea del mundo que se viene abajo. Al mismo tiempo que Baudelaire sentaba los síntomas del mal del siglo y la tragedia del dandi comido por el hastío, Goncharov inmortalizaba un alma cándida sin arranque para nada.
Oblómov es desesperante. Entre los varios detalles del mito, la novela es famosa porque su protagonista tarda cien páginas en levantarse del sofá. Es verdad, sí, pero la cosa tiene truco, el truco dramático: los personajes entran, hablan, se mueven por el escenario, salen. En una tarde tiene Oblómov, sin levantarse de la piltra, más vida social que cualquiera de nosotros. Entre los que lo visitan al principio está Tarantiev, un personaje cómico, el sablista de toda la vida, por quien Oblómov se deja engañar a pesar de las advertencias de su criado. Tarantinev es un malo de guiñol, pero la pachorra con que Oblómov encaja los engaños y transige con los abusos lo hace fluctuar entre la bondad ingenua, estúpida más bien, y la incapacidad de sobreponerse a lo evidente, la aceptación ya derrotada, la permanente claudicación. Un par de años antes, Melville había publicado Bartleby, donde esta claudicación es una  forma de negación, pero también de huida. 
El tema estaba por todas partes, y el tema necesitaba de un buen personaje. Oblómov lo es, y los tres personajes que intentan rescatarlo de su postración también lo son. El primero es Stolz, el amigo alemán, enérgico, dispuesto, atareado. Yo le puse el aspecto del Blasco Ibáñez que pintó Solana, un hombre grande y afable, pero también recto y severo. Es como estos personajes con levita que cruzan a grandes zancadas el escenario, y que en cinco minutos han resuelto un problema y organizado varias vidas. 
Pero el rescate de Stolz no es suficiente. Los malos, Tarantiev y su compinche, siguen royendo el árbol. Hace falta una mujer, Olga, una joven peterburguesa muy bien educada que se empeña en redimir al pobre Oblómov. Goncharov se recrea en describirnos las dudas que, por un exceso de lucidez, asaltan a Oblómov, que teme que Olga sea de esas mujeres que no aman a un hombre concreto sino la posibilidad de convertirlo en otro. Olga cree enamorarse de Oblómov pero lo único que consigue es darle un fugaz y poco consistente sentido a su vida. Si encima Oblómov tiene dudas hasta de su sombra, lo normal es que la mujer no insista. Y, después de muchas, acaso demasiadas páginas que por otra parte darían de comer a la psicología femenina desde Flaubert hasta Proust, Olga deja de insistir. 
Me recordaba Oblómov en sus castos amores a esos personajes barojianos que se acercan muy poco a poco, yendo y viniendo, siendo corteses y serviles, a la flor de hotel que se los va a zampar sin miramientos. Oblómov tiene miedo a que no todo sea real, limpio de segundas intenciones, a la altura del sentimiento. Pero también él quiere sacar partido y agarrarse a ello, tener de nuevo ganas de levantarse del sofá. Lo consigue, pero el hombre moderno ya ha perdido la paciencia. Olga y Stolz se van (y se casan), y Oblómov regresa a la modorra de siempre. Cuando, con cierto cargo de conciencia, vuelven a dar señales de vida, a Oblómov se le caen las lágrimas de alegría de pensar que la mujer a la que amó es feliz, lo cual es un grado de bondad tan exagerado que en vez de desmoronarse por inverosímil hace que el personaje brille en una pureza de sentimientos que, a cincuenta páginas del final, hace que por sí solo, casi sin ayuda de nadie, cuando lo tienen hecho un miserable, robándole por todas partes, mantenido como a un viejo del que solo se quiere la pensión, por fin reaccione y mande al cuerno a los parásitos que lo maltratan.
Y digo “casi” porque hay un tercer personaje extraordinario, Agafia, a la que yo me imaginaba como la del cuadro El pajar, de Anders Zorn. Agafia es una viuda que cuida de Oblómov, hermana del compinche de Tarantiev. Los malvados se las arreglan para que Oblómov firme una carta de pago por valor de todo lo que ingresa gracias a los buenos oficios de Stolz, una carta en favor de Agafia, que no se entera de nada y a la que su hermano chulea. La pobre Agafia está enamorada de Oblómov hasta el tuétano, y no porque haya decidido amarlo ni porque quiera rescatarlo ni porque crea que le conviene un marido rentista. Lo ama con la misma ingenuidad con la que no se entera de que su hermano le está robando. Lo ama con la misma transparencia de las lágrimas de Oblómov. Agafia es un coeur sensible que consigue con su amor sin causas (sin siquiera ser consciente de él) que Oblómov se redima ante nosotros.
Sí, lo sabíamos, y Oblómov nos parecía un tipo curioso, pero tanto Olga como Stolz, los salvadores, no hacen sino sacar lo más ridículo de su persona. Con Stolz se embarca en empresas que le importan un pimiento, por más que sueñe con su arcadia en Oblómovka, un sitio donde nadie tiene prisa para nada. Con Olga bordea la exasperación con su amor pazguato, sale de casa para coger lilas por el parque. Pero la única que lo entiende y nos lo hace comprender, a los lectores, a los redentores y al mismo autor, es Agafia, la campesina silenciosa, la madre de cuyo seno/sofá nunca quisiera salir, y la que le permite no salir, vivir tranquilo, dejarse caer como una pluma. Es entonces cuando vemos al personaje que antes se nos decía cómo era, un hombre en el que la sensibilidad y la pereza no se distinguen del todo, buena persona, desprendido en un sentido absoluto: austero, de buen conformar, ajeno a llevar cuentas de nada, más preocupado por que su mente no se nuble con la menor sombra de ira, nostálgico de un sentido de la nobleza que por aquellas fechas ya se daba por perdido.
Tolstoi dijo que Oblómov era una obra maestra. Le gustaría esa cadencia majestuosa, pero sobre todo esa otra redención necesaria, ese placer de haberlo conocido. Los mejores personajes de Tolstoi se redimen así, ante nosotros, para desprendernos de cuantos prejuicios podíamos tener sobre ellos y mostrársenos en su más alta forma de humanidad: el marido de Ana Karenina, la hermana del príncipe Andrei Bolkonski, la propia Natacha… Para mí le sobran unas cuantas páginas de amor inoperante, las que quizás habría que haber empleado en que Tarantiev no fuese tan ridículo. El criado Zajar las habría aprovechado mejor, pero también Agafia, cuya reaparición siempre ilumina la novela. Al final triunfan Horacio y Voltaire. Tan solo buscamos un jardín en el que pasear y una mujer que nos ame. El resto lo podemos seguir pasando en el sofá.
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