31.12.22

Una educación sentimental


Las memorias de Baroja, Desde la última vuelta del camino, están formadas por siete volúmenes independientes que nunca se publican por separado, que es como fueron saliendo a partir de 1944. Tusquets las reeditó  en tres volúmenes en 2006, en sus Obras completas ocupan dos… Pero desde que Caro-Raggio, en 1982, editara la gran colección del centenario, no habíamos disfrutado de esa condición autónoma, sobre todo del segundo volumen, Familia, infancia y juventud, el más novelesco de todos, que ahora ha reeditado Cátedra con edición de Pío Caro-Baroja.
Soy partidario de desmembrar la obra de Baroja para volverla a su primer sentido: novelas incluidas en volúmenes heterogéneos, o que empiezan en un volumen y acaban a mitad del siguiente, o que están formadas por dos tomos no siempre consecutivos, sobre todo en las Memorias de un hombre de acción. En este caso, publicar el segundo tomo por separado es un acierto porque merece la pena sacarlo del armario de las memorias y colocarlo en el estante de las novelas. Si, en el colmo de la deslealtad editorial, fuera posible trasladar la primera parte, Familia, al primer volumen y comenzar el segundo en la página 111, el resultado sería, sin duda, una de las mejores novelas de Pío Baroja.

La razón es que esa primera parte del segundo volumen tiene el tono del que abría la obra, El escritor según él y según los críticos, un discurso que va saliendo de documentos y papeles viejos, de hallazgos eruditos y opiniones distanciadas. Todo parte de un hilo ciertamente famoso en el anecdotario del 98, aquel día de 1927 en que Baroja terminaba de recoger unos documentos antiguos en los que se mencionaba su apellido y se encontró, en la calle Sevilla, con «un compañero de profesión» que cuando vio aquel cartapacio «se mostró muy agrio» con él, «como si le hubiese ofendido». El compañero, desde luego, era Valle-Inclán, y el capítulo entero viene a ser una justificación tardía y muy documentada de lo que aquel día tuvo que haberle dicho a don Ramón. Baroja se remonta a las tinieblas medievales siguiendo «el hilo de la raza» que descubrió en Cestona. No se trata de adornarse las mangas con entorchados históricos, sino de rescatar personajes y lugares que ostentaron alguno de sus ocho primeros apellidos, sobre todo aquellos cuyo arranque ilustrado tuvo algo también de aventurero. Es el mundo de los Caballeritos de Azkoitia el que Baroja busca en sus antepasados. El lector de ensayos como Intermedios o Divagaciones sobre la cultura encontrará esa misma erudición escueta y terminante, y muchos de los temas le llevarán al Baroja de los años 20, el que utilizó todo aquel «material folklórico» vasco para componer piezas como La leyenda de Jaun de Alzate. Sus ideas contrarias al bizcaitarrismo, su desprecio por la pompa inoperante, sobre todo en lo que atañe, qué le vamos a hacer, a la ciudad de San Sebastián, se mezclan con antepasados que van marcando líneas de temperamento, las que le interesan a Baroja. 

El lector que no haya frecuentado a Baroja quizá se sorprenda de cómo se pueden hilar tantos datos históricos sin hacerse pesado, siempre con la medida de lo curioso, de lo interesante, sin el lastre árido de lo académico, ni siquiera de lo presuntuoso. Baroja constata que cada uno de sus apellidos ha pertenecido a alguna mente inquieta, audaz e ilustrada, firme en sus ideas hasta la extravagancia: abuelas cultas y avispadas, bisabuelos liberales y rumbosos. Más que presumir de lustre genealógico (algo de lo que varias veces reniega por ridículo), hurga en las vicisitudes de la genética, él que aún relacionaba los tipos físicos con las actitudes morales e intelectuales. Para el lector que sí lo ha frecuentado, la pasarela de tatarabuelos memorables es como la de los personajes de sus novelas, sobre todo de las de la serie de otro pariente suyo, Aviraneta. Eso no quiere decir que se Baroja se inspirase en la familia para sus criaturas más pintorescas, sino que, tanto en la una como en las otras, le gustara el mismo tipo de individuo. De las dos grandes ramas de la obra de Baroja, la curiosa y aventurera, tierna y legendaria, por un lado, y, por otro, la contemporánea y desabrida, seria y desesperanzada, da la sensación de que solo le importasen los antepasados que cabrían en la primera rama.

El final de esta primera parte es muy hermoso y anuncia el tono de la buena novela que está a punto de empezar. La aparición de algunos antepasados (los abuelos, pero sobre todo la muy barojiana tía Cesárea Goñi, reflejo de toda la simpatía del escritor por quienes han sabido crear su propio mundo), el primer retrato de sus padres, sin contemplaciones en el caso de don Serafín, comprensivo pero no hagiográfico en el de doña Carmen, y, como remate musical, una colección de canciones antiguas, habaneras, tanguillos, «versos pobres», como él mismo llamó a sus Canciones del suburbio. 

En todo caso, el «He nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872» con que empieza el primer capítulo de «Infancia» no llega hasta la página 117, precedido por un precioso prólogo que Baroja rescató de El viaje sin objeto, novela corta incluida en La ruta del aventurero, de 1916, que a su vez forma parte de las Memorias de un hombre de acción. En El viaje sin objeto, este texto se titula «El viajero y su canción», y abre la primera parte, «Una vida insignificante». El texto es algo más extenso que el de sus célebres elogios sentimentales, pero con el mismo tono poético, el de un desengaño llevadero, de una renuncia a cualquier camino que no sea el marcado por su propio destino, no por el que han decidido los demás. Pocas páginas tan reveladoras de lo que pudiéramos llamar el espíritu barojiano, y que claman por una reedición, porque la novela entera es muy buena. Como señala Pío Caro-Baroja en el prólogo, no es la primera vez que se enfrentaba narrativamente a esos episodios tempranos de su vida. La disposición y el tono en buena parte serán los mismos que ese libro «altivo y vigoroso» que fue Juventud, egolatría, de 1918.

Esta segunda parte dedicada a la infancia es, como el conjunto de la obra, pero cada parte a su modo, un modelo de memoria en dos sentidos. Es una sucesión de imágenes, borrosas algunas, de momentos de la infancia, sin asomo de reelaboración, con la simplicidad con que fueron percibidas. Baroja no juzga ni adorna, si acaso es esa transparencia la que dota al texto del sentimiento. Si en cualquiera de sus libros el principal objetivo estilístico era eliminar lo innecesario, en estas memorias de infancia Baroja llega a su expresión más depurada. Vemos con él un Madrid de casas oscuras, de señores que peroraban allá arriba con su padre, de descampados desde los que se oyen los cañones, escenas reconstruidas a partir de un solo elemento que quedó en la memoria, como es el caso de la divertida historia del cortafríos y aquella criada ingenua y decidida que en tantas versiones aparecería en su carrera como novelista. Los comentarios, cuando los hay, están confeccionados con el mismo material, como cuando se declara «de estos tipos maternales que se sienten más unidos a la madre que al padre», poco antes de desautorizar a Freud por fantástico, cuyo complejo de Edipo le parece «una explicación de mala literatura»; o cuando no tiene reparo en reconocer accesos de ternura con las canciones en vasco y en castellano de su infancia: «Algunas de estas canciones todavía, al oírlas de viejo, me dan ganas de llorar, por su sencillez y su ingenuidad»; o, en fin, cuando reconoce que «el haber nacido junto al mar» le ha parecido siempre «como un augurio de libertad y de cambio». Pero el conjunto son los recuerdos que podían atraer a un niño, no al anciano que contempla su pasado. La historia del gato que interpretaba las campanadas como avisos de cañonazos, contada con seriedad de novela de aventuras, es la que da el tono del capítulo. En la infancia nos quedaron imágenes inconexas, incompletas, pero que de algún modo sirven para ilustrar nuestras inclinaciones. La decepción del niño Baroja la primera vez que lo llevaron al teatro es inolvidable: «¡Pero si no hacen nada más que hablar!» Bien cocinada, esta frase se presta a mucha interpretación sesuda.

Pero el otro sentido en que esta segunda parte ya es modélica tiene que ver con una exigencia común a cualquier libro de memorias: que el relato sea fácilmente traducible a la propia vida; que el lector, cuando cierra el libro, pueda recordar su propia infancia en el tono en el que la cuenta el autor. Baroja invita a rescatar con precisión y sencillez momentos acaso absurdos que llevan toda la vida escapándosenos, entrando y saliendo de la memoria, a veces con más y a veces con menos detalles. Lo peor de la memoria es que no tiene fin, pero Baroja ha sido más prolijo con los antepasados vascones que con los más lejanos recuerdos, que quedan como un manojo de escenas rescatadas. Al mismo tiempo, demuestra una memoria muy robusta para acordarse de antiguas cancioncillas. La poesía empieza en la música, la conciencia del lenguaje literario solo es posible desde un sentido musical de la escritura. Eso Baroja lo practicó durante toda su vida, con una música discreta, sin clarines ni timbales, pero una música enternecedora, abriga, reconfortante, prosa de tazón de caldo en el invierno crudo.

La adolescencia de Baroja empieza en Pamplona, a donde se muda su familia cuando él tenía nueve años. La infancia era tierna y borrosa, pero en la adolescencia se disipan las nieblas. Todo está más claro, mejor documentado. El rapaz ha dejado de acumular impresiones engañosas, dejar la infancia es incorporarse a la realidad. A estas alturas las memorias son ya novela porque vuelan en una selección dramática de los acontecimientos, en una estilización de los diálogos, en un contar los episodios que aporta la frescura de sus mejores relatos. Se ha dejado de papeles viejos y es ahora la memoria la que funciona según los registros de su imaginación y de su arte. Baroja es más que nunca Luis Murguía, el que constata en la escuela que, hasta que lo rescate su curiosidad por la cultura, el único dilema será «pegar o ser pegado», y es el Fernando Ossorio que de niño arrojara el sombrero y se encasquetase una boina.

¿Era aquella gran novela una trasposición de su vida entonces o es ahora esta la de un personaje literario? Desde luego que aquí Baroja es un personaje de Baroja, pero también sus descripciones son muy barojianas y sus diálogos, algunos muy divertidos, son como los muchos que a lo largo de su vida se inventara. Los recursos narrativos para recordar vienen de los usados para imaginar, y ese es el principal encanto de este libro y su máxima dificultad: cómo resumir en términos novelescos y sin faltar a la verdad lo que uno ha vivido. 

Ese criterio de selección novelesca y de fondo real es un modelo de escritura que yo diría que Baroja tomó de Tolstoi. Hay algunas coincidencias que invitan a pensarlo. Caro Raggio, la editorial de los Baroja, publicó ese mismo año una traducción de las memorias de Tolstoi, Infancia, adolescencia y juventud, con una portada curiosa en la que indica que la autora del prólogo es «cuñada de Tolstoi». Se refiere a Tatiana Kuzaminskaia, no Kuminskaia, quien escribió, con la colaboración del propio Tolstoi, el cuento Destino de una mujer de pueblo. Quizá no sea un argumento suficiente para considerar que Pío Baroja leyó las memorias de Tolstoi, pero sí al menos para suponer que el título le gustaba. De hecho, ese mismo año de 1920 Baroja lo emplea por primera vez para estructurar el arranque de La sensualidad pervertida, y no sería la última. En este segundo tomo de sus memorias, Baroja añade «Familia» al título y le suprime «adolescencia», que sin embargo es el título de la tercera parte. Y tampoco estaría mal partir del artículo que un Baroja jovenzano escribió para La Unión Liberal en marzo de 1890, en una serie sobre literatura rusa con la que Baroja hizo sus primeras armas. Allí dice lo siguiente:


La aparición de su primera obra fue bastante para darle fama como escritor claro, brillante y observador, que fue Infancia, adolescencia, juventud, que la distinguida escritora Arvède Barine al traducirla al francés le ha llamado «Recuerdos del conde de Tolstoi». En esta obra asiste el lector a las luchas que el autor pinta ente sus pasiones y las ideas morales, presenciamos sus transformaciones, sus cambios; y diseca de tal manera sus sentimientos, que parece mostrarnos con el escalpelo la manera de funcionar de las fibras más escondidas de su cerebro.

Nos describe el carácter de sus padres, de sus amigos, de sus maestros, con todos sus detalles, con todos sus rasgos, con sus manías, con sus fatuidades, con sus tics, y cuando pinta la muerte de su madre y el olor que el cadáver despedía se encuentra en él esa nota lúgubre y desesperada, patrimonio de todos los grandes escritores rusos.


Cincuenta y cuatro años después de estas palabras, en 1944, Baroja empieza a publicar unas memorias en las que no es difícil apreciar buena parte de los rasgos que alabara en Tolstoi, a quien leyó «en seis o siete años» en los que devoró «lo más importante del siglo XIX», los gigantes rusos, la flor y nata francesa y el aire inglés que nuca dejó de soplar su fantasía. En efecto, si uno quiere ser novelista, ni estaba entonces ni está ahora mal empezar por los más grandes y leerlos de corrido. 

Quizá por eso Baroja divida los distintos pasajes de su juventud por tonos y de la sensación, muy novelesca, de que al tiempo que recuerda va construyendo un personaje, se va haciendo una cabeza. El héroe reconoce inclinaciones tempranas, la afición por las «cosas pintorescas y divertidas», el «gusto de vagabundo» que se comenzó a manifestar en una Pamplona asilvestrada en la que «todos los profesores me tuvieron por corto de inteligencia», pero que también acoge ferias con figuras de cera y personajes alegres y estrambóticos como será el bueno de Chipitegui. Al igual que muchas de sus criaturas, Baroja conoce el abismo por curiosidad pero se aparte de él por instinto:


No creo que tuviera dogmas éticos, tenía como una sensibilidad ética que me impedía entrar de lleno en lo sucio tranquilamente.


Ante la sordidez, el héroe se refugia en Robinson, se aficiona a los folletines de Javier de Montepin, cambia de amigos, se hace solitario. Presencia imborrables escenas de crueldad, descubre, un poco a lo Nietzsche, la mirada de un perro a punto de ser apaleado hasta la muerte, una de las notas lúgubres que puntean su adolescencia, junto a crímenes famosos y ejecuciones públicas, algo que no es nuevo en los recuerdos de escritores y que tanto impacto tiene, por ejemplo, en la vida de Dostoievski. 

Los años de estudiante son, también, los de la formación literaria y filosófica. El héroe se forma con severos tratados pero también con folletines populares, porque «no hay nada divertido que sea malo», y presume de que desde el principio se le reconoció «la especialidad de reflejar con un sentido realista, desnudo de retórica, cuanto veía, y también un sentido un poco ácido y descarnado de los hechos pintorescos». Desdeña «la audacia artificiosa del colosalismo» (hoy estaría asqueado) y pone como ejemplo de literatura el cuaderno de una monja que durante algún tiempo guardó: «Había allí una narración tan sencilla, tan ingenua, de la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que me dejó emocionado».

Desde el punto de vista ético, Baroja reconoce haber perdido pronto el entusiasmo revolucionario, y que fue evolucionando «hacia una tendencia escéptica, agnóstica y medio budista», siempre con un límite claro: «Yo siempre he puesto mi valla al dominador y al absorbente, y he evitado también el dominar y el explotar a los demás». Los años de estudiante vienen jalonados por profesores grotescos y condiscípulos insensibles, una «casa muerta» donde, más que a diseccionar cadáveres, Baroja aprendió a diseccionar comportamientos. Son curiosas, por aceradas, sus cuentas pendientes con profesores como Letamendi, o su refugio en la inacción de Schopenhauer, de cuyo Parerga y paralipomena siempre disfrutó.

El tono vuelve a girar a la melancolía soleada de sus tiempos de Valencia, por más que se dedicase a la vida solitaria o todo estuviera nublado por la muerte de su hermano Darío. La descripción del viaje que lo lleva a verlo vivo por última vez está entre las grandes páginas de este libro, que es otra vez novela y otra vez el Baroja que constata con tristeza y un fondo sentimental más intenso por más sobrio.

El capítulo más refrescante, y decididamente novelesco, todo él el mundo de Baroja, es el dedicado a Cestona. Allí la realidad se ha encarnado en tipos distantes y divertidos. Es palmario el buen humor con que recuerda esas escenas con las señoritas que recuerdan a episodios de La veleta de Gastizar, el delicioso intento de seducción en mitad de una corrida de toros, los viajes nocturnos a los caseríos, los casos serios de desconfianza entre los aldeanos o su rivalidad con el otro médico de Cestona, harto de quien decidió marchar. Baroja no escatima en diálogos que iluminan la narración y en escenas marginales (la del saludador) que decoran el ambiente chapelaundi que entonces aprendió a querer. Baroja se transporta a un tiempo antiguo indefinido que es el que le dan a sus novelas esa distancia, unas veces de estampa legendaria, otras de aguafuerte realista.

Y así, como «no conformista apacible», regresa a Madrid y se ocupa de la panadería de su tía Juana, pero también ahí fracasa el héroe, víctima de negocios reptilianos y de un proceso que a la altura de estas memorias ya se había perfeccionado: 


En aquella época, los trabajadores madrileños comenzaron en todas las industrias a asociarse y a considerar como enemigo suyo al patrono. Para gente como yo, de ideas liberales, era lógico y natural que el obrero se pusiera contra el patrón explotador y déspota, pero no contra el que le trataba bien; pero la moral de clase que comenzaba era otra, y el obrero tenía que ponerse contra todos los patronos.


Este final, entreverado con sombrías perspectivas políticas y un revivir de parientes pintorescos (como un elenco de lo que fue en su día Silvestre Paradox), prepara el tono mucho más crítico y reflexivo del tercer volumen, mucho más hilado en el sentido en el que lo había hecho en el anterior y en el principio del segundo, con opiniones que ya serán canónicas en la historiografía del 98. La novela termina cuando el héroe se decide a probar suerte con la literatura. Queda flotando el gozo de haber disfrutado de hasta qué punto lo consiguió.

El prólogo de Pío Caro-Baroja para esta edición es, aparte de una pieza que da gusto leer, material de primera mano para conocer a Baroja. Caro-Baroja visita y retrata los paisajes de la imaginación (Itzea) y los paisajes que la alimentaron, Cestona sobre todo, donde el escritor encontró su mundo mítico. «Cestona y Vera comparten la misma lírica en la exaltación de las bondades del País Vasco Barojiano», dice Caro-Baroja, «el lugar donde se desató la literatura de Baroja». Pero también Madrid, desde el punto de vista de quien ha vivido su ausencia casi desde el pricipio, Pío Caro-Baroja, y de quien vivió junto a él lo mejor de su vida, Julio Caro Baroja. Hoy, el sobrino nieto de Baroja defiende su ternura compasiva y su individualismo radical, su capacidad de ver en los que sufren y su desprecio por la mansedumbre de los tópicos, su condición de «liberal a la antigua, que rehuía de los políticos dogmáticos y de los especialistas», jovial o taciturno, según soplaran los vientos de su propia historia, y autor de una porción de páginas de nuestra educación sentimental.


Pío Baroja, Familia, infancia y juventud, edición de Pío Caro-Baroja, Cátedra, 2022, 469 p.

28.12.22

Baroja sin obligación


Hace muchos años que Baroja no es lectura obligatoria. Muchos de los escritores que caminan en la cuarentena larga se declaran barojianos porque leyeron La busca o El árbol de la ciencia cuando estaban en el instituto. Aún hoy hay quien dice que a Baroja se le recuerda por nostalgia de la propia adolescencia, como si su elección hubiera sido una capricho arbitrario, pudiendo leer a otros… Pero está demostrado que, de los otros, hay pocos que reúnan las dos condiciones que reunía Baroja: que era un clásico indiscutible y que al adolescente le seguía interesando. El apartado de lecturas clásicas ha ido cambiando de nombre, y también el interés. Más allá del aluvión de lecturas juveniles, es decir superables, como si solo pudiesen ser leídas a determinada edad porque después parecen cosas de críos, los clásicos que han optado a ocupar el puesto de lectura recomendada u obligatoria eran textos consagrados, desde luego, pero no se ocupaban de ese tipo de preguntas que uno empieza a hacerse cuando es muchacho: el sentido de vivir, el azar y la justicia de ser como somos, la necesidad de proteger nuestra sensibilidad, la de descartar o aceptar, la de elegir. 
En Aragón, sin ir más lejos, en último año de Bachillerato, en el que las lecturas vienen dictadas, solo se leen libros que tengan que ver con la Guerra Civil. Se lleva décadas obligando a los estudiantes de último año de Bachillerato a leer Los santos inocentes. Es, desde luego, un hermoso poema en prosa, de una técnica envidiable; es breve, tiene una excelente versión cinematográfica, y además habla de un asunto histórico que todos deben conocer. Ahora bien: ¿habla de ellos?, ¿cuénta la vida como ellos la pueden pensar?, ¿está escrito en un lenguaje del que puedan olvidarse mientras leen? Uno es un gran admirador de Delibes y de su maestría para darle voz al campo, pero la España de Franco es la guerra de unos antepasados que ya no son los de nuestros alumnos. Los programadores mantienen la novela por simple pereza, los profesores saben que alguno la disfruta, y Televisión Española siempre la emite a principios de mayo. Todo invita a que el adolescente no se siente a leer.

Si Baroja se mantuvo tantos años en el candelero bachilleril fue porque no había otras novelas tan, digamos, completas en el panorama español del siglo XX. O tenían más virtudes ideológicas que literarias, o eran excepcionalmente livianas, o se parecían a Baroja. Tan solo Nada, de Carmen Laforet, una novela muy barojiana, ha cumplido con ese interés nuevo por la persona, más que por los hechos. Los alumnos llegan ejercitados en una literatura fantástica y lejana, muchos son hijos de Tolkien, pero hasta que no leen unas páginas de Salinger no perciben que la literatura también puede ser un espejo. Es él, Salinger, el que oficiosamente ha ocupado el puesto de Baroja. El guardián entre el centeno no es obligatoria pero entre los alumnos cunde, son ellos los que se la recomiendan, no solo el profesor. ¿Es Salinger literatura para adolescentes? ¿Lo es Baroja?

No solemos reparar en esta prueba de fuego sobre los clásicos contemporáneos: grandes obras que sigan entrando en las mentes de cualquier edad, también de la adolescencia y la primera juventud. Nada, Alfanhuí, A sangre y fuego, Pascual Duarte, El camino, Réquiem por un campesino español, El extraño viaje de Pomponio Flato… Esas son, no nos engañemos, las lecturas generales de las últimas décadas, porque Olvidado rey Gudú se lo leía solo una chica o dos, y La ciudad de los prodigios era para lectoras consumadas. De los 80 en adelante, nada tenía que ver con ellos, y La lluvia amarilla se puso enseguida demasiado amarilla. Últimamente, escritoras jóvenes como Elena Medel o Sara Mesa están ocupando con más eficacia ese lugar: en ambas el tema es un personaje joven en un ambiente familiar desesperante que trata de encontrar su sitio. Medel está más atenta a la poesía verbal, pero Sara Mesa cultiva una transparencia que alguno llamará desaliñada

Si Baroja se mantuvo tanto tiempo en esas listas de lectura no fue por el anquilosamiento de los planes ni porque fuera de antes de la guerra, sino porque su literatura se empieza a leer en ese momento, sus preguntas son entonces más universales, su desprecio de la retórica es mejor recibido, más inmediata su descripción de la fragilidad. Lo demás depende del encanto, esa facultad que Fernando Savater encontraba en Stevenson y que tan difícil es de mensurar. Baroja se mantuvo porque tenía encanto.

Ignoro si los centenarios y los centenarios y medio sirven para rehabilitar los planes de estudio, o solo dan a conocer al clásico entre quienes ya lo conocían. Pero en los muchos artículos que se han escrito a lo largo de 2022 se habla de un Baroja canónico, escolar. Rara vez se menciona una novela posterior a 1920: es el Baroja de La busca, Zalacaín, El árbol de la ciencia, Las inquietudes de Shanti Andía y, en todo caso, La sensualidad pervertida. Ese es nuestro Baroja, con independencia de otras cincuenta y tantas novelas, algunas de ellas extraordinarias. 

Este problema se observa incluso en la crítica académica. Se escriben libros enteros sobre Baroja con el apoyo de tres o cuatro novelas, las más famosas, eso cuando el autor no se ceba en un momento de su vejez sobre el que sale gratis elaborar conjeturas. La última obra de conjunto es la de José Carlos Mainer, que por su propio diseño no se detiene a desenterrar y comentar títulos ocultos o poco valorados. Su ensayo biográfico es de 2012. Antes, tenemos que remontarnos a 1998 para encontrar estudios de conjunto con piezas poco conocidas como el de Ascensión Rivas. El extraordinario último volumen de sus Obras Completas, un empeño hercúleo de Juan Carlos Ara, es una fuente abundosa para ese estudio de la evolución de Baroja que topa con un primer inconveniente: hay que manejar cerca de cien libros del autor. Pero Baroja es todo. Baroja es obra en marcha, no media docena de novelas.

Las editoriales, por su parte, van a lo seguro. Fuera de esos cinco que he mencionado, es difícil encontrar un título a la venta. Caro-Raggio, la editora familiar, lleva tiempo publicando piezas poco conocidas o que incluso formaban parte de otros libros incluidos en otras series, como es el caso del muy didáctico El convento de Monsant, un breviario del Romanticismo, o novelas escondidas como La venta de Mirambel (no El crimen de Mirambel, como algún plumilla ignaro la citaba esta mañana), que sin embargo tienen su público. El camino es este: delicias como El diario de Pepe Carmona o El viaje sin objeto permanecen ocultas bajo un rimero de títulos. El escuadrón del Brigante, Los pilotos de altura, El gran torbellino del mundo…

Baroja sigue siendo un armario medio cerrado. Continúa empaquetada buena parte de su obra. Solo disfruta de régimen abierto esa media docena de novelas, pero dentro hay de todo lo que uno necesita para hablar de literatura, y algo de lo que ningún otro contemporáneo suyo podría presumir, que su prosa parezca escrita esta mañana, que su voz sea la de un amigo con el que vas paseando, un tipo perspicaz, con sorna, austero y sentimental, que describe los pasajes de la vida sin adornos ni componendas, empeñado en la más alta empresa literaria: nombrar las cosas como son. Ningún otro artista del XX se ha convertido como él en un modo de ser más allá de las limitaciones ideológicas. Nadie tiene un modo de vida lorquiano, ni mucho menos unamuniano. Nadie puede llevar una rutina valleinclanesca, es difícil adaptarlos a la vida real y a los universales que la igualan en el tiempo. Baroja sí, y eso quizá sea lo más digno de celebración, que podemos pasar una mañana barojiana, que podemos charlar o viajar barojianamente, o pasar las horas solitarias con una manta y una boina… Todos podemos ser personajes de Baroja, usar su máscara para ir tirando. En días como hoy, más que leer un libro suyo, formo parte de la trama. 

10.12.22

Ese Madrid


A principios del siglo XX era tan infrecuente como ahora que un escritor se recorriera las zonas más pobres de Madrid, no solo los barrios populares sino también los suburbios sórdidos y peligrosos, para retratar a sus habitantes con la mano redentora de la literatura. Lo había hecho Galdós, antes de que a finales del XIX los flujos migratorios crearan colonias insalubres y desasistidas al sur de la capital, cuando la Ribera de Curtidores era el extrarradio. Y lo hizo, después, Baroja, en un Madrid por el que Galdós no había entrado mucho, en el corazón de la ciudad, el barrio de Jacometrezo y aledaños, que fue demolido para abrir La Gran Vía. Por ese Madrid de callejones inmundos había paseado Baroja para ambientar La busca, y nos da un detallado catálogo de sus antros astrosos en Mala hierba, de la gente de mal vivir, del mismo modo que luego, en Aurora roja, volvemos a lugares humildes y sostenibles, dignos y cuatrocamineros; pero también se había ido a las orillas infectas del Manzanares, a las Cambroneras, a las Injurias, poblados menesterosos, atacados de miseria terminal. Baroja recorrió la hermosa estampa que se veía desde el Observatorio del Retiro, se metió dentro de ella, en sus cuevas, en sus cuartuchos, en sus tabernas. Y es curioso cómo, después de la Gran Vía, a partir de 1910, Baroja ya no toma Madrid como escenario principal, como protagonista, salvo en novelas como El árbol de la ciencia o Las noches del Buen Retiro, que se refieren a una época anterior a la remodelación. Para entonces ya había retratado el Madrid bohemio en Silvestre Paradox, el Madrid de su juventud, al que volvería en sus memorias en páginas especialmente brillantes y reveladoras.
De entre este abundante material ha escogido Carmen Caro un ramillete de textos con los que pasear por el Madrid que vivió y del que escribió Baroja, que no siempre son el mismo Madrid. Del Retiro, Baroja escribía sobre las señoronas del Paseo de Coches o los golfos del Observatorio, pero de viejo paseaba con Azorín por la arboleda. Escribía sobre sablistas y bohemios y sobre las corralas llenas de sábanas tendidas, pero vivía, después de la guerra, en la parte más tranquila y soleada, señorial incluso de la ciudad, la de los Jerónimos y el Retiro, igual que antes había vivido en un Argüelles decorado por el paseo de Rosales y la casa de Campo, en círculos que iban dibujando sus paseos solitarios.

De todo ello hay en estos Paseos por Madrid, que se convierten en una antología del Baroja descriptivo, el que colocaba la palabra más precisa en el lugar más adecuado, quizá tan solo porque «es menos expuesto a decir tonterías el escribir algo concreto y claro» (p. 127), pero también (y eso se nota sobre todo en Mala hierba) porque le movía una, digamos, estética de la constatación, una moral de la observación que siempre he pensado que sacó de Dostoievski (del de las Memorias de la casa muerta, que no deja de ser excepcional). La «curiosidad por la vida pobre» exige respeto y precisión, y quizá sea ese el motivo por el que hasta los personajes más miserables de Baroja están, en cierto modo, redimidos por la exactitud con la que se los describe y la distancia pictórica con la que se los contempla, con esa afición empática que nace de tomarse en serio lo que describe, y no juzgar sino explicar.

En este sentido es un acierto que, además de fotografías actuales y antiguas, y una introducción con el sello familiar que aquí ya comentamos, Carmen Caro haya incluido los maravillosos dibujos a plumilla que hizo Ricardo Baroja para la edición de Caro-Raggio de La busca. Pocas veces uno ha visto dos lenguajes tan compenetrados: los dos la misma economía de recursos, los dos la misma sencillez, los dos la misma consideración por lo que describen, el mismo afecto por las pobres gentes que retratan, una desolación que abriga, una crudeza que acompaña. Es posible que fuera porque los dos veían la realidad con ojos de pintor, aunque uno de ellos solo escribiera. Las enumeraciones de objetos o de personajes siempre se fijan en el detalle que un pintor no pasaría por alto y en una impresión general que ese mismo pintor no debería descuidar. El libro está lleno de estas descripciones, pero este precioso cuadro, escrito ya por un Baroja setentón que recuerda sus años de estudiante, sirve para hacerse una idea:


Desde ese alto del Observatorio se oían silbidos de las locomotoras de la estación del Mediodía próxima; hacia Carabanchel se extendía la llanura madrileña en suaves ondulaciones por donde nadaban las neblinas del amanecer; serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo de Los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanquedadas por la nieve; sobre los altos y hondonadas del barrio del pacífico se mostraba el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños.


Esta descripción insuperable apenas tiene figuras poéticas al uso, salvo aquellas que representan con más inmediatez, que en todo caso son de uso corriente: las neblinas nadan, los ríos serpentean… El resto es tan preciso como intensamente poético, y el conjunto traslada la impresión sutil y comprensiva que nos trasladaría un fresco de su hermano Ricardo.

Sus obras a plumilla están acompañadas por una interesante colección de fotografías de la época de la que habla Baroja y de lo que hoy en día queda del Madrid que pisó él. El color de sombras claras de Madrid, del Madrid del barrio de los Austrias y de la Latina, del Retiro y de Atocha, de la Puerta del Sol y del barrio de Ópera, el Madrid de las plazas y las fuentes y los nombres que no hablan de personajes sino de oficios, de cosas, y que, según Baroja, son los únicos que se recuerdan; ese Madrid que aún se puede pasear y todavía huele a la nostalgia barojiana, en el que perderse lejos del tráfago y al tiempo sentir su latido, acompaña los textos de Pío y las ilustraciones de Ricardo con la misma cercanía misteriosa, esa calidez de las primeras luces o de los atardeceres encendidos que da la impresión, a pesar de todo, de que Madrid no es una ciudad tan cruel. 


Pío Baroja, Paseos por Madrid, ed. Carmen Caro, Caro-Raggio, 2022, 165 p.

8.12.22

Los santos barojianos


El 150 aniversario del nacimiento de Pío Baroja está trayendo noticias agradables. Para sorpresa de más de uno, en el Ayuntamiento de Madrid nadie puso pegas para que se le declarase hijo adoptivo de la capital donde vivió y murió. Los libreros de la Cuesta de Moyano le rindieron homenaje hace un par de meses, en un coloquio al aire libre donde sonó la entusiasta defensa del individuo por parte de Fernando Savater. Podría parecer, por los allí reunidos —y algunos de los asistentes de primera fila—, que Baroja está entrando en la causa de la tercera vía, porque si el homenaje hubiera sido a Chaves Nogales el ambiente habría sido parecido.
    El propio Savater recordó alguna frase vitriólica de Baroja sobre San Sebastián y la anécdota aquella de que pusieron la placa de su lugar de nacimiento en la casa de al lado, un error que decía tanto de la impericia como de la desgana de una ciudad que tampoco le ha demostrado mucho afecto. Y sin embargo, hace un par de semanas, en San Sebastián se inauguró una exposición, Estampas de Baroja, sobre la ópera magna de Baroja & yo, del editor navarro Joaquín Ciáurriz, y las preciosas tarjetas postales que la acompañaban, obra de Pedro Pegenaute. Estos veintiséis ensayos de Baroja & yo han puesto el barojianismo al día, una fecundidad que hoy no sería viable con ningún otro escritor de su generación ni, si me apuran, de su época. La diversidad de aquella colección reunía escritores jóvenes y viejos, eruditos y ensayistas, hombres y mujeres, periodistas y poetas, algo demasiado variado para que tuviera el sesgo ideológico que habría tenido con cualquier otro autor.

Y de eso se han dado cuenta también, por fin, en San Sebastián, y tanto la exposición como el coloquio que la acompañó estuvieron a la altura y contaron con respaldo institucional. Es interesante, además, que se celebrara en la sala Ernest Lluch, un detalle que en otro tiempo habría sonado a arrumbamiento, al trastero de las obligaciones, pero que hoy, tal y como se organizó, suena a refrescante normalidad. También está a punto de salir un volumen de artículos académicos sobre la relación de Pío Baroja con Navarra, reunido y publicado por la cátedra de lengua vasca de la Universidad de Navarra, del que ya hablaremos cuando salga. No se me ocurre otra figura literaria que haya puesto de acuerdo a Madrid, a Pamplona y a San Sebastián. Con todas las reservas que se quiera, ya era hora. Baroja se resiste a ser de unos o de otros, que es la mejor forma de ser de todos.

Lo decía, en San Sebastián, Luis Antonio de Villena, autor de Un anarquista de derechas, uno de los ensayos de Baroja & yo. Aparte de situar con precisión el valor poético de las Canciones del suburbio, que acaba de reeditar Cátedra, en el posmodernismo de los años diez pero escrito y publicado cuatro décadas después, Villena habló de esta facultad de no ser de nadie, de ser impío para las derechas y piadoso para las izquierdas, de renegar de más adscripción ideológica que la del orden individual, la rutina libérrima y estricta. «Le encantaban los bohemios, pero él nunca lo habría sido», decía Villena, y en ese plan se puede seguir: le encantaban las mujeres, pero nunca se casó («porque era caro»); le gustaban los aventureros, pero se encerraba en su casa; participaba en política, pero despreciaba los partidos. Nadie puede decir que Baroja fuera filofascista, pero tampoco que fuera filocomunista, porque por encima de unos y otros estaba el autoritarismo que negaba al individuo, algo a lo que Baroja sentía verdadera alergia, viniera de donde viniera. 

No creo, de todas formas, que sea suficiente para encajarlo en la tercera España en términos ideológicos sino, en un sentido más amplio, en la burguesía republicana, el anteproyecto de clase media ilustrada que hoy en día haría imposible, por mayoritaria, una guerra semejante. Es más, tengo la sensación de que Baroja vio la guerra como cualquiera de nosotros la veríamos hoy, y como entonces la vieron quienes ya habían construido una vida más o menos apacible. 

En esa misma reunión de San Sebastián, Soledad Puértolas insistió en un detalle importante para entender a Baroja, el escuchar las ideas de boca de los personajes, en sus dudas y en sus sentencias, todo comprensible, todo relativo. En toda la trilogía de La lucha por la vida, sobre la que Puértolas ha escrito mucho, la gente habla con una dignidad impresionante y Baroja los trata a todos con el máximo respeto, con la consideración que se tiene por quien es un producto del medio, pero también con el oído fino necesario para saber cuándo se expresa el fondo trágico de cada cual, su lado admirable. Este escribir con la misma actitud con que se mira y se escucha, curioso y perplejo, ácido y sentimental, es lo que, para unos y otros, lo convierte en vigente, lo hodierniza, como decía Villena, que sabe latín. Y tiene razón Puértolas cuando dice que Baroja rompió con el maniqueísmo galdosiano, y lo hizo, curiosamente, a fuerza de la principal virtud de don Benito, la comprensión. Quizá no comprender a Baroja implique militar en ese maniqueísmo, cada vez más reductor; no deja de tener su gracia que se le siga leyendo en tiempos tan binarios y excluyentes.

El acto se cerró con un postre suculento, la lectura del Elogio sentimental del acordeón a cargo del propio autor, un Pío Baroja de voz firme, sin afectaciones añadidas, que lee un fragmento tan hermoso con tono notarial, y precisamente por eso aún lo hace más hermoso, porque se escucha la hondura con que fue creado, el afecto serio que nos resulta siempre más cercano y verdadero. 

En el apartado editorial, y al margen de algún ensayo como el de Carlos Longhurst, de la citada reedición de Canciones del suburbio y de otra para Cátedra de Familia, infancia, juventud, en edición de Pío Caro-Baroja, ya está disponible la de Paseos por Madrid, de Carmen Caro, en la editorial barojiana de siempre, Caro-Raggio, auspiciada esta vez, y nunca es tarde, por el Ayuntamiento de Madrid; buenas lecturas para llegar al 28, día de los santos barojianos.

4.12.22

Un caballo de verdad


Jonathan Swift se deprimía porque, seis meses después de publicados sus Viajes de Gulliver, el mundo aún no había cambiado. No sé qué habría pensado si llega a enterarse de que su tremendo libro, lleno de sátiras crueles, se convirtió en un clásico de la literatura infantil. Algo así le ha ocurrido a Black beauty, escrito para despertar conciencias sobre el maltrato animal, que con el tiempo fue expurgado y sometido a cuantos arreglos de sastrería fuesen necesarios para que cupiera en el estante de los libros para niños, con tanta eficacia que los historiadores de la literatura victoriana ni siquiera la suelen tener en cuenta.
Hasta hace tres años no teníamos en castellano una versión en condiciones, algo que ha subsanado la editorial Cátedra con una traducción de Consuelo Rubio que suena primorosamente, y que en esta edición de Carme Manuel viene guarnecida por extensas y abundantes notas y precedida por una introducción que contextualiza la vida y la obra de Anna Sewell, en el marco de una verdadera revolución cultural y cívica que emprendieron las mujeres victorianas a la sombra histórica de Florence Nightingale. Fue la preceptiva protestante la que sacó a la calle a muchas de ellas para cuidar de los desvalidos y dignificar sus existencias, no en el sentido católico pazguato de las damas de caridad sino en el de activismo contra el sometimiento. Eran las guerreras del civismo, las que enseñaban a leer a los obreros analfabetos y buscaban un empleo digno para las muchachas pobres, un hogar para los huérfanos, una cama para los enfermos. El mundo que describe Dickens en Bleack House, la desasosegante cantidad de niños abandonados que malvivía en las ciudades, era una realidad que no solo él combatió con sus novelas. 

Aquella movilización de conciencia cívica también afectó a «los animales no humanos», algo sobre lo que ya se venía clamando sin efecto desde finales del XVIII, cuando hubo que aplicar a todo la razón. Pero a mediados del XIX una ingente cantidad de caballos malvivía por las calles del país, en una sociedad paralela en la que aristocráticos corceles tomaban el sol mientras una inmensa mayoría de caballos corrientes y molientes era exprimida sin piedad. El libro de Anna Sewell fue escrito para denunciar esa situación y convertirla en intolerable, en una cultura en la que este tipo de libros era aceptado sin prejuicios, podía convertirse en éxito popular e incluso cambiar puntos de vista. Lo de Swift era exagerado, no absurdo.

Anna Sewell se torció un tobillo a los catorce años y el resto de su vida, hasta los cincuenta y siete, padeció una discapacidad que con frecuencia la postraba, a pesar de lo que se afanó en el activismo cívico junto a su madre, Mary Sewell, otra de aquellas Nightingale. Durante siete años, los últimos de su vida, fue componiendo, en los ratos que la enfermedad lo permitía, su única novela, las memorias de un caballo que pasa por casi todos los amos posibles en la Inglaterra victoriana, desde los señores que lo maltratan de orgullo con el odioso engallador, una correa que les obligaba a caminar con la cabeza levantada, a los cocheros que los cosían a latigazos y arrieros que los sobrecargaban hasta que reventasen. Pero el azar y el mercado hacen que también vaya a parar al establo de un amo ejemplar, alguien que los cuide y no los lastime, que les dé bien de comer y no abuse de sus facultades, que les acaricie y les hable. Black Beauty conoció zahurdas miserables y hogares apacibles, y también compartió establo con víctimas de miserables.

Sin embargo, al margen de lo edificante que resulta el libro, en la tradición de Apuleyo (otra vez), es su extraordinaria calidad literaria la que lo mantiene en pie. El caballo narra sus experiencias, charla con otros caballos que le cuentan las suyas y escucha y transcribe lo que dicen los humanos cuando están cerca de él, tanto los piropos o los insultos que le dirigen los mozos de cuadra y los amos, como las arengas en defensa de la semana laboral de seis días y contra el vicio del alcohol, o las invectivas resentidas de quienes se niegan a mirar a los ojos a los animales. Y todo está escrito con la misma limpieza con que nos miran ellos. Sewell lo nombra todo sin incurrir jamás en excesos morbosos o melodramáticos (bueno, casi todo, aunque supongo que era mucho pedir que abordase también la vida sexual de los caballos…), con una sencillez elegante que es como un empeño religioso, no salir del tema humilde, ni del lenguaje claro; rehuir cualquier afectación como método para trasladar la pureza moral del narrador. Sewell emplea la delicadeza firme, la claridad pudorosa, no recatada, y algo que siempre me ha parecido lo más difícil en una novela: los personajes buenos. El retrato de la bondad, en este caso la del propio caballo y la del cochero Jerry y su familia (que sin embargo terminan abandonándolo por causa mayor), es un territorio peligroso que circula en los abismos de la cursilería, pero aquí nunca pierde pie. Aquí, sin renegar de la educada melodía de los párrafos, la bondad es tan natural como los pensamientos del caballo, algo que solo una depurada técnica narrativa es capaz de hacernos comprensible.

Corre el riesgo este libro de que lo llamen delicioso. Delicioso es aquello que nos divierte sin comprometernos, que admiramos sin dejar de tenerlo por una obra menor. Si así fuera no se habría convertido en un clásico, no solo de la literatura fabulística sino de hasta dónde se puede llevar la transparencia narrativa sin caer en la simplicidad. Sobre caballos he aprendido mucho por la novela y porque las notas al pie son arsenales de datos interesantes; sobre la Inglaterra victoriana, he ampliado lo que ya sabía, pero sobre el arte de narrar me reafirmo en la convicción de que las obras perduran gracias a esa transparencia, a esa honestidad ascética de eliminar lo innecesario para que aflore la verdadera magia de la historia.


Anna Sewell, Belleza Negra, edición de Carme Manuel, trad. de Consuelo Rubio Alcover, Cátedra, 2019, 421 p.

15.11.22

Mazurca para Bibiana Candia


Lleva uno muchos años dándose cuenta de que lo miran mal cuando dice que le gusta Camilo José Cela, o que la prosa de Mazurca para dos muertos es un monumento de nuestra lengua, un vivero de ritmos y recursos que no han proliferado porque resulta difícil tener un oído tan fino, es más fácil borrar su nombre de los libros, despreciarlo sin haberlo leído. Y de pronto uno encuentra un libro que es un homenaje a la prosa de la Mazurca pero también una novela fresca y un poema, rigurosamente contemporáneos, y de paso una llamada de atención a lo que significa una novela histórica. He leído Azucre, de Bibiana Candia, con el entusiasmo de quien sabe desde las primeras líneas que la prosa suena bien porque está viva, que el ritmo envuelve la historia en una bruma musical, cercana, dicha, hablada, tierna y cruda, de una expresividad y un aliento que van de la canción de pueblo al canto épico, del pie de foto a las entrañas de la conciencia. Bibiana Candia va hilando un episodio histórico, intrahistórico más bien, enterrado en papeles amarillos, el viaje de unos cuandos mozos de aldea, de Galicia a La Habana, donde creían que iban a trabajar y hacer dinero y los hicieron esclavos en una plantación de caña. 
   Las cartas quebradizas donde se cuenta son el punto de partida de un poema, no de un novelón. Ese asunto habría dado para el consabido tocho de historia novelada, con damas por el medio, persecuciones y venganzas, toda esa morralla del folletín didáctico que sorprendentemente sigue teniendo su público. Candia opta por la estampa, por el momento, cuando salen del pueblo, cuando van por el mar, cuando llegan a Cuba, cuando los muelen a trabajar, cuando los torturan, pero esa estampa es un fragmento potente, un trozo de carne del desastre y un grabado de ignorancias y calamidades, de curas grasientos y capataces sin entrañas, de compañeros asustados y bueyes tranquilos. El presente celiano, su desarticulación deliberada, las mezclas de voces de personajes y sentencias del narrador, esa poderosa claridad de las cosas dichas por su nombre, de las frases pronunciadas por un ser vivo, va destilando el hollejo histórico en licor poético. Esa es la labor de la poesía, prescindir de la hojarasca de los datos, que para eso están los mamotretos, y dedicarse al espíritu de los acontecimientos, la injusticia consignada con cinismo, la piedad más inspirada que sermoneada, hiriente y breve, deslumbrante y precisa. Con esa prosa puede contar Bibiana Candia lo que le dé la gana, y todo tendrá ese perfume a canto susurrado, a oído para no saltarse el ritmo y vista para caer en los detalles elocuentes. Es una fiesta leer un libro tan bien escrito. Abandona uno el lápiz de señalar errores y se entrega, acepta las reglas estéticas, viaja en el ritmo de la prosa, disfruta.

La propia Bibiana Candia escribió un excelente artículo sobre Camilo José Cela que a mí ahora me suena a manifiesto literario. Y manifiesto de verdad. Lo primero es la prosa, la historia es el tema. Y la prosa es música verbal. Esa fue la gran enseñanza de Cela que, en parte por culpa suya, las generaciones posteriores no quisieron aprender. Algunos lo imitaban en secreto y lo odiaban público (el Llamazares de El río del olvido, el Muñoz Molina de La noche de los tiempos), como resentidos contra el señorón desagradable que sin embargo trataba la prosa con mejor oído que ellos, y con más humor. Pero era la «prosa macho», como la llamaba Umbral, y tiene que ser una voz femenina del otro extremo la que recoja el legado y lo ponga al día, ese castellano galaico que el maestro interpretaba como nadie.

Porque no se trata de escribir como Cela sino de adoptar sus técnicas expresivas, perfectamente vigentes en la prosa de hoy, y una cierta coloración estética que saca la emoción de la crudeza y la ternura de la claridad. Porque la voz de Bibiana Candia es propia, más delicada pero igual de expresionista. Lo que comparte con Cela es el lenguaje, el idioma, la lengua musical de los poemas que es la única que permanece. Lo que no comparte es la disolución del argumento, antes bien prepara Candia un final un poco demasiado rápido, desde la muerte de uno de los rapaciños hasta las consideraciones finales. Cela continuaba su salmodia polifónica sin aterrizajes dramáticos, en un texto compacto que estaba igual de sabroso al principio que al final, pero hacía echar en falta por lo menos un declinar, un ir acabándose. Candia no se sale del discurso cronológico y remata con ecos de violencia cinematográfica, algo que, más exageradamente, hacía Jesús Carrasco en Intemperie y que, aunque fue lo que le sirvió a Zambrano para el cine, a mí me dio la impresión de que de algún modo se cargaba la novela. Es este final de imágenes ya vistas, el ogro desde abajo, el huir entre las cañas, lo que me da la impresión de que, más que terminar el libro, le da el pasaporte.

O quizá era solo que, atenta a redondear el libro, se aparta un poco de la música, descompone la figura, entra en las páginas a compadecerse, como si los lectores no pudiéramos sentir lo mismo sin variar el tono implacable y hermoso que nos traía en andas. Igual le pasa como a Carrasco, que acaba siendo eso precisamente lo que haga popular esta novela, el argumento. Da igual. Con que disfruten de la prosa suculenta mientras esperan la llegada de la sangre, ya van bien servidos. 


Bibiana Candia, Azucre, Pepitas ed., 2021, 143 p.

6.11.22

El royo y el rucio



Un curioso prejuicio filológico ha impedido que sigamos viendo El asno de oro de Apuleyo como una fuente técnica y estética del Quijote. A finales del XVIII, Juan Antonio Pellicer lo daba por sentado con entusiasmo, pero poco después fue Manuel José Quintana el que declaró con solemnidad prerromántica que Cervantes no tenía modelos, ni siquiera clásicos, como era costumbre atribuirle. A partir de entonces, y con tímidas excepciones, la pedantería de Quintana se instaló como juicio definitivo. 

En el cervantismo posterior, el más ilustre negacionista quizás haya sido Menéndez Pelayo. En sus Orígenes de la novela incluyó la traducción de El asno de oro que en 1513 publicara Diego López de Cortegana y que tan popular se hiciera entre nuestros novelistas del Renacimiento. Por alguna extraña razón, don Marcelino escamoteaba la evidentísima influencia de Apuleyo en el nacimiento y desarrollo de novela picaresca, y se resistía a conceder más paralelismo con el Quijote que, en todo caso, el cuento en el que al narrador lo llevan a un juicio falso por un crimen inexistente, y cuando es obligado a reconocer los cadáveres de las víctimas, se encuentra con que, en vez de acuchillar a tres paisanos, dejó unos odres de vino como un colador. No me cabe en la cabeza que el ilustre polígrafo no reparara en la farsa general para reírse del protagonista, ni en el hecho de que la mayor parte de las historias se basan en engaños, disfraces y anagnórisis, y los héroes embaucan con hermosos discursos, y los episodios se concentran en un lugar (aquí una cueva de ladrones, en el Quijote una venta) que hace de teatrillo donde aparecen personajes que a su vez cuentan sus historias; ni tampoco en el gusto por insertar discursos y narraciones de estilo elevado, algunas (Cupido y Psique, El curioso impertinente) lo que ahora llamaríamos una novela corta y que en tiempos de Cervantes eran las novellas y en los de Apuleyo los logoi; ni siquiera en las burlas y los apaleamientos, ni en el hecho de que casi todo lo que sucede sea pura apariencia real. Digo yo que Menéndez Pelayo, a pesar de publicar entera la hermosa traducción de Cortegana, no quería darle demasiado jabón a cuenta de las obscenidades que salpican la novela, desde la criada Fotis cabalgando como una posesa encima del huésped o el catálogo de brujas poco aseadas y adúlteras escandalosas (con frecuencia las mismas) hasta las escenas gore como la de los tres ladrones muertos o los planes para deshacerse de la dueña dolorida (la de Apuleyo, no la de Cervantes); pero no deja de resultar chocante que no reparara en la permanente necesidad de cambio en el tono o en el tipo de historia, el juego bien avenido entre el sermo humilis de las historias de acción, ricas en descripciones y detalles —y jamás tediosas—, y el sermo gravis de los discursos o del largo cuento de hadas de Cupido y Psique. ¡Es que hasta pasó por alto el uso paródico que hacen Apuleyo y Cervantes de los tópicos del amanecer!

Que Cervantes leyó las Floridas de Apuleyo parece digno de consideración desde el momento en que cita en el mismo orden a los tres tipos de encantadores —magos, bracmanes, gimnosofistas—, y también que sea El asno de oro la fuente de aquello que recuerda Cervantes, que «los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la dedicaron fiestas», como, en efecto, sucede en la historia del falso juicio, si bien Cervantes lo atribuye a Pausanias, no a Apuleyo, como si fuera una cita de aluvión, de repertorio, y no una fuente concreta. Y eso que la crítica, incluido, a regañadientes, Menéndez Pelayo, siempre ha estado de acuerdo en la influencia que El asno de oro ha tenido en el Coloquio de los perros y en El casamiento engañoso, e incluso, últimamente, en que las «scientiae desultoriae» de Apuleyo, su ‘ciencia acrobática’, se corresponde con la «mesa de trucos» que anuncia Cervantes en el prólogo de sus Novelas ejemplares.

El asunto se presta a una comparación más demorada, así como entre los rasgos de estilo de Cervantes y los de la célebre traducción de Cortegana. Pero una nueva lectura de El asno de oro (en la versión de Lisardo Rubio, que es la primera que leí) deja claro que los principios son los mismos: la fruición del contar, la variedad constante y el juego de las apariencias, la proliferación de historias en un mismo marco de acción teatrales, la combinación de registros de acuerdo con los distintos momentos de la narración, o esa sensación jocosa que comparten autor y lector, llevada de la curiosidad y de la disposición a creer lo que de inverosímil tenga una historia verosímil, como hace el Primo y todos aquellos que deciden seguirle a don Quijote la fantasía.

El asno de oro, me temo, es uno de esos clásicos amortizados del que los cervantistas ya solo utilizan lugares comunes que no exijan la lectura de Apuleyo. Y sin embargo el brío, la ironía, los alardes descriptivos, el propósito de no aburrir, las sorpresas de última hora…, nada de eso pudo encontrar Cervantes en las novelas de caballerías, que eran su objeto de parodia, no su modelo de narración. Ninguno de aquellos tostones podía excitar tanto su imaginación como la bienhumorada inteligencia de Apuleyo. En el Persiles todo el mundo tiene claro que el modelo es Heliodoro y que Cervantes se empeñó en una novela griega canónica (y católica): los dos amantes que sufren juntos y por separado las mil y una antes de volverse a unir y ser felices (algo que, dicho sea de paso, dio a García Márquez para su novela más hermosa, El amor en los tiempos del cólera). Pero con el Quijote da la sensación de que nos empeñemos en inaugurar la originalidad absoluta, los libros que no salen de otros libros. La propia El asno de oro parece ser la rescritura de una fuente compartida por Luciano, la de un tal Lucio de Patras, donde se recoge la escabrosa anécdota que da origen a la novela entera. Está mal decirlo, pero tendría guasa que en el origen remoto de la novela moderna encontrásemos un relato como el del asno de Patras comiendo las rosas que le devolverán su condición humana, quizá en el único momento en que lo hubiera preferido dejar para más tarde…

De momento, ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo en cómo se titula. Un códice del siglo IX la llama Las metamorfosis, pero, aparte de la que da sentido al libro, la metamorfosis de Lucio en asno, pocas más hay en la novela que no sean de oídas o narrativamente secundarias. Sin embargo San Agustín, en el III, ya la llama El asno de oro, que siempre se ha entendido en correspondencia semántica con el vellocino de oro, aunque se descubrió que aureus asinus podía referirse al color rojizo del asno en que se convierte Lucio, el pelaje que, aplicado a animales domésticos, por estos pagos llaman royo. Tampoco de don Quijote se sabe si era Quijana o Quesada, una más de las constantes ironías y especulaciones que comparten, con un humor que aún nos hace sonreír.


Apuleyo, El asno de oro, trad. Lisardo Rubio, Gredos, 1983, 350 p.


24.10.22

Tópicos binarios


Cunde en la ficción contemporánea un realismo victimista que encuentra su más acabada expresión en los puntos de vista infantiles o adolescentes: los niños, amparados en la injusticia permanente, ven las cosas con la claridad y la pureza que perdieron sus padres. El mundo vacío empieza en la familia, inevitablemente desgraciada, culpable del trauma y de la rebelión. En la comedia clásica menandrina el padre es idiota y obsesivo, egoísta y tirano, un pobre fracasado al que todo el mundo engaña; la mujer, una buena madre que soporta al padre y por debajo hace felices, en la medida de sus posibilidades, a los desafortunados niños; y siempre hay un gracioso, un tío de la familia, poca cosa, risueño y fanfarrón, al que solo se tolera un rato. Entre los jóvenes, están las muchachas amarradas a la moral que lloran sobre la almohada, o las que se sueltan el pelo y desafían las convenciones; los niños, por regla general, son gordos y pusilánimes, o bien polvorillas que se sobreponen a la grisura buscándose la vida como los lagartos. 
    Así son los personajes de La familia, la reciente novela de Sara Mesa, tipos de comedia ensombrecida, pero tipos al fin y al cabo, sin margen para ser otra cosa que lo que se supone que tienen que ser. Aquí, el Padre, además de todo lo clásico, es antipático e inverosímil, un resentido que maltrata a su familia en la misma medida en que la vida lo ha maltratado a él; la madre, una señora que traga y refunfuña, demasiado sufrida como para mandar al marido al cuerno; el hijo mayor es la clásica víctima del bullying general, grande y patoso, su buen corazón arrinconado; el hijo pequeño, en cambio, es uno de esos chicos listos que salen a flote por un designio de la naturaleza, no del ambiente social. Las hijas, en rigurosa correspondencia, o llevan la tristeza como una marca de nacimiento o corren sonrientes y descalzas a un destino cruel. Nadie parece ser responsable de nada: la desgracia de los hijos se debe a la estupidez de los padres, culpables de que ya siempre sean así. Leyendo Las maravillas, de Elena Medel, algunos de cuyos personajes cumplen el mismo tópico, me quejaba de que esa insistencia del narrador en cargar a los personajes de culpas ajenas terminaba por acartonarlos. En Sara Mesa quizá la narración fluida mitigue las molestias, pero uno siempre espera que entre los personajes alguien sea algo por sí mismo, y que la novela sirva para que pruebe a ser otra cosa. Es la diferencia entre un tipo y un personaje: los tipos responden a un carácter que los determina, pero los personajes se lo van creando con la historia.

La estructura que emplea Sara Mesa favorece este tipo de cuadros inmóviles: cada miembro de la familia tiene sus capítulos, su punto de vista, y su combinación puede convertirse en un collage o en una novela por meandros. La diferencia es que el autor lleve al mismo tiempo varios personajes o varias tramas, que vaya uniendo imágenes a la espera de que todas juntas provoquen una impresión coherente, o que se decida a desarrollar y e ir uniendo las historias. Mesa opta por lo primero, de modo que La familia puede tomarse como un libro de cuentos protagonizados por los miembros de una misma familia o como fotografías que ilustran casos de familias decepcionadas. Es tan evidente que nadie va a tener ninguna oportunidad de escapársele de las manos a la autora, que esa forma de tensión, la espera de los cambios, enseguida se emplea en valorar la mejor virtud de esta novela, la prosa con que está narrada.

Sara Mesa huye de la tentación de la poesía, un riesgo evidente cuando se adopta este tipo de estrategia. La prosa aspira a la transparencia, pero es precisamente esa voluntad previa y ceniza la que la empaña, no ningún recurso técnico. Por ponerle un pero a su escritura, diría que refleja la misma cautela que le ha hecho disponer una estructura desarticulada para evitar los verdaderos retos de la novela: que la prosa corra, que el argumento haga camino.

Las novelas corales tienen esta pega: sus descripciones son estáticas, no hay en ellas duración ni duda. Las historias pueden solo plantearse, igual que Martina se plantea al final de la novela sus investigaciones en la hemeroteca: «Cosas pequeñas. Al ponerlas juntas quizá tomen sentido. O quizá no. Eso es justo lo que estoy tratando de averiguar». Páginas atrás, a Clara, cuando se despide de su hermano, le ocurre «como suele ocurrir con la memoria, tiene claro (sic) los planteamientos, a veces los nudos, jamás los desenlaces». Algo así pasa con esta novela, que nos habla de una situación, de un estado de cosas detenido en escenas bien narradas, con los detalles suficientes, con las justas proporciones, que es como se crea un mundo. La familia sí crea un mundo con su prosa intensa y clara, pero es un mundo que no se mueve. La severa (y absurda) disciplina que impone el padre en sus hijos la impone, desde el otro extremo, la autora en sus personajes. Y eso deja en la novela un fino barniz moralizante, de departamento de orientación, como un catálogo de errores frecuentes  en el seno familiar que justifican después el determinismo cabizbajo de sus criaturas.

Es el sino de los tiempos y no he leído nada más de Sara Mesa, pero con esa prosa no me cuadra que no se arroje a los azarosos vaivenes de una larga narración, sin subterfugios estructurales que le ahorren quedar en manos de sus personajes; está demasiado despojada de retórica como para que no podamos recorrer con ella un largo y sinuoso camino, no visitar una cuidada exposición de fotos. La tentación del binarismo, del bueno/malo, del hombre/mujer, no genera más que prejuicios narrativos que apersogan a los personajes. Es frecuente, es lo habitual, casi lo canónico, pero, por más que vaya con la época, no deja de flirtear con el tópico.


Sara Mesa, La familia, Anagrama, 2022, 224 p.

22.10.22

Humor ajeno


Eso de que el humor no tiene fronteras, mejor lo dejamos estar. No me imagino a un judío neoyorquino partiéndose de risa con la transcripción de los monólogos de Gila o de Tip, no digamos de Chiquito, del mismo modo que a mí me cuesta un esfuerzo gratuito sonreír siquiera con los relatos de Gravedad cero. No sé la cultura judía (hay sesudos estudios al respecto) pero sí que, en general, los anglosajones se ríen con disparates fabulísticos, les gusta jugar con los apellidos y llenarlo todo de alusiones. Digo yo que los relatos breves que componen este libro (casi todos sobre tiburones financieros, productores sin escrúpulos, cineastas endiosados, actrices bobas, cuando no narrados por una vaca, una langosta o un coche viejo) funcionarían en un talk show de neoyorquinos cool, pero a un servidor no le hacen mucha gracia, ni siquiera yendo y viniendo al aparato de notas y al índice de alusiones. 

Pero es un problema mío. O quizá cultural. Está demostrado que la literatura española es refractaria a la fantasía y al humor. Ni siquiera los libros de risa escritos por españoles tienen más gracia que la que pueda sostener, y no mucho tiempo, una sonrisa floja. Con un libro nos reímos del golpe, de la humorada, de la situación, pero no de un alarde verbal, que sí puede hacernos gracia en vivo, sobre todo por el aparato audiovisual que lo acompaña, los falsetes y las caras feas. Para reírse a mandíbula batiente con un cuento, supongo que hay que aceptar el juego de la fantasía desmadrada, y ya decía Dámaso Alonso que lo nuestro es el realismo crudo, no el chiste fácil. Ni las comparaciones hiperbólicas ni las alusiones históricas (dicen que es muy típico del humor judío exorcizar la historia, por terrible que sea) hacen ninguna mella en nuestro escaso sentido del humor, que sin embargo sí las aceptaba, y de qué buena gana, en las antiguas historietas del TBO, pero aquellas eran menos sarcásticas que sádicas. El que hacía gracia no era el usurero sino el moroso, no el ricachón sino el mendigo. 

Sí es evidente que la táctica de Allen en estos relatos breves (tres cuartas partes del libro) es tomar una noticia extravagante y fabular con ella en los terrenos del delirio, o echar gotas de vitriolo precisamente en aquellos temas que han caído debajo del ala de la corrección política. Alguno de estos cuentos, por ejemplo el de la actriz decidida a no caer en las garras de su productor, Que el verdadero avatar se levante, por favor, deben ya de figurar en la lista de agravios intolerables que, sin la más mínima prueba, están amargando la existencia de Woody Allen en los últimos tiempos, y eso que en este caso se trata de un cuento publicado en The New Yorker en 1910, cuando aún no era pecado mortal atreverse a bromear con la de actrices de Hollywood que no hicieron ascos a la hora de conseguir un papel y los faunos que habitaban las productoras. 

En fin, no sé, seguro que hay alguien que comparte ese sentido del humor aunque no sea judío nacido en Brooklin. Pero he de decir que cuando, hace mil años, leí Sin plumas en aquella colección color gris brillante de Tusquets, me recuerdo haciendo esfuerzos para sonreír porque no acababa de cogerle el punto. Todo el placer que me producían sus películas no humorísticas, no esencialmente chistosas, me dejaba indiferente con esa verborrea de nombres graciosos y exageraciones inverosímiles. Imaginarse al propio Allen contando esas historias en un club ayuda bastante, pero leer es leer, oiga.

Otra cosa es la pieza que cierra el libro, una novela corta, de unas sesenta páginas, en un tono completamente distinto, más parecido a la deliciosa primera parte de sus memorias, y con un argumento en el que resulta difícil no imaginar a una Diane Keaton joven con sombrero de ala y corbatón. Pero esta novelita es una comedia romántica truncada, como un argumento que hubiese llegado a un punto más allá del cual al propio Allen le daba mal rollo seguir. Da la sensación de que Crecer en Manhattan es el primer capítulo de una novela, un estupendo principio, agradable de imaginar como una película suya, con un final que sorprende porque no es un final sino una prueba de modernidad amorosa que el protagonista ya no está dispuesto a pasar. 

Pero el hecho de que no la desarrolle no quiere decir que no esté terminada, sino algo quizá más preocupante, que ahí se acaba todo, en la imposibilidad de un romanticismo clásico, en que es el hombre el que prefiere quitarse de en medio antes de jugar a despojarse de cualquier mínimo sentido de la exclusividad, ni mucho menos de la posesión. Deja un regusto triste. Con la extrema facilidad de Allen para trenzar un argumento, rellenarlo y no aburrir, esta historia parece no haber querido ser resuelta, como si cualquier continuación estuviera ya manchada por la antipatía. 

El caso es que podría haber seguido y la habríamos leído con mucho más interés que la colección de chistes para iniciados que ocupa el resto del libro, y así da la sensación de que está un poco remetida, como si los cuentos fueran poco y hubiera que compensar con un buen relato, o como si el relato fuera un guion descartado que con unos cuantos chistes barrocos formaran una edición más compacta. O que ya sabía que no me harían gracia pero a estas alturas lo que no me divierte me conforta, como si leerlo significara ser solidario con un artista al que me resisto a no admirar.


Woody Allen, Gravedad cero, trad. Eduardo Hojman, Alianza, 2022, 248 p.

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