7.3.24

Jacinto

Cuaderno de invierno, 78


Aunque todavía no han brotado las hojas de los árboles, al jardín le salen los colores de un día para otro. No da tiempo a pensar que las flores nazarenas del prunus ya empiezan a salir, porque de pronto ya han salido, y lo mismo sucede con el sedum de campánula amarilla, el intenso naranja de las margaritas o las violetas delicadas. Uno sale a por una hoja de laurel y gira la vista y hay una planta en flor que ayer no estaba. No es un estallido de tonalidades ni un griterío de pájaros por la mañana. Los lilos todavía no perfuman el paseo, pero el albaricoquero ha florecido, como el ciruelo silvestre, el de las ciruelicas de pastor, que de pronto parece un ramo de crisantemos. El ambiente ya empieza a sugerir una paleta de tonos vivos, azules y carmines para pintar historias de pasiones y resurrecciones, entusiasmos y dolores, todo eso que hasta ahora sonaba con un tempo contemplativo. Abandonamos lo excepcional menudo para entregarnos a un inventario de hermosuras variegadas. Perdemos la seguridad de lo esquemático, el sosiego de lo sencillo. Es como si volvieran a repicar las campanas y hubiera que cargar los fardos para volver a la plaza del pueblo a cantar la mercancía, un aviso de tumulto y ajetreo.
En eso, supongo, consiste la astenia primaveral, en el desaliento de no abarcar tanta hermosura. Nos conformábamos con estar pendientes de avivar el fuego, nos calmaba ver el mundo en matices de gris. La limpieza del otoño era una purificación interior que ahora brota sin remedio. Los preciosos jacintos rosas ya no acompañan solamente, ya llaman la atención, la exigen, la reclaman, no se puede pasar al lado sin salirse de los propios pensamientos. El mundo se detiene a cada paso para enseñarnos lo bien hecho que está, y al mismo tiempo crece la mala conciencia de no estar a su altura. La belleza duele porque nos degrada, al menos al principio, en estos entretiempos, que es cuando con más saña suele atacar la astenia. Luego, cuando todo se confunda de verdor, cuando sea más urgente huir del calor que contemplar una forsitia, de nuevo nos retiraremos a nuestros pensamientos y el entorno volverá a su condición de acompañante, ingente, inabarcable. Su rotundidad nos dejará tranquilos. Pero ahora hay que mirar esos jacintos, como si no conmoverse con ellos fuera un crimen de vulgaridad.

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