Entre las interpretaciones que se hacen en España de cómo han reaccionado los ingleses ante el atentado de Londres, algunas muy pintorescas, me interesa la que se reduce a la manifestación del dolor y a la consternación general. Un amigo londinense me envió un correo el mismo día del atentado, y me dijo que le había impactado menos este atentado que el de Madrid. Lo achacaba a la lenta gradación de las informaciones, pero sobre todo a que se había cerciorado de inmediato de que ninguno de sus amigos iba a esas horas en esas líneas. Dicho de otro modo, el atentado de Madrid le descubrió un peligro nuevo, y recuerdo que en aquellas fechas hablamos bastante de lo que significaba para Europa, que era como sentir que el ameno parque donde paseamos por las tardes es parte de un campo de batalla donde pueden suceder tragedias espantosas. En el caso de Londres, meses después, no creo que se lo esperasen, por mucho que avisasen de que la seguridad absoluta era imposible (algo dramático de puro obvio), pero sí que, en cierto modo, lo tenían asumido, lo suficiente para no sufrir la horrorosa impresión que sufrimos en Madrid. La capacidad de acostumbramiento al horror es increíble.
Pero hay otra cuestión de carácter. Los meridionales expresamos nuestro dolor como si nos diese miedo el olvido, colaboramos en el luto para consolar a los que sufren y garantizarles que vamos a cultivar su memoria. Y nos parece una injusticia divina que los brazos y las mentes que hacen funcionar un país, la sangre que corre por el transporte público, mueran de manera tan absurda, asesinados a ciegas. Nos desesperamos de corazón, pero eso no nos da derecho a fiscalizar las lágrimas de los demás.
Los ingleses, por su parte, no creo que respondan al tópico de la ocultación del sentimiento (más bien sano pudor), sino que combaten el dolor librándose de él, por duro que pueda resultar a quien le haya tocado sufrirlo, y llevan a todos los ámbitos la racionalidad un poco cínica del individualismo que aquí sólo nos saltamos en momentos de desgracia. Sin embargo, de vuelta del funeral, aquí y allí, nadie conoce a nadie.
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