2.9.06
Brucelosis
En la primavera de 1911, en Barcelona, el arquitecto Antoni Gaudí enfermó de brucelosis, una infección que recibe también el nombre de fiebre ondulante, nada más apropiado al temperamento estético del arquitecto. Lo he leído en el amenísimo libro de Gijs van Hensbergen que Plaza y Janés publicó en 2002. El autor sugiere que Gaudí pudo contraer la enfermedad por su costumbre de almorzar leche con lechuga. Empleaba, como escudilla, una lechuga especial, estriada, estéticamente más interesante que la lechuga normal, y de su cada vez menor apego a la higiene cabría deducir que la leche procedía de alguna cabra descontrolada, de esas que pacían extramuros del suntuoso parque Güell.
El caso es que los síntomas se desataron y Gaudí tuvo que pasar una larga temporada en Puigcerdà. No sólo se trataba de flojera física y dolor intenso en las articulaciones, sino de unos violentos cambios de humor que el artista, pese a sus convicciones místico–vegetarianas, no podía sujetar: de buenas a primeras montaba en cólera, y para no herir a quienes le acompañaban solía concentrarse en un silencio atormentado que da miedo imaginar. La verdad es que, aparte de la leche, el alcoholismo irreprimible de su querida sobrina Rosita y la muerte de su anciano padre obraron en la mente de Gaudí como si sus cálculos sobre la cripta del Park Güell hubieran sido inexactos y al quitar las cimbras y los estampidores se le hubiera caído entera en la cabeza. La cripta no se hundió, pero el arquitecto sí.
Aparentemente Gaudí había pasado de largo por la Semana Trágica, en una actitud que a veces recuerda la de James Joyce cuando estalló la Primera Guerra Mundial: “Ah, sí, me han dicho que hay una guerra por ahí...” Pero me resulta imposible que un beato franciscano como él ignorara la procesión de ira que bramaba contra el marqués de Comillas y de Eugeni Güell. Era imposible que quien purificaba su sangre compadeciéndose de los obreros no sufriera jamacucos neurálgicos al ver la actitud de sus mecenas; o que quien recuperó la mística para la catedral de Palma fuera insensible a los gritos desesperados del proletariado catalán. De ahí, pienso yo, le vino la brucelosis, de la tremenda contradicción ultracatólica de quienes consideraban que los obreros merecían ser obreros porque si hubieran sido mejores habrían sido burgueses. Eso es lo que opinaban sus amigos, sus clientes, sus pacientes mecenas, sus párrocos orondos. Quizá fue la sensibilidad que los ultras mojigatos no suelen tener la que le infectó de fiebre ondulante. Los ultracatólicos de ahora están más sanos porque sus sonrisas de caballo bien alimentado son inmunes a las contradicciones, no están infectadas de piedad.
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