7.9.06

Middlemarch


En medio del incomparable placer que representa leer novelones del siglo XIX, siempre hay una marea de fondo, un runrún desesperante, la imposibilidad de que en nuestro tiempo se escriban novelas como aquellas. Hace poco leí Un hombre implacable, de Ellmore Leonard (el autor de Jackie Brown) y al final tuve la sensación de haberme terminado de leer un listín telefónico adornado con más de ochocientas balas: las frases no iban más allá de “Fulano hizo esto”, “Mengana dijo lo otro”, pero ni las acciones ni las palabras se permitían ni la más mínima demora, no fuese a ser que el lector se impacientase. A fin de cuentas, Ellmore practica un género rápido y cortante, pero algo parecido me sucedió al comenzar la lectura de Hasta que te encuentre, el novelón de mil páginas que ha publicado John Irving. Y eso que Irving sí es santo de mi devoción y estoy seguro de que me terminará enganchando, pero de momento encuentro ambas novelas igual de soporíferas, de tan rápidas.
No seguí con Irving porque iba buscando un cierto estado de ánimo que difícilmente consigo con la literatura que ahora se nos vende. Ahora las novelas publicables deben estar escritas para gente a la que no le gusta leer, y eso hace que las grandes conquistas de la narratividad hayan quedado proscritas. En Middlemarch no hay asuntos que interesen por sí mismos. Voy por la página quinientos y pico y todo lo que puedo decir –todo aquello de lo que puedo informar– es que hay una muchacha, Dorotea, que se casa con un viejo erudito, Casaubon, y trata de tapar con ingenuidad y buenos modales sus ansias de juventud, es decir, lo mismo que podría decir de Emma Bovary, de Ana Karenina, de Ana Ozores o de Effi Briest. Pero en Middlemarch la autora tiene el buen gusto de no hacer de ese asunto ni siquiera el centro de la narración, porque el centro es la narración misma, el estar ahí, esa metamorfosis que nos hace oler la madera del suelo donde sucede una escena, que nos hace ser uno más de los que están allí hablando. A veces uno descubre, después de cincuenta o sesenta páginas, que todo lo que ha avanzado el argumento cabría sin apreturas en dos o tres frases breves. Para entonces, uno ya no desea nuevos acontecimientos porque en el mundo que retrata Eliot los acontecimientos no son sucesos llamativos sino cosas que pasan; si acaso se los inventa con la excusa de menudencias que tampoco van a ningún sitio, pero que, en conjunto, en esa última transformación de una novela en nuestro cerebro, cuando nos sentimos llenos de ella y somos capaces de vernos y ver a los demás desde dentro de ella, procuran un placer y una sensación de conocimimiento que inevitablemente nos hace sentirnos mejores, más a gusto con nosotros mismos.
Además, la vida en provincias es así, desde luego, como la retrata Elliot, pero es también así la vida entera, ahora y en 1830. Decía Mendoza que cuando leyó Guerra y paz por vez primera tuvo la enfermiza sensación de que la realidad, la vida, era lo que había en el libro, no fuera. Y es verdad: en estas novelas uno no tiene prisa por reanudar la lectura para ver qué pasa, sino para estar un rato allí metido. La proporción entre la extrema lentitud de lo informado y el extremo brío de lo narrado es la única fórmula novelística que me convence, porque, diga lo que diga la televisión, es la que más se parece a la vida.
Pero ahora los lectores (y sobre todo los editores) no son lectores de novelas sino de periódicos. Les ocurre lo mismo que a los fumadores de cigarrillos cuando quieren pasarse a la pipa, que no saben fumar sin prisas, que no saben disfrutar del tabaco, ni de su aroma ni de su presencia. Les atrae sólo el objeto, ellos mismos fumando en pipa, pero a las primeras chupadas compulsivas, de fumador de retrete, se queman la lengua y vuelven a dejar el novelón abandonado.
Me voy a leer las otras quinientas páginas que me quedan. La mañana está fresca y nublada, y en la biblioteca del viejo Casaubon, ahora que el doctor Lydgate le ha prohibido que estudie tanto, se debe de estar divinamente. Dorotea sólo la utiliza para sus entrevistas con Will, pero aun así no descorre las cortinas, la mantiene en penumbra.

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