5.10.06
Stendhal 4
No ha sido buena idea leer antes La Cartuja de Parma que Rojo y negro. Me parece irrelevante dejarse llevar por el tópico –en este caso más que en otros– de cuál es mejor; pero no lo es reconocer que La Cartuja continúa y perfecciona un modo de novelar que se va gestando en Rojo y negro, hasta el punto de que puedo hablar (son gustos, son manías) de una maravillosa novela compuesta por la segunda parte de Rojo y negro y la primera de La Cartuja.
Bien es verdad que pueden compararse porque son bastante parecidas: un héroe adolescente de veinte a veinticinco que no se entera demasiado cuando a su lado pasan mujeres maravillosas. Si estas bernardinas babeaban hablando de Gina, ¿qué decir de Mathilde de La Mole, la heroína más moderna de todas, la más sensible, la más valiente y la más loca? Pero estos héroes masculinos de Stendhal no se pierden por las grandes mujeres sino por arquetipos sin demasiado cuajo. La Clelia de La Cartuja siempre me pareció una muñeca de porcelana, igual que la Mme. de Rênal de Rojo y negro, a pesar de que Stendhal dice muchas veces que era una dama muy delicada, siempre se me representa como la señora pepona que de pronto se desmelena. Me llegó a irritar que al final de la novela esta mujer masoca se comportase como esos personajes enfermizos de Dostoievski que acaban dando asilo a quien los intentó matar. Yo echaba de menos a Mathilde, que termina la novela de espaldas y disfrazada de fantasma.
La Rênal está puesta en la novela para que la enamore Julien. No sólo no ofrece la más mínima resistencia, sino que tampoco hace nada para que nos enamoremos de ella. Está en la misma situación que Ana Karenina, pero su vuelo es corto. Stendhal no se molesta en darle un giro sorprendente, en hacerla avanzar, en transfigurarla un poco. Cuando Julien se va de Verriéres, lo que más nos alegra es que se busque otra. La sensación al ingresar en la segunda parte de la novela es exactamente la misma que cuando uno abandona el tedio provinciano y se presenta en París. La empatía del héroe con el lector implica sacrificar a esa pesada.
Otro día si tengo tiempo dedicaré unas líneas a glosar sus virtudes, pero la que importa es Mathilde. A Stendhal se le ve el pelo de la dehesa, el aristócrata que se disfraza de Napoleón. Le tiran los nobles porque en cuanto se los echa a la pluma le salen casi sin querer personajes extravagantes a quienes quizá intentó pintar degenerados pero la verdad es que le salieron divertidísimos. La que más, Mathilde de La Mole, que en el fondo es Gina cuando era joven, cuando aún no había probado los venenos del amor.
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