20.11.06
Probatura
He empezado, un poco a la buena de Dios, a escribir el argumento del próximo folletín de verano, que, de momento, se llama Una flor de hierro. Cuelgo aquí la primera pellada de barro informe que me ha salido.
1. La casa de cristal
El marquesito se llamaba Leopoldo, don Leopoldo de Posos, el marqués de Posos, el marquesito. Acababa de cumplir los treinta y ya nadie le apeaba el don, y lo de marquesito no era porque fuese joven sino porque era el hijo de la marquesa, y además soltero, es decir, en situación de prolongar la infancia y fundirla en una ociosa imagen de rentista, de niño perdis con espolones. La gente siempre se había deshecho en lenguas con el marquesito, pero también cundía en torno a él una cierta simpatía servicial, una especie de agradecimiento patrio por el hecho de que el marquesito jamás, salvo cuando se fue a estudiar, se hubiera marchado de la provincia. No era lo normal. Los jóvenes modernistas como él eran aves de pluma voladora. Todo les venía pequeño y se instalaban en algún palacete de Valencia, o de Barcelona, y muy de vez en cuando, poco menos que para recoger los diezmos, nada más, volvían a la ciudad y pasaban unos días muy aparatosos, llenos de reverencias y actos públicos, para volverse a marchar con los primeros fríos y dejar la casa como un mausoleo abandonado. En el mismo Teruel había varias casas así, terratenientes que no se dignaban siquiera compartir el aire del que vivían. Esto la gente lo llevaba mal. De fuera vendrán..., comentaban a la mínima.
Así que el caso de los marqueses de Posos, de la marquesa sobre todo, que necesitaba para ella sola y para su servidumbre casi todo el palacio de la calle de San Miguel, era muy apreciado entre la ciudadanía. La marquesa no era ruin, sorprendentemente, pero aunque lo hubiera sido siempre habría estado a su favor el hecho de vivir en la ciudad. Siempre la habrían perdonado por ser como de casa, tan campechana ella paseando por la carretera de Cuenca con sus criadas. Y algo parecido sucedía con el cabraloca del marquesito.
La marquesa, doña Dolores, se lo dejó bastante claro cuando Leopoldo terminó sus estudios de abogado. “Muy bien”, le dijo, “ya te han regalado el título y, como no creo que lleves intención de trabajar jamás –y menos mal, por otra parte–, lo único que te pido, hijo mío, es que vivas con discreción”. El marquesito dijo que sí. “Sí, mamá, no te preocupes por eso; tú a mí hazme el favor de no preocuparte por mí, y yo no te daré ningún escándalo, te lo prometo”.
El marquesito casi cumple su promesa. El marquesito era un hombre de palabra, pero la vida se interpone. Como él mismo solía repetir en momentos de especial decadentismo, la vida es una breve primavera. Debió añadir, al decirlo, que nunca sabes cuándo estallarán los truenos, cuando vendrá la tormenta; cuando, sin esperarlo, sin darnos tiempo a cobijarnos, nos anegará la lluvia.
Pero en aquel momento, en 1906, nadie lo habría dicho. Como esos mozos juerguistas que de la noche a la mañana se recogen y sientan la cabeza, y en pocas semanas su imagen, sus movimientos incluso, ya no son los de un gaire bebedor sino los de un padre de familia, así el marquesito, en cuestión de días, adoptó el aire grave de un señor: se encargaba trajes negros, usaba bastón, capa española y bombín de paño, y cualquiera hubiese dicho que era esa la imagen que cultivaría durante los siguientes cuarenta años, hasta que fuera rematadamente viejo.
En la cabeza del marquesito estaba el alternar la imagen que deseaba su madre con algunas escapadas en las que hartarse de vino y rosas. Y así lo hizo, los primeros años. El señor severo que daba prestigio en los entierros se convertía en un pimpollo con las puntas del bigote retorcido que se pintaba los ojos y se perdía en francachelas de poetas. Su imagen pálida, su semblante adusto, esa forma digna de ir al lado de su madre, sujetándola del bracete, esa manera tan seria de intervenir en las conversaciones, todos esos achaques de solterón eran perfectos para las reuniones vespertinas de la marquesa y para el complejo entramado de actos piadosos con que la señora rellenaba su vejez. La marquesa era madrina de casi todas las cofradías de Semana Santa, ella en persona se encargaba de diseñar los mantos de flores de la Virgen. Bueno, ella no. El que lo hacía era el marquesito, pero su faceta de florista era una de las que su madre le había pedido que no sacase a pasear. A cambio, una vez al año, el marquesito podía asomarse al balcón de los Ferranes, solícitos amigos suyos, y ver una procesión de Viernes Santo que en realidad era un desfile con sus diseños florales, como aquel que asiste a una pasarela de moda de esas que un par de veces al año el marquesito veía en París.
Lo de las flores era un secreto. A tres o cuatro leguas de la capital, según se remonta el Guadalaviar, en una de aquellas vegas que bajan del páramo hasta el río, Leopoldo cuidaba sus flores en una masía fluvial que él había convertido en invernadero. En los últimos tiempos, entre que su madre andaba un poco renqueante y que su pasión botánica lo absorbía, Leopoldo apenas iba perezosamente a Zaragoza, pero las grandes juergas valencianas iban distanciándose en el tiempo. Ahora ya se estaban pasando los fríos y en el invernadero había que trabajar a destajo. El marquesito empleaba a estudiantes pobres de los Hermanos de la Salle, venidos de los pueblos, a los que durante casi todo el invierno metía en la biblioteca para que estudiasen junto a la estufa.
Todos lo llamaron siempre el invernadero, empezando por la marquesa, a la que le horrorizaba una casa que en verano pudiera estar infestada de mosquitos y que en invierno sólo fuese frecuentada por labradores. Era una de esas casas con forma de gallina clueca que pueblan las masadas de los pueblos, pero estaba cubierta de octubre a mayo por una cristalera que daba la vuelta a las cuatro fachadas. Durante los meses de invierno sólo se veía desde el camino que bordea el río una cristalera de reflejos plateados entre la maraña de las ramas de los sauces, que cuando echaban hoja la emboscaban y ya no se veía nada.
Al principio Leopoldo sólo iba para recoger las flores. En la parte más baja de la finca, al nivel del río, había sustituido las antiguas plantaciones de pipirigallo por hileras de dalias y de crisantemos, y los huertos que bañan en terrazas las acequias se poblaron de clavelinas. Hubo una época en Teruel, a principios del siglo XX, en que a todos los muertos se les echaba en la fosa un ramo de flores de Leopoldo, cuya oscura silueta figuró en la cabecera de la mayoría de los entierros.
La jardinería no era solo un pasatiempo. Poco a poco, casi sin darse cuenta, un libro ahora, unas zapatillas de paño después, Leopoldo fue trasladando al invernadero las habitaciones que ocupaba en el palacio. Una tarde, como tenía por costumbre, mientras tomaban el té desde los balconcitos que daban a la plaza de la Bombardera, Leopoldo anunció a su madre que se iba de viaje. La madre nunca ponía el menor inconveniente. “Sí, hijo, sí”, le decía, “sal y desfógate un poco, y no te olvides de traerme unas botellas de agua de Vichy”. Esa vez, sin embargo, en vez de alojarse en el pisito del paseo de Colón, o en su apartamento del Park Güell, Leopoldo se marchó al invernadero y allí pasó, protegido por la enorme cristalera que brillaba entre las ramas de los sauces, un par de semanas en las que gozó de la felicidad morbosa del silencio y del cuidado constante de las flores. Ayudaba a sus ayudantes en sus deberes, un chico de Alfambra, Luisín, y otro de Fuentescalientes, Isidoro, pasaba revista minuciosa de las flores o se sentaba en el sillón de orejas frente al fuego bajo, a leer un tratado de Celestino Mutis.
Y pensaba. La situación le hacía gracia. “Parezco un Tiberio”, bromeaba junto a un rododendro, pero lo más gracioso era que aquellos dos muchachos, a su edad y con sus circunstancias, habrían estado al servicio de cualquier otra familia pudiente, y desde luego no los habrían empleado en ponerlos a estudiar. Y sin embargo, como tantas otras cosas, había que ayudarlos en secreto. ¡Un solterón con dos muchachos, y allí en el huerto! El escándalo que se imaginaba le hacía reír de emoción a Leopoldo, pero la promesa de no afligir a su madre y un cierto olfato para la prudencia que había heredado de su padre lo convencieron de llevar siempre consigo a un criado de la casa, alguien de la absoluta confianza de su señora madre, el más viejo y leal de los criados, Fermín, un anciano fibroso que escardaba los gladiolos con la mano.
Estas medidas de protección ante el escándalo sólo lo abandonaban en la más absoluta soledad, lo que sintió aquella tarde que los muchachos ya se habían ido a sus pueblos y Fermín estaba en un entierro humilde, representando a la familia, y él se marchó al invernadero y las horas iban más despacio y más deprisa, lo primero porque pudo disfrutar todo el tiempo de sí mismo y su silencio y lo segundo porque al terminar aquellas dos semanas se sintió mucho más joven, menos cínico, con más ganas de vivir.
Nada más volver a casa, como si viniera del extranjero, entró frotándose las manos al gabinete de su madre, dispuesto a contarle bellas mentiras y a proponerle proyectos interesantes.
–Se me ha ocurrido que no estamos dejando en la ciudad, aparte de este palacio, ninguna huella arquitectónica, mamá.
–¿Ah, sí? Pero querido, ¿y quién te piensas que pagó el panteón?
–No seas tan estricta, mamá. Yo pensaba en algo un poco más visible.
–Una estatua de tu padre, ni lo sueñes.
–¿No? ¿Y por qué no? Una estatua tipo Castelar. O bien tipo Flaubert. ¿No te parecería mejor así? Papá fue un prohombre de la ciudad. A los prohombres se les hacen estatuas de bronce con barriga y bigotes largos. Papá gastaba bigotes de moco, mamá.
La madre fingía enfados de madre, y el hijo se sentaba en el brazo de su sillón, mientras probaba las tortas finas.
–No te rías de tu padre. ¿De dónde has sacado esas tonterías?
–No te enfades, mamá. Yo estaba pensando en algo mejor. ¿Qué te parece un asilo para ancianitos desamparados?
–Carísimo.
–¿Y no te haría ilusión, mamá?
–Llama a Josefina y dile que me caliente la tetera, que está helada. No sé yo dónde querrás ir a parar, hijo mío.
Leopoldo tiró de la campanilla.
–¿Y una iglesia?
–¿Otra?
–Mamá, si te refieres al mausoleo, nadie se va a acordar jamás del dinero que pusiste.
–¿Y se puede saber por qué una iglesia? ¿No te parecen pocas, que nos pasamos la vida en ellas?
–Esto va a ser la fe, mamá. Esto va a ser que me he caído del caballo.
–Yo no sé si tú te habrás caído del caballo, Leopoldo, pero yo, del guindo, hace mucho ya que me he caído. Así que tú verás lo que haces, pero las facturas las voy a seguir firmando yo.
–¡En qué concepto me tiene, señora marquesa!
–No me vengas con pamplinas. Si no sujeto a tu padre, nos deja en la puta calle. Así que como para ponerle estatuas.
Leopoldo dio por cumplimentado el protocolo y se puso manos a la obra. Hacía tiempo que pensaba en un arquitecto catalán que vivió durante algunos años en Teruel pero tuvo que volverse a Cataluña y ahora trabajaba, según sus últimas noticias, para el ayuntamiento de Tortosa. Este arquitecto, Pau Monguió, había traído un aire nuevo a la ciudad. Sólo había estado tres años en Teruel, entre 1899 y 1902, pero en ese tiempo participó en la reconstrucción del convento de los Franciscanos y construyó el panteón del Capítulo Eclesiástico, aparte del nuevo Depósito de Cadáveres, todo ello en un estilo muy moderno.
Leopoldo lo conoció en la Sociedad Económica Turolense de Amigos del País, donde pronto Monguió había sido nombrado presidente de la Sección de Instrucción y Bellas Artes. Leopoldo pensaba en él como el artista al que se podía dejar suelto para que desarrollase lo que no había tenido la oportunidad de crear en un mundo tan saturado de genios como el de Barcelona. Pensaba en él para el invernadero, para levantar una hermosa villa floral, una villa como la de Adriano, mejor que Tiberio. La llamaría, eso lo supo desde el principio, La Villa de Pomona.
Pero Leopoldo era todavía un estudiante que escribía versos en los libros de derecho mercantil. Entonces era sólo una ilusión modernista, y su padre, que aún vivía, nunca quiso saber nada de arte. Pero ahora era él. Y él quería decorar el invernadero. Había que averiguar qué había sido de Monguió, que salió a escape de la ciudad, víctima de un turbio asunto que Leopoldo no vivió y que ahora no le importaba en absoluto. Puesto que no había sido posible una revolución moral, por lo menos iba a darse el gusto de una revolución estética, aunque tuviera que vestirse de negro para siempre.
Ya estoy con ganas de un segundo capítulo. Un folletín para el invierno no estaría nada mal.
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