Todo lleva su tiempo. Hay que quitar al tronco los chupones, matar los bichos que barrenan en las médulas y tapar los agujeros de la cepa con amurca negra. Lo normal es dejar dos yemas por pulgar, pero también hay que despejar el camino de las guías y desatar los ñudos. Cada vez que cortas un sarmiento, “al sesgo y en redondo”, como dice Columella, del tallo brota una agüilla lenta, como una sangre transparente que humedece las tijeras. Y es necesario cortar a la mitad del cañuto, porque los pámpanos que brotan al lado de la herida padecen con los fríos, y también después con el bochorno, y porque, si la parra llora encima de la yema, puede cegar el botón. El tronco rapado es un parsimonioso derramar el agua nueva. A veces me paro a mirar el denso goteo en un liño de sarmientos cortados y pulgares reventones. La vida contemplativa empieza en acompañar a esa gota en su camino hacia el vacío.
Otros pagos más feraces viven asfixiados por la extrema velocidad de sus vegetales: todo crece tanto que no da tiempo a percibir los cambios. Pero la parra es culebra de secano. Dejas un sarmiento sin cortar y sabes que habrán de pasar muchos años hasta que se retuerza en un tronco y se despelleje, pero ese cambio será espectacular, porque en el fondo lleva ritmos parecidos a los del ser humano. Cada año, al mirar la parra, te sorprendes del rumbo que han tomado las cosas, de las ramificaciones y las contorsiones y los despellejamientos del invierno que han ido engordando la cepa y fecundándola de vinos lientos. Después de podar, siempre cuelgo unos discos vírgenes con una beta para que las avispas y los pájaros se asusten con los destellos, y me dejen en paz.
Muy bueno Antonio.
ResponderEliminarLas fans de Huesca vitoreando.
Un beso.
Pilar