19.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 5

A Pla lo he leído aquí y allá. Y no sé por qué nunca me ha dado por leerlo con cierto orden, porque de cada una de sus lecturas guardo un grato recuerdo. Pero sobre todo hay dos que me entusiasman: Las horas y, sobre todo, por encima de todas, Santiago Rusiñol y su época, que este fin de semana estoy volviendo a leer lapicero en ristre. En realidad hay muchas cosas que anotar, pero es divertido que no son ni las más importantes ni siquiera las más significativas, ni mucho menos aquellas que sirven para indicar un párrafo que resuma lo anterior. Todo eso, a su vez, se resume en un placer que conservo intacto desde la primera vez que paseé por este delicioso libro. A mí ahora lo que me interesa es cuánto valía la carne en las carnicerías de Barcelona, o el itinerario que Rusiñol y Casas, subidos en una tartana, siguieron en su viaje por el interior de Cataluña. Lo demás es una mañana tibiamente soleada, el alegato a favor de la sencillez de un escritor que describe de manera sencilla la sencilla vida de un artista que sólo buscaba el latir íntimo de los paisajes que pintaba, quizá demasiado bueno, o demasiado pobre de espíritu, como para seguir las huellas maestras de su amigo Casas, pero consciente, como el propio Pla, de que la inmediatez, la limpieza en la mirada, el temblor de lo cercano, son aspiraciones que forman por sí mismas un género capaz de atravesar todos los ismos y todas las modas. Me hago la idea de un Rusiñol que ha sabido ver el secreto más profundo de la relación estética entre el creador y el modelo, y por lo tanto ha conocido sus límites y los lleva con muy buen humor. A su lado, en su tiempo, pululan unas vanguardias que, por fructíferas y necesarias que fuesen, siempre nacían de una cierta ingenuidad, de no entender algo que Rusiñol ya sabía. Y lo mismo puede decirse que le sucedió con el modernismo, que es lo mismo que a Pla le sucedió con la vanguardia. Pla nos viene a decir que la nitidez, la amenidad, los breves momentos de emoción, las descripciones melancólicas, las anécdotas jugosas o la pimienta socarrona, algo aplicable igual a su prosa que a la pintura de Rusiñol, suelen ser la seña de un espíritu independiente cuyo talento consiste, sobre todo, en saber en qué consiste el talento, incluso el suyo.
Rusiñol endulza los tonos del paisaje y su vida es un dechado de epicureísmo con panellets. Incluso en sus desmayos, en sus arranques flojos, en ese llorar en los bautizos y reír en los entierros, en ese tedium vitae pone sus huevos la desgana, que a Rusiñol, por otra parte, lo protege de cualquier forma de sentimentalismo.

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