23.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 10

Llevo unos días estudiándome el libro de Antonio Pérez y Jesús Martínez sobre el modernismo en la ciudad de Teruel. Más que leerlo, lo aspiro. Los datos de atrezzo son todos tan importantes que si los anoto corro el riesgo de copiar el libro entero, de modo que me limito a incorporarlos a la hormigonera que ya está dando vueltas en mi cabeza. A veces los datos son tan llamativos que no sólo se incorporan al papel pintado del gabinete sino incluso a la conversación importante. Así, por ejemplo, he descubierto un edificio que desapareció con la guerra, el Colegio de las Teresianas Franciscanas, que estaba en la plaza de San Juan, y que, según la minuciosa descripción de Antonio Pérez, ya apuntaba a la modernidad. Ya la proporción era más esbelta y la fachada se engallaba en su estrechez. Ya se jugaba con motivos tradicionales y las líneas no eran sólo una casualidad producto de las medidas. Las ventanas ya eran símbolos, los dinteles y las arquerías retomaban la memoria como elemento decorativo, y dibujaban las flores de alrededor.
Curiosamente, todo se debió a un obispo, un cura con sensibilidad, el prelado Juan Comes y Vidal, que a la altura de 1905 ya había sentado las bases del modernismo en la ciudad. Pero también se debió a un detalle cuya formulación tópica nos aparta de su sencillo significado. Antonio Pérez explica con claridad cómo hasta esas fechas la ciudad era un conjunto de pocos palacios de piedra y muchas casuchas de adobe, con las dos torres mudéjares presidiéndolo todo. La llegada de las familias creó una nueva clase media constructiva. Casi todos eran comerciantes que habían hecho dinero y se lo gastaban como ahora los contrabandistas de las Rías Baixas se construyen pazos calcados de los antiguos. Pero ellos, en vez de competir con los aristócratas y sus sillares, apostaron por un modo nuevo de arquitectura civil que en el fondo no era más de lo que había en las casuchas de adobe: ladrillos, yeso, madera y hierro, pero elevado a su máxima expresión floral.
De modo que los tenderos construían casas tan modernas como en Barcelona y los aristócratas financiaban iglesias y colegios que respondiesen al mismo canon de modernidad. Hay, sin embargo, fachadas modernistas en Teruel que no fueron vivienda de ricachones sino casuchas de barrio, y eso sólo significa que el arte nuevo no era una cuestión de dinero sino de gusto. Los ricos se ponían florones de yeso en la entrada, y algún que otro no tan rico trazaba líneas entre las ventanas y alicataba las fachadas con azulejos de colores.
En medio de semejante primavera, las casuchas seguían siendo casuchas. La huelga del carbón en Inglaterra vomitaba cada día cifras que daban miedo. En las grandes ciudades españolas las bombas caían como frutas tempranas, el orden público era un follón permanente y las algaradas eran tan frecuentes como las misas. Esa primavera modernista florecía en un campo de minas. Pero esas flores, andando el tiempo, servirían de sutura para el feudalismo provinciano. Ser marqués era difícil, pero ser moderno era posible.




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