Capítulo décimo primero
El tacto del eslizón
A través de un compañero de la fragua que se llamaba Domingo, Tomás encontró una casa en la plaza de la Fuentebuena, no muy lejos de donde vivió antes de irse a Ojos Negros. Supo, al poco de llegar, que el señor Otón ahora vivía con la señora Engracia en la calle de Dolores Romero, y que trabajaba como maestro de obras en el nuevo asilo que se estaba edificando.
La casa no era grande, pero había espacio para criar en el corral unas gallinas y un par de cerdos. Con un par de chapas arregló el aljibe del tejado, renovó las canaleras y los cañizos del techo, lució los muros húmedos y los tabiques que pandeaban. Había un patio muy fresco y los chicos podían dormir en un cuarto distinto del suyo. Lo más fascinante para ellos fue el día en que Tomás apareció con un tirante de hierro con el que apuntalar las vigas, que no estaban partidas ni podridas pero la humedad las había combado. Era como si lo hubiera desatornillado del puente donde iba Isidoro de pequeño al lavadero: cuatro puntales de lo menos cinco metros de largo unidos por barras cruzadas con las que formaba una especie de escalerilla cúbica. Domingo y el hermano Etienne le ayudaron a bajarlo del carro y a instalarlo. A los chicos les hizo mucha gracia ver al hermano Etienne en pantalones y camisa blanca, como si fuera una persona normal. Ellos se limitaban a subir a una escalera e ir metiendo tuercas donde Tomás decía, mientras los tres hombres sujetaban el armatoste con estampidores. Isidoro siempre recordaría el comentario que hizo el hermano Etienne cuando retiraron los calzos y lucieron con yeso blanco los desconchones de la pared.
−Te felisito, Tomás. Monsieur Eiffel no lo hubiega hecho mejog.
Isidoro no sabía quién era ese tal Mesié, pero le impresionó la sincera admiración con que había hablado el hermano. Y también el hecho de que nadie dudara de Tomás mientras subían el tirante con poleas o, sobre todo, cuando no habían metido aún más de media docena de tuercas y Tomás tensó dos cables que cruzaban el tirante y dijo que ya se sostenía solo, y todos le creyeron. Y se sostuvo solo.
El buen nombre de Tomás iba creciendo entre sus compañeros. Tenía mano para el hierro, sabía templar como nadie y sacarle al metal el perfecto azul cuello de pichón que se necesitaba para los trabajos finos, y eso era tan evidente que saneaba cualquier brote de envidia. Domingo, un muchachote recio, con unos brazos como perniles y un cuello como un tocón de roble, y que era, con diferencia, el mejor con el mallo en las manos, animaba a Tomás y de paso se animaba a sí mismo.
−Tú vales para esto. Yo no. Cualquiera puede batir el yunque. Yo tenía que haberme quedado en el alfar. A mí lo que me gusta es el barro, no el hierro −decía Domingo Punter, y se mesaba las barbas de galeote, como viendo venir una gran decisión.
Los encargos de don Matías, sin embargo, no denunciaban ningún privilegio. Tomás siguió amontonando chapas y vaciando de escoria el crisol, pero también fundiendo rejas y aladros para la clientela de los pueblos.
Un día, a principios de la Semana Santa, don Matías le hizo un encargo inesperado. Tomás estaba batiendo en la punta redonda de la bigornia unas barras circulares para reforzar las ruedas de un carro, y entró en la fragua un individuo que llamó su atención. Era un ricachón, eso estaba claro. Llevaba una chaqueta americana de rayas, una flor en el ojal, los zapatos blancos con la puntera de cuero marrón, los bombachos metidos en las medias de cuadros, una gorra grande ladeada y un bastón con la empuñadura de plata.
El individuo cruzó la fragua lentamente, trazando molinetes con el bastón y mirando muy sonriente a todos lados. A Tomás le pareció un sujeto repugnante, afeitado, perfumado, y con una sonrisilla de dientes pequeños que le dieron a Tomás ganas de partírselos con el mallo. Tomás siguió amartillando la rueda y el tipo aquel afeminado se metió en la garita del jefe. Se saludaron con muchos esparajismos y cerraron la puerta.
Por lo menos una hora después, Matías Abad y aquel tirillas empingorotado salieron del despacho y pasaron entre los operarios. Tomás, cuando se cruzó la mirada con el fulano aquel, apoyó el mallo en el suelo y se llevó la barra circular para guardarla junto con otras a las que les faltaba también escarpiar y rebajar las puntas en ingletes para que no se abriesen al apilarlas. Se tomó su tiempo. Fue el propio Matías Abad el que lo llamó, cuando el sportman se había largado. Don Matías caminó hacia él con un frasco de vidrio ámbar en la mano, y lo dejó encima del yunque.
−Deja las ruedas, Tomás. Quiero que fundas un bicho como este.
Tomás reconoció el frasco de alcohol.
−¿De quién es? −dijo Tomás, y era la primera impertinencia que se le escuchaba desde que llegó a la fragua.
El señor Matías Abad era un hombre curioso por naturaleza, y eso, que jamás había mermado su autoridad entre los operarios, servía para no dar tampoco nunca lecciones de poder.
−Es del marqués −dijo después de pensárselo un momento−. Colecciona picaportes con forma de lagarto. Los tiene muy buenos, así que ya te puedes esmerar.
Don Matías se dio la vuelta y llevó su chepa de relojero, de hombre que ha pasado media vida entre detalles delicados, hasta la garita donde, antes de cerrar la puerta, aún estuvo mirando un papel con el dibujo de una barandilla llena de flores.
Tomás miraba la botella sucia con la sombra del bicho flotando enroscada y sólo pensaba en la hora de ver a su hermano para que le explicase qué había sucedido con aquel frasco de alcohol. No podía soportar la idea de que su hermano tuviese algún tipo de relación con ese aristócrata repelente, que había entrado en la fragua como quien entra en un mercado de carne.
Sin embargo, la conciencia del reto golpeó las sienes de Tomás. “Ya te puedes esmerar”, resonaba en sus oídos, así que Tomás, que se ponía de mal humor cuando le surgían dos problemas a la vez, sacó el tapón grande de corcho y metió los dedos en el líquido viscoso. Lo sacó sin presionar demasiado para no estropearlo y lo colocó encima del yunque. Era un eslizón, una especie de lagartija con escamas, de cuerpo más gordo que los lagartos y patas diminutas. No tendría más de quince centímetros de largo. Tomás los había visto por las parameras de Ojos Negros, y también en Alfambra, cuando era pequeño. Lo llamaban eslizón porque las patas son tan pequeñas que casi no las usa, y se mueve reptando como las anguilas. A Tomás siempre le gustaron los eslizones, que eran muy difíciles de coger, porque sus escamas finas y brillantes y su color oscuro lo hacían parecer de hierro bruñido cuando se quedaba inmóvil entre las piedras.
Tomás deslizó la yema del dedo por el lomo del eslizón. Era un tacto suave, pero no resbaladizo. Húmedo, pero no pegajoso. Las escamas formaban rombos horizontales entrelazados; más que rombos eran hexágonos, si bien no había dos del mismo tamaño, pero todas estaban unidas en aristas de filo redondeado, sin esa sensación que dan otros lagartos de que están compuestos de piezas cortadas a escuadra. En la parte de la cabeza, el dedo de Tomás sintió una levísima protuberancia de escamas algo más grandes que se adaptaban a la curvatura de la cabeza. Sintió la telilla gelatinosa de los ojos negros, y las levísimas mandíbulas bajo una piel que cedía a la más mínima presión del dedo.
Después lo agarró sin presionar con la mano entera, igual que había visto, una vez que fue a Valencia con Facundo, a los pescateros pasar la mano por la anguila para arrastrar las últimas impurezas de la piel, antes de partirla en trozos. Así midió la sección del bicho, que a partir de las patas como escarpias engordaba en una especie de maroma mucilaginosa y después se aligeraba hasta la punta de la cola. El cuerpo del lagarto, al contacto con el calor que despedía la bigornia, fue retorciéndose hasta llegar a su posición natural, con una curva en el cuello, otra a la altura de las patas delanteras, otra en la parte baja del buche y otra a mitad de la cola, que era, en proporción, más gorda también que la de las lagartijas, y se retorcía menos.
Tomás abrió los ojos. Las chispas azules que salían del crisol iluminaban el lomo del saurio en líneas de brillo terso, un brillo que sólo se consigue con hierro muy bien templado, muy bruñido, casi esmerado. No eran rombos las escamas, sino hexágonos alargados, cruzados algunos por una pequeña línea negra que formaba en conjunto un dibujo agradable, una trama de reflejos ordenada.
El marqués había dejado el bote a las doce del mediodía, y a las diez de la noche aún estaba Tomás bruñéndolo y dándole los últimos toques de escoplo. Fue muy laborioso, porque había que batir la barra con la intuición de la vista, y después, una vez enfriada en la pila, comprobar con la certeza del tacto. Cuando ya tuvo la forma de las curvas, Tomás dejó de mirar el resultado. Tan sólo eran sus dedos los que le avisaban de las líneas que seguían faltando, de la curvatura de los filos de las escamas, del leve hundimiento del dedo al pasar por las zonas más blandas. Cuando plegaron los obreros, Domingo se quedó con Tomás para mantener el azul cuello de pichón en la fragua, el hierro siempre igual de templado.
Era casi media noche cuando Tomás salió de la fragua. “Cuando acabes, cierras y os vais”, le había dicho Matías Abad, con un gesto de sonrisa mal disimulada y de confianza sin reservas que dio ánimos a Tomás. No esperó al día siguiente ni para colgarle la bisagra de los picaportes en la parte inferior del cuello. Lo quería terminar. Los dos estaban borrachos de triunfo. Tomás había sentido antes el placer de los objetos perfectos. Disfrutaba con la admiración de Facundo el fogonero cada vez que forjaba una chapa exacta, pero no había sentido el entusiasmo de que miles de intuiciones casen en un objeto hermoso por sí mismo, no porque sirva para nada. Con minúsculos vaciados en las puntas de las escamas había conseguido los brillos de las manchas, y ya sólo le faltaba verlo a la luz del día para saber si a través del tacto había conseguido sacar los reflejos plateados del lagarto.
Domingo y él aún pasaron por el bar de la fonda del Carmen, lleno de arrieros que hacían tiempo con una frasca de vino hasta que les entrara el sueño y se tirasen a dormir debajo de las carretas. Domingo, entre carcajadas que sonaban como las campanas y botellas de barracha, se comprometió a modelar en barro el eslizón, y a pintarlo con el verde de los azulejos que le había enseñado a cocer su padre. No había forma de pararlos. Tomás había descubierto sus propios límites como artesano, y confiaba con ceguedad en que don Matías sería sensible a ello. Él quería forjar las flores que traía aquel sujeto repulsivo, pero no, pensó al salir de la fonda, borracho y tambaleante, quería que su hermano tuviera relación con ese tipo. Sin embargo, el alcohol no excitaba su violencia. Había conservado los reflejos del bicho y él conservaba también ahora el temple necesario para tratar este asunto.
Cuando llegó a casa, Isidoro estaba despierto. Tomás llevaba los ojos inyectados, el pelo le caía en desorden por la frente. Isidoro encendió la palmatoria y se asustó un poco al ver a su hermano, que en los reflejos rojos de la llama parecía un maleante desaforado. Tomás se metió la mano en el bolsillo y tiró a la cama el eslizón de hierro. Isidoro no sabía qué decir.
−¡Cógelo! −le dijo su hermano, con voz de cazalla.
−¡No es nada malo, Tomás! ¡Te juro que no es nada malo!
−¡Cógelo te digo!
El muchacho no tenía miedo, pero temía perder la confianza de su hermano. Luisín se hacía el dormido pero se le veía temblequear también debajo de la manta. Isidoro dejó la palmatoria en la mesilla y cogió el eslizón. El peso lo asustó. No podía creérselo. Era de hierro. Tomás había forjado el eslizón exacto en hierro. Isidoro miró de nuevo a su hermano, que no había cambiado la expresión, pero ahora era más serena, más satisfecha.
−¡Luisín, despierta, mira lo que ha hecho mi hermano!
Luisín saltó como una rana y ensayó todos los signos de admiración que sabe entonar un niño.
Tomás se acercó a ellos, y les enseñó la palma de la mano para que le devolviesen el eslizón.
−Y mañana −dijo−, cuando salgáis de escuela, venís a la fragua y me explicáis de dónde ha salido este bicho.
La casa no era grande, pero había espacio para criar en el corral unas gallinas y un par de cerdos. Con un par de chapas arregló el aljibe del tejado, renovó las canaleras y los cañizos del techo, lució los muros húmedos y los tabiques que pandeaban. Había un patio muy fresco y los chicos podían dormir en un cuarto distinto del suyo. Lo más fascinante para ellos fue el día en que Tomás apareció con un tirante de hierro con el que apuntalar las vigas, que no estaban partidas ni podridas pero la humedad las había combado. Era como si lo hubiera desatornillado del puente donde iba Isidoro de pequeño al lavadero: cuatro puntales de lo menos cinco metros de largo unidos por barras cruzadas con las que formaba una especie de escalerilla cúbica. Domingo y el hermano Etienne le ayudaron a bajarlo del carro y a instalarlo. A los chicos les hizo mucha gracia ver al hermano Etienne en pantalones y camisa blanca, como si fuera una persona normal. Ellos se limitaban a subir a una escalera e ir metiendo tuercas donde Tomás decía, mientras los tres hombres sujetaban el armatoste con estampidores. Isidoro siempre recordaría el comentario que hizo el hermano Etienne cuando retiraron los calzos y lucieron con yeso blanco los desconchones de la pared.
−Te felisito, Tomás. Monsieur Eiffel no lo hubiega hecho mejog.
Isidoro no sabía quién era ese tal Mesié, pero le impresionó la sincera admiración con que había hablado el hermano. Y también el hecho de que nadie dudara de Tomás mientras subían el tirante con poleas o, sobre todo, cuando no habían metido aún más de media docena de tuercas y Tomás tensó dos cables que cruzaban el tirante y dijo que ya se sostenía solo, y todos le creyeron. Y se sostuvo solo.
El buen nombre de Tomás iba creciendo entre sus compañeros. Tenía mano para el hierro, sabía templar como nadie y sacarle al metal el perfecto azul cuello de pichón que se necesitaba para los trabajos finos, y eso era tan evidente que saneaba cualquier brote de envidia. Domingo, un muchachote recio, con unos brazos como perniles y un cuello como un tocón de roble, y que era, con diferencia, el mejor con el mallo en las manos, animaba a Tomás y de paso se animaba a sí mismo.
−Tú vales para esto. Yo no. Cualquiera puede batir el yunque. Yo tenía que haberme quedado en el alfar. A mí lo que me gusta es el barro, no el hierro −decía Domingo Punter, y se mesaba las barbas de galeote, como viendo venir una gran decisión.
Los encargos de don Matías, sin embargo, no denunciaban ningún privilegio. Tomás siguió amontonando chapas y vaciando de escoria el crisol, pero también fundiendo rejas y aladros para la clientela de los pueblos.
Un día, a principios de la Semana Santa, don Matías le hizo un encargo inesperado. Tomás estaba batiendo en la punta redonda de la bigornia unas barras circulares para reforzar las ruedas de un carro, y entró en la fragua un individuo que llamó su atención. Era un ricachón, eso estaba claro. Llevaba una chaqueta americana de rayas, una flor en el ojal, los zapatos blancos con la puntera de cuero marrón, los bombachos metidos en las medias de cuadros, una gorra grande ladeada y un bastón con la empuñadura de plata.
El individuo cruzó la fragua lentamente, trazando molinetes con el bastón y mirando muy sonriente a todos lados. A Tomás le pareció un sujeto repugnante, afeitado, perfumado, y con una sonrisilla de dientes pequeños que le dieron a Tomás ganas de partírselos con el mallo. Tomás siguió amartillando la rueda y el tipo aquel afeminado se metió en la garita del jefe. Se saludaron con muchos esparajismos y cerraron la puerta.
Por lo menos una hora después, Matías Abad y aquel tirillas empingorotado salieron del despacho y pasaron entre los operarios. Tomás, cuando se cruzó la mirada con el fulano aquel, apoyó el mallo en el suelo y se llevó la barra circular para guardarla junto con otras a las que les faltaba también escarpiar y rebajar las puntas en ingletes para que no se abriesen al apilarlas. Se tomó su tiempo. Fue el propio Matías Abad el que lo llamó, cuando el sportman se había largado. Don Matías caminó hacia él con un frasco de vidrio ámbar en la mano, y lo dejó encima del yunque.
−Deja las ruedas, Tomás. Quiero que fundas un bicho como este.
Tomás reconoció el frasco de alcohol.
−¿De quién es? −dijo Tomás, y era la primera impertinencia que se le escuchaba desde que llegó a la fragua.
El señor Matías Abad era un hombre curioso por naturaleza, y eso, que jamás había mermado su autoridad entre los operarios, servía para no dar tampoco nunca lecciones de poder.
−Es del marqués −dijo después de pensárselo un momento−. Colecciona picaportes con forma de lagarto. Los tiene muy buenos, así que ya te puedes esmerar.
Don Matías se dio la vuelta y llevó su chepa de relojero, de hombre que ha pasado media vida entre detalles delicados, hasta la garita donde, antes de cerrar la puerta, aún estuvo mirando un papel con el dibujo de una barandilla llena de flores.
Tomás miraba la botella sucia con la sombra del bicho flotando enroscada y sólo pensaba en la hora de ver a su hermano para que le explicase qué había sucedido con aquel frasco de alcohol. No podía soportar la idea de que su hermano tuviese algún tipo de relación con ese aristócrata repelente, que había entrado en la fragua como quien entra en un mercado de carne.
Sin embargo, la conciencia del reto golpeó las sienes de Tomás. “Ya te puedes esmerar”, resonaba en sus oídos, así que Tomás, que se ponía de mal humor cuando le surgían dos problemas a la vez, sacó el tapón grande de corcho y metió los dedos en el líquido viscoso. Lo sacó sin presionar demasiado para no estropearlo y lo colocó encima del yunque. Era un eslizón, una especie de lagartija con escamas, de cuerpo más gordo que los lagartos y patas diminutas. No tendría más de quince centímetros de largo. Tomás los había visto por las parameras de Ojos Negros, y también en Alfambra, cuando era pequeño. Lo llamaban eslizón porque las patas son tan pequeñas que casi no las usa, y se mueve reptando como las anguilas. A Tomás siempre le gustaron los eslizones, que eran muy difíciles de coger, porque sus escamas finas y brillantes y su color oscuro lo hacían parecer de hierro bruñido cuando se quedaba inmóvil entre las piedras.
Tomás deslizó la yema del dedo por el lomo del eslizón. Era un tacto suave, pero no resbaladizo. Húmedo, pero no pegajoso. Las escamas formaban rombos horizontales entrelazados; más que rombos eran hexágonos, si bien no había dos del mismo tamaño, pero todas estaban unidas en aristas de filo redondeado, sin esa sensación que dan otros lagartos de que están compuestos de piezas cortadas a escuadra. En la parte de la cabeza, el dedo de Tomás sintió una levísima protuberancia de escamas algo más grandes que se adaptaban a la curvatura de la cabeza. Sintió la telilla gelatinosa de los ojos negros, y las levísimas mandíbulas bajo una piel que cedía a la más mínima presión del dedo.
Después lo agarró sin presionar con la mano entera, igual que había visto, una vez que fue a Valencia con Facundo, a los pescateros pasar la mano por la anguila para arrastrar las últimas impurezas de la piel, antes de partirla en trozos. Así midió la sección del bicho, que a partir de las patas como escarpias engordaba en una especie de maroma mucilaginosa y después se aligeraba hasta la punta de la cola. El cuerpo del lagarto, al contacto con el calor que despedía la bigornia, fue retorciéndose hasta llegar a su posición natural, con una curva en el cuello, otra a la altura de las patas delanteras, otra en la parte baja del buche y otra a mitad de la cola, que era, en proporción, más gorda también que la de las lagartijas, y se retorcía menos.
Tomás abrió los ojos. Las chispas azules que salían del crisol iluminaban el lomo del saurio en líneas de brillo terso, un brillo que sólo se consigue con hierro muy bien templado, muy bruñido, casi esmerado. No eran rombos las escamas, sino hexágonos alargados, cruzados algunos por una pequeña línea negra que formaba en conjunto un dibujo agradable, una trama de reflejos ordenada.
El marqués había dejado el bote a las doce del mediodía, y a las diez de la noche aún estaba Tomás bruñéndolo y dándole los últimos toques de escoplo. Fue muy laborioso, porque había que batir la barra con la intuición de la vista, y después, una vez enfriada en la pila, comprobar con la certeza del tacto. Cuando ya tuvo la forma de las curvas, Tomás dejó de mirar el resultado. Tan sólo eran sus dedos los que le avisaban de las líneas que seguían faltando, de la curvatura de los filos de las escamas, del leve hundimiento del dedo al pasar por las zonas más blandas. Cuando plegaron los obreros, Domingo se quedó con Tomás para mantener el azul cuello de pichón en la fragua, el hierro siempre igual de templado.
Era casi media noche cuando Tomás salió de la fragua. “Cuando acabes, cierras y os vais”, le había dicho Matías Abad, con un gesto de sonrisa mal disimulada y de confianza sin reservas que dio ánimos a Tomás. No esperó al día siguiente ni para colgarle la bisagra de los picaportes en la parte inferior del cuello. Lo quería terminar. Los dos estaban borrachos de triunfo. Tomás había sentido antes el placer de los objetos perfectos. Disfrutaba con la admiración de Facundo el fogonero cada vez que forjaba una chapa exacta, pero no había sentido el entusiasmo de que miles de intuiciones casen en un objeto hermoso por sí mismo, no porque sirva para nada. Con minúsculos vaciados en las puntas de las escamas había conseguido los brillos de las manchas, y ya sólo le faltaba verlo a la luz del día para saber si a través del tacto había conseguido sacar los reflejos plateados del lagarto.
Domingo y él aún pasaron por el bar de la fonda del Carmen, lleno de arrieros que hacían tiempo con una frasca de vino hasta que les entrara el sueño y se tirasen a dormir debajo de las carretas. Domingo, entre carcajadas que sonaban como las campanas y botellas de barracha, se comprometió a modelar en barro el eslizón, y a pintarlo con el verde de los azulejos que le había enseñado a cocer su padre. No había forma de pararlos. Tomás había descubierto sus propios límites como artesano, y confiaba con ceguedad en que don Matías sería sensible a ello. Él quería forjar las flores que traía aquel sujeto repulsivo, pero no, pensó al salir de la fonda, borracho y tambaleante, quería que su hermano tuviera relación con ese tipo. Sin embargo, el alcohol no excitaba su violencia. Había conservado los reflejos del bicho y él conservaba también ahora el temple necesario para tratar este asunto.
Cuando llegó a casa, Isidoro estaba despierto. Tomás llevaba los ojos inyectados, el pelo le caía en desorden por la frente. Isidoro encendió la palmatoria y se asustó un poco al ver a su hermano, que en los reflejos rojos de la llama parecía un maleante desaforado. Tomás se metió la mano en el bolsillo y tiró a la cama el eslizón de hierro. Isidoro no sabía qué decir.
−¡Cógelo! −le dijo su hermano, con voz de cazalla.
−¡No es nada malo, Tomás! ¡Te juro que no es nada malo!
−¡Cógelo te digo!
El muchacho no tenía miedo, pero temía perder la confianza de su hermano. Luisín se hacía el dormido pero se le veía temblequear también debajo de la manta. Isidoro dejó la palmatoria en la mesilla y cogió el eslizón. El peso lo asustó. No podía creérselo. Era de hierro. Tomás había forjado el eslizón exacto en hierro. Isidoro miró de nuevo a su hermano, que no había cambiado la expresión, pero ahora era más serena, más satisfecha.
−¡Luisín, despierta, mira lo que ha hecho mi hermano!
Luisín saltó como una rana y ensayó todos los signos de admiración que sabe entonar un niño.
Tomás se acercó a ellos, y les enseñó la palma de la mano para que le devolviesen el eslizón.
−Y mañana −dijo−, cuando salgáis de escuela, venís a la fragua y me explicáis de dónde ha salido este bicho.
Perfecto, Excelente, sin palabras.Gracias
ResponderEliminarextraordinario. gracias por hacerme pasar un rato tan divertido. Tus descripciones son perfectas. muchas gracias.
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