18.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 17


Capítulo décimo séptimo
Golpes de látigo

Tomás utilizaba la bicicleta de Rosser para ir de la calle de Alcañices, donde estaba la fragua, hasta la Casa de Cristal. Desde que la encontró en aquel taller de imágenes extrañas no había dejado de ir cada tarde a trabajar el barro con ella. Rosser seguía viviendo en casa de Monguió, pero pasaba las mañanas con Pilarín Sangüesa y por las tardes, cuando Pilarín acudía con su hermana a los Oficios de la Dolorosa, Rosser se iba paseando hasta la masía del marqués y allí se dedicaba a la escultura.
Desde que Rosser había decidido, al hojear los libros de botánica de Leopoldo, que el cardus benedictus sería la flor que culminaría la gran portada neomudéjar de la Catedral, su principal ocupación consistía en modelar flores en el barro, o con el lapicero, de los muchos encargos que afloraban en la mesa de su tío.
Tomás se llevaba de la fragua retajos de chapa flexible que iba retorciendo y amartillando según las indicaciones de Rosser. Pocas veces Tomás daba forma en el hierro a un modelo natural, aunque sí pasaba el tiempo acariciando con la yema de los dedos las nervaduras de las hojas y los pliegues de los pétalos. Él esperaba a que Rosser, a partir del natural, trazara un dibujo, modelara un fruto, y después, ya sí, Tomás se concentraba en su fuerte como artesano, la extrema exactitud.
Fueron días de muchas flores. La noticia de los nuevos planos para el señor Ferrán causó un alboroto considerable. Las principales familias de comerciantes de la ciudad encargaron de inmediato verjas de flores para sus ventanas, farolas y barandales para sus escaleras, rejas para las entradas de sus propiedades. Pedían ramos de laurel, mariposas, tritones, azucenas, picaportes, y aparte de unos pocos que forjaba sua mano don Matías, por la bigornia de Tomás pasó una floristería entera. Los apellidos de Asensio, Ferrán y Garzarán eran frecuentes en los albaranes de entregas urgentes, y también en los ecos de sociedad de los periódicos, y hubo unos días en los que las bonanzas de los negocios eran líneas curvas en forma de látigo que servían para proteger de los ladrones.
Tomás se hizo experto en esas curvas de las barras que llamaban golpes de látigo y que eran como una rúbrica silenciosa. Cuando Rosser trazaba alguno para decorar un barandal por encargo de su tío, Tomás miraba un momento las líneas y le decía si estaban bien o no, pero no le decía por qué. La razón la descubrieron una tarde, paseando entre los chopos cabeceros, un día en el que retumbaban en la vega los ecos de los bombos de las procesiones y la tarde había dorado los maizales y los brotes tiernos de pipirigallo. Tomás cogió uno de aquellos dibujos de golpes de látigo que no le habían gustado y no sabía por qué, y se lo metió al bolsillo.
Su lenguaje era el de los compañeros de trabajo. Tomás no recordaba haberse contado la vida en ningún momento. Desde la tarde en que Tomás se sintió tan halagado por los piropos que Rosser echase a su eslizón de hierro, la conversación entre los dos no había salido de ese jardín reducido. La infinita curiosidad de Rosser hizo que siempre fuera urgente verse de un día para otro, que resultase imprescindible tener terminada una flor que no acababa de sentir, como decía ella, a través de las estampas botánicas que coleccionaba Leopoldo.
Una tarde decidieron dejar los bocetos del cardo santo y dar un paseo por el río. Su hablar era un ir poniendo nombre a la hermosura. A Rosser le gustaba describir con palabras las formas de las cosas, decía que así las incorporaba, que luego no debía esforzarse para recordarlas. Estaba fascinada con los chopos cabeceros, ahora que les asomaban ya las hojas a las varas tiernas. Le gustaban las contradicciones de que fuera podado brutalmente pero viviera más que los que no se podaban. Que no creciera mucho, pero generara troncos mucho más robustos. A Tomás le hacía gracia cómo Rosser se emocionaba con esos viejos muñones erizados de ramas nuevas que tenían un dramatismo como de labradores viejos, cargados de hombros, las falanges nudosas, la tez labrada, el pelo tieso. Le parecía un árbol gigantesco en miniatura, o la versión gigante de un arbusto pequeño. Le emocionaba su aspecto de culto pagano, como un dolmen que estuviera vivo.
Tomás escuchaba todo aquello y pensaba que debía recordarlo todo porque todo debía ser importante. Muchas de sus ocurrencias, en boca de cualquier otra persona, le habrían parecido necedades, pero desde el primer momento en que vio a Rosser se había limitado a no hacer nada que pudiera disgustarla, ni siquiera pensar mal.
El lenguaje de Rosser impresionaba mucho a Tomás. Su acento blando, sus eles dulcemente masticadas, y sobre todo las anécdotas que contaba de Barcelona, siempre vinculadas al mundo del arte y a las formas de las cosas, le producían un placer que lo inflaba de amor propio cada vez que Tomás podía demostrar, con un comentario seco y certero, haber entendido lo que Rosser hubiera dicho.
Uno de esos momentos sucedió aquella tarde. Al lado mismo del agua nacía un chopo aserrado año tras año. La corteza, al retorcerse para cicatrizar las podas gruesas, doblaba las líneas de los años en una especie de giro de caracola. Rosser se acercó mucho a mirarla.
−Mira, Tomás, mira las líneas que forman las quebrazas, mira por dónde se han roto. Mira los líquenes, mira el verde aventurina de los líquenes.
Tomás, en vez de acercarse a mirar tan de cerca como ella, les pasó el dedo por encima, y fue recorriendo el dibujo que toda la línea trazaba alrededor de la cicatriz, que se cerraba en blandos pegotes endurecidos, como las rebabas del hierro dulce. Luego se metió la mano al bolsillo y sacó un papel doblado.
−Mira −dijo Tomás−, ninguna de las líneas de la herida tiene la misma forma que esta. Ninguna herida cerraría formando este golpe de látigo. ¿Lo ves?
Rosser miró el papel y el árbol y los ojos de Tomás.
−¡Eres un artista! −le dijo, y le dio un beso.
Tomás no supo si tomarlo como un beso de admiración, porque había sido fuerte y sonoro, y breve, y sin cerrar los ojos, así que dejó las manos quietas. Él no conocía más que dos o tres clases de besos en la boca, los demasiado ardorosos y los fríos como barras de hielo, los de mujeres que se enroscaban con movimientos aprendidos alrededor de su cuerpo y las que no estarían mucho más tiesas el día que se muriesen. Pero este beso junto al chopo mutilado no parecía sufrir el virus las pasiones, ni transmitirlo. Era un reconocimiento a su intuición artística, y Tomás tenía suficiente temple como para esperar a darse cuenta de ello. No se sentía muy amado pero sí como si acabasen de nombrarle caballero.
Volvían comentando sonrientes las ondulaciones de los látigos cuando enfilaron el caminito que los devolvió a la casa. El jardín del marqués era en realidad un vivero de especies botánicas. En el centro había un espacio grande y redondo con una fuente de mármol en el medio, una alegoría un poco fúnebre de la diosa Tetis con sus nereidas como sardinillas. Esta zona central estaba cubierta por una pérgola muy alta, como un templete de música cruzado por todo tipo de plantas trepadoras. Pero el resto del jardín era una sucesión de caballones con plantas diferentes y una estaquilla con un letrero donde Leopoldo anotaba el nombre de la planta en latín. Por lo demás, el marqués había conservado la estructura de la masía, sus fachadas de yeso con chorriones y descarnaduras, la parra del portal y un patio que comunicaba con el estudio y donde Rosser solía sentarse a pasar el rato. Era un patio fresco, de losas de barro y tapias pintadas de añil, con un pozo y un antiguo lavadero, que el marqués tenía lleno de geranios. En una esquina del patio un rosal trepaba y se desparramaba envolviendo las paredes del aljibe.
Rosser entró al taller y en el alféizar que daba al patio colocó el altavoz del gramófono. Tomás no había oído en su vida más música que la de las charangas de los Carnavales y los tambores de las procesiones, aparte de alguna cupletista revenida que tocaba la guitarra.
−Escucha esto −dijo Rosser−, a ver si te gusta.
−Un piano −dijo Tomás−.
−Sí, pero escúchalo −dijo Rosser−. Está recién salido, le han traído el disco a mi tío Pau esta mañana con el coche de correos. ¡Y está grabado por las dos caras! Es la última obra de un compositor que acaba de morir, Albéniz, ¿te suena?
−Me gusta como suena −dijo Tomás−.
−Llevaba cuatro años trabajando en ella. Cuando la terminó se murió.
Tomás no entendía bien aquellos sonidos que parecían desprenderse de una peña, caerse como el agua por los chorros y subir como en los sifones de las fuentes. Pero le gustaba, y sobre todo le gustaba ver a Rosser cómo la oía, con los ojos cerrados y la sonrisa de quien sólo quiere que lo sigan acariciando.
Tomás creyó que era el momento de preguntarle a Rosser lo único que según sus cálculos no podía incomodarla.
−¿Y tú qué piensas de mí, Rosser?
Ella abrió los ojos, se incorporó en la tumbona de tela y lo miró muy sonriente.


−¿Me dejas que lo averigüe?
−¿Y cómo?
−Ven.
Rosser se levantó de la hamaca. Se había puesto una larga chaqueta de punto, porque a esas horas de la tarde ya se giraba un poco de frío. Ese día llevaba sayas hasta los pies. Cogió a Tomás de la mano y lo metió en el estudio.
−Ven, siéntate aquí, quítate las alpargatas.
Tomás obedeció, y Rosser comprobó divertida cómo los pies de Tomás estaban limpios de burda y trabajosa manicura.
−¿No te imaginabas que un herrero se cuidase los pies? −dijo Tomás.
−De ti podría imaginarme cualquier cosa −le contestó Rosser, que salió de nuevo al lavadero, a llenar un balde de agua, que al entrar dejó junto a los pies desnudos de Tomás. De un saco de papel de estraza que había encima del banco fue espolvoreando puñados de yeso en el agua, hasta que consiguió una pasta compacta.
−Mete aquí los pies −dijo Rosser−. Voy a hacerte un vaciado. Mientras trabajes en la fragua yo modelaré tus pies de barro. Y luego tus pantorrillas, y después tus muslos, y después tu pubis, y tu vientre y tu pecho y tu cuello, y tus manos y tus brazos, y también tu cara. Voy a despedazarte y a esculpir las partes de tu cuerpo, y luego, cuando las haya vuelto a ensamblar todas y lo mire, sabré lo que pienso de ti.
Tomás no hizo más preguntas. Aguardaba sin moverse a que se secara el yeso, que Rosser le ponía con papeles en las puntas y muescas para luego poderlo quitar. Trabajaba como un galeote en la fragua por las mañanas, forjando flores y golpes de látigo, y por las tardes posaba para ella, como un soldado al que hubieran puesto firmes toda la noche al volver del campo de batalla. Dos días después ya le tocaba el turno al pubis.
El grado de confianza que había madurado sin explicaciones ayudó a que los dos obviasen los detalles. Tomás se desnudó y Rosser le aplicó el empastre con sumo cuidado, como si estuviera sacando el molde de una pieza de arqueología. El buen oficio y la suite Iberia sirvieron también de ayuda. Él se relajó para afrontar el tiempo que tardara en morirse la escayola, ella lo contemplaba y ambos escucharon el gramófono, Rosser con el máximo sosiego, Tomás con la máxima concentración, hasta que la voz de Rosser se sobrepuso a las notas de Albéniz y dijo:
−¿Sabes? El marqués me ha propuesto que me case con él.
Tomás sintió los primeros picores. Rosser se giró, como si acabara de darse cuenta de lo que había dicho.
−No, no, Tomás, no es lo que piensas. Es un chico raro, pero yo lo entiendo. Es hijo único, y va a heredar de su madre un fortunón. Una buena tajada de las minas de Ojos Negros es suya, no sé si lo sabes. Vive un poco angustiado porque ve que su madre está muy mayor y él es joven pero no goza de buena salud. Ahí donde lo ves, tan peripuesto y tan atlético, por dentro está hecho una ruina. Tiene verdadero pánico a los parientes que husmean a ver si se muere alguno de los dos. En fin, que quiere casarse, a ver si así se los quita de encima.
Los picores de la escayola le entraron por las ingles y por la rabadilla. Tomás tenía que sujetar las manos para que no acudiesen a rascarle.
−No, Tomás, no es amor −dijo Rosser−. El marqués practica todos los sentimientos menos ese. No creo que fuese capaz de tocar siquiera el cuerpo de ningún ser vivo. Él dice que las plantas no sudan, y que por eso se dedica a la botánica. Dice que cuando ha estado envuelto en algún cuerpo sentía tanta repugnancia como Gulliver en Brobdingnag… En fin, sería lo que vulgarmente se conoce como un matrimonio de conveniencia. Por su parte, me llevaría donde yo quisiese, como si quisiera estar sola. Viviríamos aquí o en el palacio ese tan feo de la plaza de la Bombardera, o iríamos de gira por hoteles y recorreríamos los lugares du bon ton según las estaciones del año. Yo podría tener todos los affaires que quisiera siempre y cuando a los oídos de su señora madre no llegara ningún escándalo −dijo Rosser, y tiró el humo.
A Tomás le ardían los glúteos y las pieles finas.
−Pero pone una condición −continuó Rosser, cambiando de postura−. Quiere tener un hijo. Quiere que su apellido perdure, y que sus minas tengan heredero. Quiere un hijo, pero no quiere que lo tenga con él. Quiere que lo tenga contigo.
Hubo unos segundos de estupefacción.El picor al mismo tiempo era insufrible.
−¿Y tú que le has dicho? −preguntó por fin Tomás.
Rosser volvió a mirarlo de frente y frunció el ceño, como si estuviera descubriendo un delito en ese mismo momento.
−Oye, guapo, ¿pero tú por quién me has tomado? −contestó, y luego, ablandando un poco la sonrisa, se levantó para quitarle la escayola. .

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