Capítulo vigésimo
Mater dolorosa
−Te encuentro un poco disperso, hijo mío −dijo la marquesa, apoyada en el balcón del palacio de la Bombardera, debajo del paraguas que le sostenía Leopoldo.
−Es este tiempo del demonio, madre. Llevo los huesos empapados.
Una lluvia fina llevaba cayendo toda la tarde, se veían las gotas como alfileres al trasluz de los faroles. En las ondas de los charcos los marqueses de Valdeavellano veían temblar los capirotes negros y los resplandores de los cirios.
−Pues ve cuidándote, Leopoldo, que tu padre a los cuarenta ya no podía ni con su alma. ¿Cuándo pasa la Soledad?
−La última.
−Pues nos vamos a poner buenos… −dijo la marquesa.
El encaje de la manga de la marquesa se había mojado de apoyar las manos en el barandal, y se habían teñido de un color ferruginoso, como si se hubiera retocado los ribetes del carmín con las puntillas. Los costaleros mecían las peanas en vaivenes de anchos pasos y golpes de riñón.
−Deberíamos meternos dentro hasta que pase, madre, a ver si vas tu también a coger un enfriamiento −dijo el marqués, y miró el reloj de oro.
−¿También? −dijo la marquesa, que se había quedado mirando, con un mohín de aprensión, cómo un penitente iba arrastrando unas cadenas por el suelo−. ¿Quién más está enfriada, querido?
−Nadie −respondió, cortante, el marqués−. No sé por qué se me ha escapado ese también, la verdad.
−Pues yo diría −dijo la marquesa, subiéndose un poco el chal− que también es aquella señorita del vestido con solapa Robespierre que te aplaudía tanto ayer en el teatro, Leopoldo. ¿O estoy equivocada?
−Sí, madre, estás equivocada. Esa chica está muy delicada, eso es verdad, pero lo suyo no ha sido un enfriamiento −dijo el marqués, y la marquesa vio entre las sombras húmedas del balcón cómo su hijo abría mucho los ojos al decirlo, mientras miraba pasar la cofradía de Jesús atado a la Columna.
−Rosalía dice que han sido las fiebres maltas… −dejó caer la señora marquesa.
−Si no os conociese a ti y a Rosalía, ahora mismo le caía una buena −contestó Leopoldo, concentrado en no perder ahora el sentido de la ironía.
−Me preocupo por ti, Leopoldo. Deja en paz a Rosalía.
−No −dijo Leopoldo, y apretó con fuerza el mango del paraguas−, tampoco han sido las fiebres maltas. La hiperestesia es muy dura, madre.
En esos momentos pasaba por debajo del balcón la cofradía de Nuestra Señora de la Villa Vieja y de la Sangre de Cristo, que es del siglo XV. Primero pasó el Ecce−Homo, cuyas gotas de sangre brillaban con la lluvia, y después Nuestra Señora de los Dolores, en un altar de velas blancas y bajo un palio morado con ribetes amarillos. Junto a ella procesionaban los cofrades, todos con hábito negro, tapados con el velo de un tercerol, que sostenían un cirio inclinado en la mano. Los goterones de cera caían a los charcos y se cuajaban al instante, en medio de un halo azul. Detrás de las peanas iba una comitiva se señoras enlutadas, con alta peineta de teja con celosías y mantillas negras que se derramaban en pliegues transparentes y se recogían luego con la cinta malva del escapulario, todas ellas muy conocidas.
−Las Sangüesitas ya van levantando el ojo para que las saludemos −dijo la marquesa−. ¿Te apetece?
−Es sólo la gorda, la Sagrario −puntualizó Leopoldo−. La otra no es Pilarín.
−¡Ay pues sí, tienes razón! Saluda un poquito, anda, monín. ¡Pero que fea es Sagrarito vista desde arriba! Tiene los agujeros de la nariz más grandes que los ojos.
−Te van a oír, mamá −secreteó el marqués desde el balcón, acercándose al oído de su madre y señalando con el dedo una peana, como si algún motivo floral le hubiese llamado la atención.
−¿Y la otra? −contestó la madre, mirándolas a ellas todavía.
−La otra es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada. Y mira que lee libros −dijo el marqués, muy sonriente y gestual.
−¿Y por qué la saludas con tanta cosa? −le dijo la madre, que volvió la cabeza pero todavía sujetaba los lentes con un delgado y fino mango de marfil.
−Nada me afectaría más que un disgusto de su marido −contestó el marqués−. Hay que tenerla contenta.
Arreciaba la lluvia. Los monaguillos que sujetaban los estandartes aprovechaban la poca presencia de público para vaciar el agua de sus bonetes y volvérselos a poner.
−Y qué raro que no salga Pilarín, con lo meapilas que es también, ¿no te parece? −dijo la marquesea, cuando las damas habían ya traspuesto el balcón, y sólo se veían sus sayas negras y sus mantillas bajo el resplandor de las velas de la Dolorosa.
−Pobre Pilarín. El día del teatro su padre le dio dos bofetadas y la metió en el Sagrado Corazón de Jesús, a que se le pasen las ganas de ir en bicicleta −dijo el marqués, más serio de lo que hubiera esperado su madre, que ahogó un comentario malicioso que ya iban a pronunciar sus labios.
−Por Dios, qué bárbaros −dijo la marquesa luego−. Estos que se hacen ricos con los ladrillos nunca sabrán comerse un higo con delicadeza.
Los dos callaron para ver pasar las hermandades de Jesús Nazareno y María Santísima del Rosario y la de los Caballeros del Santo Sepulcro y del Cristo del Amor.
−Has salido a tu padre, Leopoldo −dijo de pronto la marquesa−. Te piensas que no sé lo que significa la hiperestesia. Mira, hijo, te está saludando Joaquinito Torán con la mirada.
El marqués apenas devolvió el saludo con sobriedad y cortesía, un movimiento de un dedo y una levísima inclinación de cabeza desde las alturas. El joven Joaquinito, que llevaba en hombros el Santo Sepulcro, hizo coincidir un rictus de esfuerzo con una sonrisa cordial.
−¡Qué efusividad! −se sorprendió la madre.
−Va detrás de la sobrina de Monguió, como todo el mundo −informó el marqués−. Ya le ha prometido el dinero para la iglesia de Villaspesa.
−Desengáñate, hijo. Eso ha sido la Torana, que nos ha visto meter perras en el asilo. Mira si no lo que pasó con la ermita del Carmen estos años atrás.
−Habrá sido la fe −dijo Leopoldo.
Cuando pasó el paso del Sagrado Descendimiento y de María Santísima de las Angustias el marqués se detuvo a contemplarlo. Desde pequeño le habían gustado los pliegues mortecinos del manto que pende de la cruz, cómo caían las gotas reunidas en los pliegues sobre la cara de la Virgen, y se unían a sus lágrimas.
−¿Y entre todo el mundo que va detrás de la chica esa −continuó la madre− también hay que meterte a ti?
El marqués miró al frente, a los muros de la Casa de la Comunidad, en cuyas piedras reverberaba la luz amarillenta de los cirios.
−Desde que esa chica me pone perdida de barro la Casita veo que todo en ella está más vivo. Ahora sí que da la sensación de lugar habitado, mamá. Allí sólo he conocido grandes salones con sábanas que cubrían los muebles. Y mira que lo he llenado de gente…
−No me digas, Leopoldo, que te estás enamorando.
Una cuadrilla de bombos y de cajas destempladas les obligó a acercarse mucho para hablar. Los toques del bombo resonaban húmedos en la calle estrecha.
−No, madre. No estoy enamorado. Estoy loco, que no es lo mismo. Jamás en mi vida me habría atrevido a montar un numerito en el teatro como el de la otra noche. Y no fue un escándalo, ¿verdad que no fue un escándalo? ¿Verdad que no te disgustaste, mamá?
Los bombos pasaron de largo. El marqués había tenido que hacer poco menos que a gritos una confesión tan delicada.
−No, hijo mío, no. Desde que he vuelto a leer a Emilia Pardo Bazán muchas cosas están cambiando en mi vida. ¿Qué disgusto me vas a dar si eras feliz, tontín?
−No sé −dijo el marqués, más aliviado−, me lió con que si Marinetti que si los tambores que si los danzantes búlgaros y yo qué me sé…
−Pero a ti te gustó −dio la madre por sentado.
−¡A mí me gustó muchísimo! ¡Pero si a veces me mareo de gusto, mamá! A que no sabes cuál fue la última, antes de caer enferma. Resulta que se presentó en el establecimiento de Gómez y le dio la razón con lo de la valla esa que tiene puesta en la plaza del Mercado, y lo lió también de tal manera que cuando pasen estos días Gómez va a proponer al ayuntamiento que pinten cada casa de la plaza de un color, y van a pedir a los vecinos que cambien los toldos, o por lo menos que los limpien.
−Y los colores los eliges tú −siguió dando la madre por sentado.
−Naturalmente. Pero vas a ver qué bien queda, mamá. Imagínate una fachada de añil, y otra de naranja encendido, y otra de verde aventurina, todo con pigmentos desleídos, que se transparenten los brochazos y los cambien los colores con las estaciones, y haya que pintarlos otra vez por primavera.
−Mira, ya viene tu Virgen.
−Ah, sí.
La Virgen de la Soledad, ataviada con cascadas de encajes blancos y un manto negro bordado con hilos de oro, iba subiendo la cuesta y por detrás de ella sólo se veían las piedras del acueducto y los faroles del puente de la Reina. En la delantera de la peana el marqués había dispuesto torres de margaritas que ascendían hasta el regazo de la Virgen. Entre las velas erizadas crecían los claveles blancos, los frondosos ramos de gladiolos temblaban con el esfuerzo de los costaleros. Entre macizos de margaritas, aquí y allá, con el desorden del dolor y de la primavera, brotaban los iris y los lirios, recién abiertas sus lenguas moradas. Era un desorden ascendente de jacintos y azucenas, las flores parecían elevarse hacia las haldas de la Virgen en ondas de piedad. Los cirios, con cazoletas de forja en forma de rosa, iluminaban los verdores todavía tiernos de las varas de los nardos. Los pabilos titilaban.
La marquesa fue ascendiendo la mirada entre aquel clamor de flores, aquel gentío de belleza que pedía dar consuelo a la Señora. A sus pies, un sencillo ramillete de jaras, margaritas y ababoles, una ofrenda campestre que coronaba con delicadeza el inmenso agasajo de flores que abarrotaba la peana. La marquesa contempló respetuosa el rostro de la Virgen, su cara desencajada, el gesto roto de quien no encuentra consuelo, las pupilas dilatadas por el llanto y un rictus en los labios que es como el principio de un lamento ahogado por la espada que atraviesa su pecho. En la mano derecha, sobre un paño blanco con bordados de crisantemos, la Virgen sostiene la corona de espinas, y con la izquierda toca la cruz que forma la espada en su empuñadura, como si, por no poder arrancarla, acariciase su dolor. En esa mano, el marqués había puesto un hermoso cardo mariano, la roja flor crispada, las hojas bordadas de espinas.
−Muy bonito, Leopoldo, muy bonito.
−¿De verdad te gusta?
La marquesa siguió en silencio contemplando el paso de la Señora. Leopoldo se dio cuenta de que el detalle del cardo mariano la había emocionado. Seguía el paso erguida, serena y devota, pero había un leve frunce de sus labios, un retener la emoción, una gallarda lucha con la compostura que a Leopoldo le hizo sentir el placer de la hondura, eso que durante tantos años él imaginó que un artista siente todos los días.
Pero la marquesa no era muy dada, por un elemental sentido de la educación, a unos agasajos tan sinceros como los que Leopoldo hubiera querido escuchar. En su mundo las palabras casi sólo servían para mentir, así que, cuando supo que su voz ya no saldría quebrada, retomó la conversación.
−O sea que dices que no estás enamorado.
Leopoldo aún seguía pensando en el contraste del rojo encendido con el blanco marfil de la mano.
−Pues no −dijo, distraído.
−No sabes cuánto me alegro −le contestó su madre, que había regresado al mundo.
Pero Leopoldo, con esa serenidad que otorga el contemplar algo bien hecho, se volvió hacia su madre, y le dijo:
−Mamá, no sé si Emilia Pardo Bazán hablará también de que hay algo además de estar enamorado. Yo no quiero quedarme con Rosser, ni obligarla a sobrellevar la cruz de ser mi esposa. Yo sólo disfrutaría contemplándola tan libre como es, tan inquieta, tan fresca, tan decidida. La he llevado a la Casita y es como si hubiera llevado la luz eléctrica. No, mamá. No estoy enamorado de ella, pero también te digo que me produce algo parecido a un sentimiento. Pero muy leve. Un sentimiento de pitiminí, podríamos decir.
La marquesa lo miró sin decirle nada. Daba la sensación de que también estaba contemplando su obra.
−Anda, hijo, vámonos para adentro, que parece que me quiere doler algo.
−¿No te esperas a que te saluden las autoridades, mamá?
−No, no me apetece. Ya estoy cansada. Me vuelvo con Emilia.
−Es este tiempo del demonio, madre. Llevo los huesos empapados.
Una lluvia fina llevaba cayendo toda la tarde, se veían las gotas como alfileres al trasluz de los faroles. En las ondas de los charcos los marqueses de Valdeavellano veían temblar los capirotes negros y los resplandores de los cirios.
−Pues ve cuidándote, Leopoldo, que tu padre a los cuarenta ya no podía ni con su alma. ¿Cuándo pasa la Soledad?
−La última.
−Pues nos vamos a poner buenos… −dijo la marquesa.
El encaje de la manga de la marquesa se había mojado de apoyar las manos en el barandal, y se habían teñido de un color ferruginoso, como si se hubiera retocado los ribetes del carmín con las puntillas. Los costaleros mecían las peanas en vaivenes de anchos pasos y golpes de riñón.
−Deberíamos meternos dentro hasta que pase, madre, a ver si vas tu también a coger un enfriamiento −dijo el marqués, y miró el reloj de oro.
−¿También? −dijo la marquesa, que se había quedado mirando, con un mohín de aprensión, cómo un penitente iba arrastrando unas cadenas por el suelo−. ¿Quién más está enfriada, querido?
−Nadie −respondió, cortante, el marqués−. No sé por qué se me ha escapado ese también, la verdad.
−Pues yo diría −dijo la marquesa, subiéndose un poco el chal− que también es aquella señorita del vestido con solapa Robespierre que te aplaudía tanto ayer en el teatro, Leopoldo. ¿O estoy equivocada?
−Sí, madre, estás equivocada. Esa chica está muy delicada, eso es verdad, pero lo suyo no ha sido un enfriamiento −dijo el marqués, y la marquesa vio entre las sombras húmedas del balcón cómo su hijo abría mucho los ojos al decirlo, mientras miraba pasar la cofradía de Jesús atado a la Columna.
−Rosalía dice que han sido las fiebres maltas… −dejó caer la señora marquesa.
−Si no os conociese a ti y a Rosalía, ahora mismo le caía una buena −contestó Leopoldo, concentrado en no perder ahora el sentido de la ironía.
−Me preocupo por ti, Leopoldo. Deja en paz a Rosalía.
−No −dijo Leopoldo, y apretó con fuerza el mango del paraguas−, tampoco han sido las fiebres maltas. La hiperestesia es muy dura, madre.
En esos momentos pasaba por debajo del balcón la cofradía de Nuestra Señora de la Villa Vieja y de la Sangre de Cristo, que es del siglo XV. Primero pasó el Ecce−Homo, cuyas gotas de sangre brillaban con la lluvia, y después Nuestra Señora de los Dolores, en un altar de velas blancas y bajo un palio morado con ribetes amarillos. Junto a ella procesionaban los cofrades, todos con hábito negro, tapados con el velo de un tercerol, que sostenían un cirio inclinado en la mano. Los goterones de cera caían a los charcos y se cuajaban al instante, en medio de un halo azul. Detrás de las peanas iba una comitiva se señoras enlutadas, con alta peineta de teja con celosías y mantillas negras que se derramaban en pliegues transparentes y se recogían luego con la cinta malva del escapulario, todas ellas muy conocidas.
−Las Sangüesitas ya van levantando el ojo para que las saludemos −dijo la marquesa−. ¿Te apetece?
−Es sólo la gorda, la Sagrario −puntualizó Leopoldo−. La otra no es Pilarín.
−¡Ay pues sí, tienes razón! Saluda un poquito, anda, monín. ¡Pero que fea es Sagrarito vista desde arriba! Tiene los agujeros de la nariz más grandes que los ojos.
−Te van a oír, mamá −secreteó el marqués desde el balcón, acercándose al oído de su madre y señalando con el dedo una peana, como si algún motivo floral le hubiese llamado la atención.
−¿Y la otra? −contestó la madre, mirándolas a ellas todavía.
−La otra es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada. Y mira que lee libros −dijo el marqués, muy sonriente y gestual.
−¿Y por qué la saludas con tanta cosa? −le dijo la madre, que volvió la cabeza pero todavía sujetaba los lentes con un delgado y fino mango de marfil.
−Nada me afectaría más que un disgusto de su marido −contestó el marqués−. Hay que tenerla contenta.
Arreciaba la lluvia. Los monaguillos que sujetaban los estandartes aprovechaban la poca presencia de público para vaciar el agua de sus bonetes y volvérselos a poner.
−Y qué raro que no salga Pilarín, con lo meapilas que es también, ¿no te parece? −dijo la marquesea, cuando las damas habían ya traspuesto el balcón, y sólo se veían sus sayas negras y sus mantillas bajo el resplandor de las velas de la Dolorosa.
−Pobre Pilarín. El día del teatro su padre le dio dos bofetadas y la metió en el Sagrado Corazón de Jesús, a que se le pasen las ganas de ir en bicicleta −dijo el marqués, más serio de lo que hubiera esperado su madre, que ahogó un comentario malicioso que ya iban a pronunciar sus labios.
−Por Dios, qué bárbaros −dijo la marquesa luego−. Estos que se hacen ricos con los ladrillos nunca sabrán comerse un higo con delicadeza.
Los dos callaron para ver pasar las hermandades de Jesús Nazareno y María Santísima del Rosario y la de los Caballeros del Santo Sepulcro y del Cristo del Amor.
−Has salido a tu padre, Leopoldo −dijo de pronto la marquesa−. Te piensas que no sé lo que significa la hiperestesia. Mira, hijo, te está saludando Joaquinito Torán con la mirada.
El marqués apenas devolvió el saludo con sobriedad y cortesía, un movimiento de un dedo y una levísima inclinación de cabeza desde las alturas. El joven Joaquinito, que llevaba en hombros el Santo Sepulcro, hizo coincidir un rictus de esfuerzo con una sonrisa cordial.
−¡Qué efusividad! −se sorprendió la madre.
−Va detrás de la sobrina de Monguió, como todo el mundo −informó el marqués−. Ya le ha prometido el dinero para la iglesia de Villaspesa.
−Desengáñate, hijo. Eso ha sido la Torana, que nos ha visto meter perras en el asilo. Mira si no lo que pasó con la ermita del Carmen estos años atrás.
−Habrá sido la fe −dijo Leopoldo.
Cuando pasó el paso del Sagrado Descendimiento y de María Santísima de las Angustias el marqués se detuvo a contemplarlo. Desde pequeño le habían gustado los pliegues mortecinos del manto que pende de la cruz, cómo caían las gotas reunidas en los pliegues sobre la cara de la Virgen, y se unían a sus lágrimas.
−¿Y entre todo el mundo que va detrás de la chica esa −continuó la madre− también hay que meterte a ti?
El marqués miró al frente, a los muros de la Casa de la Comunidad, en cuyas piedras reverberaba la luz amarillenta de los cirios.
−Desde que esa chica me pone perdida de barro la Casita veo que todo en ella está más vivo. Ahora sí que da la sensación de lugar habitado, mamá. Allí sólo he conocido grandes salones con sábanas que cubrían los muebles. Y mira que lo he llenado de gente…
−No me digas, Leopoldo, que te estás enamorando.
Una cuadrilla de bombos y de cajas destempladas les obligó a acercarse mucho para hablar. Los toques del bombo resonaban húmedos en la calle estrecha.
−No, madre. No estoy enamorado. Estoy loco, que no es lo mismo. Jamás en mi vida me habría atrevido a montar un numerito en el teatro como el de la otra noche. Y no fue un escándalo, ¿verdad que no fue un escándalo? ¿Verdad que no te disgustaste, mamá?
Los bombos pasaron de largo. El marqués había tenido que hacer poco menos que a gritos una confesión tan delicada.
−No, hijo mío, no. Desde que he vuelto a leer a Emilia Pardo Bazán muchas cosas están cambiando en mi vida. ¿Qué disgusto me vas a dar si eras feliz, tontín?
−No sé −dijo el marqués, más aliviado−, me lió con que si Marinetti que si los tambores que si los danzantes búlgaros y yo qué me sé…
−Pero a ti te gustó −dio la madre por sentado.
−¡A mí me gustó muchísimo! ¡Pero si a veces me mareo de gusto, mamá! A que no sabes cuál fue la última, antes de caer enferma. Resulta que se presentó en el establecimiento de Gómez y le dio la razón con lo de la valla esa que tiene puesta en la plaza del Mercado, y lo lió también de tal manera que cuando pasen estos días Gómez va a proponer al ayuntamiento que pinten cada casa de la plaza de un color, y van a pedir a los vecinos que cambien los toldos, o por lo menos que los limpien.
−Y los colores los eliges tú −siguió dando la madre por sentado.
−Naturalmente. Pero vas a ver qué bien queda, mamá. Imagínate una fachada de añil, y otra de naranja encendido, y otra de verde aventurina, todo con pigmentos desleídos, que se transparenten los brochazos y los cambien los colores con las estaciones, y haya que pintarlos otra vez por primavera.
−Mira, ya viene tu Virgen.
−Ah, sí.
La Virgen de la Soledad, ataviada con cascadas de encajes blancos y un manto negro bordado con hilos de oro, iba subiendo la cuesta y por detrás de ella sólo se veían las piedras del acueducto y los faroles del puente de la Reina. En la delantera de la peana el marqués había dispuesto torres de margaritas que ascendían hasta el regazo de la Virgen. Entre las velas erizadas crecían los claveles blancos, los frondosos ramos de gladiolos temblaban con el esfuerzo de los costaleros. Entre macizos de margaritas, aquí y allá, con el desorden del dolor y de la primavera, brotaban los iris y los lirios, recién abiertas sus lenguas moradas. Era un desorden ascendente de jacintos y azucenas, las flores parecían elevarse hacia las haldas de la Virgen en ondas de piedad. Los cirios, con cazoletas de forja en forma de rosa, iluminaban los verdores todavía tiernos de las varas de los nardos. Los pabilos titilaban.
La marquesa fue ascendiendo la mirada entre aquel clamor de flores, aquel gentío de belleza que pedía dar consuelo a la Señora. A sus pies, un sencillo ramillete de jaras, margaritas y ababoles, una ofrenda campestre que coronaba con delicadeza el inmenso agasajo de flores que abarrotaba la peana. La marquesa contempló respetuosa el rostro de la Virgen, su cara desencajada, el gesto roto de quien no encuentra consuelo, las pupilas dilatadas por el llanto y un rictus en los labios que es como el principio de un lamento ahogado por la espada que atraviesa su pecho. En la mano derecha, sobre un paño blanco con bordados de crisantemos, la Virgen sostiene la corona de espinas, y con la izquierda toca la cruz que forma la espada en su empuñadura, como si, por no poder arrancarla, acariciase su dolor. En esa mano, el marqués había puesto un hermoso cardo mariano, la roja flor crispada, las hojas bordadas de espinas.
−Muy bonito, Leopoldo, muy bonito.
−¿De verdad te gusta?
La marquesa siguió en silencio contemplando el paso de la Señora. Leopoldo se dio cuenta de que el detalle del cardo mariano la había emocionado. Seguía el paso erguida, serena y devota, pero había un leve frunce de sus labios, un retener la emoción, una gallarda lucha con la compostura que a Leopoldo le hizo sentir el placer de la hondura, eso que durante tantos años él imaginó que un artista siente todos los días.
Pero la marquesa no era muy dada, por un elemental sentido de la educación, a unos agasajos tan sinceros como los que Leopoldo hubiera querido escuchar. En su mundo las palabras casi sólo servían para mentir, así que, cuando supo que su voz ya no saldría quebrada, retomó la conversación.
−O sea que dices que no estás enamorado.
Leopoldo aún seguía pensando en el contraste del rojo encendido con el blanco marfil de la mano.
−Pues no −dijo, distraído.
−No sabes cuánto me alegro −le contestó su madre, que había regresado al mundo.
Pero Leopoldo, con esa serenidad que otorga el contemplar algo bien hecho, se volvió hacia su madre, y le dijo:
−Mamá, no sé si Emilia Pardo Bazán hablará también de que hay algo además de estar enamorado. Yo no quiero quedarme con Rosser, ni obligarla a sobrellevar la cruz de ser mi esposa. Yo sólo disfrutaría contemplándola tan libre como es, tan inquieta, tan fresca, tan decidida. La he llevado a la Casita y es como si hubiera llevado la luz eléctrica. No, mamá. No estoy enamorado de ella, pero también te digo que me produce algo parecido a un sentimiento. Pero muy leve. Un sentimiento de pitiminí, podríamos decir.
La marquesa lo miró sin decirle nada. Daba la sensación de que también estaba contemplando su obra.
−Anda, hijo, vámonos para adentro, que parece que me quiere doler algo.
−¿No te esperas a que te saluden las autoridades, mamá?
−No, no me apetece. Ya estoy cansada. Me vuelvo con Emilia.
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