Capítulo vigésimo segundo
Cnicus benedictus
La tormenta los cogió por los llanos de San Cristóbal. Iban los tres callados, mirando al suelo, se agachaban de vez en cuando y con sumo cuidado apartaban los yerbajos para ver si aquella flor pequeña que amarilleaba entre las zarzas era la que querían encontrar. Las piedras tomaban con las nubes cárdenas un tono violáceo, amoratado. Allá lejos se veían los montes azules de Gúdar, que parecían estar apuntalando el cielo para que no se desplomase sobre la ciudad. Mientras Raimon e Isidoro no apartaban la vista del suelo, Luisín contaba con los dedos el tiempo entre los rayos y los truenos. La tormenta venía del oeste, el viento empezó a soplar en ráfagas cortadas, y cuando Luisín dijo que aún quedaban once segundos para que llegara la tormenta Raimon vio una gota gorda caer encima una piedra.
−¡Halá qué gota! −dijo, e Isidoro dio la búsqueda por terminada.
−Vámonos −dijo Isidoro−, que si no no llegamos a casa.
−Y tenemos que ir a la procesión con el hermano Etienne porque va a salir el hermano en la peana de la Soledad que es la única que sale el Sábado de Gloria −dijo Luisín.
Los cálculos de unos y de otros fallaron y un violento chaparrón, que al principio parecía de agua tibia, hasta que las gotas se juntaron en el suelo y todo se puso brillante y mojado, sorprendió a los muchachos sin tiempo para volver al asilo. Les quedaba mucho más cerca la plaza de toros, a cuyos corrales los huérfanos iban muchas tardes de invierno a jugar con las compuertas y los burladeros. Sólo había que saltar por la puerta llena de estiércol del desembarcadero, que se abría como la guillotina que mató a María Antonieta −según puntualizó Luisín− y su cabeza rodó por las calles de París.
El más torpe era Raimon, que todo quería hacerlo sin mancharse las manos. Luisín, pese a ser el más regordete de los tres, subió como un gato, igual que Isidoro. En cuclillas uno a cada lado del desembarcadero, agarraron a Raimon primero de la mano y después, con la otra, de las trabillas del pantalón. Cuando estuvo arriba, Raimon se resbalaba con los zapatos.
−Siéntate, hombre −le dijo Isidoro.
−Está lleno de caca −dijo Raimon.
−Pues yo te voy a soltar −dijo Luisín.
Raimon se sentó en el borde de la puerta de guillotina de María Antonieta, y apoyó los zapatos en los tornillos que sobresalían. Los dos más hábiles bajaron de un salto al suelo de boñigas petrificadas, y esperaron a Raimon bajo la lluvia ya intensísima, hasta que se decidiese a saltar, con las manos levantadas para frenar la caída. No hizo falta que lo animasen. Raimon los vio, se llenó de valor y saltó, y no le pasó nada.
Se colaron por un burladero al callejón de los toriles, y allí esperaron a que pasase la tormenta. Les gustaba la misteriosa oscuridad de los chiqueros, las huellas del peligro, mirar las raspaduras de los cuernos en el portón, las cornadas, las líneas onduladas de la furia y de la muerte. También llevaron a Raimon a que viera el ruedo. En los chiqueros había una portezuela que comunicaba con el graderío. Solía estar cerrada, pero el guarda de la plaza la dejaba siempre en el mismo sitio. El guarda era un gran aficionado, el señor Lucas, quien consideraba parte de su responsabilidad el que los chiquillos jugaran a los toros en un ruedo de verdad, a ver si alguno se hacía torero.
A Raimon le impresionaron aquellas bancadas de madera sobre las que rebotaba la lluvia, los altos burladeros con estribo para subirse y estar más cerca del peligro. Los tres miraban desde el vomitorio. Raimon miraba los palcos desvencijados, el reloj de hierro que marcaba las cinco, y ahí se había parado.
−¡Ahí está! −gritó Isidoro, y salió a los bancos de las gradas y los bajó a saltos sin resbalarse, y dio un brinco desde los cables de la barrera y saltó el burladero apoyándose con una mano, como los banderilleros cuando toman el olivo, y salió en medio de la gotarrada que anegaba el ruedo. Raimon y Luisín esperaron a cubierto, casi no veían correr a Isidoro entre los yerbajos, bajo la densa cortina de agua. Lo vieron arrodillarse junto a unas amapolas y arrancar una mata con sumo cuidado, y correr de nuevo haciéndole paraguas a la flor con una mano hasta donde lo esperaban sus compañeros.
Cuando llegó hasta ellos iba chorreando, entusiasmado.
−¡El cnicus benedictus! −dijo, con una amplia sonrisa en la cara, una sonrisa que enseñaba las encías. Raimon nunca le había visto a Isidoro las encías.
−¿Pincha? −dijo Luisín.
−No, no pincha, pero ándate con ojo −dijo Isidoro.
Las hojas eran anchas, carnosas, levantadas. Formaban ondas en el borde acabadas en punta, como son en los mapas los cabos y las bahías, según dijo Luisín, y estaban llenas de pelusilla. Iban subiendo a distintas alturas en un tallo de color morado, también muy velloso, pero luego se juntaban todas más pequeñas al lado de la flor.
−Mirar esto −dijo Isidoro−, son las brácteas. Estas sí que pinchan, Luis.
Eran unas púas moradas, anchas agujas de dos dedos de largas de las que salían espinas gruesas como espolones. Parecían raspas de un pescado, raspas moradas de puntas muy oscuras que nacían en torno al pezón de la flor, y encima de él habían brotado unos pétalos amarillos muy delgados, igual que plumas de un sombrero de señora, y de entre las plumas, como gusanitos a rayas o periscopios de un sumergible, apuntó Luisín, unos filamentos que, según Isidoro, eran así para que el aire se llevase la semilla.
Cuando cedió la fuerza de la lluvia los chicos volvieron al orfanato. Enseñaron al hermano Etienne la planta y el hermano Etienne los mandó a los tres ponerse ropa seca. A Raimon le hacía mucha ilusión ponerse unos pololos como los de Luisín y unas alpargatas como las de Isidoro. Después, según era entre ellos la costumbre, bajaron juntos hasta la iglesia de la Merced y allí se despidieron. Raimon se fue a su casa, vestido de huérfano; Luisín se fue a la procesión de la Soledad, e Isidoro fue a enseñarle la flor a su hermano, que estaba en la fragua.
Desde que Rosser se puso mala, Tomás no había salido apenas de El Vulcano. Terminaba el tajo y se quedaba en la bigornia, dando martillazos a las chapas. Isidoro había metido en un hato la ropa mojada y el cardo envuelto en un cucurucho de papel de estraza que le preparó el hermano Etienne. No paró de correr hasta el Tozal, hasta que torció a mano izquierda y entró por la calle de Alcañices. Sabía que iba a darle una alegría a su hermano, que llevaba unos días sin hablar con nadie. Pero nada más entrar se encontró con que junto a él, apoyado en la punta de la bigornia, estaba don Leopoldo. Isidoro se quedó parado en la puerta. El marqués estaba de espaldas.
−Pasa, Isidoro −dijo Tomás.
Isidoro se acercó con cautela.
−¡Hombre, Isidoro! −saludó don Leopoldo, muy afable. Isidoro aún no se acababa de fiar del todo.
−¿Qué has hecho con tu ropa? −dijo Tomás.
−Nos hemos mojado y al pasar por San Nicolás el hermano Etienne nos ha hecho cambiarnos de ropa.
Don Leopoldo sonreía, y se daba con los guantes grises en la mano. Era una sonrisa triste. A Leopoldo le pareció que sonreía por sonreír, y él buscaba en esos gestos algún indicio de que a Rosser le había bajado la fiebre.
−¿Conoces Barcelona, Isidoro? −dijo, de buenas a primeras, el marqués.
−Déjelo estar −dijo Tomás.
El marqués guardó un silencio, como si quisiera reanudar la conversación que había interrumpido el muchacho.
−Puede decir lo que quiera −dijo Tomás−.
El marqués asintió, y respiró con brío.
−Si han soltado al Zurdo es precisamente porque algo iba a pasar −dijo−. Cuando hay planes, ese hombre es una mina. Todo el mundo teme que se vaya de la lengua y los abortan en seguida, y el caso es que nunca se va…
−El Zurdo no está loco −dijo Tomás.
−No estaría yo muy seguro −dijo el marqués−. Anoche lo pescaron en la Casita. Estaba registrando los cajones. No se llevó nada. Bueno, casi.
−Pues no lo entiendo −dijo Tomás.
−Ni yo tampoco, pero esta vez le han pegado una somanta de palos. Me extrañaría que no dijese nada.
−¿Y cómo se yo que todo eso no es más que para convencerme? −dijo Tomás.
−Veta a buscar al Zurdo y se lo preguntas.
El marqués se volvió hacia Isidoro.
−¿Conoces Barcelona, Isidoro? A tu hermano le he propuesto que se vaya allí una temporada, a ver edificios nuevos, a ver las rejas nuevas de Jujol, que me han dicho que son una maravilla, y a tocarlas con la mano.
Al decir esto último, el marqués había hecho girar la palma de la mano, como los ilusionistas cuando hacen desaparecer un huevo.
−¿Qué se llevaron de la Casita? −preguntó Tomás.
−Nada relevante. La biblioteca ni la miraron. Se llevaron sólo un picaporte.
−¿El del lagarto?
−No. El otro, el que me regaló Rosser.
Isidoro vio cómo a su hermano le subían los colores hasta el nacimiento del cabello. El marqués también se dio cuenta, y sonrió con solo un lado de la boca. Tomás se recompuso y miró de frente a don Leopoldo.
−¿Se puede saber qué interés le mueve a usted en todo esto? Aparte de ganar dineros a chorros con la mina, ¿me quiere decir qué placer consigue?
−La vida es un hermoso jardín, caballero −dijo el marqués, y cruzó un pie por delante del otro, hasta que lo apoyó de punta−. Y conviene cultivarlo. Yo cultivo dalias blancas, y futuros botánicos, y buenos artesanos. No quiero que usted se vaya a Barcelona para protegerlo, sino para proteger el arte que usted tiene. Como tampoco enseño botánica a su hermano porque me mueva la caridad, sino porque nunca esta provincia tuvo nunca tantos científicos de nombre como ahora, y casi todos son botánicos. Me imagino, dentro de cien años, una ciudad donde los herreros y los alfareros tengan prestigio mundial, y la ciudad entera sea un museo de barro y de hierro, y sean otros los artistas jóvenes que viajen a Teruel, y sean otros los botánicos y los arquitectos que aprendan de nosotros. Puede usted llamar a eso como quiera. Yo lo llamo amor por el progreso, no caridad.
−¿Y por eso se dedica a aparear a la gente? −dijo Tomás, en un tono muy bajo, en un tono que indicó a Isidoro que la conversación se había ensombrecido.
El marqués torció el morro, como si no entendiera bien a Tomás. Pero pronto cayó en la cuenta.
−Se refiere a la proposición que hice a Rosser. Ah, vaya, creo que a veces me paso de exquisito. Y además, no se queje, caballero, encima que lo promociono entre las damas… ¡Ea! −dijo el marqués, golpeando con el guante sobre la punta redonda de la bigornia−. Rosser se va a marchar en cuanto se reponga un poco. No es normal que le vengan ataques tan violentos. La brucelosis no es para tanto. Un amigo mío, el doctor Santaló, la visitará en Barcelona. No se preocupe, no tendrá que cuidar de ella. He dispuesto todo para que se alojen en casa de unos amigos míos, y usted, ya sabe, de fragua en fragua…
El marqués colgó el bastón del antebrazo y se puso los guantes.
−Y no se lo piense demasiado, que tampoco disponemos de mucho tiempo −dijo, y luego sonrió a Isidoro:− Adiós, Isidoro −le dijo.
−Adiós, don Leopoldo.
El marqués salió marcando el paso con la contera del bastón. Los dos hermanos se quedaron solos.
−Mira −dijo Isidoro−. No te lo he dado antes porque si la llega a ver don Leopoldo se la lleva.
Isidoro sacó el cucurucho de papel de estraza.
−Mira, Tomás, el cardo bendito.
Tomás acarició el cogote de su hermano.
−A Rosser le gustará. Voy a llevárselo −dijo Tomás.
−No −dijo Isidoro−. A Rosser se lo llevaré yo ahora. Tú sólo míralo.
Tomás puso uno de aquellos cardos en su mano. Le llamaron la atención las bractias duras junto a los blandos cilios. Uno por uno, los objetos diminutos eran fáciles de forjar en hierro a tamaño grande. Pero el conjunto, eso que veía con toda claridad en las esculturas de Rosser, eso lo veía lleno de pelusilla.
−Toma −dijo Tomás−. Llévaselo a Rosser. Cuando se ponga buena nos hará un buen modelo.
−¿Te vas a ir a Barcelona con ella? −dijo Isidoro, mientras metía el cardo en el cucurucho.
−¿Y tú qué dices? −le preguntó Tomás−. ¿Quieres ir a Barcelona con Rosser y conmigo? Será una temporada. Dice el marqués que don Matías me guardará el empleo.
−No. Vete tú −dijo Isidoro−. Luisín y yo estamos bien, y al hermano Etienne lo vemos todos los días. Por nosotros no te preocupes.
−¿Estás seguro?
−Sí, claro. Dame el cardo −dijo Isidoro−. Se lo voy a llevar a Rosser. Ya lo has visto, ¿no? Ahora deberías hacer uno parecido, aunque te salga mal. Si os habéis de ir, por lo mejor dejáis la faena hecha.
−Sí, bueno −dijo Tomás−. Pero ve antes a cambiarte de ropa. No quiero que Rosser piense que eres un pordiosero.
Isidoro se le quedó mirando.
−No −dijo−. No soy un pordiosero.
Y se marchó.
−¡Halá qué gota! −dijo, e Isidoro dio la búsqueda por terminada.
−Vámonos −dijo Isidoro−, que si no no llegamos a casa.
−Y tenemos que ir a la procesión con el hermano Etienne porque va a salir el hermano en la peana de la Soledad que es la única que sale el Sábado de Gloria −dijo Luisín.
Los cálculos de unos y de otros fallaron y un violento chaparrón, que al principio parecía de agua tibia, hasta que las gotas se juntaron en el suelo y todo se puso brillante y mojado, sorprendió a los muchachos sin tiempo para volver al asilo. Les quedaba mucho más cerca la plaza de toros, a cuyos corrales los huérfanos iban muchas tardes de invierno a jugar con las compuertas y los burladeros. Sólo había que saltar por la puerta llena de estiércol del desembarcadero, que se abría como la guillotina que mató a María Antonieta −según puntualizó Luisín− y su cabeza rodó por las calles de París.
El más torpe era Raimon, que todo quería hacerlo sin mancharse las manos. Luisín, pese a ser el más regordete de los tres, subió como un gato, igual que Isidoro. En cuclillas uno a cada lado del desembarcadero, agarraron a Raimon primero de la mano y después, con la otra, de las trabillas del pantalón. Cuando estuvo arriba, Raimon se resbalaba con los zapatos.
−Siéntate, hombre −le dijo Isidoro.
−Está lleno de caca −dijo Raimon.
−Pues yo te voy a soltar −dijo Luisín.
Raimon se sentó en el borde de la puerta de guillotina de María Antonieta, y apoyó los zapatos en los tornillos que sobresalían. Los dos más hábiles bajaron de un salto al suelo de boñigas petrificadas, y esperaron a Raimon bajo la lluvia ya intensísima, hasta que se decidiese a saltar, con las manos levantadas para frenar la caída. No hizo falta que lo animasen. Raimon los vio, se llenó de valor y saltó, y no le pasó nada.
Se colaron por un burladero al callejón de los toriles, y allí esperaron a que pasase la tormenta. Les gustaba la misteriosa oscuridad de los chiqueros, las huellas del peligro, mirar las raspaduras de los cuernos en el portón, las cornadas, las líneas onduladas de la furia y de la muerte. También llevaron a Raimon a que viera el ruedo. En los chiqueros había una portezuela que comunicaba con el graderío. Solía estar cerrada, pero el guarda de la plaza la dejaba siempre en el mismo sitio. El guarda era un gran aficionado, el señor Lucas, quien consideraba parte de su responsabilidad el que los chiquillos jugaran a los toros en un ruedo de verdad, a ver si alguno se hacía torero.
A Raimon le impresionaron aquellas bancadas de madera sobre las que rebotaba la lluvia, los altos burladeros con estribo para subirse y estar más cerca del peligro. Los tres miraban desde el vomitorio. Raimon miraba los palcos desvencijados, el reloj de hierro que marcaba las cinco, y ahí se había parado.
−¡Ahí está! −gritó Isidoro, y salió a los bancos de las gradas y los bajó a saltos sin resbalarse, y dio un brinco desde los cables de la barrera y saltó el burladero apoyándose con una mano, como los banderilleros cuando toman el olivo, y salió en medio de la gotarrada que anegaba el ruedo. Raimon y Luisín esperaron a cubierto, casi no veían correr a Isidoro entre los yerbajos, bajo la densa cortina de agua. Lo vieron arrodillarse junto a unas amapolas y arrancar una mata con sumo cuidado, y correr de nuevo haciéndole paraguas a la flor con una mano hasta donde lo esperaban sus compañeros.
Cuando llegó hasta ellos iba chorreando, entusiasmado.
−¡El cnicus benedictus! −dijo, con una amplia sonrisa en la cara, una sonrisa que enseñaba las encías. Raimon nunca le había visto a Isidoro las encías.
−¿Pincha? −dijo Luisín.
−No, no pincha, pero ándate con ojo −dijo Isidoro.
Las hojas eran anchas, carnosas, levantadas. Formaban ondas en el borde acabadas en punta, como son en los mapas los cabos y las bahías, según dijo Luisín, y estaban llenas de pelusilla. Iban subiendo a distintas alturas en un tallo de color morado, también muy velloso, pero luego se juntaban todas más pequeñas al lado de la flor.
−Mirar esto −dijo Isidoro−, son las brácteas. Estas sí que pinchan, Luis.
Eran unas púas moradas, anchas agujas de dos dedos de largas de las que salían espinas gruesas como espolones. Parecían raspas de un pescado, raspas moradas de puntas muy oscuras que nacían en torno al pezón de la flor, y encima de él habían brotado unos pétalos amarillos muy delgados, igual que plumas de un sombrero de señora, y de entre las plumas, como gusanitos a rayas o periscopios de un sumergible, apuntó Luisín, unos filamentos que, según Isidoro, eran así para que el aire se llevase la semilla.
Cuando cedió la fuerza de la lluvia los chicos volvieron al orfanato. Enseñaron al hermano Etienne la planta y el hermano Etienne los mandó a los tres ponerse ropa seca. A Raimon le hacía mucha ilusión ponerse unos pololos como los de Luisín y unas alpargatas como las de Isidoro. Después, según era entre ellos la costumbre, bajaron juntos hasta la iglesia de la Merced y allí se despidieron. Raimon se fue a su casa, vestido de huérfano; Luisín se fue a la procesión de la Soledad, e Isidoro fue a enseñarle la flor a su hermano, que estaba en la fragua.
Desde que Rosser se puso mala, Tomás no había salido apenas de El Vulcano. Terminaba el tajo y se quedaba en la bigornia, dando martillazos a las chapas. Isidoro había metido en un hato la ropa mojada y el cardo envuelto en un cucurucho de papel de estraza que le preparó el hermano Etienne. No paró de correr hasta el Tozal, hasta que torció a mano izquierda y entró por la calle de Alcañices. Sabía que iba a darle una alegría a su hermano, que llevaba unos días sin hablar con nadie. Pero nada más entrar se encontró con que junto a él, apoyado en la punta de la bigornia, estaba don Leopoldo. Isidoro se quedó parado en la puerta. El marqués estaba de espaldas.
−Pasa, Isidoro −dijo Tomás.
Isidoro se acercó con cautela.
−¡Hombre, Isidoro! −saludó don Leopoldo, muy afable. Isidoro aún no se acababa de fiar del todo.
−¿Qué has hecho con tu ropa? −dijo Tomás.
−Nos hemos mojado y al pasar por San Nicolás el hermano Etienne nos ha hecho cambiarnos de ropa.
Don Leopoldo sonreía, y se daba con los guantes grises en la mano. Era una sonrisa triste. A Leopoldo le pareció que sonreía por sonreír, y él buscaba en esos gestos algún indicio de que a Rosser le había bajado la fiebre.
−¿Conoces Barcelona, Isidoro? −dijo, de buenas a primeras, el marqués.
−Déjelo estar −dijo Tomás.
El marqués guardó un silencio, como si quisiera reanudar la conversación que había interrumpido el muchacho.
−Puede decir lo que quiera −dijo Tomás−.
El marqués asintió, y respiró con brío.
−Si han soltado al Zurdo es precisamente porque algo iba a pasar −dijo−. Cuando hay planes, ese hombre es una mina. Todo el mundo teme que se vaya de la lengua y los abortan en seguida, y el caso es que nunca se va…
−El Zurdo no está loco −dijo Tomás.
−No estaría yo muy seguro −dijo el marqués−. Anoche lo pescaron en la Casita. Estaba registrando los cajones. No se llevó nada. Bueno, casi.
−Pues no lo entiendo −dijo Tomás.
−Ni yo tampoco, pero esta vez le han pegado una somanta de palos. Me extrañaría que no dijese nada.
−¿Y cómo se yo que todo eso no es más que para convencerme? −dijo Tomás.
−Veta a buscar al Zurdo y se lo preguntas.
El marqués se volvió hacia Isidoro.
−¿Conoces Barcelona, Isidoro? A tu hermano le he propuesto que se vaya allí una temporada, a ver edificios nuevos, a ver las rejas nuevas de Jujol, que me han dicho que son una maravilla, y a tocarlas con la mano.
Al decir esto último, el marqués había hecho girar la palma de la mano, como los ilusionistas cuando hacen desaparecer un huevo.
−¿Qué se llevaron de la Casita? −preguntó Tomás.
−Nada relevante. La biblioteca ni la miraron. Se llevaron sólo un picaporte.
−¿El del lagarto?
−No. El otro, el que me regaló Rosser.
Isidoro vio cómo a su hermano le subían los colores hasta el nacimiento del cabello. El marqués también se dio cuenta, y sonrió con solo un lado de la boca. Tomás se recompuso y miró de frente a don Leopoldo.
−¿Se puede saber qué interés le mueve a usted en todo esto? Aparte de ganar dineros a chorros con la mina, ¿me quiere decir qué placer consigue?
−La vida es un hermoso jardín, caballero −dijo el marqués, y cruzó un pie por delante del otro, hasta que lo apoyó de punta−. Y conviene cultivarlo. Yo cultivo dalias blancas, y futuros botánicos, y buenos artesanos. No quiero que usted se vaya a Barcelona para protegerlo, sino para proteger el arte que usted tiene. Como tampoco enseño botánica a su hermano porque me mueva la caridad, sino porque nunca esta provincia tuvo nunca tantos científicos de nombre como ahora, y casi todos son botánicos. Me imagino, dentro de cien años, una ciudad donde los herreros y los alfareros tengan prestigio mundial, y la ciudad entera sea un museo de barro y de hierro, y sean otros los artistas jóvenes que viajen a Teruel, y sean otros los botánicos y los arquitectos que aprendan de nosotros. Puede usted llamar a eso como quiera. Yo lo llamo amor por el progreso, no caridad.
−¿Y por eso se dedica a aparear a la gente? −dijo Tomás, en un tono muy bajo, en un tono que indicó a Isidoro que la conversación se había ensombrecido.
El marqués torció el morro, como si no entendiera bien a Tomás. Pero pronto cayó en la cuenta.
−Se refiere a la proposición que hice a Rosser. Ah, vaya, creo que a veces me paso de exquisito. Y además, no se queje, caballero, encima que lo promociono entre las damas… ¡Ea! −dijo el marqués, golpeando con el guante sobre la punta redonda de la bigornia−. Rosser se va a marchar en cuanto se reponga un poco. No es normal que le vengan ataques tan violentos. La brucelosis no es para tanto. Un amigo mío, el doctor Santaló, la visitará en Barcelona. No se preocupe, no tendrá que cuidar de ella. He dispuesto todo para que se alojen en casa de unos amigos míos, y usted, ya sabe, de fragua en fragua…
El marqués colgó el bastón del antebrazo y se puso los guantes.
−Y no se lo piense demasiado, que tampoco disponemos de mucho tiempo −dijo, y luego sonrió a Isidoro:− Adiós, Isidoro −le dijo.
−Adiós, don Leopoldo.
El marqués salió marcando el paso con la contera del bastón. Los dos hermanos se quedaron solos.
−Mira −dijo Isidoro−. No te lo he dado antes porque si la llega a ver don Leopoldo se la lleva.
Isidoro sacó el cucurucho de papel de estraza.
−Mira, Tomás, el cardo bendito.
Tomás acarició el cogote de su hermano.
−A Rosser le gustará. Voy a llevárselo −dijo Tomás.
−No −dijo Isidoro−. A Rosser se lo llevaré yo ahora. Tú sólo míralo.
Tomás puso uno de aquellos cardos en su mano. Le llamaron la atención las bractias duras junto a los blandos cilios. Uno por uno, los objetos diminutos eran fáciles de forjar en hierro a tamaño grande. Pero el conjunto, eso que veía con toda claridad en las esculturas de Rosser, eso lo veía lleno de pelusilla.
−Toma −dijo Tomás−. Llévaselo a Rosser. Cuando se ponga buena nos hará un buen modelo.
−¿Te vas a ir a Barcelona con ella? −dijo Isidoro, mientras metía el cardo en el cucurucho.
−¿Y tú qué dices? −le preguntó Tomás−. ¿Quieres ir a Barcelona con Rosser y conmigo? Será una temporada. Dice el marqués que don Matías me guardará el empleo.
−No. Vete tú −dijo Isidoro−. Luisín y yo estamos bien, y al hermano Etienne lo vemos todos los días. Por nosotros no te preocupes.
−¿Estás seguro?
−Sí, claro. Dame el cardo −dijo Isidoro−. Se lo voy a llevar a Rosser. Ya lo has visto, ¿no? Ahora deberías hacer uno parecido, aunque te salga mal. Si os habéis de ir, por lo mejor dejáis la faena hecha.
−Sí, bueno −dijo Tomás−. Pero ve antes a cambiarte de ropa. No quiero que Rosser piense que eres un pordiosero.
Isidoro se le quedó mirando.
−No −dijo−. No soy un pordiosero.
Y se marchó.
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