Capítulo tercero
Locomotora Mastodonte
Una locomotora Mastodonte de la Compañía Minera de Sierra Menera cruzaba el puente de Albentosa con quince vagones cargados de veinte mil kilos de hierro cada uno. Tan sólo llevaba unos meses de funcionamiento, pero ya su máximo accionista, Sir Ramón de la Sota, entonces todavía don Ramón de la Sota, a secas, había empezado a forrarse. El hierro de Ojos Negros bajaba al desembarcadero de Sagunto y de allí lo exportaban en barco a las industrias de Inglaterra. Un millón de toneladas de hierro bajaban al mar cada año.
Las formidables Mastodontes 240 de cuatro ejes motores llevaban los nombres de las minas grabados en placas de bronce, y en llano pasaban de sesenta kilómetros por hora. Eran la envidia de las locomotoras, y con ellas un tendido que, por expreso deseo de Ramón de la Sota, iba paralelo pero no compartía la línea de la Compañía Central de Ferrocarriles. A pesar de que la nueva compañía formalizó todos los permisos en 1902, hasta 1907 no cesaron los litigios sobre el trazado de la vía férrea. La mayor parte de las demandas y las negociaciones se centraron en aquellos terrenos por donde pasaba la nueva vía, unos porque la Compañía Central los reclamaba como suyos y otros porque los terratenientes se hicieron de rogar. Pero don Ramón no reparó en gastos. Construyó hermosos puentes de piedra y redujo los desniveles al tremendo puerto de Escandón, donde más a fondo debía emplearse el fogonero.
Este puente de Albentosa era el más grande de todos. A lo largo de ciento veinte metros se sucedían diez arcadas de piedra, y el tren minero lo atravesaba por encima del vacío, a cuarenta metros del suelo. Desde la cabina de la locomotora Bárbara el espectáculo era sobrecogedor. El señor Moreno, el maquinista, un hombre fuerte, serio y ceñudo, que llevaba largas barbas de navegante y no se quitaba nunca el chaquetón ni la gorra de plato, solía tirar de la sirena justo al pasar por este puente, cuando los campos de carrascas y sabinas rastreras se cortaban en un vértigo de piedras desnudas al final del que sólo se veía un hilillo de plata. El fogonero, Pascual, se sentaba entonces en el asiento que traían las nuevas Mastodonte incorporado, y se quedaba tieso, conteniendo la respiración, sin mirar al vacío, asombrado de la fe que su maestro el maquinista tenía depositada en el progreso. Una nube de humo denso acompañaba entonces al rugido de la máquina, y a Pascual le daba la sensación de que con tanto ruido tenían que temblar las bielas, o romperse la caldera, o salirse alguna rueda. El señor Moreno lo miraba entonces con condescendencia, como diciéndole que hasta que no se le quitara el miedo no sería maquinista de verdad.
Sin embargo, casi cada día que llegaban a las minas, mientras los mineros cargaban los vagones, había que reparar alguna válvula, restañar un engranaje, fundir un gancho, empalmar una cadena. Eran las ocho de la mañana. Habían viajado de noche hasta Caparrates, iluminados por el carburo que alumbraba unos metros de las vías y donde a veces se veían fugaces los ojos rojos de alguna zorra. Para Facundo, atravesar cada mañana los llanos del Jiloca en la locomotora era lo mejor que le había pasado en la vida. Aquellos trigos verdes que perfumaban la cabina en los días de lluvia, aquel avanzar entre montañas azules y dejar el pensamiento al pairo de las bielas. No contradecía en nada al señor Moreno, quien por otra parte tampoco soportaba el servilismo, y se esforzaba por cuidar los detalles y descubrir fisuras en las arandelas. Cuando paraban la locomotora en el muelle de carga de Ojos Negros, un campo de arena roja cruzado por vías de hierro, Pascual bajaba de la cabina y se iba de inmediato a buscar al herrero, que a las 8, como todo los demás mineros, paraba media hora para almorzar.
Ese día el herrero no estaba en la cantina. Estaba su ayudante, Tomás, un muchacho de la edad de Facundo que había venido a Ojos Negros desde Alfambra para trabajar en la mina Bárbara pero se quedó ayudando en la herrería. Igual que el fogonero era el privilegiado que aspira a ser maquinista, el oficial era el privilegiado que aspira a la herrería. El trabajo era también muy duro, también tenían que caminar siete kilómetros desde el Barrio de los obreros hasta la boca de la mina, iluminados por alguna que otra lamparilla, para empezar el tajo cuando saliera el sol. Pero no pasaban el día entero en la galería, a veces ni siquiera entraban, y eran los muleros los que les llevaban a la fragua las ruedas rotas de las vagonetas o incluso los raíles torcidos. Ambos, Facundo y Tomás, y en parte los muleros y los capataces, tenían el privilegio de ver la luz. Tomás pasaba el día en el yunque, sudando junto al fuego, pero veía la luz. Los otros, los mineros, cargaban seis vagones de mineral cada día, dieciocho toneladas de hierro en el silencio negro de la mina, y estaban a expensas de que los enrunase una chorrera, de que los muleros no anduviesen con cuidado y los vagones les cortasen una pierna o una mano, de que se cayesen los terreros mientras cargaban, o como había sucedido hacía un par de meses, en pleno invierno, cuando estaban los mineros en un hueco y arriba no habían escombrado, y mientras barrenaban se cayó una burra por el terrero, y enrunó a los de abajo. Sacaron dieciséis cuerpos.
En sus viajes a Sagunto, el fogonero había visto más que campos de trigo. Cuando lo eligió el señor Moreno como su segundo, no perdió el tiempo, aprendió a leer y a escribir y conoció a más fogoneros y a más maquinistas en los desembarcaderos del Mediterráneo. Él era, en cierto modo, el mensajero del mundo real. En Ojos Negros solo los jefes recibían el periódico, y nunca se los dieron a leer a los mineros. Ahora, cuando Facundo entraba en la caseta donde los mineros bebían su perra de anís, buscaba al herrero pero también esparcía noticias sobre la gran huelga minera que se había desatado en Inglaterra. Cuando Facundo daba las cifras los mineros abrían la boca y subían los ojos, como tratando de hacerse cargo de cuánta gente era un millón de mineros, un millón de hombres que no iban al tajo y que perdían su salario para conseguir un sueldo de cinco peniques. Los mineros no sabían qué era un penique, cuántas perras de anís había en un solo penique.
Los otros, los privilegiados, Santiago el mulero y Tomás, escuchaban a Facundo con más atención. Ese día no era mucho lo que había que arreglar. Una ñapa en un vagón que se había podrido con el salitre. Estaban sentados en el banco exterior de la caseta, hombres cubiertos de barro que miraban con los ojos muy abiertos mientras masticaban unos trozos de conejo escabechado. Los otros mineros los escuchaban sin mirarlos. Ellos estaban sentados en piedras y en troncos que había esparcidos por la entrada de la mina, llevaban una boina grande y un pañuelo anudado al cuello, de sus camisas blancas sucias salían unas manos rojas que apenas podían doblar los dedos para sujetar los huesecillos. Facundo leía a trancas y barrancas una página de El Mercantil:
−”Siguen cerrándose fábricas y manufacturas un numerosas fundiciones apagan sus hornos. Han sido suprimidos los trenes matutinos que salían de Manchester. La catástrofe se acentúa en proporciones incalculables. Se calcula que diez millones de hombres, mujeres y niños están afectados directamente por la huelga. La prensa conservadora aconseja a los patronos que resistan con energía, diciendo que, si capitulan, todos los obreros ingleses pedirán también el salario mínimo y se abrirá ante el país una larga era de huelgas desastrosas”.
La sirena de las ocho y media interrumpió el trabajoso parlamento de Facundo. Como siempre, tenía la sensación de que nadie le había hecho caso.
Tomás se levantó del poyo antes incluso de que sonase. Facundo lo siguió después, leyendo las últimas líneas.
−¿Qué vagón es?
−El séptimo. Joder, Tomás −decía Facundo, mientras trataba de seguirle el paso entre las piedras de la vía−, no os estoy contando cuentos. El mundo es algo más que esta puta mina.
−¿Y entonces? −le contestó Tomás, sin volverse siquiera−, ¿qué te importa a ti que nos suban el jornal, si no vamos a salir de aquí?
−¿Sabes cuántos menores de dieciocho años trabajan en esta mina?
−Unos cuantos.
−¿Unos cuantos? Ríete tú de los romanos en Riotinto, que hacían las galerías estrechas para que sólo entrasen los zagales. ¡Por lo menos cien muchachos hay ahí escarbando el hierro!
−¿Qué vagón has dicho?
−El séptimo −dijo Facundo, resignándose un día más. Tomás, sus anchas espaldas desnuda, iba delante de él.
−¿Y tú como sabes eso de Riotinto? −dijo Tomás.
−Porque yo sé leer, algo que deberías aprender tú también.
Llegaron al vagón dañado. Tomás sacó una maza que le colgaba de la faja y dobló a mallazos la chapa carcomida por el salitre. Después tomó medidas con un cordel sin decir nada y se volvió hacia la herrería.
−¿Quieres algo de Teruel? −le preguntó Facundo.
−No −le contestó Tomás, sin darse la vuelta siquiera.
El herrero ya tenía preparadas planchas de hierro cuadradas de dos palmos de lado que podían fundirse en diferentes posiciones para suplementar los agujeros desde dentro del vagón. Tomás entró en la fragua. El herrero había vuelto. Era un hombre grueso, de cincuenta años, de grandes mostachos todavía negros y un mandil de cuero que no se quitaba nunca. Tomás cogió las herramientas para componer que había en la repisa de la campana, junto a la cadena del fuelle. El herrero, a quien no llamaba nadie nunca por su nombre, cogió el botijo con huellas negras de los dedos que colgaba de un aro junto a la puerta, echó un trago y volvió a mover el fuelle. El fuego levantaba bocanadas de chispas encendidas.
Tomás ajustó el filo de las dos placas con dos abrazaderas y una cuña y las acercó al hogar sujetas con las tenazas. Desbastaba las rebabas de las placas y pasaba una y otra vez el rodillo para que la figura final fuese una sola superficie. El herrero estiraba de la cadena.
−Nos ha jodido −dijo el herrero−, ni que fuera para una iglesia.
Tomás colocó la tercera placa y sin decir nada volvió al vagón de la locomotora Mastodonte. No necesitó el carburo para restañar las juntas: calzaba perfectamente. Es fogonero sonreía.
−¡Estás hecho un artista, templao! Sí señor. Lo malo es que es un arte que no lo va a ver ni Dios en cuanto le echen la primera carga.
−Dios sí lo ve.
Facundo se asustó un poco. No se esperaba esa salida de Tomás.
−¿A qué hora marcháis? −le preguntó.
−En dos horas como mucho.
−Espérame −dijo Tomás−. Tengo que bajar al pueblo. Me voy con vosotros. Díselo al señor Moreno.
Tomás bajó a buen paso los casi cinco kilómetros que había de distancia entre la mina Bárbara y el poblado de barracones donde dormían los mineros o se jugaban el jornal. Sobre las lomas descarnadas iba cayendo el sol naranja de la tarde que reverberaba sobre las arcillas, como si la tierra entera pudiera fundirse en la fragua. Tomás entró en el barracón donde llevaba dos años durmiendo. Se quitó las perneras de cuero, se lavó en una jofaina que puso en el poyo de la puerta, y se puso un traje negro, estrecho, anticuado, el traje con el que se había casado su padre, la única herencia que le quedaba. Debajo de la cama guardaba un cartapacio con algún retrato, y unas hojas bastas de rayas donde poco a poco, a lo largo de estos dos años de herrero en Ojos Negros, Tomás Yago había aprendido a escribir.
La locomotora Mastodonte bajaba en un atardecer de marzo por la vega seca del Jiloca. Los montes azules de Gúdar jalonaban el paisaje, que poco a poco descendía para juntarse en la estación de Teruel con la vía de la Compañía Central. Tomás ayudó en el fogón a su compañero, que le prestó un mandil. El ruido de la máquina cargada casi no les permitía hablar. De todas formas, Tomás estuvo callado casi todo el tiempo. Sólo una vez, cuando estaban ya entrando en la estación de Teruel, Tomás le preguntó a Facundo algo.
−¿Dónde está la calle Alcañices? −dijo, quitándose el mandil de fogonero.
Facundo le indicó, y también le preguntó por qué lo quería saber.
−Hay una plaza de oficial en los talleres de El Vulcano −dijo Tomás, y se apeó de la locomotora, que había llenado los andenes de vapor. Al decir adiós a Facundo con la mano, le gritó:− ¡Lo he leído en el periódico!
La sombra sorprendida de Facundo se alejó con la locomotora, y al disiparse la nube de vapor Tomás vio a una familia en el andén que casi no podía respirar. El vestido verde brillante de la señora se había tiznado de negro, y el señor trataba de disipar con el bombín la carbonilla. Parecían quejarse al jefe de estación de que aún no habían bajado sus muebles del vagón, pero Tomás no los entendía del todo bien. Hablaban un castellano raro. Tomás no había oído nunca a nadie hablar en catalán.
Las formidables Mastodontes 240 de cuatro ejes motores llevaban los nombres de las minas grabados en placas de bronce, y en llano pasaban de sesenta kilómetros por hora. Eran la envidia de las locomotoras, y con ellas un tendido que, por expreso deseo de Ramón de la Sota, iba paralelo pero no compartía la línea de la Compañía Central de Ferrocarriles. A pesar de que la nueva compañía formalizó todos los permisos en 1902, hasta 1907 no cesaron los litigios sobre el trazado de la vía férrea. La mayor parte de las demandas y las negociaciones se centraron en aquellos terrenos por donde pasaba la nueva vía, unos porque la Compañía Central los reclamaba como suyos y otros porque los terratenientes se hicieron de rogar. Pero don Ramón no reparó en gastos. Construyó hermosos puentes de piedra y redujo los desniveles al tremendo puerto de Escandón, donde más a fondo debía emplearse el fogonero.
Este puente de Albentosa era el más grande de todos. A lo largo de ciento veinte metros se sucedían diez arcadas de piedra, y el tren minero lo atravesaba por encima del vacío, a cuarenta metros del suelo. Desde la cabina de la locomotora Bárbara el espectáculo era sobrecogedor. El señor Moreno, el maquinista, un hombre fuerte, serio y ceñudo, que llevaba largas barbas de navegante y no se quitaba nunca el chaquetón ni la gorra de plato, solía tirar de la sirena justo al pasar por este puente, cuando los campos de carrascas y sabinas rastreras se cortaban en un vértigo de piedras desnudas al final del que sólo se veía un hilillo de plata. El fogonero, Pascual, se sentaba entonces en el asiento que traían las nuevas Mastodonte incorporado, y se quedaba tieso, conteniendo la respiración, sin mirar al vacío, asombrado de la fe que su maestro el maquinista tenía depositada en el progreso. Una nube de humo denso acompañaba entonces al rugido de la máquina, y a Pascual le daba la sensación de que con tanto ruido tenían que temblar las bielas, o romperse la caldera, o salirse alguna rueda. El señor Moreno lo miraba entonces con condescendencia, como diciéndole que hasta que no se le quitara el miedo no sería maquinista de verdad.
Sin embargo, casi cada día que llegaban a las minas, mientras los mineros cargaban los vagones, había que reparar alguna válvula, restañar un engranaje, fundir un gancho, empalmar una cadena. Eran las ocho de la mañana. Habían viajado de noche hasta Caparrates, iluminados por el carburo que alumbraba unos metros de las vías y donde a veces se veían fugaces los ojos rojos de alguna zorra. Para Facundo, atravesar cada mañana los llanos del Jiloca en la locomotora era lo mejor que le había pasado en la vida. Aquellos trigos verdes que perfumaban la cabina en los días de lluvia, aquel avanzar entre montañas azules y dejar el pensamiento al pairo de las bielas. No contradecía en nada al señor Moreno, quien por otra parte tampoco soportaba el servilismo, y se esforzaba por cuidar los detalles y descubrir fisuras en las arandelas. Cuando paraban la locomotora en el muelle de carga de Ojos Negros, un campo de arena roja cruzado por vías de hierro, Pascual bajaba de la cabina y se iba de inmediato a buscar al herrero, que a las 8, como todo los demás mineros, paraba media hora para almorzar.
Ese día el herrero no estaba en la cantina. Estaba su ayudante, Tomás, un muchacho de la edad de Facundo que había venido a Ojos Negros desde Alfambra para trabajar en la mina Bárbara pero se quedó ayudando en la herrería. Igual que el fogonero era el privilegiado que aspira a ser maquinista, el oficial era el privilegiado que aspira a la herrería. El trabajo era también muy duro, también tenían que caminar siete kilómetros desde el Barrio de los obreros hasta la boca de la mina, iluminados por alguna que otra lamparilla, para empezar el tajo cuando saliera el sol. Pero no pasaban el día entero en la galería, a veces ni siquiera entraban, y eran los muleros los que les llevaban a la fragua las ruedas rotas de las vagonetas o incluso los raíles torcidos. Ambos, Facundo y Tomás, y en parte los muleros y los capataces, tenían el privilegio de ver la luz. Tomás pasaba el día en el yunque, sudando junto al fuego, pero veía la luz. Los otros, los mineros, cargaban seis vagones de mineral cada día, dieciocho toneladas de hierro en el silencio negro de la mina, y estaban a expensas de que los enrunase una chorrera, de que los muleros no anduviesen con cuidado y los vagones les cortasen una pierna o una mano, de que se cayesen los terreros mientras cargaban, o como había sucedido hacía un par de meses, en pleno invierno, cuando estaban los mineros en un hueco y arriba no habían escombrado, y mientras barrenaban se cayó una burra por el terrero, y enrunó a los de abajo. Sacaron dieciséis cuerpos.
En sus viajes a Sagunto, el fogonero había visto más que campos de trigo. Cuando lo eligió el señor Moreno como su segundo, no perdió el tiempo, aprendió a leer y a escribir y conoció a más fogoneros y a más maquinistas en los desembarcaderos del Mediterráneo. Él era, en cierto modo, el mensajero del mundo real. En Ojos Negros solo los jefes recibían el periódico, y nunca se los dieron a leer a los mineros. Ahora, cuando Facundo entraba en la caseta donde los mineros bebían su perra de anís, buscaba al herrero pero también esparcía noticias sobre la gran huelga minera que se había desatado en Inglaterra. Cuando Facundo daba las cifras los mineros abrían la boca y subían los ojos, como tratando de hacerse cargo de cuánta gente era un millón de mineros, un millón de hombres que no iban al tajo y que perdían su salario para conseguir un sueldo de cinco peniques. Los mineros no sabían qué era un penique, cuántas perras de anís había en un solo penique.
Los otros, los privilegiados, Santiago el mulero y Tomás, escuchaban a Facundo con más atención. Ese día no era mucho lo que había que arreglar. Una ñapa en un vagón que se había podrido con el salitre. Estaban sentados en el banco exterior de la caseta, hombres cubiertos de barro que miraban con los ojos muy abiertos mientras masticaban unos trozos de conejo escabechado. Los otros mineros los escuchaban sin mirarlos. Ellos estaban sentados en piedras y en troncos que había esparcidos por la entrada de la mina, llevaban una boina grande y un pañuelo anudado al cuello, de sus camisas blancas sucias salían unas manos rojas que apenas podían doblar los dedos para sujetar los huesecillos. Facundo leía a trancas y barrancas una página de El Mercantil:
−”Siguen cerrándose fábricas y manufacturas un numerosas fundiciones apagan sus hornos. Han sido suprimidos los trenes matutinos que salían de Manchester. La catástrofe se acentúa en proporciones incalculables. Se calcula que diez millones de hombres, mujeres y niños están afectados directamente por la huelga. La prensa conservadora aconseja a los patronos que resistan con energía, diciendo que, si capitulan, todos los obreros ingleses pedirán también el salario mínimo y se abrirá ante el país una larga era de huelgas desastrosas”.
La sirena de las ocho y media interrumpió el trabajoso parlamento de Facundo. Como siempre, tenía la sensación de que nadie le había hecho caso.
Tomás se levantó del poyo antes incluso de que sonase. Facundo lo siguió después, leyendo las últimas líneas.
−¿Qué vagón es?
−El séptimo. Joder, Tomás −decía Facundo, mientras trataba de seguirle el paso entre las piedras de la vía−, no os estoy contando cuentos. El mundo es algo más que esta puta mina.
−¿Y entonces? −le contestó Tomás, sin volverse siquiera−, ¿qué te importa a ti que nos suban el jornal, si no vamos a salir de aquí?
−¿Sabes cuántos menores de dieciocho años trabajan en esta mina?
−Unos cuantos.
−¿Unos cuantos? Ríete tú de los romanos en Riotinto, que hacían las galerías estrechas para que sólo entrasen los zagales. ¡Por lo menos cien muchachos hay ahí escarbando el hierro!
−¿Qué vagón has dicho?
−El séptimo −dijo Facundo, resignándose un día más. Tomás, sus anchas espaldas desnuda, iba delante de él.
−¿Y tú como sabes eso de Riotinto? −dijo Tomás.
−Porque yo sé leer, algo que deberías aprender tú también.
Llegaron al vagón dañado. Tomás sacó una maza que le colgaba de la faja y dobló a mallazos la chapa carcomida por el salitre. Después tomó medidas con un cordel sin decir nada y se volvió hacia la herrería.
−¿Quieres algo de Teruel? −le preguntó Facundo.
−No −le contestó Tomás, sin darse la vuelta siquiera.
El herrero ya tenía preparadas planchas de hierro cuadradas de dos palmos de lado que podían fundirse en diferentes posiciones para suplementar los agujeros desde dentro del vagón. Tomás entró en la fragua. El herrero había vuelto. Era un hombre grueso, de cincuenta años, de grandes mostachos todavía negros y un mandil de cuero que no se quitaba nunca. Tomás cogió las herramientas para componer que había en la repisa de la campana, junto a la cadena del fuelle. El herrero, a quien no llamaba nadie nunca por su nombre, cogió el botijo con huellas negras de los dedos que colgaba de un aro junto a la puerta, echó un trago y volvió a mover el fuelle. El fuego levantaba bocanadas de chispas encendidas.
Tomás ajustó el filo de las dos placas con dos abrazaderas y una cuña y las acercó al hogar sujetas con las tenazas. Desbastaba las rebabas de las placas y pasaba una y otra vez el rodillo para que la figura final fuese una sola superficie. El herrero estiraba de la cadena.
−Nos ha jodido −dijo el herrero−, ni que fuera para una iglesia.
Tomás colocó la tercera placa y sin decir nada volvió al vagón de la locomotora Mastodonte. No necesitó el carburo para restañar las juntas: calzaba perfectamente. Es fogonero sonreía.
−¡Estás hecho un artista, templao! Sí señor. Lo malo es que es un arte que no lo va a ver ni Dios en cuanto le echen la primera carga.
−Dios sí lo ve.
Facundo se asustó un poco. No se esperaba esa salida de Tomás.
−¿A qué hora marcháis? −le preguntó.
−En dos horas como mucho.
−Espérame −dijo Tomás−. Tengo que bajar al pueblo. Me voy con vosotros. Díselo al señor Moreno.
Tomás bajó a buen paso los casi cinco kilómetros que había de distancia entre la mina Bárbara y el poblado de barracones donde dormían los mineros o se jugaban el jornal. Sobre las lomas descarnadas iba cayendo el sol naranja de la tarde que reverberaba sobre las arcillas, como si la tierra entera pudiera fundirse en la fragua. Tomás entró en el barracón donde llevaba dos años durmiendo. Se quitó las perneras de cuero, se lavó en una jofaina que puso en el poyo de la puerta, y se puso un traje negro, estrecho, anticuado, el traje con el que se había casado su padre, la única herencia que le quedaba. Debajo de la cama guardaba un cartapacio con algún retrato, y unas hojas bastas de rayas donde poco a poco, a lo largo de estos dos años de herrero en Ojos Negros, Tomás Yago había aprendido a escribir.
La locomotora Mastodonte bajaba en un atardecer de marzo por la vega seca del Jiloca. Los montes azules de Gúdar jalonaban el paisaje, que poco a poco descendía para juntarse en la estación de Teruel con la vía de la Compañía Central. Tomás ayudó en el fogón a su compañero, que le prestó un mandil. El ruido de la máquina cargada casi no les permitía hablar. De todas formas, Tomás estuvo callado casi todo el tiempo. Sólo una vez, cuando estaban ya entrando en la estación de Teruel, Tomás le preguntó a Facundo algo.
−¿Dónde está la calle Alcañices? −dijo, quitándose el mandil de fogonero.
Facundo le indicó, y también le preguntó por qué lo quería saber.
−Hay una plaza de oficial en los talleres de El Vulcano −dijo Tomás, y se apeó de la locomotora, que había llenado los andenes de vapor. Al decir adiós a Facundo con la mano, le gritó:− ¡Lo he leído en el periódico!
La sombra sorprendida de Facundo se alejó con la locomotora, y al disiparse la nube de vapor Tomás vio a una familia en el andén que casi no podía respirar. El vestido verde brillante de la señora se había tiznado de negro, y el señor trataba de disipar con el bombín la carbonilla. Parecían quejarse al jefe de estación de que aún no habían bajado sus muebles del vagón, pero Tomás no los entendía del todo bien. Hablaban un castellano raro. Tomás no había oído nunca a nadie hablar en catalán.
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