La primera jugada maestra en el final de la novela consiste en poner a remojo las certezas. Smerdiákov, el criado que nació en un huerto, hijo de una muchacha retrasada a la que, con casi toda seguridad, violó el padre de los Karamázov, ha confesado a Iván que fue él, y no Dimitri Karamázov, el que mató al viejo. Pero además hace que Iván deduzca que mató al viejo (el padre de Iván y de Dimitri) por instigación del propio Iván. Así que Iván, aquella esperanza güinesca de normalidad, también se vuelve loco, hasta el punto de que nadie le cree cuando confiesa su crimen ante el tribunal. Nuestro gozo en un pozo. Están los dos hermanos como chotas, y el tercero, Aliocha, asiste con una estupefacción que a cien páginas del final ya nos parece sospechosa.
A todo esto, la novela se corona con un juicio que viene a ser el modelo de todos los relatos terminados en juicio que hemos visto o leído después, si acaso con la salvedad de que en este caso todo el mundo pierde los estribos. Katia y Grúchenka se desgañitan corroídas por los celos (o por el amor, que viene a ser lo mismo), un poco quizá excesivamente, porque de pronto notamos que ambas, pero sobre todo Katia, necesitaban una novela aparte. Los personajes cobran una intensidad tan fenomenal que parecen darse de empellones los unos a los otros para conseguir el puesto de protagonistas definitivos de la obra.
Ayuda lo suyo, en este desgarrado bombardeo final, el hecho de que FD haya asumido un punto de vista exagerado. “Todos los presentes estaban excitados, electrizados por la última catástrofe, y esperaban con viva impaciencia el desenlace, los discursos de las partes y la sentencia”, dice el narrador en la página mil uno. Las páginas se llenan de desastres inminentes (“me estoy acercando a la catástrofe”) y de frases gloriosas, unas de humor negro (“tranquilícese, no estoy loco, ¡sólo soy un asesino!”, “a un asesino no se le puede pedir elocuencia”); otras que son como artroscopias del alma (“se daban en ella un sentimiento de timidez y una vergüenza interior por sentirse tímida”; “y sólo por orgullo se había prendado de él con un amor histérico y doliente, por un orgullo lacerado, de modo que aquel amor más que verdadero amor parecía una venganza”); y muchas referidas al asunto que nos ocupa, el alma rusa (“un ruso con mucha frecuencia se ríe cuando hace falta llorar”; “el alma nuestra es vasta, vasta como toda nuestra madre Rusia, ¡todo cabe en nosotros, a todo nos acostumbramos!”; “pues precisamente por ser así, de naturaleza vasta, karamazoviana, capaz de contener todas las contradicciones posibles y contemplar de un golpe ambos abismos, el que está encima de nosotros, el abismo de los altos ideales, y el que está debajo de nosotros, el abismo de la más baja y hedionda degradación”).
De todas formas, una de las más esperadas es la que el fiscal, en su espléndido discurso, dedica a Aliocha, el hermano bueno, el Karamázov beato, que sin embargo nos tenía un poco mosquedados: “Se arrimó al monasterio, por poco se hace él mismo monje. En él, según a mí me parece, se ha manifestado en cierto modo inconscientemente y en edad tan temprana la tímida desesperación con que tantos ahora en nuestra pobre sociedad, temerosos del cinismo y la inmoralidad de la misma y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se precipitan, como dicen ellos, hacia el “suelo natural”, como si dijéramos a los brazos maternales de la tierra nativa, como niños asustados por fantasmas, y junto al pecho exhausto de la madre debilitada anhelan por lo menos conciliar tranquilamente el sueño y hasta pasar durmiendo toda la vida, con tal de no ver los horrores que les asustan”.
No se trata de glosar ni ese final ni el del abogado defensor. Como piezas retóricas no merecen más que admiración, pero como piezas literarias yo creo que remansan demasiado el ritmo. El detallismo, la demostración de inteligencia, las complicadas deducciones dicen mucho del orador, del fiscal y del defensor, pero todo eso a mí como lector me sigue resultando excesivo. Bien es verdad que plantea cuestiones cada día más vigentes (la estupenda película Quiz show parece pensada sobre la refutación del fiscal, cuando el defensor casi ha conseguido que le gente se compadezca de quien acaba de matar a su padre), pero son cuestiones que no avanzan. La intervención de Iván, su locura repentina (la genialidad de que una confesión sea increíble porque quien confiesa se vuelve loco reuniendo valor para confesar) me resultan demasiado breves, como breves son las apariciones finales de Katia y Grúchenka, siempre amando con demasiada prisa. Páginas y páginas de reflexiones elevadas y luego estas dos se ventilan sus sentimientos en un puñado de líneas. Es aquí donde FD sí mete mano, y la verdad es que la última escena, la muerte de Illiúshenka, es por un lado un alivio después del desfase sermoneante, pero por otro sigue contaminada por la inercia moral. A estas alturas, las palabras de Aliocha, su arenga de amistad a los muchachos, en medio de la ruina, nos resultan un consuelo, pero un flaco consuelo, incapaz de redimir la estupefacción que había ido creciendo durante el juicio. Como en los duelos, sonreímos, pero nuestros labios no acaban de disimular el amargor.
A todo esto, la novela se corona con un juicio que viene a ser el modelo de todos los relatos terminados en juicio que hemos visto o leído después, si acaso con la salvedad de que en este caso todo el mundo pierde los estribos. Katia y Grúchenka se desgañitan corroídas por los celos (o por el amor, que viene a ser lo mismo), un poco quizá excesivamente, porque de pronto notamos que ambas, pero sobre todo Katia, necesitaban una novela aparte. Los personajes cobran una intensidad tan fenomenal que parecen darse de empellones los unos a los otros para conseguir el puesto de protagonistas definitivos de la obra.
Ayuda lo suyo, en este desgarrado bombardeo final, el hecho de que FD haya asumido un punto de vista exagerado. “Todos los presentes estaban excitados, electrizados por la última catástrofe, y esperaban con viva impaciencia el desenlace, los discursos de las partes y la sentencia”, dice el narrador en la página mil uno. Las páginas se llenan de desastres inminentes (“me estoy acercando a la catástrofe”) y de frases gloriosas, unas de humor negro (“tranquilícese, no estoy loco, ¡sólo soy un asesino!”, “a un asesino no se le puede pedir elocuencia”); otras que son como artroscopias del alma (“se daban en ella un sentimiento de timidez y una vergüenza interior por sentirse tímida”; “y sólo por orgullo se había prendado de él con un amor histérico y doliente, por un orgullo lacerado, de modo que aquel amor más que verdadero amor parecía una venganza”); y muchas referidas al asunto que nos ocupa, el alma rusa (“un ruso con mucha frecuencia se ríe cuando hace falta llorar”; “el alma nuestra es vasta, vasta como toda nuestra madre Rusia, ¡todo cabe en nosotros, a todo nos acostumbramos!”; “pues precisamente por ser así, de naturaleza vasta, karamazoviana, capaz de contener todas las contradicciones posibles y contemplar de un golpe ambos abismos, el que está encima de nosotros, el abismo de los altos ideales, y el que está debajo de nosotros, el abismo de la más baja y hedionda degradación”).
De todas formas, una de las más esperadas es la que el fiscal, en su espléndido discurso, dedica a Aliocha, el hermano bueno, el Karamázov beato, que sin embargo nos tenía un poco mosquedados: “Se arrimó al monasterio, por poco se hace él mismo monje. En él, según a mí me parece, se ha manifestado en cierto modo inconscientemente y en edad tan temprana la tímida desesperación con que tantos ahora en nuestra pobre sociedad, temerosos del cinismo y la inmoralidad de la misma y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se precipitan, como dicen ellos, hacia el “suelo natural”, como si dijéramos a los brazos maternales de la tierra nativa, como niños asustados por fantasmas, y junto al pecho exhausto de la madre debilitada anhelan por lo menos conciliar tranquilamente el sueño y hasta pasar durmiendo toda la vida, con tal de no ver los horrores que les asustan”.
No se trata de glosar ni ese final ni el del abogado defensor. Como piezas retóricas no merecen más que admiración, pero como piezas literarias yo creo que remansan demasiado el ritmo. El detallismo, la demostración de inteligencia, las complicadas deducciones dicen mucho del orador, del fiscal y del defensor, pero todo eso a mí como lector me sigue resultando excesivo. Bien es verdad que plantea cuestiones cada día más vigentes (la estupenda película Quiz show parece pensada sobre la refutación del fiscal, cuando el defensor casi ha conseguido que le gente se compadezca de quien acaba de matar a su padre), pero son cuestiones que no avanzan. La intervención de Iván, su locura repentina (la genialidad de que una confesión sea increíble porque quien confiesa se vuelve loco reuniendo valor para confesar) me resultan demasiado breves, como breves son las apariciones finales de Katia y Grúchenka, siempre amando con demasiada prisa. Páginas y páginas de reflexiones elevadas y luego estas dos se ventilan sus sentimientos en un puñado de líneas. Es aquí donde FD sí mete mano, y la verdad es que la última escena, la muerte de Illiúshenka, es por un lado un alivio después del desfase sermoneante, pero por otro sigue contaminada por la inercia moral. A estas alturas, las palabras de Aliocha, su arenga de amistad a los muchachos, en medio de la ruina, nos resultan un consuelo, pero un flaco consuelo, incapaz de redimir la estupefacción que había ido creciendo durante el juicio. Como en los duelos, sonreímos, pero nuestros labios no acaban de disimular el amargor.
Sin palabras me deja. Enhorabuena por su estupendo análisis. Si ya admiraba a FD ahora lo hago mucho más.
ResponderEliminarque estupido contar el final
ResponderEliminarLeo y releo a los Karamazov desde hace años, pero nunca lo hago con el juicio ni con el final; la verdad, no me interesan . Me parece que lo importante está en otro lado: en la vida del padre Zosima , sobre todo, y en otros párrafos, por aquí y por allá.
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