14.9.07

LOS HERMANOS KARAMÁZOV




Las novelas de Dostoievski están vivas en el sentido de que se nota que las ha escrito un hombre que está vivo. A pesar de que Dostoievski se mete lo justo en la narración, y se toma la molestia de poner en boca de sus personajes todo lo que quiere mostrarnos, uno siempre ve al escritor que se teme no llegar con determinado episodio, al que se ríe con lo que le acaba de ocurrir o al que se emociona con lo que sale por sus dedos. Hay páginas en las que se huele el cabreo del escritor y otras que parecen húmedas de llanto. El narrador, así, es un testigo activo, comprometido hasta las cachas con todos sus personajes, aun los más desagradables.
Es una forma más de empatía, uno de los conceptos más escurridizos e importantes del oficio de narrador. Lo malo de la empatía es que suele sobrevalorar lo autobiográfico como forma de dar encarnadura verosímil a lo narrado. Dostoievski recurre mucho a su vida, pero antes se convierte él mismo en personaje literario. Sin este presupuesto, las Memorias de la casa muerta o El jugador serían otra cosa muy distinta. (Bien es verdad que FD lo tenía bastante crudo para no ser un personaje literario desde que se levantaba por la mañana, pero en fin).
Por empatía, ahora, me refiero a esa técnica tan rusa que consiste en darles la vuelta a los personajes a base de exprimir en el momento justo su capacidad trágica, patética. Dostoievski es el Eurípides que se mete de tal modo en la piel de Medea que consigue que nos compadezcamos de ella, es decir, que en un momento determinado veamos con claridad las salas ocultas de su pensamiento tal y como lo piensa ella. Así, de los tres hermanos Karamázov, hay uno, Mitia, de cuya actitud descerebrada FD no nos ahorra ni el más mínimo detalle, y casi lo vemos sonreír por lo bajinis cuando la piedad que Grushenka o su hermano Aliocha sienten hacia él casi nos llega también a nosotros.
Sin esa empatía, sin ese esfuerzo de comprensión de los personajes, las novelas de FD no habrían ido más allá del género truculento. ¿Hay malos en Los hermanos Karamázov? Pues sí, claro. El padre es detestable, y de los hijos se salva Aliocha. Incluso Aliocha tiene algo de misticismo profiláctico que en la vida normal nos suele mosquear. Y qué decir de la señora Jojlakova, una locatis de las que le gustan a Pombo, cuando intenta echarle el muerto encima al pobre Grigori, o de los panowie polacos, que envían largas cartas llenas de soberbia para pedir prestado un rublo con el que comer, o de todos los fieles del monje Zósima, cuando el santo se muere y como su cadáver huele mal sus fieles ya no creen en sus milagros, o de Lisa, que está tronada («¡Soy vil, soy vil, soy vil, soy vil!»), y, como no puede hacer daño a nadie en ese momento, se machaca un dedo con una puerta. De todos ellos, objetivamente hablando, el que no es un bicho es una fiera, y sin embargo está eso, la empatía, su carácter demasiado humano, esa condición mítica de los defectos en la que no nos cuesta nada vernos reflejados.
Leer a Dostoievski es encontrarse con características tópicas de otros escritores posteriores. Lise tiene una pesadilla con enanos que es como la de Elvirita en La Colmena; la obsesión de Baroja por describir los muebles cobra cuerpo en uno de los rasgos estilísticos de FD que más admiro: su capacidad para una descripción (o un diálogo) en el que, sin variar el tono ni meter baza, va desarticulando la realidad hasta pintarla en sus líneas más absurdas, y entonces, cuando te tiene completamente ganado, hace avanzar la narración. El episodio de Kolia y el perro que se tragó un alfiler es impresionante. El chaval Kolia va engañando al pobre muchacho enfermo ante la estupefacción de los presentes, que lo admiran por cómo sabe dar las malas noticias, hasta que nos deja a todos clavados con su solución final, declarar que todo es mentira y que la única verdad es la que puede hacer feliz al enfermo, y, claro, traer al perro vivo.
Estas soluciones estilísticas siguen siendo modernísimas. En más de una página he creído estar leyendo el episodio del cementerio de Joyce, y en alguna otra me venían los perfumes (literarios) de Raymond Carver, al que siempre asocian con Chéjov pero aquí está ya nacido. La cuestión es el tempo con que, en una narración tan torrencial, gestiona esas soluciones estilísticas.

***

Uno va por la página ochocientos y pico de Los hermanos Karamázov y la pregunta no es qué pasará finalmente con Mitia, si lo absolverán o no, si se convertirá en Siberia en un hombre nuevo o no, ni tampoco la pregunta se dirige a Aliocha, cuya virtud lo mantiene inmóvil por la misma razón por la que muchas buenas personas nos parecen aburridas; no nos interesa demasiado con cuál de las damitas acabará enrollado, o si se volverá al monasterio y pasará de todo. No. La pregunta es: ¿y qué hace Iván?
Porque Iván ha aparecido poco, sobre todo al principio, siempre más cerca del burladero que los otros personajes. Iván es un poco güino, y el hecho de que al principio Dostoievski cargara las tintas en su egoísmo produce ahora, casi al final del libro, un efecto sorprendente. No nos hemos podido identificar con Mitia porque Mitia ha perdido el juicio. Mitia es de esas personas que no conocen la distancia entre el pensamiento y la acción: si se cabrean, llevan sus cabreos hasta las últimas consecuencias; si alguien les gusta, son capaces de buscarse la ruina por ellos; si alguien les ayuda, les meterá en un lío intentando devolverles el favor. Mitia es un corazón a flor de piel, para lo bueno y para lo mano, pero sobre todo para lo malo. Así que no existe con él más complicidad que la que nos anima a comprenderlo.
Con Aliocha pasa lo mismo pero al revés. Al principio era la gran esperanza. Las historias de monjes me gustan mucho, y la del staretsZósima es mi favorita. Y ya hablé de la bondad como dificultad narrativa. Pero Aliocha, por mucho que haga, que diga o que visite, es un personaje detenido. No quiero decir que me decepcione como personaje sino que me molesta su actitud, tan maravillosamente descrita por FD. El niño Kolia le da un par de lecciones prácticas que más le valía poner en funcionamiento, y van quedando menos páginas para que lo consiga porque Iván ya ha reaparecido, y en una situación prácticamente similar a la que tenía cuando desapareció, en un segundo plano y como reflejado en el espejo.
Es decir, esperamos, necesitamos que Iván sea un tipo normal. Bueno o malo, pero normal, razonable, verosímil. Los dos extremos de lo que FD nos quería contar están encarnados por los otros hermanos. Lo lógico ahora es que Iván encarne al ser cuyo comportamiento nos podemos imaginar en nuestra propia vida. Admiramos la pintura de los extremos, pero aún albergamos la esperanza de que al final triunfe alguna forma de realidad cercana.
Estructuralmente también tiene su miga. Iván se merece un tercer acto. La estructura fue clara desde el principio y la hemos aceptado con comodidad. El cumplimiento, la necesidad de que algo se cierre, pasa por Iván. Decía John Banville en una entrevista no hace mucho, con cierto aire despectivo, que la gente necesita que las cosas encajen en las novelas. Lo decía para justificar un género menor con el que el aristócrata del estilo quería ganar más pasta (digo esto y digo también que Los intocables me encantó, aunque solo fuera por la curiosidad que me produce el personaje real de Anthony Blunt), pero lo que dice es cierto. Necesitamos que todo encaje. No queremos que encajen los comportamientos sino los argumentos, no los hechos sino las estructuras. La espléndida estructura dramática de FD necesita este encaje, porque si no toda la articulación anterior parecería un mero andamiaje, no el esqueleto donde se enrollan los músculos. De esa composición dramática yo siempre he disfrutado mucho con Jane Austen, y aquí no podemos esperar nada peor.
Por eso, el tremendo final de los Karamázov no solo cubre todas las expectativas sino que hace sentirse al lector, al principio, un poco engañado. ¿Cómo nos has tenido tan ajenos a lo que se avecinaba, querido Fiodor? ¿Por qué nos has ocultado datos cruciales? Ese impresionante final se merecería varias bernardinas, pero antes de ponerse a ellas me queda una pregunta que siempre me he hecho cuando leía literatura de suspense. ¿Por qué no me han dicho esto al principio (lo de Smerdiákov, me refiero), como se hacía en las tragedias antiguas, para que yo haya podido disfrutar un poco más objetivamente de todo? Y, sobre todo, ¿funcionaría igual la novela si FD no se hubiese ahorrado ese dato? No, ciertamente, y ahí está la diferencia. La ocultación no lleva, como suele suceder en las novelas de suspense, al conejo que asoma por la chistera, sino, y esto es lo más grande, a que todo, absolutamente todo se convierta en tragedia pura. FD echa mano de la ironía trágica, es decir, que ni el espectador ni el protagonista conozcan lo que se ha hurtado al relato. Si sólo lo ignora el espectador, nos quedamos en Agatha Cristie. Si lo desconoce su protagonista, seguimos con Sófocles. ¿Y si son los dos, espectador y protagonista, los que viven ajenos a todo? ¿Y si no hay un mal Tiresias que nos encamine, que nos lo haga barruntar? ¿Y si, encima, aparece el Diablo de buenas a primeras, con un traje vulgar de confección, pasado de moda, que se dejó de llevar «hace dos o tres años»?

***

La primera jugada maestra en el final de la novela consiste en poner a remojo las certezas. Smerdiákov, el criado que nació en un huerto, hijo de una muchacha retrasada a la que, con casi toda seguridad, violó el padre de los Karamázov, ha confesado a Iván que fue él, y no Dimitri Karamázov, el que mató al viejo. Pero además hace que Iván deduzca que mató al viejo (el padre de Iván y de Dimitri) por instigación del propio Iván. Así que Iván, aquella esperanza güinesca de normalidad, también se vuelve loco, hasta el punto de que nadie le cree cuando confiesa su crimen ante el tribunal. Nuestro gozo en un pozo. Están los dos hermanos como chotas, y el tercero, Aliocha, asiste con una estupefacción que a cien páginas del final ya nos parece sospechosa.
A todo esto, la novela se corona con un juicio que viene a ser el modelo de todos los relatos terminados en juicio que hemos visto o leído después, si acaso con la salvedad de que en este caso todo el mundo pierde los estribos. Katia y Grúchenka se desgañitan corroídas por los celos (o por el amor, que viene a ser lo mismo), un poco quizá excesivamente, porque de pronto notamos que ambas, pero sobre todo Katia, necesitaban una novela aparte. Los personajes cobran una intensidad tan fenomenal que parecen darse de empellones los unos a los otros para conseguir el puesto de protagonistas definitivos de la obra.
Ayuda lo suyo, en este desgarrado bombardeo final, el hecho de que FD haya asumido un punto de vista exagerado. «Todos los presentes estaban excitados, electrizados por la última catástrofe, y esperaban con viva impaciencia el desenlace, los discursos de las partes y la sentencia», dice el narrador en la página mil uno. Las páginas se llenan de desastres inminentes («me estoy acercando a la catástrofe») y de frases gloriosas, unas de humor negro («tranquilícese, no estoy loco, ¡sólo soy un asesino!», «a un asesino no se le puede pedir elocuencia»); otras que son como artroscopias del alma («se daban en ella un sentimiento de timidez y una vergüenza interior por sentirse tímida»; «y sólo por orgullo se había prendado de él con un amor histérico y doliente, por un orgullo lacerado, de modo que aquel amor más que verdadero amor parecía una venganza»); y muchas referidas al asunto que nos ocupa, el alma rusa («un ruso con mucha frecuencia se ríe cuando hace falta llorar»; «el alma nuestra es vasta, vasta como toda nuestra madre Rusia, ¡todo cabe en nosotros, a todo nos acostumbramos!»; «pues precisamente por ser así, de naturaleza vasta, karamazoviana, capaz de contener todas las contradicciones posibles y contemplar de un golpe ambos abismos, el que está encima de nosotros, el abismo de los altos ideales, y el que está debajo de nosotros, el abismo de la más baja y hedionda degradación»).
De todas formas, una de las más esperadas es la que el fiscal, en su espléndido discurso, dedica a Aliocha, el hermano bueno, el Karamázov beato, que sin embargo nos tenía un poco mosqueados: «Se arrimó al monasterio, por poco se hace él mismo monje. En él, según a mí me parece, se ha manifestado en cierto modo inconscientemente y en edad tan temprana la tímida desesperación con que tantos ahora en nuestra pobre sociedad, temerosos del cinismo y la inmoralidad de la misma y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se precipitan, como dicen ellos, hacia el suelo natural, como si dijéramos a los brazos maternales de la tierra nativa, como niños asustados por fantasmas, y junto al pecho exhausto de la madre debilitada anhelan por lo menos conciliar tranquilamente el sueño y hasta pasar durmiendo toda la vida, con tal de no ver los horrores que les asustan».
No se trata de glosar ni ese final ni el del abogado defensor. Como piezas retóricas no merecen más que admiración, pero como piezas literarias yo creo que remansan demasiado el ritmo. El detallismo, la demostración de inteligencia, las complicadas deducciones dicen mucho del orador, del fiscal y del defensor, pero todo eso a mí como lector me sigue resultando excesivo. Bien es verdad que plantea cuestiones cada día más vigentes (la estupenda película Quiz show parece pensada sobre la refutación del fiscal, cuando el defensor casi ha conseguido que le gente se compadezca de quien acaba de matar a su padre), pero son cuestiones que no avanzan. La intervención de Iván, su locura repentina (la genialidad de que una confesión sea increíble porque quien confiesa se vuelve loco reuniendo valor para confesar) me resultan demasiado breves, como breves son las apariciones finales de Katia y Grúchenka, siempre amando con demasiada prisa. Páginas y páginas de reflexiones elevadas y luego estas dos se ventilan sus sentimientos en un puñado de líneas. Es aquí donde FD mete mano, y la verdad es que la última escena, la muerte de Illiúshenka, es por un lado un alivio después del desfase sermoneante, pero por otro sigue contaminada por la inercia moral. A estas alturas, las palabras de Aliocha, su arenga de amistad a los muchachos, en medio de la ruina, nos resultan un consuelo, pero un flaco consuelo, incapaz de redimir la estupefacción que había ido creciendo durante el juicio. Como en los duelos, sonreímos, pero nuestros labios no acaban de disimular el amargor.


6 comentarios:

  1. Anónimo2:09 p. m.

    Ha metido usted el dedo en la llaga, que en cualquier caso , es preferible a hacérselos picadillo con una puerta, por muy rococó que ésta sea.
    En fin, señor, he de confesar mi debilidad por los rusos (a menudo me siento Ana Karenina, o Varvara Petrovna, por eso de que los demonios siempre la habitan a una aunque pagen renta de alquiler decimonónico)
    Personalmente me apasiona: "Memorias del subsuelo"
    ¿Estaré sufriendo un viaje astral pirenáico?
    Saludos helados

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  2. Me han entrado ganas de desempolvar un libro de mi querido FD que estará cerrado desde mi adolescencia.
    Lo malo es que no lo podría cerrar hasta que lo releyese y estoy un poco liada.

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  3. Sí, yo también ando al rescate de antiguos momentos de felicidad. Este otoño me ha dado por rusificarme, como purga literaria después del pasteleo a que he estado sometido este verano. Además, con los rusos del XIX siempre hay novedades. Acaban de salir las 'Memorias de un cazador', de Turgueniev, en una de esas deliciosas ediciones de bolsillo que publica Cátedra. Daremos cuenta en breve. ¡Rusificación absoluta! ¡Viva el alma rusa! ¡Sólo los rusos nos salvarán del empalagoso manierismo occidental! Claro que, como diría Mitia de Iván Karamázov, detrás hay siempre 'una idea'. Veremos lo que da de sí.
    Muchas gracias a las dos por la visita.

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  4. Estuve en Rusia esta primavera. Buscaba el alma rusa y encontré a gente antipática, ruda, egoista e inflexible.
    Solo recuerdo un detalle humano en el Museo de los modernistas de Moscú. No llevábamos rublos suficientes para entrar y no admitían euros. La señora de información nos coló con una sola entrada. Algo inaudito lo de quebrar una norma por alguien.
    FD debería hacer maravillas para justificar a los especímenes que habitan la Rusia de hoy.
    Eso de que el alma rusa y la española tienen algo en común, será en la literatura porque en la vida real nada de nada.
    El 1 de mayo vi a la policía de Moscú (parecen del ejercito) reprimir a una manifestación de comunistas.
    Vine con los esquemas quebrados, pero fascinada por la grandeza rusa.
    Allí todo es enorme, un orden de magnitud más que aquí.

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  5. Vuelvo de Roma y recupero las bernardinas que me perdí.

    De esta, con su permiso, me guardo en mi cuaderno varias frases, para releerlas de vez en cuando...

    Un saludo, siempre un placer estas páginas.

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  6. Anónimo3:07 a. m.

    Leo y releo habitualmente a Dostoiewski, y me parecen éstos unos comentarios bastante superficiales

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