29.9.07

LUZ


Primer sábado brumoso en Madrid. Ya era hora. Escucho un trío de Anton Arensky (la rusificación afecta también al oído) y veo los tejados del barrio de los Austrias, sus líneas nítidas bajo un cielo de plata vieja. Digo plata vieja por no decir estratocúmulos polutos, según la guía de nubes que suelo manejar. Es, en todo caso, un cielo con el que me siento más cómodo, el único que me permite subir del todo la persiana, porque las nubes, además de bajas, no reverberan ni sacan brillos. El resto del tiempo uno busca la penumbra soleada, protegerse del solazo que se cuela por los filos, pero estos primeros días de otoño redescubren una dimensión real de la ciudad. El sol tapa, da una impresión distinta de los objetos, que parecen siempre más grandes, más alejados, más confusos. Aquí puedo calcular mejor la distancia entre mi ventana y los pináculos de la Plaza Mayor, la torre neomudéjar de Atocha, de ladrillos que tienen ya el color de cuando estén mojados. Con sol es imposible distinguir las junturas de las tejas de las cúpulas de San Isidro. Ahora sí, igual que se distinguen con claridad las distintas pelladas de cemento en las paredes de las azoteas, e incluso las gotas de cal que escurrieron y los brochazos y los desperfectos. Qué bien distingo la madera carcomida de un ventano que en su tiempo estuvo pintado del grisazul de las casas viejas, y que en verano me parece todo un agujero negro.
Desde el momento en que es más nítida, la visión es más estable, las medidas son más reales. Salvo alguna que otra antena paellera y una chimenea de esas que arriba llevan un pirindolo que da vueltas, este paisaje no ha cambiado en los últimos ochenta años. Lo más moderno que veo es el edificio de Telefónica (bueno, es verdad que, si desplazo la cabeza unos centímetros a la derecha, vería ya un rascacielos negro y el edificio del Fnac. Pero mi posición habitual y el marco de la ventana me mantiene en 1929. De las grúas gigantescas que pueblan el horizonte por todas partes (hoy sólo veo cuatro, será que es sábado) ya he aprendido a abstraerme.
En verano no me imagino bien a una señora de los años cuarenta que sube a la azotea de enfrente a tender la ropa, pero ahora es mucho más verosímil, entre otras razones porque algunas personas tendemos a recordar el pasado con escenas nubladas. Igual fue entonces cuando los contornos de las cosas se impresionaron con más nitidez en nuestra retina. Cuando quiero acordarme de una cara cuyo nombre recuerdo y me siento seguro del vínculo que me une a ella, instintivamente busco escenas sucedidas con esta luz. Y, quizá por la misma razón, a aquellas personas que nunca llegué a conocer, o que siempre me parecieron lejanas, se me figuran en un día de sol, achinando los ojos y sonriendo sin querer.
Veo la única parte de la ciudad que no cambia permanentemente. Las fachadas de los edificios antiguos están acribilladas de objetos presentes. La calle es presente instantáneo, pero los tejados son presente absoluto, el ritmo real en el que las cosas van cambiando. La cercanía con los edificios es ahora proporcional con la cercanía de los tiempos. Hace cien años me parece mucho más cerca, mucho más proporcional a la verdadera distancia que significa ese tiempo, que casi no es nada. A esa azotea podría subir muy bien Rafael Cansinos-Assens, que vivía en el segundo piso, creo, a tomar el fresco después de una larga sesión de traducir a Dostoievski. Lo veo con el pelo revuelto, sin afeitar, con un batín de rayas hasta las pantuflas y un cigarro que le asoma bajo el bigotazo. Lo veo despojado de la mitificación del sol, lo entiendo mejor en sus contornos nítidos, tan cercanos.

4 comentarios:

  1. Como dijo Goethe antes de morir; ¡LUZ! ¡MÁS LUZ!...

    ¿Era Goethe, no?

    Creo que todas las teorías se nos quedan cortas para explicar porque este texto puede ser tanto, además de la obvia, la buena mano del autor...

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  2. Te brindo, Mabalot, el párrafo en que lo cuenta, precisamente, Rafael Cansinos Assens en su biografía de Goethe.

    "Goethe es un combatiente con respecto a dolencias y achaques; sabe casi tanto como los médicos, y tiene además una gran voluntad de vivir. Nunca se le ha oído nada que suene a cansancio, a hartura de la vida; si alguna vez formuló esas quejumbres, fue en el plan literario, cuando escribió el 'Werther', para purgarse precisamente de ese contagio juvenil de hipocondría romántica, de esa gripe moral; como hombre nunca se quejó de la vida, siempre la encontró bella y prometedora, interesante, y cuidó su salud como un asceta, para gozarla como un sibarita. Goethe, pragmático, instintivo en medio de su multiciencia, de su omnisciencia, sabe el valor del gesto como mandato sobre el yo, sabe que hacerse el sano es tanto como empezar a serlo, que la salud empieza por ahí; y así, en cuanto puede, se levanta del lecho, se pone en pie, pasea por la habitación y, a lo sumo, se tiende en un sofá. Toda cama es una tumba, y hombre acostado empieza a ser un muerto. Goethe se sienta a la mesa de trabajo, requiere el microscopio y se pone a analizar una muestra de tierra. Luego se siente fatigado y se recuesta en el sofá. Ottilie está a su lado. "¡Pronto vendrá la primavera!", dice el poeta. "¡Manda abrir las ventanas, Ottilie! ¡Quiero ver la luz, más luz!" No es aire para su disnea lo que Goethe pide, sino luz para sus ojos. Y absorbe embebecido, con ansia, toda la luz, la pobre luz que un día de marzo alemán puede brindarle. ¡Si estuviera en Italia! Pero, en fin, el poco sol que en Weimar haya, él quiere gozarlo hasta lo último... "¡El sol, el solecito!", suspiraba Dostoyevski, que también sobre el cadalso de la plaza Semenovska, ya cuando se cree que va a morir dentro de unos segundos, posa la que él cree su última mirada en la cúpula del templo de Isaac, donde destella el lívido sol de la mañana petersburguesa."

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  3. A sus pies, don Antonio. Ni teorías ni técnicas ni leches... Esto es la literatura.
    Así que vecino de Cansinos-Assens. Por eso se le ha pegado el ritmo maravilloso de la buena prosa. Seguro que el espíritu de Cansinos todavía anda por la escalera, midiendo versos o haciendo traducciones para Aguilar de mil idiomas... Qué grande, con sus pantuflas y la bata y esa cara de no haber dormido. Esa foto es genial: la literatura.
    Que yo sepa vivió algún tiempo al lado del viaducto, ¿no?, de donde ya no pueden caer más suicidas porque el Ayuntamiento ha prohibido el Romanticismo.
    Inolvidable "El divino fracaso". Y "La novela de un literato" (¿novela?). Y sus traducciones y prólogos...
    Hay que dedicarle un post en el Círculo.

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  4. Me encantan las azoteas (por cierto, es bonita, a mi entender la palabra "azotea"): tejados, antenas, terrazas... Parece otro mundo aunque lo tengamos cerca del terrenal de pie de calle. Calle, calle, no siga, que se delata.

    Sobre frases póstumas (y como epitafios) hay libros enteros. Muchas de ellas falsas pero que merecen la pena recordar, como la de un gran poeta francés, creo que del XIX, no estoy seguro. Todos aguardaban sus últimas palabras con expectación y dijo: "Doctor, ¿usted cree que habrá sido el salchichón?"
    A veces la realidad es tan poética como un pernil.

    Saludos desde los áticos turolenses.

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