Diario de Teruel, 27 de septiembre de 2007
En el colegio había un profesor un poco facha que, cuando salía el nombre de Franco a la conversación, solía terminarla de un plumazo despectivo con una de sus frases favoritas: “Sí, sí, lo que queráis, pero a Hitler lo hizo esperar en Hendaya”. Para él eso era el colmo del patriotismo, con independencia de que a semejante pájaro su homólogo español le pareciera un botarate. Para aquel nostálgico profesor lo importante era que Franco había intentado negociar y había puesto “muy alto” el precio de la implicación en la guerra mundial, y que Hitler, finalmente, lo había dejado por imposible.
Me he acordado de la célebre foto de Hendaya al ver ayer en los periódicos la foto de Crawford, en la que Aznar sonríe aparatosamente a Georges Bush y este lo saluda con superioridad cordial, como saludan los jefes a los empleados dóciles, mientras Aznar sonríe tanto que se le cierran los ojos, y entre ellos, detrás, no está la mirada estupefacta del cuñadísimo sino el mirar desparramado de un guardaespaldas.
Luego lees las actas de aquella reunión entre Aznar y Bush y no te cabe duda de que el fotógrafo era muy bueno. Aznar jamás cuestiona nada, se limita a pedir “un texto” para justificar la invasión de Irak, y Bush, en el tono propio de quien está perdiendo la paciencia, corta por lo sano: lo de los textos le tiene sin cuidado, le da lo mismo el contenido. Pero Aznar, que siempre habla en condicional, como los criados, quería ese texto “para ser capaces de patrocinarlo y ser sus coautores”, algo que a su jefe ni le va ni le viene: “Nosotros no tenemos ningún texto, solamente un criterio”, dice.
Aparte de eso, Aznar nunca discute ni objeta seriamente sino como rezongando para su capote, y sólo se siente con fuerzas para pedir ayuda. “Necesitamos que nos ayudéis con nuestra opinión pública”, y entonces vemos a Bush cerrando los ojos y abocinando los labios, como diciendo, otra vez, “eso es lo de menos, colega”, es decir, convencer a la gente resulta un problema menor, o en todo caso es problema de cada gobernante, hacer caso a su pueblo o no, convencer a su pueblo o no, mentir a su pueblo o no. Probablemente Bush esperaba que entonces aquel individuo sonriente le pusiera una objeción de peso, “me estás pidiendo que actúe a espaldas de mi pueblo”, “me sugieres que le mienta cuanto sea necesario”, pero Aznar salió por peteneras, se puso a hablar de la Historia, de su página en la Historia, y Bush esa pregunta ya se la sabía: “A mí me guía un sentido histórico de la responsabilidad igual que a ti”. Aznar no replica, no defiende su condición europea, no contraataca con argumentos históricos que no sean chistes malos. Aznar sonríe. Debió de ser entonces cuando su jefe le permitió que pusiera los pies encima de la mesa. Lo que no consta es si luego se la hizo limpiar.
Me he acordado de la célebre foto de Hendaya al ver ayer en los periódicos la foto de Crawford, en la que Aznar sonríe aparatosamente a Georges Bush y este lo saluda con superioridad cordial, como saludan los jefes a los empleados dóciles, mientras Aznar sonríe tanto que se le cierran los ojos, y entre ellos, detrás, no está la mirada estupefacta del cuñadísimo sino el mirar desparramado de un guardaespaldas.
Luego lees las actas de aquella reunión entre Aznar y Bush y no te cabe duda de que el fotógrafo era muy bueno. Aznar jamás cuestiona nada, se limita a pedir “un texto” para justificar la invasión de Irak, y Bush, en el tono propio de quien está perdiendo la paciencia, corta por lo sano: lo de los textos le tiene sin cuidado, le da lo mismo el contenido. Pero Aznar, que siempre habla en condicional, como los criados, quería ese texto “para ser capaces de patrocinarlo y ser sus coautores”, algo que a su jefe ni le va ni le viene: “Nosotros no tenemos ningún texto, solamente un criterio”, dice.
Aparte de eso, Aznar nunca discute ni objeta seriamente sino como rezongando para su capote, y sólo se siente con fuerzas para pedir ayuda. “Necesitamos que nos ayudéis con nuestra opinión pública”, y entonces vemos a Bush cerrando los ojos y abocinando los labios, como diciendo, otra vez, “eso es lo de menos, colega”, es decir, convencer a la gente resulta un problema menor, o en todo caso es problema de cada gobernante, hacer caso a su pueblo o no, convencer a su pueblo o no, mentir a su pueblo o no. Probablemente Bush esperaba que entonces aquel individuo sonriente le pusiera una objeción de peso, “me estás pidiendo que actúe a espaldas de mi pueblo”, “me sugieres que le mienta cuanto sea necesario”, pero Aznar salió por peteneras, se puso a hablar de la Historia, de su página en la Historia, y Bush esa pregunta ya se la sabía: “A mí me guía un sentido histórico de la responsabilidad igual que a ti”. Aznar no replica, no defiende su condición europea, no contraataca con argumentos históricos que no sean chistes malos. Aznar sonríe. Debió de ser entonces cuando su jefe le permitió que pusiera los pies encima de la mesa. Lo que no consta es si luego se la hizo limpiar.
Entre esas sonrisas y los movimientos compulsivos de cabeza de Piqué en el aeropuerto podemos iniciar el prólogo a la nueva enciclopedia sobre gestualidad política.
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