La primera sentada me lleva a la primera unidad orgánica de la novela, la primera parte del libro primero. Es una historia stendhaliana. El protagonista emerge entre los nombres inequívocamente rusos igual que la lengua francesa le va poniendo música a los diálogos. El héroe es Pierre, más en la onda de Fabrizio del Dongo que de Julien Sorel, porque Julien tiene que ascender en una escala social en lo alto de la cual vive cómodamente Fabrizio. A Julien le mueve la ambición realista, y a Fabrizio el romanticismo bélico. Son las dos caras de Napoleón, y Pierre Bezújov parte de la más romántica. Igual que Fabrizio, está atacado por el spleen muelle de los señoritos. Da un disgusto típico de señorito, un escándalo callejero, a su padre moribundo, el conde Bezújov, quien tiempo atrás, y por los manejos de Anna Mijáilovna, dejó toda su fortuna a Pierre, después de reconocerlo como hijo legítimo, de modo que una bandada de princesitas intrigan y conspiran a las órdenes del príncipe Vasili. A todo esto, el personaje más interesante de todos, el príncipe Andrei, hizo a Pierre empeñar su palabra de que no daría ningún escándalo, poco antes de protagonizarlo. Pierre, desterrado en su hogar paterno, lo recibe todo del padre, pero quiere irse a la guerra.
Es un argumento de novela corta. Hay un jaleo deliberado de príncipes y de princesas por donde va circulando la veta principal. El argumento se resuelve como anécdota, perfecto para seguir interesando y no tan importante como para ocultar que la gran construcción no ha hecho más que empezar. A un mundo de folletín le corresponde un argumento folletinesco. Los manejos de Anna Mijáilovna para dotar a su hijo Boris suponen una elegante jugada de ajedrez mediante la cual se asegura el agradecimiento de un heredero inesperado como Pierre. La escena de las dos damas estirando de la cartera donde guarda el conde su testamento, en medio de sus estertores, ribetea lo grotesco, que es, supongo, el toque que Tolstoi le quiere dar.
A unos personajes ignorantes del horror que se les avecina les encajan las escenas de jardín. El gran drama es no dotar a un hijo y mendigar entre aristócratas soberbios. La guerra son cañonazos que suenan a lo lejos, muy débilmente, como si nadie supiera, ni quisiera saber, lo que de veras significan sus conversaciones de política exterior. Ese mundo era un gran baile de máscaras, y como tal es tratado, con toda la ironía trágica que concede el que seamos conscientes del destino inmediato de los personajes.
Es un argumento de novela corta. Hay un jaleo deliberado de príncipes y de princesas por donde va circulando la veta principal. El argumento se resuelve como anécdota, perfecto para seguir interesando y no tan importante como para ocultar que la gran construcción no ha hecho más que empezar. A un mundo de folletín le corresponde un argumento folletinesco. Los manejos de Anna Mijáilovna para dotar a su hijo Boris suponen una elegante jugada de ajedrez mediante la cual se asegura el agradecimiento de un heredero inesperado como Pierre. La escena de las dos damas estirando de la cartera donde guarda el conde su testamento, en medio de sus estertores, ribetea lo grotesco, que es, supongo, el toque que Tolstoi le quiere dar.
A unos personajes ignorantes del horror que se les avecina les encajan las escenas de jardín. El gran drama es no dotar a un hijo y mendigar entre aristócratas soberbios. La guerra son cañonazos que suenan a lo lejos, muy débilmente, como si nadie supiera, ni quisiera saber, lo que de veras significan sus conversaciones de política exterior. Ese mundo era un gran baile de máscaras, y como tal es tratado, con toda la ironía trágica que concede el que seamos conscientes del destino inmediato de los personajes.
Eso es algo con lo que Vassili Grossman no jugaba. El destino ha estallado en su novela desde la primera página. Aquí, de momento, hay una primavera de violines principescos, un héroe romántico y un prometedor trasfondo histórico. Las cosas, al principio, siempre son todo lo bellas y despreocupadas que luego querremos, necesitaremos recordar.
Pero esta primera parte no termina con el melodrama de la herencia. En los últimos capítulos reaparece el personaje que más nos gustó, Andrei, que se va a la guerra por aburrimiento, porque está harto de su mujer y porque sabe, un poco imprecisamente, que debe guiarse por su sentido del deber. Fue él quien aconsejó en San Petersburgo a Pierre Bezújov que no se metiera en broncas de niñatos. Pierre no fue capaz de cumplir su palabra, y el premio, irónicamente, es que se ha hecho inmensamente rico de la noche a la mañana. Los dos, en cambio, irán a la guerra.
Su aparición tiene lugar en el campo, en casa de su padre, el príncipe Bolkonski, adonde va a dejar a su llorosa mujer, que está embarazada. La importancia argumental de la herencia se equilibra con una escena campestre que viene a cerrar la del principio, la conversación entre Pierre y Andrei, de modo que quedan abiertos los dos cabos y las anécdotas ocupan el sitio que les corresponde. Desde un punto de vista dramático, esta escena no añade nada que no supiésemos, pero el ardor guerrero del príncipe Bolkonski nos pone en trance de empezar la segunda parte, que ya, sí, sucederá en un campo de batalla.
Pero esta primera parte no termina con el melodrama de la herencia. En los últimos capítulos reaparece el personaje que más nos gustó, Andrei, que se va a la guerra por aburrimiento, porque está harto de su mujer y porque sabe, un poco imprecisamente, que debe guiarse por su sentido del deber. Fue él quien aconsejó en San Petersburgo a Pierre Bezújov que no se metiera en broncas de niñatos. Pierre no fue capaz de cumplir su palabra, y el premio, irónicamente, es que se ha hecho inmensamente rico de la noche a la mañana. Los dos, en cambio, irán a la guerra.
Su aparición tiene lugar en el campo, en casa de su padre, el príncipe Bolkonski, adonde va a dejar a su llorosa mujer, que está embarazada. La importancia argumental de la herencia se equilibra con una escena campestre que viene a cerrar la del principio, la conversación entre Pierre y Andrei, de modo que quedan abiertos los dos cabos y las anécdotas ocupan el sitio que les corresponde. Desde un punto de vista dramático, esta escena no añade nada que no supiésemos, pero el ardor guerrero del príncipe Bolkonski nos pone en trance de empezar la segunda parte, que ya, sí, sucederá en un campo de batalla.
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