Libro II, 2ª parte.
Rostov, después de que Dolójov lo desplume, vuelve a la guerra. Esta parte la ha ocupado casi entera el reencuentro masónico de Pierre y Andrei, páginas de raro efecto porque todo lo que dice Pierre es sensato, y sin embargo está rodeado, con toda la parafernalia del ritual masónico, de un aura un poco alucinada, como si Andrei fuera siempre el fuerte y cuerdo y Pierre el débil al que han comido el cerebro; pero el final, las últimas treinta o cuarenta páginas, son, otra vez, de la mano de Rostov, un espléndido relato.
Cabe la posibilidad de que el carácter dosotievskiano de Dolójov sea contagioso, porque después de sacar a Rostov hasta las entretelas en la mesa de juego es él el que se comporta con esa desesperación ciega y autodestructiva. Ahora, de nuevo en la guerra, tiene dinero para jugar todo lo que quiera, pero no tiene nada para comer. En una discusión tabernaria se comporta con esos arranques violentos de quienes necesitan ser coherentes hasta el final. “¡Qué familia de locos sois los Rostov!”, le grita el sensato Denísov.
Entre las muchas páginas maravillosas que hay en esta novela, si hubiese que acopiar unos cuantos textos verdaderamente deslumbrantes, habría que incluir la que dedica Tolstói a las tropas. Es una impactante, tucidídea descripción del hambre, pero también de la actitud de los soldados, que siguen sacando brillo a las espuelas de unos caballos que también se mueren de hambre. Ya me había llamado antes la atención el aparente desinterés de los soldados ante las situaciones límite; cómo en momentos en que sólo puede comerse un bulbo amargo y venenoso, “la dulce María”, los soldados no se convierten en animales hambrientos sino que siguen jugando a las cartas y cumpliendo con las ordenanzas cotidianas. Van vestidos con harapos, vivaquean en una trinchera (que Tolstoi describe con las medidas exactas), pero no son conscientes del hambre que los está matando. Es posible –digo yo- que todo lo que no sea morirse de un cañonazo ya lo den por bueno, o simplemente que viven enajenados de otro pensamiento que no sea el deber castrense. Lo mismo que los subyuga los protege de pensar.
Todos menos Denísov. El que llamaba loco a su amigo Nikolái Rostov por una discusión de honor que casi acaba con sangre, el amigo paciente, sufre ahora otro ataque dostoievskiano, y roba un convoy de víveres para sus hambrientos soldados. Pero ese arranque de supuesto heroísmo (otros dicen que estaba borracho) le cuesta la posibilidad de un consejo de guerra. Es herido y, en vez de reincorporarse porque no lleva más que una herida superficial, permanece refugiado en un sórdido hospital de campaña, rodeado de soldados purulentos y cadáveres sin retirar. Los soldados se pudren de tifus y él, con un rasguño de nada, clama por las injusticias cometidas contra su persona, porque no hay derecho a que lo degraden cuando él sólo quería dar de comer a sus hombres. Agita los papeles junto a pobres soldados rasos a los que se les va la vida por las piernas amputadas. Está como loco tratando de defender su honor, pero no ha tenido cojones de volver al frente. Arrancó como un héroe, pero ahora continúa como un miserable, y prefiere el abrigo de la muerte que los riesgos de la vida.
Rostov, su amigo, acude a visitarlo. El orgulloso Denísov, que se negaba a reconocer su error, entrega bajo mano a Rostov una carta de clemencia dirigida al Emperador. El mismo que robó el convoy por la dignidad de sus hombres trata ahora con desesperación de que primen sus privilegios. Los héroes deben serlo hasta el final. Muchos no saben sostener el argumento entero de su hazaña.
No es necesario que Tolstoi nos diga qué piensa Rostov. En ningún momento nombra sus impresiones cuando ve lo que ve en el hospital y cuando su amigo le pide que lo recomiendo al el Emperador. No es necesario. Nosotros somos Rostov, y pensamos lo que piensa Rostov, sin necesidad de que Tolstoi nos lo diga. Basta con describirlo todo.
Rostov, después de que Dolójov lo desplume, vuelve a la guerra. Esta parte la ha ocupado casi entera el reencuentro masónico de Pierre y Andrei, páginas de raro efecto porque todo lo que dice Pierre es sensato, y sin embargo está rodeado, con toda la parafernalia del ritual masónico, de un aura un poco alucinada, como si Andrei fuera siempre el fuerte y cuerdo y Pierre el débil al que han comido el cerebro; pero el final, las últimas treinta o cuarenta páginas, son, otra vez, de la mano de Rostov, un espléndido relato.
Cabe la posibilidad de que el carácter dosotievskiano de Dolójov sea contagioso, porque después de sacar a Rostov hasta las entretelas en la mesa de juego es él el que se comporta con esa desesperación ciega y autodestructiva. Ahora, de nuevo en la guerra, tiene dinero para jugar todo lo que quiera, pero no tiene nada para comer. En una discusión tabernaria se comporta con esos arranques violentos de quienes necesitan ser coherentes hasta el final. “¡Qué familia de locos sois los Rostov!”, le grita el sensato Denísov.
Entre las muchas páginas maravillosas que hay en esta novela, si hubiese que acopiar unos cuantos textos verdaderamente deslumbrantes, habría que incluir la que dedica Tolstói a las tropas. Es una impactante, tucidídea descripción del hambre, pero también de la actitud de los soldados, que siguen sacando brillo a las espuelas de unos caballos que también se mueren de hambre. Ya me había llamado antes la atención el aparente desinterés de los soldados ante las situaciones límite; cómo en momentos en que sólo puede comerse un bulbo amargo y venenoso, “la dulce María”, los soldados no se convierten en animales hambrientos sino que siguen jugando a las cartas y cumpliendo con las ordenanzas cotidianas. Van vestidos con harapos, vivaquean en una trinchera (que Tolstoi describe con las medidas exactas), pero no son conscientes del hambre que los está matando. Es posible –digo yo- que todo lo que no sea morirse de un cañonazo ya lo den por bueno, o simplemente que viven enajenados de otro pensamiento que no sea el deber castrense. Lo mismo que los subyuga los protege de pensar.
Todos menos Denísov. El que llamaba loco a su amigo Nikolái Rostov por una discusión de honor que casi acaba con sangre, el amigo paciente, sufre ahora otro ataque dostoievskiano, y roba un convoy de víveres para sus hambrientos soldados. Pero ese arranque de supuesto heroísmo (otros dicen que estaba borracho) le cuesta la posibilidad de un consejo de guerra. Es herido y, en vez de reincorporarse porque no lleva más que una herida superficial, permanece refugiado en un sórdido hospital de campaña, rodeado de soldados purulentos y cadáveres sin retirar. Los soldados se pudren de tifus y él, con un rasguño de nada, clama por las injusticias cometidas contra su persona, porque no hay derecho a que lo degraden cuando él sólo quería dar de comer a sus hombres. Agita los papeles junto a pobres soldados rasos a los que se les va la vida por las piernas amputadas. Está como loco tratando de defender su honor, pero no ha tenido cojones de volver al frente. Arrancó como un héroe, pero ahora continúa como un miserable, y prefiere el abrigo de la muerte que los riesgos de la vida.
Rostov, su amigo, acude a visitarlo. El orgulloso Denísov, que se negaba a reconocer su error, entrega bajo mano a Rostov una carta de clemencia dirigida al Emperador. El mismo que robó el convoy por la dignidad de sus hombres trata ahora con desesperación de que primen sus privilegios. Los héroes deben serlo hasta el final. Muchos no saben sostener el argumento entero de su hazaña.
No es necesario que Tolstoi nos diga qué piensa Rostov. En ningún momento nombra sus impresiones cuando ve lo que ve en el hospital y cuando su amigo le pide que lo recomiendo al el Emperador. No es necesario. Nosotros somos Rostov, y pensamos lo que piensa Rostov, sin necesidad de que Tolstoi nos lo diga. Basta con describirlo todo.
Qué difícil es esto. Qué difícil es decir lo que no se escribe. Ahí está, creo, la gran literatura. Ese juego de empatías hace que siempre veamos las escenas desde algún lado, desde donde queramos. La actitud desengañada del príncipe Andrei que tanto nos gusta le viene ahora a Rostov como anillo al dedo, y la tomamos para contemplar la escena. Pierre nos resultaba un poco ido, y Denísov un pobre hombre. Pero ya Rostov fue un pobre hombre cuando lo veíamos con los ojos de Dolójov, o cuando discutía con los soldados y lo veíamos desde los ojos de Denísov. La cámara va cambiando. Se diría que en todas las escenas (eso habría que comprobarlo) hay un punto de vista que nos parece acertado, un punto de referencia para situar todas las demás acciones. No es que ese punto de vista sea el del héroe, ni siquiera siempre bueno, sino que es el de más sentido común, el del hombre sensato y normal, el que en principio nos corresponde en realidad.
Pero la cosa no termina ahí. El círculo tiene que cerrarse. Las segundas partes de las historias de Tolstói son en otros escritores la tercera y última. Lo contado ya daba para un gran cuento. Pero falta el remate. Rostov en persona acude, de paisano, a entregar la carta de Denísov al Emperador. Allí asiste a otra decepción del calibre de las que sufría el príncipe Andrei. Rostov es ahora nuestro héroe. No consigue que al Emperador le llegue el sobre; dice que no puede saltarse la ley. Rostov lo encuentra cuando está parlamentando con Napoleón. Naturalmente, no habla con él. Ve la misma mirada que vio entonces, cuando el Emperador, en Austerlitz, se sentó debajo de un árbol a llorar. Pero ahora es un Emperador en su apogeo. Napoleón condecora con la legión de honor al Emperador y el Emperador a Napoleón. Comen todos los oficiales “con vajilla de plata”. La mano blanca y pequeña de Napoleón esconde toda la astucia y la falta de escrúpulos, toda la monstruosidad y el refinamiento de un individuo que también cuelga una medalla en la guerrera de un soldado raso. Es el gesto del ser superior. Incluso Rostov se siente fascinado por el semblante del Emperador, como entonces, al principio del círculo. Pero su punto de vista es el nuestro más que nunca.
Pero la cosa no termina ahí. El círculo tiene que cerrarse. Las segundas partes de las historias de Tolstói son en otros escritores la tercera y última. Lo contado ya daba para un gran cuento. Pero falta el remate. Rostov en persona acude, de paisano, a entregar la carta de Denísov al Emperador. Allí asiste a otra decepción del calibre de las que sufría el príncipe Andrei. Rostov es ahora nuestro héroe. No consigue que al Emperador le llegue el sobre; dice que no puede saltarse la ley. Rostov lo encuentra cuando está parlamentando con Napoleón. Naturalmente, no habla con él. Ve la misma mirada que vio entonces, cuando el Emperador, en Austerlitz, se sentó debajo de un árbol a llorar. Pero ahora es un Emperador en su apogeo. Napoleón condecora con la legión de honor al Emperador y el Emperador a Napoleón. Comen todos los oficiales “con vajilla de plata”. La mano blanca y pequeña de Napoleón esconde toda la astucia y la falta de escrúpulos, toda la monstruosidad y el refinamiento de un individuo que también cuelga una medalla en la guerrera de un soldado raso. Es el gesto del ser superior. Incluso Rostov se siente fascinado por el semblante del Emperador, como entonces, al principio del círculo. Pero su punto de vista es el nuestro más que nunca.
Rostov permaneció bastante tiempo en la esquina, mirando de lejos a los asistentes al banquete. Su mente se debatía en pensamientos dolorosos que no terminaba de conciliar. Terribles dudas lo asaltaban. Tan pronto se acordaba de Denísov, de su rostro tan cambiado y su docilidad, de todo el hospital de piernas y brazos amputados, de aquella suciedad y sufrimientos –percibía tan a lo vivo el olor a hospital y muerte que se volvió instintivamente para ver de dónde procedía-; tan pronto recordaba al jactancioso Napoleón con su blanca manita, a quien ahora respetaba y quería el emperador Alejandro. ¿Para qué, pues, aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos? Lazárev condenado y Denísov castigado y desestimada su petición de gracia. Lo sorprendían aquellos pensamientos extraños y tuvo miedo.
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