10.12.07

GUERRA Y PAZ 10


Libro III, 1ª parte (2)

Tolstói no es muy dado a tópicos, pero sí a simplificaciones. Todo su análisis de la batalla de Borodinó, que viene más adelante, se preocupa de cuadrar una idea previa que, paradójicamente, parece ir en contra de cualquier simplificación. Pero aun con todo es raro verlo dejarse llevar por topicazos. Hay uno muy curioso a propósito de la distinta catadura de los militares. Para Tolstói, los alemanes basan su seguridad en el saber imaginario de la verdad absoluta, los franceses están seguros de sí porque se consideran irresistibles, los ingleses están seguros de ser ciudadanos del Estado mejor organizado del mundo, mientras que los italianos fijan su seguridad en su emoción, que le lleva al olvido de sí y de los demás, y los rusos se sienten seguros porque no saben nada ni quieren saberlo, “y no creen que puedan llegar a saber algo por completo”.
Tolstói es uno de ellos. Por boca del príncipe Andrei, se pregunta “qué ciencia puede haber en una acción en la que, como ocurre en todas las acciones prácticas, nada puede determinarse y todo depende de innumerables factores que adquieren un sentido preciso en tan sólo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá”. Así las cosas, teóricos de gabinete como Pfull le producen aprensión, y se diría que Bagration es el militar perfecto: un hombre concentrado en todo lo que hace, sin sentimientos ni sensibilidad para otra cosa que no sea la guerra. Y, sobre todo, audaz, una virtud que se compadece poco con la cuadrícula germana de Pfull.
Pero el soldado, el ejército entero, nunca se pregunta si avanza o retrocede. Andréi sí, y por pura coherencia decide salir del círculo del zar y pide permiso para servir de nuevo en el ejército. Ni siquiera Kutúzov, más adelante, lo convencerá de que se quede con él. Andréi quiere ir al frente, ser uno de los soldados, tocar la guerra con los dedos, entregarse a la voluntad común, al combate y a la supervivencia.
Un ejemplo de los contrasentidos que implica la guerra es lo que le pasa a Rostov. En una acción audaz mata un francés, pero ve en el francés abatido que el miedo es universal, y que a él lo condecoran con la Cruz de San Jorge por una acción que implicaba saltarse las órdenes. Los absurdos de la guerra van tomando posiciones: el príncipe Andréi la verá desde el frente; Kutúzov, desde el cuartel general. Una cosa son las guerras y otra los soldados. Una cosa son las victorias o las derrotas y otra el dolor y la muerte.
Pero lo que sí ha calado en todos es la predisposición a la guerra, que en los salones de Moscú adquiere un siniestro tono de paroxismo nacional. Todos parecen aturdidos por el entusiasmo y la desesperación. Hasta Petia, el hermano de Natacha, pugna con una viejecilla en el suelo por conseguir uno de los bizcochos del Emperador. El patriotismo folklórico, de ópera bufa en los salones, llega incluso a Pierre, que se deja llevar por la superstición para descubrir que el nombre L'empereur Napoleón, en clave numérica, suma la cifra del diablo. A su propio apellido, Bezújov, hay que hacerle muchos apaños para que la suma de sus cifras dé tanto pavor.
Pierra ya estaba un poco fuera de sí cuando casi se declara a Natacha, cuyo mal de amores permite a Tolstói uno de los pocos lujos de ironía, a través del estilo indirecto libre y, como todo, por orden: primero los placebos químicos, y luego los espirituales. Hay un detalle sobre el cura que la consuela que me llama la atención: “…comenzó el sacerdote, con esa voz clara, dulce y sin énfasis propia solo de los sacerdotes eslavos y que influye de modo irresistible en el corazón de los rusos”. Clara, dulce y sin énfasis. ¿No es así el estilo de Tolstói?

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