17.12.07

GUERRA Y PAZ 12


Libro III, 2ª parte (2)

Nikolai Rostov llega a Boguchárovo justo cuando la revuelta de los mujiks contra la princesa María Bolkónskaia alcanza proporciones alarmartes: no dejan salir a la princesa, a la que odian de repente, y Rostov, sin ayuda, se enfrenta a ellos, que, por la misma razón por la que habían desconfiado de la princesa, obedecen ahora a Rostov, que los trata a patadas.
Tolstoi y el populacho. En el abandono de Moscú (igual que en los prolegómenos de la guerra) sirve a Tolstói para tratar al populacho en el sentido más despreciable y bíblico, como sucederá luego con Rastopchin, el gobernador de Moscú, cuando echa a las multitudes a un pobre diablo para que lo linchen y se calmen.
De momento, Rostov aparece para contrastar tanta miseria con un vínculo romántico: ¿Y si Rostov se casase con la princesa María? Ella cree estar enamorada, por primera vez y para siempre; él sabe que con esa boda solucionaría todos los problemas de su familia, aunque para ello habría de faltar a la palabra dada a Sonia, su prometida. El juego de los contrastes es así de crudo. La princesa María sirve para contarnos un problema moral (el de los esclavos con mentalidad de esclavo) y un folletín romántico (ese afán ilusionado del lector cuando de pronto se complica la historia sentimental).
Pero las cosas se quedan aquí. Muchas veces en Tolstoi las cosas se quedan aquí, aunque quizá el caso más exagerado haya de venir con Andréi. Tolstoi lo usa de McGuffin, mucho más y durante más tiempo que en otros casos a lo largo de la novela. Pero bueno, ya hablaremos de eso.
Pierre, por su parte, reaparece cuando Moscú entra en desbandada y todo el mundo se deja llevar por la excitación. Pierre quiere hacer algo, y solo se le ocurre apostar indolentemente al solitario con las cartas o armar él solo un regimiento. Quiere hacer algo, pero solo tras algunos titubeos descubre el placer y la necesidad del sacrificio. “No trataba de buscar explicación por quién y para quién se sentía inclinado a sacrificarlo todo. No lo preocupaba el móvil del sacrificio, sino el sacrificio en sí era el que despertaba aquel sentimiento jubiloso y nuevo.”
No es la primera vez que Tolstói alude a ese vicio por sacrificarse, a esa morbosa aceptación de las penalidades que desde siempre ha sido un tópico del carácter ruso. Desde luego que tanto en él como en Dostoievski el sacrificio es una especie de expiación religiosa, la única forma de autoconciencia y de liberación, como si los rusos aceptasen purgar la culpa de ser rusos. “Todos juntos, no uno por uno”, como viene a decir Tolstoi cuando aclara que es algo general, un movimiento extático de masas. La toma de Moscú se plantea en esos términos.
Poco antes se nos ha presentado al viejo Kutúzov, y Tolstói repite las ideas que expuso a propósito de la campaña de 1805. Kutúzov “ve pasar el tiempo, es capaz de contemplarlo en su dimensión histórica”. Como personaje, es un hombre viejo, gordo y derrotado, de quien se espera que venza a Napoleón.
Empieza la batalla de Borodinó, y, la verdad, ya no sé si me apetece seguir copiando las notas que tomé mientras la leía. Yo creo que la libreta Moleskine es una buena tumba para tanto palabrerío.

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