Wu era un chino minucioso. Casi éramos vecinos, porque él es mongol y yo siberiano, y entre Irkutsk y el lago Baikal, en la frontera con Mongolia, no hay más de cien kilómetros. Mi madre también tiene la cara redonda y los ojos rasgados, aunque yo he salido más a mi padre, que nació en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado. Es posible que Wu y yo nos cayésemos bien por ser medio paisanos.
El caso es que me entretenía mirar a Wu por la meticulosidad con que lo hacía todo. Me recordaba a una de las historias disparatadas que me contó mi abuelo de pequeño, una tortura china que consistía en ir extirpando huesecillos del cuerpo sin causarle a la víctima el más mínimo dolor. Primero un metatarsiano, luego la última costilla, después parte de la rótula, así hasta que, si seguían sin confesar, les quedaba el cráneo, lo imprescindible de la caja torácica y la columna vertebral. Y nada más.
Wu hizo algo parecido con los ordenadores de la sala. Extirpaba una tarjeta gráfica y la sustituía por otra, cambiaba un puerto USB sin que nadie se enterase, y los componentes indisimulables, la pantalla y el teclado, los sacaba del almacén donde se habían abandonado los ordenadores que ya no funcionaban hasta que se los llevasen para reciclar. Era rápido en su extrema lentitud, cambiaba a toda prisa un porcentaje minúsculo del ordenador entero. A veces íbamos por la calle y Wu, que siempre andaba mirando el suelo, se agachaba a recoger un cable roto, una lata despachurrada, y se los metía en el bolsillo. En eso me recordaba a mi abuelo. Sabía clonar componentes, pero también sabía encontrarlos ya clonados. Su ilusión, según supe después, era montar una tienda de ordenadores marca Wu, los más baratos del mercado, según un proceso que incluía, a partes iguales, la ciencia informática y el reciclado de basuras.
A mí me proporcionó un ordenador y la clave de la red wifi de mis vecinos de enfrente, una residencia de ancianos. Era uno de los aparatos caseros que Wu iba montando para regalar a su inacabable lista de parientes. A ninguno les podía cobrar nada, y a mí, según me dio a entender con una sonrisa, menos aún. “Gracias”, le dije, y aunque parezca extraño tengo que decir que fue la primera palabra que crucé con Wu. “De nada”, me contestó, en perfecto castellano. Desde entonces hablamos siempre en castellano, siempre con tal grado de concisión que no echamos de menos ninguna carencia en el proceso que nos llevó a dominar el idioma.
Vivir sin hablar es fácil. Con Wu pude comprobarlo. Casi todo lo que decimos es una constatación oral de lo que ya sabemos y podríamos haber resumido en un gesto, en un dibujo, en una leve indicación. Mientras intentaban enseñarnos español, Wu dibujaba todo el rato plantas y monigotes de manga mongol, que no tienen los ojos de vaca que tienen los manga japoneses sino finas líneas que no distinguen el llanto de la risa. Pero eran muy expresivos. A mí, sin embargo, lo que más me gustaba verle dibujar era las plantas.
El instituto donde estudiábamos se llama Botánico Loscos porque Loscos fue un botánico que regaló al intituto un herbario. A Wu le encantaban. Pero le pasaba con el dibujo lo mismo que a mí con las matemáticas. Si llega a enterarse el profesor de biología, Wu se habría visto obligado a dibujar con su delicadeza china todas las hierbas secas del herbario. Wu lo habría hecho a gusto. Si a mí me relajaba verlo dibujar, a él lo sumía en una especie de estado meditativo que le ocupaba casi todo el tiempo que tenía libre, que era muy poco.
Cada cual a nuestra manera, utilizábamos el instituto para descansar. Wu porque luego tenía que trabajar en la tienda de sus tíos o clonar ordenadores para los parientes, y en mi caso porque, desde la llegada del ordenador, mi casa cambió por completo. La llegada del ordenador significó que siempre había alguien viendo un programa de televisión ruso, o una película rusa, o una radio rusa, o un foro ruso. Mi madre pintó las paredes de la casa con verde oxidado, que es un color ruso, y por dos euros compramos en la tienda de Wu unos iconos para las habitaciones. Sólo nos faltaban los libros. Se me estaban acabando los libros en ruso y no tenía estímulo suficiente para aprender a leerlos en castellano.
Pero a mí esa presencia permanente de voces rusas en mi oído me ponía de mal humor. No es que prefiriese el castellano, porque yo seguía leyendo una y otra vez mis cinco libros en ruso, sino que había descubierto el silencio, una paz interior que pronto no logré más que en las largas clases de la mañana. En mi familia nadie trabajaba con el mismo turno, de modo que la televisión estaba siempre encendida. Cuando se iba mi madre a cuidar a una anciana, llegaba mi hermana del bar. Cuando las dos volvían a marcharse, volvía mi padre de la obra, con las fuerzas justas para quitarse las botas, darse una ducha y ponerse a ver un partido de fútbol entre el Saturn Ramenskoye y el Zénit de San Petersburgo. Recuerdo ese porque ganó el Zenit uno a cero y mis padres discutieron sobre si era o no momento de sacar el vodka. En general, si se trataba de sintonizar una radio, mi madre quería la emisora de radio Canciones Rusas de Moscú, y mi padre la Radio Modern de San Petersburgo. Ella prefería la TV Cultural de Moscú, mi mi padre el SGU, que estaba lleno de telerrealidad. Mi hermana sólo veía MUZ TV, que es sólo música, y cuando se iban mis padres algún programa en castellano. Había un rato en el que me volvía a quedar a solas con mi abuelo, yo leyendo y él arreglando algún grifo, o bien nos íbamos los dos a pasear con Ruska, o me daba un paseo por Teruel hasta la biblioteca, a buscar los libros que no había, a hojear los que aún no entendía.
El ordenador, por otra parte, no trajo más que problemas. El novio de mi hermana, que se había quedado en Irkutsk, la llevaba mártir con el Skype. A las cuatro de la tarde en punto, cuando me sentaba a comer con mi madre y con mi hermana, sonaba la chicharra del Skype, y la voz del idiota de Valeri saludando con sus frases hechas. Mi hermana le decía que estábamos comiendo, que llamase después, y él entonces decía otras tantas tonterías y por fin se callaba, cuando ya íbamos por el segundo plato. Pero nada más comer volvía a llamar, y muchas noches, a las tres de la mañana, cuando mi hermana volvía del bar, volvía a sonar el puto Skype, esta vez porque mi padre había dejado el ordenador encendido para bajarse una película de Karen Shajnazarov. Mi hermana, si había llegado ya, descolgaba el Skype y decía en un susurro precipitado que en ese momento no podían hablar, cuando había vuelto a despertar a toda la casa.
Un domingo en el que todos estábamos para comer se votó en asamblea la desconexión del programa Skype. Pero quedaba la televisión, que a mí me ponía muy nervioso. Casi prefería escucharla en castellano, primero porque las películas las entendíamos mejor sin voz, siempre y cuando los actores fuesen lo bastante buenos. A todos nos costó al principio saber qué querían decir con aquellos gestos. Algunos actores utilizaban gestos universales que se entenderían en cualquier parte del planeta, pero la mayoría, bastante inexpresivos (y luego dicen de los rusos) tiraban de gestos mecánicos que no significaban nada. Parecían niños recitando un poema, cantantes que no saben dónde meter las manos. Aun así, eran imágenes, y era silencio.
Salvo por el hecho de que teníamos que salir de casa, muy pronto se reconstruyó el ambiente del piso de Irkutsk, que era igual de pequeño que este. Vivíamos en una plaza que se llama Playa de Aro, en una torre desvencijada, con fachadas de ladrillo y cenefas de cerámica local (verde y rosada) debajo de los alféizares de las ventanas. Se notaba que era el edificio más viejo del contorno. Los techos eran bajos y las puertas estaban huecas. Los marcos de las ventanas eran de hierro repintado, los suelos de plástico. Aquella torre estaba llena de eslavos. Había búlgaros y polacos, y algún que otro ucraniano. Pero rusos no había ninguno. También vivían familias rumanas y españolas. A mí me costaba mucho distinguirlas. Su lengua, al principio, me sonaba parecida, y los rasgos, muchas veces, también, de modo que muchas veces me cruzaba en el ascensor con personas con quienes habría tenido distinto trato de saber si eran nacionales o extranjeras, aunque lo más probable es que no hubiese tenido ninguno en ningún caso.
Esta torre estaba llena de pisos viejos de alquiler, pero estaba justo en medio del barrio del Ensanche, el que tenía los pisos más caros. Las viejas edificaciones de los años sesenta, que tanto me recordaban a mi barrio de Irkutsk, iban siendo poco a poco demolidas para levantar edificios más altos y modernos, con pisos llenos de sol que daban a la vega del Turia. Nosotros vivíamos en un segundo. Nuestras ventanas daban a un callejón lleno de gatos. Desde el sofá veíamos la fachada gris del Padre Piquer, una residencia para ancianos con dinero. Mi padre se enteró un día de que un anciano se había tirado de cabeza hasta la terraza que nosotros veíamos desde el salón.
Recuerdo que al principio la casa olía sólo a desinfectante, pero pronto volvió el aroma de las setas en escabeche y los pasteles de centeno, el sabor de las conservas de miel y del suero de leche. Tras unas primeras semanas de horarios descontrolados, mi abuelo tomó el mando de la cocina y yo el de las otras tareas de la casa. Mi madre se enfadaba porque no dedicaba la tarde a estudiar, aunque, según las directrices de mi abuelo, tampoco había mucho que hacer.
Para mi abuelo la vida consistía en tener algo entre manos. Daba vueltas por la casa inspeccionando las posibles tareas. Siempre había una suela rota que arreglar con asfalto de la carretera, o un cable con que empalmar un alargador. Todo lo hacía con la lentitud propia de su edad y la constancia que mostró siempre hacia las cosas pequeñas. Yo sólo me ocupaba de aquello que supusiera levantar pesos, de modo que con tender la ropa mojada y guardar los platos ya fregados, con bajar la basura y mover de sitio a mi abuelo la escalerilla con la que fregaba los cristales (cada día uno, nada más que uno) yo ya tenía bastante. Hacía más, claro, pero esta era mi tarea oficial, la que le decíamos a mi madre.
Todas las tardes nos íbamos con Ruska. Muy cerca de casa, a menos de quinientos metros, la ciudad se terminaba en unas lomas blancas llenas de matojos pardos a las que se asomaban las últimas casas del Ensanche. Estas lomas daban a un profundo cortado por donde pasaba la vía del tren. Desde arriba veíamos el sendero de piedras blancas y traviesas negras perderse más arriba de camino hacia el mar. Mi abuelo soltaba a Ruska y los dos la veíamos correr por el descampado.
Me sentía bien a su lado en un lugar que me daba pereza conocer. No es que añorase Siberia, es que me sentía bien sin conocerlo, tan solo con la idea un poco fantasiosa que me había hecho de él. Durante aquellos paseos descubrí que algunos de mis compañeros de clase se reunían por las tardes en una de las cocheras de la cuesta del Cofiero, que baja haciendo eses desde el Ensanche y va también a parar al río. Otro día vi a dos compañeras entrar en una tienda de bolsos de la Ronda, cuando el abuelo y yo volvíamos de inspeccionar el lado norte de la ciudad. Tanto los chicos del Cofiero como las chicas de la Ronda me vieron y me reconocieron. Rusca es una galga rusa espectacular desde que era un cachorrillo. A la gente le llama la atención. Primero la miraban a ella y después a mi abuelo, que a ellos debía de sonarles, con la gorra calada y el pelo largo, con los mostachos largos y las perneras del pantalón dentro de las botas, como un personaje de tebeo. Y luego, también, me miraban a mí. Uno de los chicos del Cofiero me miró y volvió a mirar al perro. Las chicas de la tienda de bolsos me reconocieron. Una de ellas era la que me hizo aquella pregunta cuando abrí en clase un libro escrito en ruso. Me reconoció y sonrió como si añadiese a lo ridículo que yo le parecía lo ridículo que era ir con un perro tan poco frecuente y con un abuelo tan raro. Creo que levantó una mano para decirme adiós. La vi levantarla pero yo aún no controlaba los gestos de los españoles. Igual podía haberme querido decir hola que haberle hecho un gesto a su amiga para que mirase aquella gente tan ridícula que pasaba por ahí.
Esa chica se llamaba Julia. Todo el mundo la llamaba Julia. Era un tipo de chica muy frecuente: de rostro más bien redondeado, moreno, como las armenias o las turcas, pero de labios más finos. Al día siguiente, según lo previsto, volvió a pasar a mi lado sin mirarme, pero al final de la clase de economía, harto de escuchar nombres de números, cuando iba a salir de la clase pasé al lado de Julia, que estaba recogiendo sus libros, y entre ellos uno que tenía en la portada el retrato de Fiodor Dostoievsky. Me quedé con la palabra muerta en la portada. Cuando llegué a casa, busqué en la red y supe que se trataba de las Memorias de la casa muerta, un libro que yo no tenía en ruso y que no sabía leer en español. Esa misma tarde, cuando volví del paseo con mi abuelo, antes de que se hiciera de noche, entré en la biblioteca y saqué el mismo libro que estaba leyendo Julia.
El caso es que me entretenía mirar a Wu por la meticulosidad con que lo hacía todo. Me recordaba a una de las historias disparatadas que me contó mi abuelo de pequeño, una tortura china que consistía en ir extirpando huesecillos del cuerpo sin causarle a la víctima el más mínimo dolor. Primero un metatarsiano, luego la última costilla, después parte de la rótula, así hasta que, si seguían sin confesar, les quedaba el cráneo, lo imprescindible de la caja torácica y la columna vertebral. Y nada más.
Wu hizo algo parecido con los ordenadores de la sala. Extirpaba una tarjeta gráfica y la sustituía por otra, cambiaba un puerto USB sin que nadie se enterase, y los componentes indisimulables, la pantalla y el teclado, los sacaba del almacén donde se habían abandonado los ordenadores que ya no funcionaban hasta que se los llevasen para reciclar. Era rápido en su extrema lentitud, cambiaba a toda prisa un porcentaje minúsculo del ordenador entero. A veces íbamos por la calle y Wu, que siempre andaba mirando el suelo, se agachaba a recoger un cable roto, una lata despachurrada, y se los metía en el bolsillo. En eso me recordaba a mi abuelo. Sabía clonar componentes, pero también sabía encontrarlos ya clonados. Su ilusión, según supe después, era montar una tienda de ordenadores marca Wu, los más baratos del mercado, según un proceso que incluía, a partes iguales, la ciencia informática y el reciclado de basuras.
A mí me proporcionó un ordenador y la clave de la red wifi de mis vecinos de enfrente, una residencia de ancianos. Era uno de los aparatos caseros que Wu iba montando para regalar a su inacabable lista de parientes. A ninguno les podía cobrar nada, y a mí, según me dio a entender con una sonrisa, menos aún. “Gracias”, le dije, y aunque parezca extraño tengo que decir que fue la primera palabra que crucé con Wu. “De nada”, me contestó, en perfecto castellano. Desde entonces hablamos siempre en castellano, siempre con tal grado de concisión que no echamos de menos ninguna carencia en el proceso que nos llevó a dominar el idioma.
Vivir sin hablar es fácil. Con Wu pude comprobarlo. Casi todo lo que decimos es una constatación oral de lo que ya sabemos y podríamos haber resumido en un gesto, en un dibujo, en una leve indicación. Mientras intentaban enseñarnos español, Wu dibujaba todo el rato plantas y monigotes de manga mongol, que no tienen los ojos de vaca que tienen los manga japoneses sino finas líneas que no distinguen el llanto de la risa. Pero eran muy expresivos. A mí, sin embargo, lo que más me gustaba verle dibujar era las plantas.
El instituto donde estudiábamos se llama Botánico Loscos porque Loscos fue un botánico que regaló al intituto un herbario. A Wu le encantaban. Pero le pasaba con el dibujo lo mismo que a mí con las matemáticas. Si llega a enterarse el profesor de biología, Wu se habría visto obligado a dibujar con su delicadeza china todas las hierbas secas del herbario. Wu lo habría hecho a gusto. Si a mí me relajaba verlo dibujar, a él lo sumía en una especie de estado meditativo que le ocupaba casi todo el tiempo que tenía libre, que era muy poco.
Cada cual a nuestra manera, utilizábamos el instituto para descansar. Wu porque luego tenía que trabajar en la tienda de sus tíos o clonar ordenadores para los parientes, y en mi caso porque, desde la llegada del ordenador, mi casa cambió por completo. La llegada del ordenador significó que siempre había alguien viendo un programa de televisión ruso, o una película rusa, o una radio rusa, o un foro ruso. Mi madre pintó las paredes de la casa con verde oxidado, que es un color ruso, y por dos euros compramos en la tienda de Wu unos iconos para las habitaciones. Sólo nos faltaban los libros. Se me estaban acabando los libros en ruso y no tenía estímulo suficiente para aprender a leerlos en castellano.
Pero a mí esa presencia permanente de voces rusas en mi oído me ponía de mal humor. No es que prefiriese el castellano, porque yo seguía leyendo una y otra vez mis cinco libros en ruso, sino que había descubierto el silencio, una paz interior que pronto no logré más que en las largas clases de la mañana. En mi familia nadie trabajaba con el mismo turno, de modo que la televisión estaba siempre encendida. Cuando se iba mi madre a cuidar a una anciana, llegaba mi hermana del bar. Cuando las dos volvían a marcharse, volvía mi padre de la obra, con las fuerzas justas para quitarse las botas, darse una ducha y ponerse a ver un partido de fútbol entre el Saturn Ramenskoye y el Zénit de San Petersburgo. Recuerdo ese porque ganó el Zenit uno a cero y mis padres discutieron sobre si era o no momento de sacar el vodka. En general, si se trataba de sintonizar una radio, mi madre quería la emisora de radio Canciones Rusas de Moscú, y mi padre la Radio Modern de San Petersburgo. Ella prefería la TV Cultural de Moscú, mi mi padre el SGU, que estaba lleno de telerrealidad. Mi hermana sólo veía MUZ TV, que es sólo música, y cuando se iban mis padres algún programa en castellano. Había un rato en el que me volvía a quedar a solas con mi abuelo, yo leyendo y él arreglando algún grifo, o bien nos íbamos los dos a pasear con Ruska, o me daba un paseo por Teruel hasta la biblioteca, a buscar los libros que no había, a hojear los que aún no entendía.
El ordenador, por otra parte, no trajo más que problemas. El novio de mi hermana, que se había quedado en Irkutsk, la llevaba mártir con el Skype. A las cuatro de la tarde en punto, cuando me sentaba a comer con mi madre y con mi hermana, sonaba la chicharra del Skype, y la voz del idiota de Valeri saludando con sus frases hechas. Mi hermana le decía que estábamos comiendo, que llamase después, y él entonces decía otras tantas tonterías y por fin se callaba, cuando ya íbamos por el segundo plato. Pero nada más comer volvía a llamar, y muchas noches, a las tres de la mañana, cuando mi hermana volvía del bar, volvía a sonar el puto Skype, esta vez porque mi padre había dejado el ordenador encendido para bajarse una película de Karen Shajnazarov. Mi hermana, si había llegado ya, descolgaba el Skype y decía en un susurro precipitado que en ese momento no podían hablar, cuando había vuelto a despertar a toda la casa.
Un domingo en el que todos estábamos para comer se votó en asamblea la desconexión del programa Skype. Pero quedaba la televisión, que a mí me ponía muy nervioso. Casi prefería escucharla en castellano, primero porque las películas las entendíamos mejor sin voz, siempre y cuando los actores fuesen lo bastante buenos. A todos nos costó al principio saber qué querían decir con aquellos gestos. Algunos actores utilizaban gestos universales que se entenderían en cualquier parte del planeta, pero la mayoría, bastante inexpresivos (y luego dicen de los rusos) tiraban de gestos mecánicos que no significaban nada. Parecían niños recitando un poema, cantantes que no saben dónde meter las manos. Aun así, eran imágenes, y era silencio.
Salvo por el hecho de que teníamos que salir de casa, muy pronto se reconstruyó el ambiente del piso de Irkutsk, que era igual de pequeño que este. Vivíamos en una plaza que se llama Playa de Aro, en una torre desvencijada, con fachadas de ladrillo y cenefas de cerámica local (verde y rosada) debajo de los alféizares de las ventanas. Se notaba que era el edificio más viejo del contorno. Los techos eran bajos y las puertas estaban huecas. Los marcos de las ventanas eran de hierro repintado, los suelos de plástico. Aquella torre estaba llena de eslavos. Había búlgaros y polacos, y algún que otro ucraniano. Pero rusos no había ninguno. También vivían familias rumanas y españolas. A mí me costaba mucho distinguirlas. Su lengua, al principio, me sonaba parecida, y los rasgos, muchas veces, también, de modo que muchas veces me cruzaba en el ascensor con personas con quienes habría tenido distinto trato de saber si eran nacionales o extranjeras, aunque lo más probable es que no hubiese tenido ninguno en ningún caso.
Esta torre estaba llena de pisos viejos de alquiler, pero estaba justo en medio del barrio del Ensanche, el que tenía los pisos más caros. Las viejas edificaciones de los años sesenta, que tanto me recordaban a mi barrio de Irkutsk, iban siendo poco a poco demolidas para levantar edificios más altos y modernos, con pisos llenos de sol que daban a la vega del Turia. Nosotros vivíamos en un segundo. Nuestras ventanas daban a un callejón lleno de gatos. Desde el sofá veíamos la fachada gris del Padre Piquer, una residencia para ancianos con dinero. Mi padre se enteró un día de que un anciano se había tirado de cabeza hasta la terraza que nosotros veíamos desde el salón.
Recuerdo que al principio la casa olía sólo a desinfectante, pero pronto volvió el aroma de las setas en escabeche y los pasteles de centeno, el sabor de las conservas de miel y del suero de leche. Tras unas primeras semanas de horarios descontrolados, mi abuelo tomó el mando de la cocina y yo el de las otras tareas de la casa. Mi madre se enfadaba porque no dedicaba la tarde a estudiar, aunque, según las directrices de mi abuelo, tampoco había mucho que hacer.
Para mi abuelo la vida consistía en tener algo entre manos. Daba vueltas por la casa inspeccionando las posibles tareas. Siempre había una suela rota que arreglar con asfalto de la carretera, o un cable con que empalmar un alargador. Todo lo hacía con la lentitud propia de su edad y la constancia que mostró siempre hacia las cosas pequeñas. Yo sólo me ocupaba de aquello que supusiera levantar pesos, de modo que con tender la ropa mojada y guardar los platos ya fregados, con bajar la basura y mover de sitio a mi abuelo la escalerilla con la que fregaba los cristales (cada día uno, nada más que uno) yo ya tenía bastante. Hacía más, claro, pero esta era mi tarea oficial, la que le decíamos a mi madre.
Todas las tardes nos íbamos con Ruska. Muy cerca de casa, a menos de quinientos metros, la ciudad se terminaba en unas lomas blancas llenas de matojos pardos a las que se asomaban las últimas casas del Ensanche. Estas lomas daban a un profundo cortado por donde pasaba la vía del tren. Desde arriba veíamos el sendero de piedras blancas y traviesas negras perderse más arriba de camino hacia el mar. Mi abuelo soltaba a Ruska y los dos la veíamos correr por el descampado.
Me sentía bien a su lado en un lugar que me daba pereza conocer. No es que añorase Siberia, es que me sentía bien sin conocerlo, tan solo con la idea un poco fantasiosa que me había hecho de él. Durante aquellos paseos descubrí que algunos de mis compañeros de clase se reunían por las tardes en una de las cocheras de la cuesta del Cofiero, que baja haciendo eses desde el Ensanche y va también a parar al río. Otro día vi a dos compañeras entrar en una tienda de bolsos de la Ronda, cuando el abuelo y yo volvíamos de inspeccionar el lado norte de la ciudad. Tanto los chicos del Cofiero como las chicas de la Ronda me vieron y me reconocieron. Rusca es una galga rusa espectacular desde que era un cachorrillo. A la gente le llama la atención. Primero la miraban a ella y después a mi abuelo, que a ellos debía de sonarles, con la gorra calada y el pelo largo, con los mostachos largos y las perneras del pantalón dentro de las botas, como un personaje de tebeo. Y luego, también, me miraban a mí. Uno de los chicos del Cofiero me miró y volvió a mirar al perro. Las chicas de la tienda de bolsos me reconocieron. Una de ellas era la que me hizo aquella pregunta cuando abrí en clase un libro escrito en ruso. Me reconoció y sonrió como si añadiese a lo ridículo que yo le parecía lo ridículo que era ir con un perro tan poco frecuente y con un abuelo tan raro. Creo que levantó una mano para decirme adiós. La vi levantarla pero yo aún no controlaba los gestos de los españoles. Igual podía haberme querido decir hola que haberle hecho un gesto a su amiga para que mirase aquella gente tan ridícula que pasaba por ahí.
Esa chica se llamaba Julia. Todo el mundo la llamaba Julia. Era un tipo de chica muy frecuente: de rostro más bien redondeado, moreno, como las armenias o las turcas, pero de labios más finos. Al día siguiente, según lo previsto, volvió a pasar a mi lado sin mirarme, pero al final de la clase de economía, harto de escuchar nombres de números, cuando iba a salir de la clase pasé al lado de Julia, que estaba recogiendo sus libros, y entre ellos uno que tenía en la portada el retrato de Fiodor Dostoievsky. Me quedé con la palabra muerta en la portada. Cuando llegué a casa, busqué en la red y supe que se trataba de las Memorias de la casa muerta, un libro que yo no tenía en ruso y que no sabía leer en español. Esa misma tarde, cuando volví del paseo con mi abuelo, antes de que se hiciera de noche, entré en la biblioteca y saqué el mismo libro que estaba leyendo Julia.
WFT!?)
ResponderEliminarbueno, la historia va cogiendo ritmo y me gusta mucho la idea.
ResponderEliminarbravo por Botánico Loscos, es el nombre mas apropiado.
seguiremos leyendo con gusto.