Ayer, viendo la versión de Rey Lear que se representa en el Teatro Valle-Inclán, me acordé mucho de Héctor Grillo. En realidad supe que el actor era argentino antes de que hablase o de que se le notara el acento, cosa que sólo sucedió un par de veces, un par de palabras en dos horas y media de verbo divino. Lo supe por sus gestos, que eran los mismos que los de Héctor. Gestos de actor, de hombre que sabe que actuar no es fingir que se es otro sino, como dije a propósito de Héctor, encarnar al otro. Qué hermoso era ver un actor de ochenta años haciendo gestos de anciano que se notaba que no eran los suyos, que estaba actuando.
Hoy me entero de que, en efecto, Alfredo Alcón es argentino y tiene ochenta años, y de que por lo visto es una celebridad en su país. Ayer se comió el no va más de Shakespeare, un anciano sometido a toda clase de desgarros, de cambios de humor, de humillaciones y de revelaciones, que impera y mendiga, que piensa con ingenuidad soberbia y sufre con locura, que cae al suelo y se arrastra y sostiene finalmente unos momentos el cadáver de su hija muerta, el cuerpo de Miryam Gallego, que tampoco es moco de pavo. Rey Lear es obra muy agradecida para los personajes provectos, porque Juli Mira, el conde de Gloucester, también compuso su papel, paralelo al de Lear (los dos son padres equivocados con el amor de sus hijos), con ese patetismo suplementario que nace de ser un vasallo, alguien sin protagonismo último que confunde la bondad con no meterse en complicaciones. El soberbio y el bondadoso sufren semejante descenso a los infiernos, eso es lo que los iguala y lo que quizá los hace ser leales.
Pero alrededor de ellos pulula un enjambre de jóvenes actores que salvo en un par de casos yo creo que no dedicaron mucho tiempo a pensar en su papel, o lo pensaron por ellos demasiado. A todos les falta la otra cara de los personajes de Shakespeare. Las hijas no me gustaron mucho. La mayor es simplemente mala, no extraordinariamente fría, y eso que Carme Elías da el tipo céreo que más ayuda. Pero le pasa un poco como a Edmond, el hijo bastardo de Gloucester, Jesús Noguero, que son más malos que fríos. Edmond no siente, ni alegría siquiera. Edmond es el moderno personaje impávido, el hombre sin sentimientos, y este era, por momentos, hasta simpático. La frialdad de Gonerill, la hija mayor, y la de Edmond son el grado cero del sentir, y aquí la cosa huele a despecho, a mala idea, que es, siempre, otra forma de sentimiento. Uno se imagina un Edmond fantasmal, la representación del hielo, o a una Gonerill hiriente como una estalactita.
Y el problema continúa cuando Gonerill usurpa parte del papel de Regan, la hija mediana, que es mala pero no fría, algo que sólo se acaba notando en el color del pelo. Cristina Marcos está como cohibida, como cuidando de que no se le escapen los gestos, en vez de centrarse en la esencia trágica de su papel, la del volverse malo, no serlo. Su personaje somos cualquiera de nosotros: malos sin querer, egoístas por sentido práctico, apasionados sin remedio, y de perdidos al río. Pero Regan se pasa la obra portándose bien, y eso me imagino que será cosa del director. Por lo demás, me dio la sensación de que Cristina Marcos estaba también más pendiente de una prosodia clásica que de su complicada situación. Esta composición tan apretada es también la culpable de que Cordelia recite su papel con las manos en el regazo, como presentándose a unos desconocidos. Poca pasión en el extremo sur de esas tres hermanas que representan los tres grados del corazón. Por eso la composición de Lear, que va a lo suyo, está en una onda distinta, más libre que la del resto de los personajes, que dan a la pieza una seriedad casi forense.
Pero el caso más evidente es el de Edgar, el hijo legítimo de Gloucester. Dice Harold Bloom, con su proverbial modestia: “Edgar, recalcitrante y reprimido, es en realidad el mayor enigma, y es tan difícil de interpretar, que nunca he visto un Edgar aceptable”. Este, desde luego, tampoco: chilla en vez de subir la voz, no sabe dónde poner las manos, pero todo eso es mal tan frecuente que daría lo mismo si no fuera porque tampoco parece haber entendido el personaje. Su conversión en perro, en amor arrojado al barro del cinismo, queda en una actitud doliente de quien quiere irse a la ducha cuanto antes. Y no deja de chillar.
No, no les han dejado entrar a saco con el personaje. La prueba es ese bufón que parece un inspector de Hacienda, y que, sin embargo, como el actor es bueno, Luis Bermejo, queda de lo más convincente; o ese conde de Kent (Pedro Casablanc, espléndido en Marat-Sade), escondido todo el rato en el sombrero, encogido y servicial. Quiero decir que la parálisis estaba impuesta, pero había un margen de maniobra que no todos los actores supieron gestionar. Todos estaban sometidos al poder caprichoso del director igual que Lear quería someter a quienes le amaban, o le tenían que amar. Salvo Alfredo Alcón, claro, al que contrataron para un rey Lear, no para la versión reprimida de Gerardo Vera.
Hoy me entero de que, en efecto, Alfredo Alcón es argentino y tiene ochenta años, y de que por lo visto es una celebridad en su país. Ayer se comió el no va más de Shakespeare, un anciano sometido a toda clase de desgarros, de cambios de humor, de humillaciones y de revelaciones, que impera y mendiga, que piensa con ingenuidad soberbia y sufre con locura, que cae al suelo y se arrastra y sostiene finalmente unos momentos el cadáver de su hija muerta, el cuerpo de Miryam Gallego, que tampoco es moco de pavo. Rey Lear es obra muy agradecida para los personajes provectos, porque Juli Mira, el conde de Gloucester, también compuso su papel, paralelo al de Lear (los dos son padres equivocados con el amor de sus hijos), con ese patetismo suplementario que nace de ser un vasallo, alguien sin protagonismo último que confunde la bondad con no meterse en complicaciones. El soberbio y el bondadoso sufren semejante descenso a los infiernos, eso es lo que los iguala y lo que quizá los hace ser leales.
Pero alrededor de ellos pulula un enjambre de jóvenes actores que salvo en un par de casos yo creo que no dedicaron mucho tiempo a pensar en su papel, o lo pensaron por ellos demasiado. A todos les falta la otra cara de los personajes de Shakespeare. Las hijas no me gustaron mucho. La mayor es simplemente mala, no extraordinariamente fría, y eso que Carme Elías da el tipo céreo que más ayuda. Pero le pasa un poco como a Edmond, el hijo bastardo de Gloucester, Jesús Noguero, que son más malos que fríos. Edmond no siente, ni alegría siquiera. Edmond es el moderno personaje impávido, el hombre sin sentimientos, y este era, por momentos, hasta simpático. La frialdad de Gonerill, la hija mayor, y la de Edmond son el grado cero del sentir, y aquí la cosa huele a despecho, a mala idea, que es, siempre, otra forma de sentimiento. Uno se imagina un Edmond fantasmal, la representación del hielo, o a una Gonerill hiriente como una estalactita.
Y el problema continúa cuando Gonerill usurpa parte del papel de Regan, la hija mediana, que es mala pero no fría, algo que sólo se acaba notando en el color del pelo. Cristina Marcos está como cohibida, como cuidando de que no se le escapen los gestos, en vez de centrarse en la esencia trágica de su papel, la del volverse malo, no serlo. Su personaje somos cualquiera de nosotros: malos sin querer, egoístas por sentido práctico, apasionados sin remedio, y de perdidos al río. Pero Regan se pasa la obra portándose bien, y eso me imagino que será cosa del director. Por lo demás, me dio la sensación de que Cristina Marcos estaba también más pendiente de una prosodia clásica que de su complicada situación. Esta composición tan apretada es también la culpable de que Cordelia recite su papel con las manos en el regazo, como presentándose a unos desconocidos. Poca pasión en el extremo sur de esas tres hermanas que representan los tres grados del corazón. Por eso la composición de Lear, que va a lo suyo, está en una onda distinta, más libre que la del resto de los personajes, que dan a la pieza una seriedad casi forense.
Pero el caso más evidente es el de Edgar, el hijo legítimo de Gloucester. Dice Harold Bloom, con su proverbial modestia: “Edgar, recalcitrante y reprimido, es en realidad el mayor enigma, y es tan difícil de interpretar, que nunca he visto un Edgar aceptable”. Este, desde luego, tampoco: chilla en vez de subir la voz, no sabe dónde poner las manos, pero todo eso es mal tan frecuente que daría lo mismo si no fuera porque tampoco parece haber entendido el personaje. Su conversión en perro, en amor arrojado al barro del cinismo, queda en una actitud doliente de quien quiere irse a la ducha cuanto antes. Y no deja de chillar.
No, no les han dejado entrar a saco con el personaje. La prueba es ese bufón que parece un inspector de Hacienda, y que, sin embargo, como el actor es bueno, Luis Bermejo, queda de lo más convincente; o ese conde de Kent (Pedro Casablanc, espléndido en Marat-Sade), escondido todo el rato en el sombrero, encogido y servicial. Quiero decir que la parálisis estaba impuesta, pero había un margen de maniobra que no todos los actores supieron gestionar. Todos estaban sometidos al poder caprichoso del director igual que Lear quería someter a quienes le amaban, o le tenían que amar. Salvo Alfredo Alcón, claro, al que contrataron para un rey Lear, no para la versión reprimida de Gerardo Vera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario