En los últimos años estamos perdiendo lo mismo que nos obsesiona conservar: los naranjas y los rojos de nuestras arcillas y nuestro rodeno, el verde de cobre y de hierro. En algún momento de nuestra evolución arquitectónica se ha confundido el uso de los mismos materiales con el historicismo, y no tienen nada que ver. Pero a tenor del gris que asuela el casco histórico, cualquiera pensaría que sólo queremos la cerámica para venderla, o que las arcillas nos parecen feas, o que las flores nos dan alergia.
Y no es así, seguro que no es así, porque a ese verde antiguo hay que añadir, dicen las bases, nada menos que la verdura, si bien tampoco insisten en que no vale colocar cuatro loros tiesos en macetones del Carrefour, sino árboles que arraiguen en el suelo, verdores que den sombra, que puedan precedernos y sobrevivirnos, verde de parras y de yedras que se abracen a los árboles y se suban por las paredes, el verde tiempo que me canso de intuir en las fotos antiguas, antes de la triste tiranía de las plazas duras. Las bases sí hablan de “un espacio agradable y acogedor para el ciudadano”, pero no sé si también explican que, llamándose Plaza de los Amantes, no desentonaría nada un jardín romántico, un claustro de amor. Con que no sea una pista de losas grises yo me conformaba. Si encima plantan un árbol, ya ni te cuento lo contentos que nos vamos a poner. No van a dar abasto con tanto elogio.
Diario de Teruel, 6 de junio de 2008
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