21.7.08

OTOÑO RUSO, XV


Capítulo décimo quinto
Humo

Matilde y Bernardo están haciendo el amor. Bueno, ya han terminado. Cada cual ocupa ya su lado de la cama y los dos miran al techo. No se han cubierto con el edredón porque la calefacción de la finca está a todo meter. Sólo se oyen los rescoldos de la respiración. Matilde gira su cuerpo y apoya la cabeza sobre las costillas de Bernardo, que a su vez pasa el brazo izquierdo por debajo del cuello de Matilde. Matilde rasca con las uñas finas la pelambre del tórax de Bernardo. Bernardo acaricia la columna vertebral de Matilde.
-Cari…
Bernardo emite un sonido con la glotis medio cerrada. Matilde lo ha escuchado retumbar dentro de su pecho con el oído izquierdo. También escucha los latidos de su corazón, que aún siguen agitados, retumbantes y levemente discontinuos, como si estuvieran respirando con dificultad.
-Tenemos que hablar con Julia –dice Matilde.
Matilde ha tardado en decirlo porque aún no se había repuesto del orgasmo y porque antes de hablar quería tener bien cogido el corazón de Bernardo, percibir los cambios de intensidad, las aceleraciones y los apaciguamientos. También ha pasado su pierna derecha por encima de Bernardo, de modo que la cara interior del muslo de Matilde cubre y presiona el pene de Bernardo, todavía erecto. Primero Matilde sólo siente calor pegajoso y la silueta presionante de un cilindro, pero también espera a que los procesos de la deflacción sean perceptibles. Eso le da cierto placer añadido, como el ver cómo baja el telón después de una función teatral.
Bernardo está boca arriba y las palabras le salen como si tuviera tapada la nariz. Pasa lentamente la yema del dedo corazón por las cervicales de Matilde, hasta que se encuentra con el nacimiento del cabello, y entonces vuelve a descender.
-Qué le pasa a Julia.
-Que nos miente.
Las mentiras de Julia no provocan alteración alguna del ritmo cardiaco de Bernardo, que sigue sosegándose tras el esfuerzo. En momentos como este Bernardo se acuerda de que tiene que pasar por el médico para hacerse unos análisis, a ver qué tal lleva el colesterol. Como están desnudos y en la cama, las respuestas pueden espaciarse sin que tenga que ser porque el otro se ha quedado sin palabras.
-Matilde, le dijiste que podía venir a las doce. Todavía no son las doce.
-¡Pues sólo faltaría, que encima no viniese a la hora que le decimos! No. Es otra cosa. Ha dejado a sus amigas.
-¿Qué amigas?
“¿Es que todavía no sabes las amigas que tiene tu hija?” –está a punto de decir Matilde, y le dan ganas de incorporarse para soltárselo a la cara, pero entonces perderá la posición auricular, de modo que decide no mostrar su indignación.
-Pues sus amigas. Laurita y María Eugenia, sus amigas de toda la vida. Me lo ha dicho Remedios, la madre de Laurita.
-¿Pero no había ido precisamente hoy al cumpleaños de Laurita?
-Eso es lo que nos ha dicho. Pero allí no está. Esta tarde allí no estaba, así que tú verás, si eso es engañar o no es engañar.
-En todo caso las engañará a ellas –dice Bernardo.
-Bernardo, son sus amigas. Son las amigas de toda la vida –insiste Matilde-. No puede dejarlas así tiradas. María Eugenia dice Remedios que lleva un disgusto tremendo. Laurita un poco menos, porque a Laurita le da todo lo mismo, pero la otra pobre, tantos años…
-La María Eugenia esa es más tonta que hecha de encargo, Matilde –dice Bernardo, que se remueve un poco en el sitio para encontrar un mejor acomodo bajo el muslo de Remedios. Matilde aparta la pierna, pero no la cabeza.
-Y qué. Si a todos los tontos hubiese que dejarlos tirados…
Bernardo intenta estrechar el cuerpo de Matilde. En su posición, lo único que consigue es posar la palma de la mano a la altura del hígado de Matilde, y presionar un poco. Matilde no sabe cómo interpretar ese apretón tan cariñoso. Está un poco susceptible Matilde.
-Pero eso no es lo peor –dice Matilde.
El corazón ni se inmuta. Matilde espera que Bernardo le dé pie a seguir hablando, pero Bernardo no dice nada. Ha cerrado los ojos y no dice nada. De modo que Matilde continúa.
-Va con uno. Ha dejado a sus amigas porque va con uno.
Ese uno tampoco altera el ritmo cardíaco de su marido. A Matilde la palabra uno le habría sonado a individuo desaprensivo, un señor mayor que abusa de las niñas.
-Pues hija, si con dieciséis años para diecisiete no se echa algún noviete…
Matilde remueve un poco la cabeza para ajustar bien el fonendoscopio. Quiere saber la reacción de Bernardo cuando diga lo que viene ahora.
-Es un inmigrante.
Matilde cree percibir una palpitación algo más acelerada. Muy poco, pero algo más. El corazón de Bernardo se está poniendo interesante. Pero él también se da cuenta, y no espera a que el pericardio le juegue ninguna mala pasada.
-Ya lo sé.
Matilde se incorpora como un resorte. Ni corazón ni leches.
-¡Pero cómo que ya lo sabes! ¿Te lo ha dicho a ti?
-No, Matilde. Ni me lo ha dicho ni me lo ha dejado de decir. Me trajo un carrete de fotografías para que lo revelase, y en ellas aparecen no un chico, sino muchos chicos. Son sus compañeros de clase, y hay uno que tiene más fotos, pero es que la cámara era suya. Por cierto, que son bien chulas.
-Enséñame esas fotos.
-Ahora no, Matilde.
-Es que quiero ver una cosa.
Matilde vuelve a recostar la cabeza un poco más arriba de los ijares de Bernardo, en las costillas falsas. Ha sabido controlarse y ahora está segura de que viene la prueba definitiva, algo así como la máquina de la verdad. Bernardo no contesta nada. Su corazón, no obstante, está más agitado que antes de que Matilde se incorporase. No es que tenga taquicardia pero cualquiera notaría que se le ha desatado un poco el pulso. Entonces Matilde hace la pregunta.
-Quiero ver si es el hijo de Tatiana. En su clase hay tres o cuatro inmigrantes pero dos son moros y uno es sudamericano. Y el otro es del este. Y el otro que es del este es el hijo de Tatiana. Si fueses alguna vez a preguntar por Julia al instituto habrías podido ver las listas, que están colgadas en la puerta.
-Tendría gracia –dice Bernardo.
Matilde vuelve a levantar la cabeza. No hay ningún azoramiento en las palabras de Bernardo ni en sus vísceras. El nombre de Tatiana no lo ha puesto nervioso.
-Pues yo no le veo la gracia.
Bernardo abre los ojos, se incorpora y se apoya sobre los antebrazos.
-A qué no le ves la gracia, Matilde, a que tenga novio, a que tenga amigos o a que sus novios o sus amigos sean extranjeros.
-Oye rico, a mí no me vaciles –dice Matilde, de muy mala uva-. Tú entretente con tus pozos de Caudé y tus revistas de la guerra pero a mí nadie me va a llenar la casa de inmigrantes. Me da igual cómo te lo tomes.
Matilde ya se ha disparado. A Bernardo le sorprende este arranque, en este momento. Apoyado en los antebrazos mira el torso desnudo de Matilde y detrás la cómoda con el espejo, y reflejado en él el crucifijo que preside el tálamo, con las fotos de la boda. A Bernardo le viene la respuesta como si le repitiera la cena. Bernardo también se dispara un poco.
-¿Qué pasa –dice-, que tú también la guardas para aparearla con el Pototo ese de los huevos?
Matilde abre mucho los ojos y despliega los labios para decir algo que ni siquiera llega a pronunciar. Lo mira como si hubiera visto algo dentro de su cabeza, un tumor del sentimiento, un pájaro imposible.
-Me está engañando ella y me estás engañando tú –dice, y se pone a llorar. Con una mano se tapa los ojos y con la otra se cubre el pecho. Bernardo no puede soportar esa imagen y la abraza. Están abrazados alrededor de treinta segundos.
-Pero Matilde, ¿por qué dices eso? –dice Bernardo con los labios pegados al oído de Matilde. Le habla al mismo tiempo que la besa. Matilde se separa. Lleva los ojos brillantes, pero las lágrimas han empezado a secarse. En la penumbra iluminada solo por la luna y la farola de la Avenida América las lágrimas brillan pero no corren.
-¡Cómo es posible que te dé lo mismo saber dónde está Julia!
-No me da lo mismo, pero tampoco me pongo histérico. Está con sus amigos, y si el hijo de Tatiana es amigo suyo, pues mira, tan ricamente. Señal de que tiene menos prejuicios que nosotros.
Las yemas de los dedos de Bernardo acarician ahora las clavículas de su mujer. Matilde, con el calor que hace, tiene carne de gallina. A Bernardo le gusta recorrer una por una con el dedo las erupciones de la piel.
-Tú tampoco tienes prejuicios, ¿verdad? –dice Matilde, que desearía estar otra vez apoyada sobre el pecho de Bernardo. Bernardo nota un tufo raro en sus palabras.
Bernardo se ha vuelto y está sacando un pitillo del paquete de Ducados. Matilde no quiere que fume en la habitación, así que Bernardo saca el precinto del paquete para echar la ceniza. Cuando se gira de nuevo, dobla el almohadón y se vuelve a recostar.
-Vamos a ver, Matilde. Podemos educarla bien y darle de todo, pero a sus amigos los escoge ella. Ya se han pasado los tiempos en que esto parecía el corro de la bola y todos nos íbamos haciendo novios entre los amigos de la infancia.
-Como tú y como yo, quieres decir.
-No. Tú y yo no somos amigos de la infancia. Nos hicimos amigos de jóvenes.
-¿Y entonces qué pasa, que ya no había otra? ¿Te casaste porque te tocó conmigo en el corro de la bola?
-Pues más o menos. Igual que tú, ¿no te parece?
-O sea que si Virginia no se llega a liar con Paco te habrías liado tú, o yo con Paco, o con Martín, o tú con Esperanza, o yo con Teté. ¿Es eso lo que quieres decir?
Bernardo se levanta para buscar el cenicero porque ya ha quemado el plástico del precinto. El fuego abre un agujero en el papel que huele a rueda quemada.
-Ponte algo por lo menos, no vaya a llegar tu hija. Si es que viene…
Bernardo se pone la bata y sale a buscar un cenicero. Mientras se anuda el cinturón, dice:
-No te quejes. A nosotros nos ha ido bien. Mira Esperanza Beltrán.
-No seas cínico, Bernardo.
Bernardo regresa con el cenicero y se sienta en la cama. Está encorvado hacia delante. Parece un hombre cansado, o alguien que está en el momento justo de decir lo inevitable. Pero en ese momento suena el teléfono, que también está en el lado de Bernardo, junto al Idiota de Dostoievski. Matilde se abalanza por detrás y lo coge.
-Ay, Dios mío, algo le ha pasado... –dice mientras descuelga el teléfono y ladea la cabeza para que el auricular quepa debajo de la melena.
Bernardo había levantado la mano para cogerlo pero la deja suspendida en el aire.
-¿¡Qué ha pasado!? –dice Matilde.
-…
-Por Dios, qué susto. ¿Pero cómo llamas tan tarde, mujer?
Se produce un silencio. A Bernardo la bata le está dando calor. La habitación está a treinta grados por lo menos. El qué ha pasado de Matilde le ha alterado el pulso. Su propensión a la tragedia le va a provocar un día de estos un infarto, porque ella tampoco se vuelve para calmarlo con la mirada. Ella solo mira fijamente la base del teléfono.
-Pero…, pero… -dice Matilde, que intenta hablar varias veces pero al final, sin volver la cabeza, le da el teléfono a Bernardo-. Toma –dice Matilde-, es para ti.
Bernardo aplasta el cigarro y coge el auricular. El cordón espiral le pasa ahora a Matilde por debajo del pecho.
-¿Sí?
-…
-Hola, tía. ¿Ha ocurrido algo?
-…
Matilde pasa la cabeza por debajo del cordón y se levanta de la cama. Está poniéndose la bata de casa. Luego se gira y mira desde arriba la conversación.
-Pues no sé, dígame… -continua Bernardo.
-…
-No, no. Sólo tengo al perro –dice Bernardo, que se gira hacia Matilde y se encoge de hombros, como si no supiese a qué viene todo esto.
-…
-Pero tía, ¿y tú para qué la quieres?

Bernardo se pasa de oído el auricular porque le ha dado la impresión de que le temblaba la mano.
-…
Bernardo cuelga el teléfono y se enciende otro ducados.
-Dice que le alquile la casa, que se va a vivir a Alfambra –dice, y echa el humo. La palabra Alfambra ya salió envuelta en humo.
Matilde vuelve a derrumbarse. Se sienta en la cama, mueve la cabeza de un lado para otro, parece que está llorando.
-¡Pero cómo que a Alfambra! ¡Joder, me vais a volver loca…!
-Dice que Tatiana se ha marchado.
En el borde de la cama, Matilde balancea su cuerpo adelante y atrás. El pelo le cae sobre la cara. Bernardo calla. Es un silencio denso, sin toses ni bufidos, un denso silencio sin respiración que tarda mucho en consumirse. Bernardo está desvelado. Pero no ha preguntado nada de Tatiana. Así están alrededor de quince segundos.
Suena la llave que hurga en la puerta de entrada. Matilde da por terminada la conversación y sale del dormitorio, incluso antes que Bernardo. En la puerta, tratando de no hacer ruido, está Julia.
-¿Se puede saber de donde vienes? –le pregunta su madre.
A la luz del plafón del recibidor Julia está muy pálida, a Matilde le parece que incluso un poco tambaleante. La muchacha mira con los ojos muy abiertos y se tapa la boca con la palma de la mano, y se mete corriendo al baño. Bernardo escucha desde el pasillo las arcadas de Julia mientras vomita. Se acerca a la puerta del baño. Julia está sentada en el borde de la bañera, con la cabeza casi metida en la palangana beige.
-¿Has bebido, Julia? –le dice Matilde, cuando la muchacha recobra un poco el resuello.
Julia levanta un dedo. Entre los hilos de baba que le cuelgan de la boca se oye una vocecilla débil.
-Uno solo, ha sido un cubata nada más. Y no me he emborrachado, pero tengo el cuerpo superrevuelto.
-Un cubata de qué.
-De vodka.
Matilde se incorpora, se da la vuelta y mira a Bernardo, que trata de apaciguarla un poco con la mirada.
-Voy a calentar un poco de agua –dice Bernardo. Bernardo cree que en estos casos se suele tomar poleo.
-Déjalo –dice Matilde un minuto después, cuando no ha hecho más que posar la cazuela llena de agua en la vitrocerámica y está esperando a que le salgan las burbujas-. Dice que no quiere nada. Ya se ha metido en la cama.
Bernardo y Matilde vuelven a la habitación. Cuando van a quitarse la bata para volver a la cama se dan cuenta de que van desnudos. Matilde, antes de quitársela, se pone unas bragas, y luego saca del armario un camisón limpio y se lo enfunda. Bernardo se acuesta desnudo. Hace mucho calor. El dormitorio está lleno de humo.

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