5.8.08

OTOÑO RUSO, XX


Capítulo vigésimo
Dragón de blancas escamas

Mijaíl Denísovich piensa que se ganaría bien la vida como transportista. La carretera lo relaja, la línea blanca discontinua y el traqueteo de la camioneta. Salió de casa hecho una furia pero satisfecho de no haber perdido los papeles. Esta vez no ha ofendido al viejo Rodión ni se ha reído amargamente de su abrigo. Sin dejar que estallase su ira y Tatiana decidiese cumplir sus amenazas y abandonarlo se ha subido a la camioneta de Huevos los Amantes. Antes de llegar al pueblo ya había recuperado el control de sí mismo, tanto que se sometió a un examen de paciencia y detuvo la camioneta y ayudó a un nacional a cambiar una rueda. Hay algo de manifiesto ético en cambiarle la rueda a un hombre asustado, alguien que confunde los rasgos con los sentimientos y que da por hecho que un extranjero en mitad del páramo te puede robar, o matar. No, Mijaíl no ha levantado nunca la mano a nadie, pero a veces el miedo en el rostro del otro es una pe-queña recompensa, el precio que los nacionales pagan por su desconfianza. Y fue como un ejercicio espiritual, la salvación abnegada, el detener el tiempo y ocuparlo en lo más inmediato. Se imaginaba que sería Bernardo, pero de pronto Bernardo no le pareció el tipo capaz de tontear con la mujer de un inmigrante. Le pareció un cobarde, y eso lo tranquilizó bastante. Además, si él era capaz de pensar que un nacional con dinero podía seducir a Tatiana, tampoco podía reprocharle a Tatiana que dudase de él.
Mijaíl Denísovich conduce la camioneta cargada con cinco mil huevos hasta Teruel pero en vez de subirse a la autovía en el desvío a Cantavieja se mete por la ciu-dad. Por la Ronda de Ambeles llega hasta el viaducto nuevo, poco antes del paso de cebra de la Glorieta, y lo cruza camino del hospital Obispo Polanco. No quiere marchar-se sin preguntar por Ilia, el compañero rumano cuyos moratones han cubierto el cuerpo entero y su cuerpo hiede en una cama de la segunda planta. Va casi todos los días. No entiende a la mujer ni a sus amigos porque son todos rumanos. Se siente extranjero en medio de extranjeros, pero ellos saben que va a preguntar por Ilia y le ponen la mano en el hombro como si lo consolasen a él, o le agradeciesen haber venido.
Pero allí no hay nadie. Mijaíl pronuncia varias veces el nombre de Ilia y la en-fermera de la recepción niega con la cabeza y lo mira.
-Ha fallecido –dice la enfermera.
Mijaíl no entiende las palabras pero sí la condolencia.
-¿Dónde ahora? –dice Mijaíl.
La enfermera dibuja en un papel con la palabra Salud en el membrete un plano para llegar al tanatorio. Junto a la palabra tanatorio dibuja una cruz.
Pero a Mijaíl le cuesta mucho entender todo lo que no esté escrito en cirílico. Se va a perder y todavía tiene carretera por delante. Tratará de buscar a su viuda, presentará sus respetos para que nadie diga nunca que sólo vinieron rumanos al duelo.
La camioneta vuelve a relajarlo. Sigue sin dificultad los carteles azules, y sin dificultad alcanza la autovía casi en La Puebla de Valverde. A partir de ahí conoce bien el camino. Tan sólo hay un descenso largo y pronunciado en el que tiene que retener la camioneta, y más en estos días húmedos en los que ya blanquea el hielo en las umbrías. El hecho de estar trabajando demora sus preocupaciones, algo que durante años, en la juventud bravía, le pareció una prueba de servidumbre, cuando el sovjoz funcionaba como tal y los tractores estaban engrasados de resignación. Y sin embargo ahora es la única posibilidad que tiene de salvarse. Mañana por la mañana el cliente debe ir al mue-lle a recoger los huevos y volverá a limpiar la nave de gallinas afligidas y el jefe verá el blanco denso de los muros restallando desde lo lejos. Es lo único que puede ofrecerle a Tatiana, no mentir y trabajar. No beber vodka y no mentir. Trabajar y ser el padre de familia que lleva ocho años perdido en un marasmo de dolor.
Cuando pasa por Sarrión, los faros y las luces de la pasarela iluminan un dragón de hierro que hay incrustado en las piedras. Es el primer hito importante de sus viajes a Puçol, el primer sitio que le resulta familiar. Es un dragón como los que dibujaba el gran Bilibin, la encarnación del mal que pasa a cuchillo Dobrynia Nikítich, la bestia moribunda en manos del héroe salvador, según el libro de leyendas rusas que leían de pequeños en la escuela. A Dobryna Nikítich luego lo llamaron San Jorge, y por eso lle-va una cruz estrecha y alargada, como la cruz que trazó la enfermera, que no era una cruz para marcar un sitio sino para nombrar la muerte.
El dragón adquiría en esas bylinas tradicionales formas diversas y con frecuencia de hombre apuesto que visitaba por las noches a las mujeres y se alimentaba de la leche de las madres hasta que las dejaba secas. A Mijaíl le hace gracia la coincidencia. Ber-nardo se le acaba de aparecer en una escena infantil, en uno de los múltiples recuerdos que consuelan a Mijaíl cuando lleva los cadáveres a la buitrera. Pero se aparece menos. Ese hierro no es San Jorge, es Nikítich. Tatiana emerge en cada curva como esa foto suya y de Kolia que llevaba en el salpicadero del Lada, con un letrero debajo que decía No corras. Quiere a Tatiana y la necesita, y está dispuesto a hacer las paces con Kolia, a dar su brazo a torcer y aceptar que lleve por Teruel el abrigo de mujik que le prohibió a su abuelo. No, no ha sido un atentado a la autoridad, pero a Mijaíl le preocupa que em-piece a comportarse con ese aire fantasmal que tienen los emos rusos, que tuvieron que prohibirlos porque en Rusia la apología del suicidio es más peligrosa que en otros luga-res. Aquí no, aquí parece algo reivindicativo, quizá un desplante, una deuda no saldada, el desprecio que necesita para reconciliarse con sus propios sentimientos. Lo ve claro Mijaíl cuando deja atrás el dragón, reduce la marcha y se mete en el restaurante que hay en un desvío con carteles en los que hay esquís dibujados y estrellas que significan nie-ve. Las luces enfocan sombras de montes a lo lejos, almendros que se asoman a las cu-netas. A Mijaíl le gusta conducir por la noche. Salvo por los letreros, que no entiende, en muchos tramos podría estar viajando hacia Moscú.
El aparcamiento está lleno de camiones de cinco ejes con matrículas de colores. Es la hora de la cena cosmopolita. Mijaíl ha pasado varias veces por aquí y el comedor está lleno de conductores de transportes internacionales, quizá sea el único sitio donde Mijaíl no se siente extranjero. El comedor podía estar en un apeadero de Francia o de Checoslovaquia. Hombres que no se conocen de nada y que no hablan la misma lengua están comiéndose un filete con patatas en la misma mesa. Otros compatriotas han que-dado y en una mesa donde no hay alcohol se oye hablar en una lengua que puede ser turco, quién sabe. Mijaíl no conoce nadie y por eso camina con las piernas abiertas y el andar cansado de quien trae un cargamento de hierro desde Polonia en vez de una ca-mioneta destartalada desde Alfambra. Allí no cuentan las razas ni los camiones. Hay botellas de vino y de orujo por las mesas, pero es la cena frugal del trabajador a quien todavía queda una larga noche de carretera, hasta que crucen la frontera al amanecer. Él se limita a pedir un café en la barra, y a buscar con la mirada un rostro del que no quepa duda de que es ruso. Muchos han dejado la mirada perdida en el plato lleno de restos de grasa y peladuras, están tomando fuerzas o descansando la mente, pero todos se condu-cen como si estuvieran en su patria y ningún complejo de inferioridad hubiese modifi-cado su forma de repasarse los dientes con un palillo.
Sí, piensa Mijaíl, esto estaría bien, viajar de noche por carreteras cuyo asfalto es del mismo color que en Rusia, cenar en zonas francas como esta. La camarera sudame-ricana sirve chupitos de anís y de orujo a otro camarero quizá rumano que los lleva por las mesas. Allí sólo es español el jefe, un tipo calvo, gordo y congestionado que sin em-bargo no parece un español normal sino el dueño de una cantina en el lejano Oeste. Y tan lejano. En uno de los viajes el camarero pide dos copas de vodka, y Mijaíl sigue la bandeja con la mirada para ver quién las ha pedido. Son dos tipos que hay detrás de la mampara de marquetería. Mijaíl camina hasta la máquina tragaperras, la mira y se vuel-ve, pero se coloca unos metros más allá, de modo que pueda ver a los bebedores de vodka. Sí, son rusos, o por lo menos ucranianos. Mijaíl no distingue bien a los rusos de la frontera con Europa. Quizá sean lituanos, piensa. No se oye lo que dicen, pero los gestos y los movimientos de los labios le resultan familiares.
Si no estuviesen bebiendo vodka se acercaría a saludarlos, pero así paga el café y se vuelve a la ruta. Tampoco tiene tiempo que perder en conversaciones patrióticas, y menos con ucranianos. No hablar con ellos forma parte de lo que debe demostrar a Ta-tiana, aunque ella no pueda verlo, aunque no se lo crea cuando esta noche se lo cuente. Se lo va a demostrar poniéndose mañana mismo a estudiar español cuando vuelva de la granja. Ella quiere seguir aquí mientras Kolia nos necesite, porque da por hecho que su hijo sólo ha de volver a Rusia con una carrera cursada en una universidad europea, y más vale que entonces sólo vuelva como turista. Kolia tampoco dio al principio su brazo a torcer, pero lleva ya unos días estudiando. Hasta el viejo habla mejor que él, o por lo menos parece entenderse con ese amigo anciano que se ha echado en el pueblo. A sus años tiene que ponerse otra vez a estudiar, pero de algún modo está seguro de que es la mejor forma de mantener a su familia unida.
Ese es el problema, que Mijaíl no entiende nada en castellano. No entiendía la ruta del tanatorio que le dibujó la enfermera ni tampoco entiende unos enormes carteles amarillos que hay al principio del Ragudo. Nada dice, sin embargo, que por el hecho de entender las palabras PELIGRO DE DESPRENDIMIENTOS o DESVÍO PROVISIO-NAL Mijaíl fuese a conducir con más cuidado aún, concentrado en las líneas de la carretera y guardando incluso una postura rígida al volante. Casi es mejor que dé igual entenderlos o no, y que con ningún aviso ni cautela tampoco hubiera podido esquivar una piedra pequeña, del tamaño de un huevo, que cruza botando la calzada como la cru-zaría un zorro asustado. Mijaíl agarra el volante y da un pequeño giro brusco para sal-varla, pero ese giro, en la umbría blanquecina de las curvas, ya no vuelve a su sitio. La camioneta derrapa y Mijaíl siente que no va a ninguna velocidad controlable. No iba a más de ochenta y lo más probable es que la camioneta frene en el quitamiedos y se que-de acostada en la mediana. La instintiva concentración que despliega Mijaíl para tomar de nuevo el control del vehículo le hace prever que todo acabará sin daños unos metros más abajo, y así es como a una velocidad que no parece ni poca ni mucha y que se con-funde con la sensación de ingravidez la camioneta se frena en la mediana y Mijaíl re-cuerda en ese momento que las medianas tienen forma de talud para escupir de nuevo los vehículos a la carretera. Y en efecto así es, pero al volver a la carretera la camioneta no se apoya sobre las cuatro ruedas y la inercia puede más que la gravedad y después de girarse por completo los palets de la carga vuelven a desplazarse y finalmente vuelca por el lado del conductor. La parte izquierda de la cabina se pliega como un acordeón aunque lo que siente Mijaíl es que es él el que está a punto de empotrarse con el volante. No ha habido golpe seco. Mijaíl no ha perdido el conocimiento. Llevaba el cinturón atado y no lleva clavado el volante, pero la barra delantera de la cabina se ha cruzado y le impide moverse. Ha sentido un par de golpes secos en la espalda y en el hombro iz-quierdo y una rozadura en el cuello. El salpicadero también se ha hundido y no puede mover las piernas.
Estoy vivo, piensa Mijaíl. Todavía se ampara en la idea de que la velocidad era muy moderada y el golpe no ha sido frontal. No ha perdido la noción del tiempo ni le duele la cabeza. El corazón le late tan fuerte que siente como si necesitase más espacio, como si necesitara más aire. Mijaíl piensa en su brazo, no le duele. Lleva un golpe muy fuerte en el hombro, pero no en el brazo, y esa es buena señal. Las lunas han estallado y el aire frío y el olor de la noche y del asfalto húmedo son otra prueba más de que está vivo. Ha quedado en posición horizontal sobre el costado izquierdo. Puede mover la mano derecha, pero no la izquierda, que sigue aplastada entre su cadera y la manivela de la ventanilla. Su cabeza reposa en el techo combado de la cabina. Puede mover la mano derecha pero el antebrazo está atrapado bajo la palanca del cambio. Sólo puede mover los dedos como una araña movería sus patas y sería señal de que está viva.
Mijaíl se ha concentrado en sosegar su corazón, como si, en el caso de que llega-ra a producirse, fuera posible parar un infarto. Siente un fuerte dolor en las piernas y en el antebrazo derecho, e intenta abrir mucho la boca para que entre el aire frío mezclado con la niebla. Desde su posición puede ver esquirlas brillantes del asfalto y un manto de niebla que cuaja entre los matojos de la mediana. Por alguna extraña razón, por la mis-ma razón por la que una persona puede entretener la mente en cosas agradables mientras a su alrededor todo se viene abajo, Mijaíl recuerda el último día que estuvo en Irkutsk. Aún faltaba tiempo para las olimpiadas, pero los chinos decían no temer a la lluvia por-que estaban capacitados “para modificar la estructura de la niebla”. Qué estructura ten-drá la niebla que lame sus heridas y refresca su boca pastosa. Mijaíl respira con dificul-tad, pero no pueden tardar en venir a rescatarle. Pronto verá las luces amarillas de las ambulancias y un bombero aserrará la barra que le oprime el pecho. En algún lugar del suelo, quizá debajo del asiento, por la parte de la puerta que aplasta su mano, Mijaíl escucha el timbre del teléfono móvil, la entrada de un mensaje. Será Tatiana. Tiene que ser Tatiana. Tiene que ser Tatiana que pregunta por él, que le pide que vaya con cuida-do, que vuelva pronto y no se entretenga. Mijaíl trata de moverse pero lo único que con-sigue es que el esfuerzo le haga toser y le falte más aire todavía. Al toser ve que sobre la barra blanca mojada de escarcha reciente, de hielo sin hacer, han salpicado dos gotas de sangre. Mijaíl se pasa la lengua por los labios. La boca le sabe a sangre. El frío lo ador-mece. ¿Será así morirse por falta de aire? ¿Murió así Serguéi, esperando que unas luces amarillas bajasen a las profundidades, reprimiendo los gritos y los llantos para no gastar el aire en vano? Mijaíl cierra los ojos y se concentra en el rostro de su hijo Serguéi. Su imagen le aleja de la desesperación. De algún modo le conforta sentir lo mismo que él, haber bajado a las profundidades del mundo y aspirar la niebla. Se obliga a mantener los ojos abiertos. Durante aquellos horrorosos días de Vidiáevo aprendió que la falta de aire anestesia y adormece. Siempre lo había sabido, pero entonces deseó con todas sus fuer-zas que Serguéi no cerrase nunca los ojos, con las mismas fuerzas con las que ahora mira la superficie del asfalto y observa cómo la niebla va ocupando la noche como un ejército de espectros que avanzaran como en una cápsula sin gravedad. Brillan las es-camas blancas del dragón, piensa Mijaíl, la serpiente que se arrastra entre las cáscaras de huevo. Si los dragones viven más de cien años se convierten en culebras blancas que sólo hacen el bien. Quizá esta serpiente blanca deshilachada que refresca la sangre de su boca sea el hada buena en la que Mijaíl confiaba cuando estaba en la escuela, y cuando él mismo contaba historias a Serguéi para que se durmiese, y le enseñaba las estampas de Bilibin que adornaban el relato. Los ojos de la serpiente giran como las luces de las ambulancias. Sus manos en forma de tenaza entran en la cabina y en su respiración Mi-jaíl oye sonidos humanos que no entiende pero sabe que son la salvación que nunca tuvo Serguéi. Mijaíl mueve los dedos de su mano, por si el teléfono estuviese cerca y pudiera tocarlo, por si pudiese tocar con ellos el rostro de Tatiana, la cabeza de su hijo Kolia, o la mano de Serguéi. Después de pensar esto, Mijaíl Denísovich Breskovski sigue mirando la estructura de la niebla, pero ya está muerto.

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