9.9.08

Las mujeres


En el Madrid de 1880, José María Bueno de Guzmán es un señorito que roza la cuarentena, vive de las rentas y se entretiene con los cambalaches de la bolsa. Tiene tres primas. La más atractiva, Eloísa, está casada con el curioso Carrillo, un hombre obsesionado con hacer obras de caridad cuyos modales producen a José María una aprensión parecida a la que los hombres muy afeitados producían en Baroja. Pero Eloísa tiene un vicio: el lujo, un poco en el estilo de aquella mujer legal de Pierre Bezújov. Es capaz de llevar sus sentimientos hasta más allá de toda cautela, pero también de replegarlos cuando de lo que se trata es de mantener su insostenible tren de vida.
   La segunda es Camila, heredera de la aldeana que se encontró don Quijote y trató como a una reina. Es tosca, rabanera, chillona, y está casada con Constantino Miquis, el más bruto de la familia. Es la quintaesencia de la mujer sin desbastar, pero también de la que no ha echado a perder en vanidades un gramo de su corazón vacuno. Es fiel a quien la quiere, noble y silvestre, y su concepto del dinero, algo importantísimo para Galdós, es el de la mujer hacendosa que tiene como una deshonra dejar algo a deber, siquiera pretenderlo.
   La tercera, en fin, es María Juana, una mujer sabia y bien casada, culta y prudente, sin los delirios de grandeza de su hermana Eloísa ni el pelo de la dehesa que suelta Camila. Las tres, por orden de prudencia, nos llevan al Madrid de los aristócratas caprichosos y de las damas de muchos pujos a las que desaprensivos como Torquemada iban desplumando a base de préstamos y que se rifaban a los marqueses viejos y pintados para llegar a fin de mes. También nos llevan al Madrid de los negociantes, de las obligaciones y las acciones de Cuba, que van ya en franca decadencia, a ese ideal mesocrático de cuentas claras que Galdós finge despreciar pero que forma parte de su sentido del orden narrativo. Y nos lleva por último, si bien muy fugazmente, al Madrid de patio y vecindonas, de mujeres que lavan su propia colada y hombres sentados a la puerta.
   La estructura de Galdós está clara. Dentro va la peripecia, la odisea moral de un señorito que se encapricha de la caprichosa, se entrega a la abnegada y no hace demasiado caso de la única que habría podido hacerle feliz. Pero hay algo que falla. El arranque, los amores con Eloísa, es extraordinario. Pocas veces llega Galdós a un estatismo tan brioso, por así decirlo, y a plantear morosamente en cien páginas una historia cuya complejidad se nos deshace cuando le toca el turno a la segunda prima. Me he creído a pies juntillas sus amores con Eloísa, incluso que la deje cuando ve que es imposible enderezar sus despilfarros, pero no me creo en absoluto la loca pasión por Camila, y uno diría que Galdós tampoco, porque insiste una y otra vez en fórmulas entre cervantinas y chistosas que no sirven para ver el corazón del protagonista y narrador en carne viva. Entendemos por qué quiere a Camila, pero nos parece falso cuando lo cuenta. De hecho, la catarsis final, el juego de simetrías con la enfermedad de Eloísa, creo que se desata sin estar madura del todo, precisamente porque la relación con Camila no ha sido del todo convincente.
   Vamos hacia la idea, y se puede decir que Fortunata es una mezcla, al 50% incluso, de Camila y Eloísa, tan basta como la primera y tan destarifada como la segunda. Jacinta, en cambio, no tiene nada que ver con estos tipos complejos, débiles, pecadores, que suben y bajan y enferman y se curan, que pueden con todo en su determinación de hierro y se dejan llevar por una pluma que vaya nadando por el desagüe. Jacinta es otra cosa que no aparece aquí.
   María Juana, la tercera (¡y cuánto eché de menos doscientas páginas más para que José María se liase con ella!), no tiene defectos, pero eso hace más interesante que pueda dejarse llevar por la pasión. Se puede pensar que Galdós lo tenía previsto, porque la escena de los botines es un cabo que queda suelto para siempre. José María, ciego de pasión no correspondida por Camila, se guarda sus botines bajo la almohada, en un acto de fetichismo que, en tratándose del casto don Benito, tampoco va mucho más allá. Un día María Juana entra en casa de su primo y cambia sus botines por los de su hermana Camila, y se ríen los dos mucho del rasgo, pero ninguno de los dos va más allá.
   Y esa relación sí habría sido convincente. Habría venido como de molde con la poética que a poco de terminar nos expone muy seriamente Galdós:

Bien quisiera yo que estas Memorias ofreciesen pasto de curiosidad e interés a las personas que buscan en la lectura entretenimiento y emociones fuertes. Pero no he querido contravenir la ley que desde el principio me impuse, y fue contar llanamente mis prosaicas aventuras en Madrid desde el otoño del 80 al verano del 84, sucesos que en nada se diferencian de los que llenan y constituyen la vida de otros hombres, y no aspiran a producir más efectos que los que la emisión fácil y sincera de la verdad produce, sin propósito de mover el ánimo del lector con rebuscados espantos, sorpresas y burladeros de pensamiento y de frase, haciendo que las cosas parezcan de un modo y luego resulten de otro.

Lo prohibido es una de las novelas más largas de Galdós, quizá una de las más ambiciosas, pero definitivamente una novela inacabada. Entre la enfermedad de Eloísa y la de José María hay demasiado poca novela. Es como traer a una heroína que merecía la tragedia entera y sustituirla de pronto por otras heroínas quizá no tan atractivas literariamente. Teniendo en cuenta lo que Galdós hizo luego con Fortunata –o antes con Isidora-, Camila es muy convincente, pero no lo es el narrador que nos cuenta su amor por ella. Se vale de demasiada hagiografía discursiva y demasiado pocas escenas elocuentes. Él nos cuenta su amor, pero no nos lo enseña. Una cosa es hacer payasadas porque te has enamorado y otra que esas payasadas difuminen la fuerza narrativa de tus sentimientos, vaya.
En general, creo que la estructura de fuertes contrastes, de clavos que caen del cielo y demás rimas de la realidad deja la novela un poco tiesa, como con el apresto de los símbolos y de las correspondencias, como si hubiese llovido nada más plantar la imagen y se transparentasen las maderas que la sostienen. ¿Por qué, al pintar a los más humildes, Constantino y Camila, Galdós no logró aquí ser tan convincente como al pintar a los más poderosos, o a los más depravados? ¿Por qué, en realidad, nunca sale del tópico chocarrero, de un Pigmalión que se da por vencido, y se deja de escenas con grito y profundiza en la pasión por la pureza que representa Camila? Ese amor por Camila necesitaba más tacto, menos carbón grueso. Aquí Cervantes me temo que no le favorece.

5 comentarios:

  1. Estoy muy de acuerdo contigo, pero qué grande pese a todo es Galdos y qué magnífica crítica. Felicidades

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  2. Es verdad, en Galdós todo tiene su interés, y nunca es desmañado, en el sentido de que todas sus estructuras tienen un por qué. Releo lo que he escrito y pienso, primero, que yo no soy quién para hablar así de un gigante como él; y, segundo, que la confianza da asco. Gracias por leerlo.

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  3. Si te parece, podrías trasvasar el post al Círculo. A ver si conseguimos abrir uno de esos debates tan interesantes que teníamos antes...
    Yo opino que hay que decir siempre lo que uno piensa, por mucho que admire al objeto de su crítica. Esa confianza es buena; sinceridad ante todo; hasta se puede uno cabrear o enfadar con su amigo. Lo otro (la admiración, los elogios, el agradecimiento...) ya se presupone. Ya sabes: como lo mío con Baroja.
    Un saludo.

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  4. Anónimo9:55 p. m.

    Discrepo, la segunda parte, el "affair Camila" es con mucho lo mejor del libro. La rabia y los celos de José María no están justificados objetivamente (socialmente, más en el XIX), pero sí desde el punto de vista de lo irracional y aleatorio de las relaciones sexuales. Yo me lo creo porque recuerda la vida diaria, de enamorarse de lo vulgar y anecdótico, hacerlo fetiche y derivarlo en sufrimiento, rabia y enfermedad. José María se infantiliza y autodestrulle a medida que más se enamora, mientras que Constantino, mediocre pero a fin de cuentas poseedor del objeto del deseo, se equilibra y se hace mejor. La vida misma.

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  5. Leer al maestro Galdós. es vivir el Madrid del siglo xix ya que su narración es como verlo con nuestros propio ojos-

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