Lo primero que me sorprende cuando pasan unas cuantas semanas y vuelvo a leer el folletín que publiqué en agosto es una reconfortante sensación de incredulidad. No termino de creerme que un año más haya sobrevivido al empeño (doscientas páginas en aproximadamente un mes de trabajo), y mucho menos que la cosa se deje leer. De los amigos siempre espero el mismo comentario: “se me ha hecho corta”, no como crítica a la desproporción, eso que tanto desagrada de las novelas que son como un arranque brioso de un viaje que termina demasiado pronto, sino como cuando ves una película en el cine y no te da tiempo a cambiar la postura.
Puestos a buscar un objetivo, ese sería el primero. Umbral escribía todo de golpe, y se jactaba de ello, por más que sus novelas dé la impresión de que se acaban porque a su autor se le ha terminado la gasolina o ha llegado ya al número de páginas que estipulaba el contrato y resuelve de cualquier manera. Es lo que sucede, por ejemplo, en Leyenda del César Visionario, cuyo final está directamente sin hacer. En su caso, sin embargo, la ración de brillantez es tan densa que no nos importa quedarnos sin el postre. Pero sí, es como una novela que va perdiendo altura, sufriendo turbulencias hasta que se le apagan los motores, entre otras razones porque su prosa es también un vuelo sin motor, que es, por cierto, como el maestro de Umbral, César González Ruano –leer ahora su reeditado Baudelaire aclara muchas dudas al respecto-, llamaba a las columnas sin tema previo, a los libros que se hacían solos, a la prosa circunstanciada, ingrávida y luminosa.
La cuestión es que la mejor manera de que una novela se haga sola es escribirla de golpe, y eso, para los orífices como Umbral y para los anónimos folletinistas de provincias como yo, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La primera de las ventajas es que la cosa sale más fresca, sale traducida a su gramática interna, no a mis planes previos. Entre lo que yo quería contar cuando escribí el primer capítulo de Otoño ruso y lo que salió al final no creo que haya más que un par de anécdotas secundarias en común. La necesidad de ser variado y de que todos los capítulos tuvieran la misma cantidad de lubricante y de autonomía narrativa me impide siempre seguir los planes. El primer capítulo me gustaba mucho, pero dos en ese mismo tono habrían desanimado a los lectores del periódico, a los pocos que reciben el folletín con ganas de que les guste. A partir de ahí la cosa se torció definitivamente. Ese segundo capítulo, casi sin quererlo, me hizo hueco para otro que ya tenía escrito y sólo había que cambiarlo de persona narrativa. Después ya nada estaba escrito y los días iban cayendo con la rapidez que los caracteriza. Unos días me sentí fluido y brillante, otros transitorio y desustanciado, pero no me podía parar a replantearme nada. Me limitaba a juzgar el grado de fluidez de lo que había salido, el hecho fundamental y eliminatorio de que la cosa fuese más o menos buena pero resultara entretenida.
Cuando tomas el pasado como tema esto es mucho más llevadero, pero las novelas contemporáneas te tienen siempre al borde del abismo. La botella de vodka que desencadena el final yo la vi al mismo tiempo que el protagonista. La estructura de ir adelante y atrás surgió porque en un capítulo había mencionado algo que me parecía una buena historia pero había sucedido antes. La improvisación es absoluta, y mi sensación la de ir subiendo una pared en la que siempre, sorprendentemente, encuentras un hueco donde meter los dedos de las manos y las puntas de los pies, pero que resulta un poco inquietante cuando ves que ya no hay ninguna posibilidad de volver atrás. Estás en manos de tu imaginación, pero sí puedes controlar otros factores, sobre todo el de la amenidad. El oficio, sin embargo, no se ocupa también de los hechos, sino solo del modo de contarlos. Los hechos son necesidades que no pueden esperar a mañana porque no hay tiempo y porque si te paras es poco probable que encuentres suficientes razones para retomarlo. Este funambulismo provoca inevitables altibajos, pero te garantiza el hecho de que nada sea previsible. No se ve la carpintería porque no la hay.
Eso sí, después de cuatro folletines seguidos, la necesidad innegociable de no pegar un petardo (un autopetardo, o sea, porque a la poca gente que lo lee le viene a dar lo mismo) hace que el oficio adquiera un mayor protagonismo. Ya el año pasado me sorprendía eligiendo escenas porque determinados detalles ya sabía que iban a funcionar. No se trata de que lo hayas leído en tal o cual libro, que también, sino de que ese registro ya ha pasado por tus manos y sabes que en determinados momentos enfosca muy bien la historia.
Por ejemplo, en los dos primeros folletines noté que la historia bajaba mucho al final del segundo tercio, antes de variar el ángulo para iniciar las maniobras de aterrizaje. El año pasado me concentré mucho en esa zona, pero necesité de varios capítulos y al final tuve que descartar alguno que no habría venido mal para terminar. Este año comencé el final a siete capítulos de terminar para que me diese tiempo a todo, y eso me obligó a acelerar un poco en los capítulos anteriores, y tampoco vino mal. El resultado es que si partes en tres la pieza y dotas a cada parte de ritmo autónomo, los bajones no se notan tanto. Bueno, esto ya se sabe desde Homero, pero hasta que no te lo encuentras no lo terminas de entender.
El resultado, lo que yo opino del resultado, con esa libertad que da haber escrito algo tan fugaz (en el fondo, el folletín es un happening literario), es, más o menos, lo siguiente:
1. Está bien acabado.
2. Es fluido.
3. Los bajones pueden tomarse como adaptación del estilo al argumento.
5. La historia tiene sentido.
4. Hay cuatro capítulos buenos de verdad, algo más de un 20% del total, cuatro piezas que seleccionaría sin ningún rubor para una colección de cuentos.
5. No he contado lo que pensaba, pero sí he dicho lo que quería.
6. Creo que no me he equivocado en el estilo.
Como veis, me basto para darme ánimos. Pero ya tituló el periódico, antes de empezar a publicarlo, que Otoño ruso era un fin de ciclo. Y no por el hecho de que vaya a dejar de escribirlos, sino porque voy a cambiar el método. No estoy seguro en absoluto de que si empiezo por los planos la cosa vaya a quedar mejor, pero este año el plan de trabajo exige empezar a finales de enero y escribir un capítulo cada semana en vez de cada día, y partir de un argumento mucho más detallado en el que ya estoy metido.
Vuelvo al pasado y quiero dibujar el cuadro antes de pintarlo. Será un artefacto literario en vez de un happening. No obstante, antes de empezar, lo que más me preocupa es que no se vea el apresto, que parezca que también lo he escrito a toda hostia. No dejo el método del mes febril porque crea que puede salirme mejor, sino porque eso no puede ser bueno para la salud lo mande quien lo mande. Acabo hecho migas.
Pero vaya, sigo defendiendo el valor de la repentización, siempre y cuando uno tenga que estar sometido al principio de los dictados de cualquier forma de expresión estética: no hacerse pesado.
Puestos a buscar un objetivo, ese sería el primero. Umbral escribía todo de golpe, y se jactaba de ello, por más que sus novelas dé la impresión de que se acaban porque a su autor se le ha terminado la gasolina o ha llegado ya al número de páginas que estipulaba el contrato y resuelve de cualquier manera. Es lo que sucede, por ejemplo, en Leyenda del César Visionario, cuyo final está directamente sin hacer. En su caso, sin embargo, la ración de brillantez es tan densa que no nos importa quedarnos sin el postre. Pero sí, es como una novela que va perdiendo altura, sufriendo turbulencias hasta que se le apagan los motores, entre otras razones porque su prosa es también un vuelo sin motor, que es, por cierto, como el maestro de Umbral, César González Ruano –leer ahora su reeditado Baudelaire aclara muchas dudas al respecto-, llamaba a las columnas sin tema previo, a los libros que se hacían solos, a la prosa circunstanciada, ingrávida y luminosa.
La cuestión es que la mejor manera de que una novela se haga sola es escribirla de golpe, y eso, para los orífices como Umbral y para los anónimos folletinistas de provincias como yo, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La primera de las ventajas es que la cosa sale más fresca, sale traducida a su gramática interna, no a mis planes previos. Entre lo que yo quería contar cuando escribí el primer capítulo de Otoño ruso y lo que salió al final no creo que haya más que un par de anécdotas secundarias en común. La necesidad de ser variado y de que todos los capítulos tuvieran la misma cantidad de lubricante y de autonomía narrativa me impide siempre seguir los planes. El primer capítulo me gustaba mucho, pero dos en ese mismo tono habrían desanimado a los lectores del periódico, a los pocos que reciben el folletín con ganas de que les guste. A partir de ahí la cosa se torció definitivamente. Ese segundo capítulo, casi sin quererlo, me hizo hueco para otro que ya tenía escrito y sólo había que cambiarlo de persona narrativa. Después ya nada estaba escrito y los días iban cayendo con la rapidez que los caracteriza. Unos días me sentí fluido y brillante, otros transitorio y desustanciado, pero no me podía parar a replantearme nada. Me limitaba a juzgar el grado de fluidez de lo que había salido, el hecho fundamental y eliminatorio de que la cosa fuese más o menos buena pero resultara entretenida.
Cuando tomas el pasado como tema esto es mucho más llevadero, pero las novelas contemporáneas te tienen siempre al borde del abismo. La botella de vodka que desencadena el final yo la vi al mismo tiempo que el protagonista. La estructura de ir adelante y atrás surgió porque en un capítulo había mencionado algo que me parecía una buena historia pero había sucedido antes. La improvisación es absoluta, y mi sensación la de ir subiendo una pared en la que siempre, sorprendentemente, encuentras un hueco donde meter los dedos de las manos y las puntas de los pies, pero que resulta un poco inquietante cuando ves que ya no hay ninguna posibilidad de volver atrás. Estás en manos de tu imaginación, pero sí puedes controlar otros factores, sobre todo el de la amenidad. El oficio, sin embargo, no se ocupa también de los hechos, sino solo del modo de contarlos. Los hechos son necesidades que no pueden esperar a mañana porque no hay tiempo y porque si te paras es poco probable que encuentres suficientes razones para retomarlo. Este funambulismo provoca inevitables altibajos, pero te garantiza el hecho de que nada sea previsible. No se ve la carpintería porque no la hay.
Eso sí, después de cuatro folletines seguidos, la necesidad innegociable de no pegar un petardo (un autopetardo, o sea, porque a la poca gente que lo lee le viene a dar lo mismo) hace que el oficio adquiera un mayor protagonismo. Ya el año pasado me sorprendía eligiendo escenas porque determinados detalles ya sabía que iban a funcionar. No se trata de que lo hayas leído en tal o cual libro, que también, sino de que ese registro ya ha pasado por tus manos y sabes que en determinados momentos enfosca muy bien la historia.
Por ejemplo, en los dos primeros folletines noté que la historia bajaba mucho al final del segundo tercio, antes de variar el ángulo para iniciar las maniobras de aterrizaje. El año pasado me concentré mucho en esa zona, pero necesité de varios capítulos y al final tuve que descartar alguno que no habría venido mal para terminar. Este año comencé el final a siete capítulos de terminar para que me diese tiempo a todo, y eso me obligó a acelerar un poco en los capítulos anteriores, y tampoco vino mal. El resultado es que si partes en tres la pieza y dotas a cada parte de ritmo autónomo, los bajones no se notan tanto. Bueno, esto ya se sabe desde Homero, pero hasta que no te lo encuentras no lo terminas de entender.
El resultado, lo que yo opino del resultado, con esa libertad que da haber escrito algo tan fugaz (en el fondo, el folletín es un happening literario), es, más o menos, lo siguiente:
1. Está bien acabado.
2. Es fluido.
3. Los bajones pueden tomarse como adaptación del estilo al argumento.
5. La historia tiene sentido.
4. Hay cuatro capítulos buenos de verdad, algo más de un 20% del total, cuatro piezas que seleccionaría sin ningún rubor para una colección de cuentos.
5. No he contado lo que pensaba, pero sí he dicho lo que quería.
6. Creo que no me he equivocado en el estilo.
Como veis, me basto para darme ánimos. Pero ya tituló el periódico, antes de empezar a publicarlo, que Otoño ruso era un fin de ciclo. Y no por el hecho de que vaya a dejar de escribirlos, sino porque voy a cambiar el método. No estoy seguro en absoluto de que si empiezo por los planos la cosa vaya a quedar mejor, pero este año el plan de trabajo exige empezar a finales de enero y escribir un capítulo cada semana en vez de cada día, y partir de un argumento mucho más detallado en el que ya estoy metido.
Vuelvo al pasado y quiero dibujar el cuadro antes de pintarlo. Será un artefacto literario en vez de un happening. No obstante, antes de empezar, lo que más me preocupa es que no se vea el apresto, que parezca que también lo he escrito a toda hostia. No dejo el método del mes febril porque crea que puede salirme mejor, sino porque eso no puede ser bueno para la salud lo mande quien lo mande. Acabo hecho migas.
Pero vaya, sigo defendiendo el valor de la repentización, siempre y cuando uno tenga que estar sometido al principio de los dictados de cualquier forma de expresión estética: no hacerse pesado.
Me encantan tus folletines, Antonio. Consigues una frescura que no es habitual, una fluidez que arrastra, una naturalidad sin pretensiones de demostrar lo listo que eres y lo bien que lo haces que consigue precisamente que pienses "Madre mía, yo quiero conseguir escribir así...".
ResponderEliminarFelicidades.
Me dejas impresionado, Teresa. Tanto que me he animado a terminar de subir los capítulos que faltaban al blog de Otoño ruso en versión definitiva, por si alguien, impresionado por tu comentario, se quiere pasar.
ResponderEliminarLa verdad es que es eso exactamente lo que busco. Y, por otra parte, no tengo más cáscaras, porque mi público, por más escaso que sea, es implacablemente real. Yo no creo en el lector activo ni en la necesaria dificultad ni en la obligación de ir más allá ni en nada de eso. Yo creo tan solo en el arte de la narración. En eso soy militante, y por eso te agradezco tus palabras todavía más.
Eres impresionanteeee!! Ole tus ... OLé!
ResponderEliminarAcabé de leer "Otoño ruso" hace unos días, creo que te dije que comenzaba hace un tiempo. Me ha gustado mucho, en parte porque reconozco el paisaje y el paisanaje, pero creo que es secundario, el reconocerlos, y el mérito es tuyo. Son verosímiles, el argumento, los personajes, cómo hablan, lo que piensan, lo que ocurre. Suceden cosas, las cuentas, y eres cariñoso con tus personajes. Yo no escribo y no suelo criticar las novelas o lo que producen los demás, así que digo lo que siento.
ResponderEliminarAprovecho para decirte que un blog mío que tienes enlazado en el tuyo, Camino del Penchat, lo he eliminado, pero sigo con el habitual,"Andandos", que también lo he visto.
Nada más, un abrazo.
Muchas gracias, José Luis, por leer la novela y por hablarme así de ella. Lo que tú dices es lo que busco, personajes que estén vivos, que piensen, que hablen y que les sucedan cosas. Sigo creyendo en esa clase de novela. Quizá por eso la he cogido otra vez con Baroja...
ResponderEliminarUn abrazo.
Me parece muy bien que la hayas cogido con Baroja. Leimos en el club de lectura "La busca" y, bueno, el libro es el mismo que cuando lo leí en Bachillerato, pero yo no. Ahora sí que me gustó, y mucho.
ResponderEliminarTu blog es muy amplio y leí "Stoner", animado por tu crítica, y también me gustó. Parte de que me guste tiene que ver con tu manera de criticar las novelas, que la veo seria y nada superficial. También introduces tus gustos personales, tus filias y fobias, pero eso es lo normal. Leo ahora mejor que antes, sin duda.
Un abrazo