La rutina de la guerra está llena de latas, calderos antiguos sobre un moderno camión, y gente que, mientras preparaba el rancho, ponía la misma cara que si estuviera guisando una comida de hermandad para las fiestas de su pueblo. Los hombres despiojan sus carnes blancas, serios, sin rictus de dolor ni mucho menos de asco, como si los piojos fuesen igual que la arenilla de los que vuelven de la playa. Apenas se ve el pánico. Tiene más cara de susto un soldado con fusil que los desertores a los que custodia. En una escuela, los niños se amontonan en los pupitres, y entre ellos un miliciano trata de dibujar sus primeros palotes, mientras un maestro con corbata, más o menos de su edad, le indica cómo debe hacerlo. Allí hay niños aburridos y asustados, absortos y despistados. No están callados por miedo a la vara del maestro, que no parece tenerla: están tristes, como sin ganas de hablar.
Otro soldado se apoya en la vía de un tren para echar una siesta. Tiene los ojos cerrados, pero sabemos que no está dormido. Un señor con barretina y pata de palo, que, más que de palo, parece el hueso original, vestido con ancha faja y chaquetilla de pana recia, tiene sin embargo un rostro cercano, contemporáneo, comprensible. Eso es lo que más me llama la atención de todas estas fotos, lo verosímiles que son las caras, aun cuando la escena no sea dantesca. No vemos moribundos ni escenas de llanto desgarrado, no vemos niños llorando ni madres atravesadas por la angustia. Todas son, por así decirlo, escenas de tranquilidad. Los combatientes miran cavar una trinchera como si estuvieran arreglando una cuneta, como si fuera normal.
Hay pocas fotos con cadáveres. Una es la clásica del que quedó en medio de los escombros, con los ojos abiertos. Al otro lo llevan en parihuelas sus compañeros. La muerte ya ha entrado en su rostro. Está en la nariz afilada, en los párpados hundidos. No ha sido una muerte repentina. Hay agonía en su rostro. Sus compañeros le han cerrado los ojos. Pasa entre ruinas que tienen algo de arcilla que se ha vuelto a derretir, ladrillos que vuelven a ser barro, montes erosionados. Los cadáveres se funden con la tierra quemada, con la luz blanca quemada de las cámaras que perseguían retratar la vida.
(Amarga memoria. Fotografías de la Brigada Lincoln. Escuela de Artes y Oficios de Teruel. Hasta el día 5.)
Otro soldado se apoya en la vía de un tren para echar una siesta. Tiene los ojos cerrados, pero sabemos que no está dormido. Un señor con barretina y pata de palo, que, más que de palo, parece el hueso original, vestido con ancha faja y chaquetilla de pana recia, tiene sin embargo un rostro cercano, contemporáneo, comprensible. Eso es lo que más me llama la atención de todas estas fotos, lo verosímiles que son las caras, aun cuando la escena no sea dantesca. No vemos moribundos ni escenas de llanto desgarrado, no vemos niños llorando ni madres atravesadas por la angustia. Todas son, por así decirlo, escenas de tranquilidad. Los combatientes miran cavar una trinchera como si estuvieran arreglando una cuneta, como si fuera normal.
Hay pocas fotos con cadáveres. Una es la clásica del que quedó en medio de los escombros, con los ojos abiertos. Al otro lo llevan en parihuelas sus compañeros. La muerte ya ha entrado en su rostro. Está en la nariz afilada, en los párpados hundidos. No ha sido una muerte repentina. Hay agonía en su rostro. Sus compañeros le han cerrado los ojos. Pasa entre ruinas que tienen algo de arcilla que se ha vuelto a derretir, ladrillos que vuelven a ser barro, montes erosionados. Los cadáveres se funden con la tierra quemada, con la luz blanca quemada de las cámaras que perseguían retratar la vida.
(Amarga memoria. Fotografías de la Brigada Lincoln. Escuela de Artes y Oficios de Teruel. Hasta el día 5.)
Diario de Teruel, 27 de noviembre de 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario